MIÉRCOLES DE CENIZA

Padre W. Grossow
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   Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

   "Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis" (Lc. 13,5). Si existe alguna cosa para la que el mundo carece de órgano es indiscutiblemente el sentido de la penitencia y conversión. Esto tiene una relación muy estrecha con la pérdida del sentido del pecado y del concepto debido de la redención. No ocurría así en el mundo antiguo, al menos en idéntica medida. Por grandes que fueran sus faltas, en los tiempos antiguos existía la conciencia aguda del pecado y de la necesidad de una expiación. Los males que teme el hombre de nuestros días son la enfermedad, la perturbación mental, la pobreza, la inseguridad social, el dolor y la muerte. De estos males quiere a toda costa y por todos los medios estar libre: tal es la moderna idea de redención. El pecado, en cambio, se ha convertido en una idea irreal, un vocablo que sólo se emplea en sentido metafórico. Para el cristiano, el pecado es el único mal, o al menos el mal mayor, en cuyo parangón todos los demás pierden importancia. Mas los paganos de nuestro tiempo ignoran que esos males que tanto les asustan no son más que lúgubres consecuencias ostensibles del pecado, tras del cual se agazapa Satanás en función de contrincante de Dios. No ve el pecado ni Satán, porque —a diferencia de los gentiles del tiempo de Jesucristo— no cree en la realidad de Dios.

   Dos cosas hay para un católico que no tienen vuelta de hoja. El pecado es el mayor mal, el único mal que puede ser insanable. Esto es, si se quiere, una verdad teórica. Pero he aquí la otra verdad que es de una realidad experimental: todos los hombres son esclavos del pecado por razón del original, y todos pecadores por sus faltas personales. En el pecado, nos encontramos todos. He ahí porqué es imprescindible la penitencia: penitencia y conversión. Tal es la recomendación que resuena de continuo en el Nuevo Testamento de un cabo a otro, lo mismo en labios del Bautista, como de Jesús y de los Apóstoles: "Haced penitencia, porque está cerca el Reino de Dios." Convertíos, volved de vuestros pecados, convertíos a Dios. La penitencia no es otra cosa que la consecuencia real de la transformación: se renuncia aún a alegrías y placeres lícitos para satisfacer por el mal cometido, por haberse excedido en el disfrute de los goces materiales, pecando contra la santa voluntad de Dios. El hombre, que consta de alma y cuerpo, se da cuenta de que una conversión puramente interna no es suficiente, que ésta debe también manifestarse exteriormente por la "penitencia", no porque sean cosas malas en sí los goces terrenos de los sentidos, sino porque la creatura se ha rebelado contra el creador abusando de las cosas creadas.

   El mundo no entiende fácilmente el llamado divino a la penitencia. La Iglesia recoge, esa recomendación y la trasmite a sus hijos. Tal es el significado de tanta importancia que tiene el tiempo cuaresmal. Es una pena que se crea que hoy no es posible ayunar como antaño y que a veces no lo sea en efecto. Pero siempre es cierto lo que nos recuerda el Prefacio en estas semanas: "El ayuno corporal reprime nuestros vicios, eleva nuestro espíritu, confiere virtud y premio." Es una costumbre de la más remota antigüedad. Ahora es el tiempo "en que se nos ha quitado el Esposo" (Mt. 9, 15) y los discípulos caminan tristes. El ayuno es la característica del status vine, del período que corre entre la primera y la segunda venida de Jesús, del viaje a través del destierro. La saciedad nos espera en el cielo, donde "hemos de beber el vino nuevo en el reino del Padre" (Mt 26,29).

   Hagamos penitencia por nuestros pecados personales y por los pecados del mundo que no entiende de conversión. Volvámonos con todos los hijos de Dios al Padre celestial. No nos neguemos a padecer y sacrificarnos con privaciones con el Esposo crucificado, cuyas huellas seguimos en esta vida.

 

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