JUEVES SANTO
 MISA EN RECUERDO DE LA CENA DEL SEÑOR
 
20 de abril de 2000

Padre Basilio Méramo
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   Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:           

   En esta fecha normalmente se celebra una sola Misa en cada iglesia o en cada comunidad religiosa (aparte de la Misa Crismal, celebrada por el Obispo, en la cual se bendicen los Santos Óleos) en la que comulgan los demás sacerdotes que no dicen Misa. Esa Misa tan solemne es la memoria de la Cena del Señor, en la cual Nuestro Señor consagró el pan y el vino anticipando el sacrificio que iba a ofrecer en la cruz y que posteriormente, en las Misas que decimos, viene a ser la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario. En consecuencia, el Jueves Santo la Iglesia festeja la institución de la Santa Misa realizada por Nuestro Señor el día anterior a su crucifixión.

   También celebra la Iglesia el sacramento del Orden, o sea la ordenación de los doce apóstoles. Los sacerdotes festejamos en este día la institución del sacerdocio unida a la institución de la Santa Misa ya que están íntimamente ligadas. El sacerdote es el hombre del sacrificio; la Santa Misa y el sacrificio son ofrecidos por el sacerdote. El misterio de la Santa Misa, de la Eucaristía, que es en primer lugar el Santo Sacrificio de la Misa y en segundo la Comunión, que es una participación muy íntima y muy estrecha en este Santo Sacrificio, tienen una importancia vital. Por esta razón, si no se tiene la Santa Misa como un Sacrificio, queda desnaturalizada de su esencia; de allí la importancia de reafirmar en la Misa ese acto del Sacrificio, ese carácter de sacrificador del sacerdote, y no como hoy día, en que el sacerdote ejerce un papel de mero presidente que preside o encabeza al pueblo. Este es un grave error teológico; el sacerdote no es presidente de nada; el sacerdote es otro Cristo sacramentalmente instituido por Nuestro Señor con el orden que le imparte, para que siendo otro Cristo, pueda reproducir sacramentalmente el mismo sacrificio que Nuestro Señor ofreció en el Calvario. Eso es lo que desgraciadamente los protestantes no pueden entender. La nueva concepción de la liturgia y de la Misa hacen que ese carácter desaparezca, quede sepultado cuando se dice que la Misa es sencillamente una cena. ¡No! No es simplemente una cena, es cena y algo más, es el sacrificio de Nuestro Señor que se ofrece en su Cuerpo, en su Sangre, en su Alma y en su Divinidad para que lo comamos; no es el ágape al cual se refiere San Pablo en su primera epístola dirigida a los Corintios al recomendarles que no vayan a la iglesia a comer. ¿Por qué? Porque antiguamente estaban juntos el Santo Sacrificio y la comida -el ágape- y eso poco a poco degeneró por el inconveniente de los que tenían y llevaban qué comer al lado de quienes nada tenían y nada llevaban, lo que empezaba a crear una especie de tensión y de distracción al confundir lo uno con lo otro; por eso San Pablo, sabiamente inspirado por el Espíritu Santo, comenzó a predicar en contra de ese ágape o cena que tenía lugar junto con el Santo Sacrificio de la Misa y fueron entonces separadas una cosa de la otra. Sería pues ilógico volver a convertir la Misa en una simple cena o comida reprobada ya por el mismo San Pablo.

   Realiza entonces Nuestro Señor un misterio inefable, misterio de fe, mysterium fidei esencial; porque luego, si no se cree que es el misterio de fe, ¿qué es? No sería nada y ese misterio de fe que nosotros recibimos es la Sangre y el Cuerpo de Cristo, lo cual se cree por la fe.

   Por todo lo anterior, se nos pide que no bebamos ni comamos indignamente el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; claro está, todos somos indignos en cuanto somos miserables y pobres criaturas humanas, pero si tenemos el corazón sucio por el pecado mortal, esa es la indignidad con la cual no se puede recibir la Eucaristía ya que esa Comunión sólo serviría para nuestra propia condenación. De ahí la necesidad de acudir a la confesión cada vez que incurramos en pecado grave, en pecado mortal; los veniales no nos excluyen de comulgar; al contrario, si vamos arrepentidos esa misma comunión nos los borra, pero no así el pecado grave. Por eso debemos comulgar siempre con un corazón que no tenga, por lo menos en la memoria, conciencia de pecado mortal que recurramos a la santa confesión para limpiarnos, para lavar nuestras almas. Nuestro Señor nos lega ése, Su testamento: la Santa Misa y el Sacerdocio.

   En esta misma ocasión Nuestro Señor protagoniza un ejemplo de profunda humildad. Él, como Señor y Maestro, no escatima humillarse hasta el punto de lavar los pies a sus discípulos. San Pedro -que no concebía aquel gesto se opone, a lo cual Nuestro Señor agrega, que si no se deja lavar los pies no tendrá parte con El, es decir, no tendrá lugar con El en el cielo. Accede entonces Pedro y dice que no solamente lave sus pies sino también manos y cabeza. Nuestro Señor le enseña que aquel que está limpio, que se ha bañado, no necesita lavarse más que los pies por el polvo del camino, pero que el resto del cuerpo está limpio. Sin embargo, allí, en medio de sus doce apóstoles había un traidor: Judas.

   Siempre habrá un traidor a nuestro lado. Nuestro Señor, con suma paciencia lo soporta, espera hasta el último momento que se convierta, que se arrepienta. Incluso Judas, después de traicionarlo, por no confiar en la bondad, en la paternidad de Dios, de Nuestro Señor, pudiendo arrepentirse aun después de haberlo entregado, no confió en Dios; se desesperó y se ahorcó.

   No nos debe escandalizar el hecho de que Nuestro Señor cuente con un traidor entre sus apóstoles. ¿Para qué? para dejarnos una gran lección; ¿cuál lección?, que siempre, cuando hacemos el bien, habrá alguien que nos traicione, alguien que trabaje en contra y por eso dentro de la misma Iglesia hay traidores y de ellos sabe Dios. Los grandes herejes, los grandes heresiarcas salieron siempre de la Iqlesia, fueron traidores; el mismo Lutero fue monje agustino; Arrio, sacerdote en Alejandría. Todas las grandes herejías y los cismas son originados por alguien que traiciona a la Iqlesia, un traidor a Nuestro Señor, un traidor a la verdad. Por eso, para no traicionar ala Iglesia, para no traicionar a Nuestro Señor, hoy más que nunca debemos permanecer líeles a la doctrina de la Iglesia, fieles a la Sacrosanta Tradición en la cual no hay error, ni puede haber error; porque la Iqlesia, durante dos mil años de existencia, no pudo jamás equivocarse, y si hay errores, ellos vienen de la innovación, de los cambios; este es el gran problema del modernismo, del progresismo, errores introducidos impíamente dentro de la Iglesia.

   Pablo VI dijo al respecto que el humo de Satanás había entrado en la misma Iglesia y esto provocaba autodestrucción, autodemolición; entonces no nos extrañemos de ver en la Iglesia tantos cambios que en definitiva hacen perder la fe, hacen progresar las sectas protestantes por doquier. Es horroroso, hace cincuenta años ser protestante era un estigma, había muy pocos y podían señalarse con el dedo; hoy no, ya tienen carta de ciudadanía gracias a la libertad religiosa que destruye el principio que sostiene a la Iglesia Católica como la única religión verdadera y la única religión por la cual nos salvamos.

   En esta Semana Santa pidamos a Nuestra Señora poder permanecer como Ella al pie de la Cruz, para configurarnos e identificarnos con Nuestro Señor Jesucristo crucificado, que sufrió terriblemente la peor de las muertes, la muerte lenta por asfixia en la cruz y todo por amor hacia los hombres, por amor hacia nosotros para salvarnos. Que nuestro corazón tenga esa respuesta de amor para con Dios. Eso es lo que Dios quiere; nuestro amor, y por eso el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas. Pidamos a Nuestra Señora el poder amarlo al igual que Ella lo amó, amarlo con todo nuestro corazón, y así retribuir el amor que Nuestro Señor nos prodiga desde la Cruz. +

 

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