Paradoja
de gloria que ante el mundo te humillas,
flor
de carne que a golpes marchita su verdor,
los
hijos de la sombra despedazan tu vida
sin
saber que se quedan salpicados de Dios.
Aún
pasan sucias palmas barridas por el viento,
testimonios
recientes de tu entrada triunfal
cuando
hace una semana te llamaban «maestro»
muchos
de los que hoy piden tu muerte vertical.
De
mano en mano ruedas, mudo y escarnecido
como
un ánfora helada de agrietado alabastro
que
a golpes de flagelo rezuma santo vino
–antídoto
divino contra el negro pecado–.
Profanan
la reliquia de tu piel malherida,
como
un ícono roto se ensañan con tu tez
y
coronan tu frente con un cielo de espinas
que
esparce estrellas rojas sobre tu mustia piel. La
hora se hace plomo. El cuadro tenebrista
culmina
en paroxismo cuando el poder del mal
se
crece ante el ocaso de tu frangible vida
sin
sospechar del cuerpo que resucitará. Te
encajan el madero sobre la curva espalda
y
mientras se abren paso, tus temblorosos pies
transcriben
con heridas de sus sangrantes plantas
un
mudo testamento para el hombre de fe. Con
tres puntos y aparte de hierro sobre carne
te
elevan en el signo de la contradicción
y
pendes a los vientos cual raído estandarte
que
despliega el secreto del misterio hombre-Dios.
Perdona
Nazareno, cuando a veces tentado
por
dioses deslumbrantes, he pospuesto mi fe
y
he cambiado por botas mis sandalias de santo
y
he bebido de fuentes que me dejan con sed.
Tu
calvario aún transcurre. No ha cesado en el tiempo.
Es
parte de la historia de nuestra redención.
A
veces aún me cantan los gallos como a Pedro
o
me uno a los que gritan: «¡Barrabás!, ¡Jesús no!».
Soy
Lázaro, Zaqueo, Pedro, Dimas y Saulo
ando
leproso; creo como el buen centurión...
mas
prosigo de cerca tus lumínicos pasos
porque,
a pesar de tantos errores y fracasos,
mi
fe te reconoce como el hijo de Dios.
Jorge Antonio Doré* |