30 de julio
BEATO MAN�S DE GUZM�N
,(*)
Confesor

 

  
   Caleruega, en el coraz�n de la provincia burgalesa, se nos ofrece todav�a como un ejemplar de aquellas aldeas, con su caser�o agrupado junto a la silueta recia y protectora de un viejo torre�n medieval, maltratado por los siglos, pero a�n erguido con noble apariencia retadora. Caleruega es, en la actualidad, un pueblecito de unos mil habitantes que mira por el Mediod�a hacia una vasta llanura, �rida y mon�tona, y distingue hacia el Norte una agreste regi�n que a lo lejos se empina en sierras fieramente dentadas de riscos y precipicios. Adosado a su torre�n, de trazo rectangular, que conserva cierta inflexible esbeltez, se levant� en un tiempo el castillo de los Guzmanes, finalmente destinado, en 1270, por Alfonso el Sabio, para monasterio de dominicas.

   Muchos a�os antes, a mediados del :siglo XII, habitaba el castillo una familia que dio a la Iglesia dos santos y un beato en s�lo el curso de dos generaciones.

   Suena bien el apellido de Guzm�n en o�dos espa�oles. Las p�ginas de nuestra historia le recuerdan con frecuencia y aparece entre las estrofas del Romancero por mor de la haza�a de Guzm�n el Bueno en la defensa de Tarifa. Pero en los tiempos a que nos referimos ya no se luchaba por los campos de Burgos, y don F�lix de Guzm�n, a quien el monarca hab�a confiado la defensa de aquella plaza, pudo cultivar en paz las s�lidas virtudes de religiosidad y dulzura hogare�a que anidaban en su coraz�n, profundamente fervoroso y cristiano.

   Noble apellido el de don F�lix. Pero nada ten�a que envidiarle el de su esposa, do�a Juana de Aza, dama acaudalada, cuyos padres resid�an y mandaban en la villa de este nombre, entre Aranda y Roa, y de dotes tan elevadas y escogidas que la llevaron, tras una vida ejemplar, a los altares, donde hoy la ofrece la Iglesia a la devoci�n de los fieles entre la corte admirable de sus santos.

   Unidos por el amor, don F�lix de Guzm�n y do�a Juana de Aza, en un tiempo en que los valores del esp�ritu resplandec�an sobre toda clase de apreciaciones materialistas, y compitiendo sus almas en celo religioso y nobleza de sentimientos, era l�gico que formaran un hogar donde Dios recogiera frutos de evang�lica belleza y la Iglesia encontrara paladines para sus empresas y moradores para sus cen�culos.

   As� fue, en efecto. F�lix de Guzm�n muri� en olor de santidad y su cuerpo duerme el sue�o de los justos en el monasterio de San Pedro, de Gumiel de Iz�n. Do�a Juana, elevada, como hemos dicho, a los altares, fue sepultada primero al lado de su esposo, y descansa ahora en San Pablo de Pe�afiel. De tres hijos suyos nos habla la historia. El mayor, Antonio, se consagr� a Dios en el sacerdocio, y, desde�ando altos beneficios y dignidades eclesi�sticas, muy posibles dada la posici�n de su noble familia, se enterr� en vida en un hospital, para cuidar de los pobres y los peregrinos que acud�an por entonces en gran n�mero al sepulcro de Santo Domingo de Silos. El menor fue aquella gran figura de la hagiograf�a hispana que el mundo conoce por Santo Domingo de Guzm�n. Entre ambos Man�s, a quien est�n dedicadas las presentes l�neas.

   A menudo resulta dif�cil discriminar lo hist�rico de lo legendario cuando se pretende presentar la biograf�a de los santos de la Edad Media. Ello ocurre aun con figuras del m�s destacado relieve, de aquellos que brillaron con acusado fulgor en el firmamento de las glorias cristianas. Bien conocido parece ser Santo Domingo de Guzm�n y harto evidentes resultan la mayor�a de sus hechos, andanzas y milagros. Y, sin embargo, sus propios bi�grafos suelen hacer constar esta premisa de car�cter general y los m�s escrupulosos se afanan en presentar por separado lo que en sus investigaciones han hallado como historia cierta de aquello otro que no se atreven a desarraigar totalmente del campo de la leyenda, tan fecundo en profundos barroquismos de maravillas, �xtasis y revelaciones.

   Si tal sucede con el propio fundador de la Orden de Predicadores y creador del rezo del rosario, imag�nense las dificultades que se encontrar�n para sacar a luz la existencia de su hermano Man�s que, sencillo y humilde como florecilla perdida en ub�rrimo valle, pas� por el mundo sin apenas dejar otro recuerdo que el olor de una bondad fragante y una abnegaci�n silenciosa.

   Su propio nombre resulta dudoso, pues hay quienes le llaman Mam�s y otros Mamerto, y hasta la fecha de su nacimiento se ignora, aunque hubo de ser antes, probablemente no mucho, del a�o 1170, en que, seg�n todas las probabilidades (tampoco esto es seguro), vino al mundo su hermano Santo Domingo.

   Ocupa, pues, Man�s, en la cronolog�a familiar, el puesto intermedio entre sus dos hermanos Antonio y Domingo, y este lugar parece encerrar cierto simbolismo que refleja algunas de las particularidades de su car�cter. De lo que no cabe duda es de que fue callado y de pocas iniciativas: hombre de ideas sencillas y dulce car�cter: firme en su profunda devoci�n y amor a Dios y a sus semejantes: aficionado a la oraci�n y meditativo. Se le conoce como Man�s el contemplativo: su alma era transparente como el cristal y nunca perdi� la pura inocencia, que es una de las caracter�sticas de muchos de los elegidos del Se�or.

Man�s se sinti� atra�do y como subyugado por la f�rrea voluntad y el trepidante dinamismo de Domingo: se uni� a �ste, y a su lado permaneci� largos a�os, siempre dispuesto a secundarle en sus empresas y a obedecer sus indicaciones, tan calladamente que apenas se le nombra de tarde en tarde por los historiadores del fundador de los dominicos, pero con una efectividad operante que surge como con destellos propios cada vez que esto ocurre.

   Gran parte de su juventud la pas� Man�s al lado de su santa madre, entregado a la pr�ctica de la piedad y de las virtudes cristianas y a la lectura de los libros santos hasta que march� a unirse a su hermano Domingo en tierras francesas del Lanquedoc, donde aqu�l trabajaba en la conversi�n de los herejes, a lo que tambi�n se entreg� Man�s, prodigando sus sermones y sus exhortaciones, que alternaba con la oraci�n fervorosa y las m�s severas penitencias.

   Tarea hab�a, ciertamente, para todos en la gran empresa en que Santo Domingo se encontraba enfrascado. Sus luchas contra los errores y las malicias de los albigenses requer�an el mayor n�mero posible de auxiliares, y, al fundar aqu�l la Orden dominicana, a la que dio como especiales caracter�sticas las del estudio y la contemplaci�n, Man�s fue uno de los primeros miembros de la misma que en manos de su propio hermano hizo profesi�n de seguirle y cooperar al acrecentamiento de la obra de Dios.

   Sabido es que Domingo, una vez confirmada la Orden por el Papa Honorio III, decidi� dispersar sus frailes por el mundo, haci�ndoles salir del monasterio de Prulla, verdadera cuna de la Orden, para que establecieran en diversos pa�ses nuevas casas que sirvieran de centros irradiadores de la verdad evang�lica.

   La dispersi�n tuvo lugar el d�a de la Asunci�n de Nuestra Se�ora, de 1217, fecha que ha pasado a las cr�nicas de la Orden con el calificativo de Pentecost�s dominicano. La despedida del fundador fue tierna y pat�tica. Se apartaban de �l quienes primero se le hab�an unido y a su lado hab�an rezado y predicado, y entre ellos se encontraba el hermano, Man�s, que formaba parte del grupo que sali� con direcci�n a Par�s, para, como atestigua Juan de Navarra, "estudiar, predicar y fundar un convento" en la capital de Francia.

   Es curioso que, a la par que estos religiosos, salieran otros para Espa�a y que Man�s figurase, no obstante, entre los primeros. No parece arriesgado presumir que Santo Domingo lo decidiera as� por parecerle m�s dif�cil la lucha evang�lica en Francia que en Espa�a, dando con ello una prueba de la confianza que ten�a en su hermano. No era, por otra parte, Man�s el �nico espa�ol que figuraba en el grupo, sino que hab�a otros dos m�s entre los siete que lo compon�an. La labor que todos ellos llevaron a cabo fue magn�fica. A su llegada a Par�s se acomodaron en una vivienda modesta, frente al palacio del obispo; pero poco m�s tarde les concedieron una casa de mayor amplitud, donde fundaron el convento de Santiago, que no tard� en convertirse en uno de los de m�s nombrad�a de la Orden, tanto por aquel tiempo como en los posteriores.

   Pero a�n hab�a de conferir Domingo a su hermano otra misi�n, si no de tanta trascendencia, quiz� m�s delicada y dif�cil, y a la que el santo fundador conced�a importancia singular.

Iniciadas las Comunidades de dominicas, Santo Domingo tuvo decidido inter�s en destinar a cada una de ellas alg�n vicario de la propia Orden que las gobernase, dirigiese y santificase. "Provey�las principalmente -dice a este respecto el grave historiador Hernando del Castillo- de maestros y padres espirituales que las ense�asen, guardasen, amparasen, alumbrasen, consolasen y desenga�asen en los muchos y varios casos y cosas a que en la prosecuci�n de tan santa y nueva vida se les hab�an de ofrecer. Y, despu�s de pintar cu�les son las virtudes que deben hacer de las comunidades religiosas, "congregaciones de �ngeles", a�ade: "Para tales las criaba Santo Domingo, y por eso fue su primer cuidado dejar en su guarda y compa��a a quien pudiese ser maestro y padre de la perfecci�n que buscaron dejando el mundo y de la que prometieron buscando a Dios".

   Si �stos eran el pensamiento y los deseos de Santo Domingo, puede suponerse con cu�nto cuidado elegir�a a aquellos de sus monjes que hab�an de encargarse de la funci�n de vicarios en las Comunidades religiosas dominicas. Para esto tambi�n resultaban insuperables las dotes de Man�s, virtuoso, prudente, reflexivo y fiel cumplidor de las reglas de la Orden y de las advertencias de su fundador.

   Por eso, sin duda, cuando en Madrid se estableci� la primera Comunidad de dominicas en el monasterio que m�s adelante se conoci� con el nombre de Santo Domingo que goz� de la protecci�n del rey San Fernando, designo para vicario de la misma a su hermano Man�s, que con este motivo se reintegr� a la madre patria para continuar en ella su vida religiosa.

   Man�s cumpli� su misi�n a plena satisfacci�n de Santo Domingo, que, desde Roma, dirigi� a la superiora de la Comunidad de Madrid una carta, en la que desborda el cari�o que experimentaba por su hermano y la alta estima que las dotes y virtudes de �ste le merec�an. Dice as� aquella tierna misiva:

   "Fray Domingo, maestro de los frailes Predicadores, a nuestra muy amada priora y hermanas del monasterio de Madrid, salud y acrecentamiento de virtudes.

   Mucho nos alegramos y damos gracias a Dios por haberos favorecido en esa santa vocaci�n y haberos librado de la corrupci�n del mundo. Combatid, hijas, el antiguo enemigo del g�nero humano, dedic�ndoos al ayuno, pues nadie ser� coronado si no pelease. Guardad silencio en los lugares claustrales, esto es, en el refectorio, dormitorio y oratorio, y en todo observad la regla. Ninguna salga del convento, y nadie entre, no siendo el obispo y los superiores que viniesen a predicar y hacer visita can�nica. Aficionaos a vigilias y disciplinas; obedeced a la priora; no perd�is tiempo en in�tiles pl�ticas. Como no podemos procuraros socorros temporales, tampoco os obligamos a hospedar religiosos ni otras personas, reservando esta facultad a la priora con su consejo. Nuestro car�simo hermano fray Man�s, que no ha omitido sacrificio alguno para conduciros a tan santo estado, adoptar� cuantas disposiciones le parezcan convenientes para que llev�is santa y religiosa vida. Le autorizamos para visitar y corregir a la Comunidad y, si fuese preciso, para sustituir a la priora, con el parecer de la mayor�a de vosotras, y para dispensar en algunas cosas, seg�n su discreci�n. Os saludo en Cristo".

   Despu�s de la muerte de Santo Domingo, ocurrida en el convento de San Nicol�s, en Bolonia, el 6 de agosto de 1221, apenas se vuelven a tener noticias del Beato Man�s. Consta, sin embargo, que sigui� su vida religiosa en Espa�a y que guard� siempre un inextinguible cari�o y una profunda veneraci�n por aquel hermano que hab�a sido su estrella y su gu�a y a cuyo amparo, y, por as� decirlo, a sus inmediatas �rdenes, estaba acostumbrado a actuar. Muchos de sus esfuerzos debieron dirigirse a procurar que los fieles le tributaran culto y a que su memoria perdurara en el discurrir de los tiempos.

   A este respecto refiere Rodrigo de Cerrato, contempor�neo del Santo, que, "cuando en Espa�a se supo que era canonizado el bienaventurado Domingo, su hermano fray Man�s vino a Caleruega, y, predicando al pueblo, los excit� a que en el lugar donde el Santo hab�a nacido edificaran una iglesia, y a�adi�: "Haced ahora una iglesia peque�ita, que ser� ensanchada cuando a mi hermano le placiere".

   Efectivamente, se construy� la iglesia y, seg�n el mismo historiador, "lo que el var�n venerable predijo con esp�ritu de profec�a de que aquella peque�ita iglesia ser�a agrandada lo vemos en nuestros d�as cumplido, pues Don Alfonso, rey ilustr�simo de Castilla y de Le�n, hizo que all� se edificase un monasterio con toda magnificencia, donde sirven al Se�or Dios religiosas de nuestra Orden".

   Man�s continu� su vida humilde de oraci�n, predicaci�n y estudio, hasta el a�o 1234, en que, hall�ndose de nuevo en Caleruega, Dios le llam� a compartir en el cielo la gloria del hermano a quien tanto hab�a amado y ayudado en la tierra, y fue enterrado en el pante�n de su familia, en el monasterio de San Pedro, del cercano pueblo de Gumiel de Iz�n.

   El dominico Bernardo Guid�n lo confirma as�: "Descansa en un monasterio de los monjes blancos en Espa�a, donde es esclarecido con milagros. Es reputado santo y conservado en una sepultura cerca del altar. As� lo refiri� un religioso espa�ol, socio del prior provincial de Espa�a, que asisti� al Cap�tulo general celebrado en Tolosa el a�o 1304, y hab�a visitado dicho sepulcro".

   Cuando principiaron a darle culto trasladaron sus reliquias del pante�n de su familia al altar mayor, y all� estaban expuestas a la veneraci�n p�blica, juntamente con otras muchas de otros santos, tra�das de Colonia. El padre fray Baltasar Quintana, prior del convento de Aranda de Duero, enviado por el padre provincial a Gumiel para examinar lo referente al sepulcro de los Guzmanes, dice en carta escrita el a�o de 1694, al padre maestro fray Seraf�n Tom�s Miguel, autor de una vida de nuestro padre Santo Domingo, que "la venerable cabeza de San Man�s y otras reliquias suyas se hallaban en el altar mayor y ten�an esta inscripci�n: Sancti Mamerti Ordinis Praedicatorum, Fratris Sancti Dominici de Caleruega in Hispania".

   Despu�s las benditas reliquias pasaron por varias vicisitudes y, a excepci�n de un pedazo del cr�neo que conservaron las dominicas de Caleruega, se desconoce lo ocurrido con el resto, si bien es muy probable que desapareciera cuando los des�rdenes y quemas de conventos de los a�os 1834 y 35 en Barcelona, adonde, seg�n todas las apariencias, las hab�a llevado el por entonces procurador general de la Orden, padre fray Vicente Sope�a.

   Como quiera que fuese, el culto a San Man�s se difundi� mucho despu�s de su muerte. Canonizada su madre por el Papa Le�n XII, a ruegos del rey de Espa�a Don Fernando VII y de los magnates de la naci�n, estos mismos grandes se�ores elevaron a Roma sus solicitudes para que el segundo hijo de Santa Juana de Aza recibiera tambi�n los honores del culto y, efectivamente, Man�s fue proclamado Beato por el Papa Gregorio XVI, sucesor de Le�n XII.

ALFREDO L�PEZ.

  

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