Yo
habito un retirado monasterio
donde
a solas dialogo con mi Cristo.
Como
único guardián, en él subsisto
cumpliendo
con mi humilde ministerio
de
amor: pulir los vastos corredores,
atender
el jardín siempre florido
donde
Dios me celebra, agradecido,
el
cuidado que he puesto en tantas flores.
Preparar
la capilla y –siempre en vela–
aguardar
el divino advenimiento:
Jesús
que se me acerca y que me ensalma.
Y
luego, como premio al centinela,
al
irse esparce un soplo de su aliento
dentro
del monasterio de mi alma.
Jorge Antonio Doré* |