QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
13 de julio de 2003
Padre Basilio Méramo |
Amados
hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Escuchamos
en el relato del Evangelio de este quinto domingo después de Pentecostés, cómo
nuestro Señor les dice a sus discípulos que debía ser más cumplida su
justicia que la de los escribas y fariseos; es decir, que no debía ser
precisamente como era concebida y practicada por los escribas, doctores de la
Ley y los fariseos, esa cúpula o elite religiosa dentro del judaísmo, la parte
más prestigiosa de la doctrina judía. Y con esto nuestro Señor quiere hacer
ver que la ley es muy distinta a lo que los judíos, escribas y fariseos
pensaban y creían.
La
justicia no más que esa virtud que tiene como objeto específico el bien común
y que de algún modo sirve a éste, aunque de modo indirecto. Por eso esa
jurisprudencia en el orden sobrenatural es la santidad. Porque el bien común en
el orden sobrenatural es Dios Trino, en la Trinidad de Personas y su gracia; por
eso a la justicia muchas veces en el Antiguo Testamento, se la designa
directamente como la santidad.
Vemos
cómo entonces nuestro Señor reprocha la ley tergiversada de los fariseos, de
los judíos. Aquello no era imparcial y por lo mismo quiere que nosotros
tengamos la verdadera justicia, distinta a la de los fariseos. Porque el ser
humano es muy sensible a todo lo injusto. Y sólo Dios sabrá si el mundo de hoy
no lo es en sus leyes, en sus constituciones. La norma y la conducta son
indebidas.
No
se tiene por primacía el bien común; es aberrante porque una nación, un
pueblo y un Estado cuyo gobierno, cuya razón social no sea lo justo está
perdido; por eso el mundo hoy está confundido. Los políticos de hoy valen
nada, son unos corruptos porque no trabajan por el pueblo, sino para bien
propio, como mercenarios; y no hay
nadie que así lo diga, que así lo haga ver, no para que cambien, porque difícil
sería que lo hicieran, pero, por lo menos, para cantar la verdad. La realidad
no puede ser oprimida y nuestras inteligencias no pueden tolerar el error y no sólo
el privado sino el socialmente instituido; y eso sucede aquí en Colombia y en
todo el mundo; no prima el bien colectivo, ya no existe. Estamos igual o peor
que los judíos y fariseos.
Entonces
¿qué concepto católico sobrenatural vamos a tener ya de la justicia? Si no lo
tenemos en el orden social, en el moral. ¿Qué justicia podrá haber? Por eso
estamos como hijos sin madre y sin padre, sin Iglesia, porque hasta ella se nos
está derrumbando. Esa es parte de la gran crisis actual, ya que no solamente el
mundo anda mal sino también la Iglesia en su parte humana; porque si bien su
parte divina es santa, es buena, es indestructible e indefectible, la parte
humana sí es defectible y ese es el gran drama. Falta la justicia.
Los
gobiernos, los imperios y los mandos se legitiman por el ejercicio de la ley en
el mundo, y en la Iglesia con mayor razón; eso es lo que legaliza la autoridad,
el ejercicio del bien común; había y hubo reyes y personajes que pudieron ser
bastardos pero que por el empleo del bien general se oficializaron. Así pasó
con Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V, que venció en Lepanto
a los turcos, con Carlos Martel en Francia, hijo ilegal de Pipino, que venció a
los musulmanes en Poitiers. Para mostrar que en última instancia, lo que da
legitimidad a la autoridad o al poder es el bien común. Asimismo puede suceder
que a un rey o a un gobernante con todos los derechos y títulos de su origen
para ser rey, para ser gobernante, se le desconozcan al por no servir a la
comunidad.
Lo
anterior también ocurre en la Iglesia. Si su autoridad no se ejerce para el
bien común que es predicar la verdad, la salvación de las almas y la gloria y
honra de Dios, todo se destruye, no queda Iglesia; podrán quedar las
apariencias, como la cáscara. En eso se había convertido la doctrina judía
por el fariseísmo, que es la corrupción específica de la religión, que es
dejar que la fe quede en una pura apariencia exterior de poder y de mando, pero
vaciado de su contenido sobrenatural y verdadero, de la verdad. Tenían el
Antiguo Testamento, la Ley de Moisés, pero ese no era su dogma ni su credo. Su
creencia era el Talmud, la Cábala, el fariseísmo, la corrupción de la religión;
lo que quedaba era una solamente apariencia de la religiosidad, pero vacíos los
corazones de la verdad, del amor a Dios. Y la prueba de todo aquello está en
que a nuestro Señor lo crucificaron en el nombre de la religión. ¿Se habrá
visto peor patraña, peor abominación? Matar a Dios en su nombre. Porque si
invoco la religión, es a Dios en última instancia a quien recurro y en nombre
de ella los judíos y los fariseos crucificaron a nuestro Señor.
Hoy
pasa lo mismo; la doctrina católica está convertida en una pura fachada, está
desnaturalizada de su contenido, de su espíritu de verdad; queda simplemente la
apariencia, el poder, los puestos, las jerarquías, la autoridad que no sirve al
bien común, que no sirve a la verdad, que no honra ni glorifica a Dios. La
prueba de todo está en que es el hombre el centro del culto, de lo que se llama
en las parroquias religión católica pero que no lo es; donde se exalta al
individuo, la dignidad de la persona, sus derechos, sus libertades. Y esos
derechos y esas libertades son los que ensalzan todas las constituciones de los
estados que son antropólatras, que adoran al hombre, lo colocan como rey y
desplazan a Dios.
Lo
increíble de todo es que si lo hacen los estados, las naciones con sus
constituciones, sea con el beneplácito de la jerarquía de la Iglesia. No
olvidemos que a Colombia, un país tan católico y consagrado al Sagrado Corazón
de Jesús, en el nombre de la libertad religiosa proclamada por el Vaticano II,
se lo dejó arrinconado. De esa herejía nace otra, el ecumenismo. Como decía
monseñor Lefebvre: “Si hay una nueva herejía en estos tiempos, más allá
del liberalismo, del modernismo, del progresismo, es la herejía del
ecumenismo”; eso está en sus escritos, no lo invento yo.
Y
ese cisma del ecumenismo, decía, brota, surge, nace de la libertad religiosa
que ya no admite, no tributa el culto único y exclusivo al Dios verdadero con
la singular y extraordinaria religión verdadera, la Iglesia católica, apostólica
y romana. Eso es lo que niega la libertad religiosa, lo que rechaza el
ecumenismo, la exclusividad de la Iglesia.
“A
Dios lo puedo adorar como quiera, así como me da la gana vestirme como sea;
hago lo que quiero, soy libre”. Desgraciadamente así piensa la juventud, y no
solamente ella, sino también los adultos, el hombre moderno, y así lo
proclamaron el liberalismo y la Revolución francesa. El hombre es libre para
hacer lo que quiere, pero no para tributarle a Dios un verdadero culto con la
verdad enseñada por la Iglesia católica sino como a ellos “les dé la
gana”. Eso en definitiva ¿no es creerse Dios? Rebajar a Dios a lo que yo
piense, a lo que “a mí se me antoje”; por eso, “como hago lo que
quiero”, ¿para qué me voy a arrodillar delante del Sagrario, que ya ni hay
porque está en un rincón?, ¿para qué me voy a hincar al comulgar?; la recibo
en la mano, de pie y sin confesión como “se me da la gana”. Es un hecho que
lo están haciendo en todas las parroquias.
Pero
lo lamentable de toda esta situación es que haya tan poca gente que se percate
de ella y si acaso lo hacemos, es tal la presión del mundo en sus conceptos
sociales y religiosos, que nos hacen transigir en nuestra integridad religiosa.
Por eso somos tan pocos y no tenemos esa fortaleza que nos hace íntegros desde
adentro, con la cohesión necesaria para poder derribar a esos falsos ídolos
que hay a nuestro alrededor y en nuestras mismas casas, en nuestras familias, ya
no se diga del vecino, ni de la sociedad.
Debemos,
pues, tener una justicia muy diferente a la de los fariseos, a la de los judíos,
para que seamos sacrificados por el bien común como fue nuestro Señor; por eso
se le crucificó y no por loco como tantos que por ahí también se inmolan bajo
una falsa concepción de Dios, como lo hacen los musulmanes. ¿No fue acaso una
inmolación ese atentado en Nueva York? Quien lo hizo sabía que iba a morir y
se ofrendó por un falso Dios.
Y
nosotros, con toda la revelación, con todo el peso de la verdad no somos
capaces ni de la mitad ni mucho menos; vergüenza nos debiera dar; pero así
somos. Por eso hay que pedir verdadera fortaleza y noción de justicia, para que
toda nuestra religión no sea una apariencia, una cáscara; que tengamos
verdadero contenido y sepamos por qué vivimos y por qué vamos a morir, porque
tarde o temprano falleceremos. El que no se ha inmolado espiritualmente,
moralmente, al menos, ¿cómo llegará a ser un buen cristiano?, ¿cómo llegará
a la hora de la muerte en estado de gracia para merecer el cielo?
Si somos fariseos, si nuestra religión es puramente externa, si nuestras
acciones son puro convencionalismo, estamos muertos en vida y no servimos para
nada sino para ser quemados como la paja.
Pidamos a nuestra Señora, a la Santísima Virgen María, nos ayude para que nuestra fortaleza sea la de Dios, basada en Él y no en el hombre que es miseria, barro, paja y así, aun si somos derrotados como hombres, podamos asociarnos a la victoria de nuestro Señor. Si estamos con Dios no vamos a temer al enemigo o al mundo, absolutamente a ninguno; y si tenemos miedo es porque no tenemos esa fe y esa fortaleza que viene de Dios; de lo contrario, pidámosla cada día y así Dios nos asistirá por intercesión de nuestra Madre del cielo la Santísima Virgen María. +