Voy
siguiendo tus pasos muy de lejos,
descifrando
tu estela ensangrentada
y
el rastro de tu cruz, que en el terreno
serpea
y se disipa en la distancia.
Quiero
encontrar tus sienes espinosas,
el
divino refugio de tus llagas
y
el olor a vinagre de tu boca
que
puede perdonar mis muchas faltas.
¿Dónde
estás? ¿Dónde estás? Se hace de noche
y
no quiero acampar. En la montaña
pude
escuchar a mudos dando voces,
a
ciegos que estrenaban la distancia,
a
leprosos besar sus propias manos
y
a sordos bautizarse en la palabra.
¡Y
vi muertos salir del camposanto
volviendo
jubilosos a sus casas! Ando
tras de tu voz que aplaca mares,
suplicando
el reposo de mis aguas;
y
he traído mis peces y mis panes
para
multiplicarlos con tu gracia. Pero
yo sé que el viaje no es en vano.
Te
encontraré y, al fin, tus santas manos
guardarán
los despojos de mi barca.
¡Y
habrá un amanecer de lino blanco
cuando
alcance tu orilla iluminada!
Jorge Antonio Doré* |