Señor,
gracias por todo. Por tu eterna paciencia,
por
mi fe y la carga que he de sobrellevar,
por
este arroyo humilde que ha sido mi existencia
y
que al fin de la vida desemboca en tu mar.
Gracias,
porque quisiste trazar para nosotros
el
difícil sendero que conduce a la luz
cuando
dijiste: «Amaos los unos a los otros...»
y
nos diste el ejemplo con tu muerte en la cruz.
Si
vuelves la cabeza para ver lo dejado
sabrás
de un peregrino que viaja tras de ti:
soy
yo con la cruz sucia, Señor, de mi pasado,
pidiéndote
el calvario que guardas para mí.
Te
sigo, no impulsado por el buen pan de trigo
sino
por el que sacia mi hambre espiritual.
Dueño
del Agua Viva, Buen Pastor, Vid, Amigo...
ayuda
a que conserve mi cualidad de sal. Gracias
por los momentos de paz que he conocido
y
este constante arado de angustia sobre mí
porque
sé con certeza que tú lo has dirigido
para
ensanchar los surcos de mi Getsemaní. Después
vendrá tu siembra. Que mi terreno acoja
con
sed de ver florida, tu sagrada simiente.
Si
hieres, es que podas mi árbol hoja a hoja
para
que cada fruto crezca resplandeciente. Gracias
por la alegría con que me has bendecido
aunque
también bendices cuando impartes dolor.
Mi
fe hoy tiene el aspecto del árbol abatido
que
tras cada tormenta renueva su verdor.
Señor,
gracias por este destello de conciencia
con
el que te percibo tras de todas las cosas.
Eres
la certidumbre que eleva mi existencia
desde
el más tosco barro hasta cumbres gloriosas.
Te
seguiré y no importa si el viaje es duro o largo
si
es eso lo que tienes dispuesto para mí.
Si
caigo, sacudiéndome el polvo más amargo
y
a pesar de mi angustia, te diré, sin embargo:
«Bendito
seas, Padre. Mi cruz es para ti».
Jorge Antonio Doré* |