POKIAB
El Juego de la Vida y La Muerte


Por: Mario Luis LLano Calderón

Pok suena, ta retumba, pok me estremezco en la tibiedad de mi universo.

Mis sentidos antes dormidos se alertan, al sonido mágico del pok ta pok la oscuridad de mi noche se hace día al tiempo que una voz lejana, en la penumbra de mi recuerdo y el presentimiento de mi futuro me llama “hijo, el más pequeño y hermoso”, me pregunta: ¿escuchas?, me ordena: ¡sígueme!, mostrándome a través de la bruma un hermoso lugar de verdes pastos, el campo del juego de pelota, el sagrado Pokyab.

Mira, me dice con ternura, es importante que sepas de tus ancestros y tus raíces, de aquello y aquellos que han conformado el cosmos donde vivimos, que han dado vida y gloria a nuestro pueblo.

Atento, escucho nuevamente el pok ta pok sagrado que me llena de angustia, observo cuidadosamente y descubro el surgimiento del sonido en el bote de una esfera de ulle que dos corpulentos hombres lanzan con esmero contra los muros de la cancha.

La voz me tranquiliza, después me cuestiona, te gusta el sonido, te complacen los movimientos del Pokiab, a lo que acierto a responder con un gesto de complacencia. Entonces, la paternal voz que por mucho tiempo me ha acompañado en mi existir en este mi mundo de calidez se entorna solemne y me dice “estos dos hermosos seres de atavíos preciosos que con tanta ansia observas son tus antepasados, Hun-Hunahpú y Vucub-Hunahpú, hijos de Ixpiyacoc e Ixmucané nuestros padres creadores, ahora se encuentran extasiados jugando el pasatiempo de los dioses; el ir y venir de la pelota de caucho que tanta excitación trae a tu vida, al tocar los muros, el piso y los aros marcadores del divino campo crea las estrellas y los planetas que surcan nuestro firmamento”.

En ese momento, desde la aún pequeña sabiduría de mi rostro cuestiono, como se práctica, quiero aprender.

El sopor del sueño me invade nuevamente, la tranquilidad regresa a mi entorno, mi lecho, el hogar hasta hoy conocido, ahí descanso con el arrullo dulce de esa otra voz suave llena de ternura que despierta en mi el afán de amar aun sin conocer. Esta armonía sin embargo, es nuevamente alterada por el sagrado rugir del pok ta pok que me estremece hasta las entrañas, mi hermoso viaje entre cánticos de aves de brillantes plumajes es abruptamente interrumpido y me veo, abrumado por el calor y la abundancia de la selva de mi tierra de pie frente a un majestuoso árbol que me dice, “yo soy Kik-Che, he estado aquí por muchos años, tantos que no puedo recordarlo, pero sé, que cada vez que se me abre una herida los dioses lloran por ella y sus lagrimas son recogidas por los moradores de estas tierras con gran reverencia, verás, –me afirma al tiempo que por unas yagas de su tronco escurre una savia–, este preciado liquido blanquecino, viscoso, es el elixir divino que transforman los hombres en la pelota sagrada del Pokiab, el juego que hombres y dioses practican por igual”.

Al término de esta explicación, una vez más, todo mi alrededor se sume en la oscuridad y vuelvo a sentir el tibio resguardo de mi lecho, pero la paz alcanzada es rota estrepitosamente de momento, pok ta pok vuelvo a escuchar y de mi entresueño voy despertando con sobresalto, con un movimiento que me retrae y después me extiende, soy lanzado embistiendo cual fiero animal al centro mismo de la cancha del Juego, ahí, mi ancestro, el joven llamado Hun Hunahpú se acerca y me dirige el florido canto de su voz “hijo, el más pequeño acércate y dime, es verdad que en tu espíritu mora el deseo ardiente de ser un Jugador de Pelota”, a lo que yo sin temor alguno sino, por el contrario, con determinación respondo: sí Padre, mi señor muy querido, ser guerrero de la pelota es lo que más anhelo.

Entonces con voz firme, tomándome suavemente del brazo expresa, “ven pues con nosotros, aprende y juega, conoce la manera en que hombres y dioses somos sólo uno; en la cancha, en los rebotes, con cada golpe de cadera siente –me dice al tiempo que me muestra- el sentimiento divino de la creación; los astros, las aguas y los cielos se mueven en perfecta armonía al vaivén de la sagrada pelota”.

Mira hijo, afirma Hun Hunahpú, con ternura al tiempo que se sienta a mi lado, para ser un muy jugador de la pelota primero debes entender la verdadera trascendencia del Pokyab, debes comprender su importancia en la conservación del orden universal, cada golpe que das a la esfera de ulle es una caricia divina que se debe prodigar con el mayor de los respetos, pues recuerda bien, que ella es la lagrima de nuestros dioses por lo que nunca has de corromperla con las impurezas de los hombres y has de cubrir por eso tu cuerpo en aquellas partes con que la tocas; con cueros y caracolas has de adornar tus muslos, tu cadera, tus codos y antebrazos con los que asemejándote a los dioses creadores harás viajar el esférico por la cancha, el celeste universo marcando el viaje de las estrellas y el destino de los hombres.

Porque has de tener siempre presente –me afirma con voz un tanto estricta y llena de solemnidad– que el principio y el final de la humanidad, el nacer y el morir de cada día, de cada hombre y su nación son decididos en un campo de Pokyab. Tienes que entender mi pequeño, desde ahora en que apenas eres la semilla de un divino jugador que el pok ta pok que en ti sólo es un anhelo no es ninguna diversión, es un ritual con el cual los hombres honramos a nuestros dioses.

El estrepitoso pok ta pok, antes temido y ahora reverenciado por mi, se va convirtiendo poco a poco nuevamente en un sonido lejano, un murmullo que brinda entrada nuevamente a la paz donde la dulce voz entona una tierna y sonora melodía que cual arrullo me introduce al apacible sueño. Pero el descanso dura muy poco, cada vez mi periodo de reposo es más corto, sin haber podido entrar en la profundidad del sueño o quizá, aún más, sumergido en el, vuelvo a sentir en mi la inquietud que me produce el sonido cercano del pok ta pok, retumbando en mis oídos tan fuerte que me hace incorporarme y descubrir que nuevamente estoy ahí, en medio del campo de juego, en la cancha del Pokyab sagrado.

Entre la bruma de la ensoñación escucho a los jugadores, se acercan para hablarme, sus voces denotan gran entusiasmo, pequeño niño, hijo nuestro me dicen ambos al unísono, has llegado a tiempo para ver los preparativos, para observar con cuidado el engalanamiento de nuestros cuerpos y almas para entrar a la batalla; mientras esto ellos me decían mi corazón de gozo se hinchaba, el orgullo y el honor de ser descendiente de tan valerosos guerreros me excitaba.

Ellos comentaban, siete lunas han pasado desde que los señores de las sombras, aquellos que reinan en la subterránea morada del Xibalbá, Hun Camé y Vucub Camé enviaron a la tierra a sus cuatro mensajeros, los cuatro búhos tucur para retarnos a jugar el Pokyab, para decidir en la cancha el futuro de nuestras vida, el momento ha llegado y es esta estrellada noche en el horizonte el gran día, dentro de unos instantes nos batiremos con ellos a muerte. Al escuchar tal noticia todo mi cuerpo se estremeció, realmente no comprendía del todo las palabras que con gran rapidez y algarabía repetían Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú pero algo en todo esto me provocaba temor por perderlos.

Ante mis ojos asustados ahora Vucub Hunahpú de voz más severa que la de su hermano Hun me reprendía, nadie habrá de sentirse triste en el Pokyab y tú, futuro jugador, menos, es este un gran momento para la algarabía, pues será en este encuentro que tu patria alcance gran renombre y en donde con tu empeño lograras grabar tu nombre en los anales de la historia, para ser nombrado, para ser recordado allá en la posteridad.

Ahora bien, acompáñanos así, dichoso de nuestra misión a lo que será tu última lección en pos de convertirte en un honorable jugador de pelota, en un competidor fuerte y comprometido no con el ganar sino con el orden divino que rige el sagrado Pokyab. Y entonces tranquilo, sereno; pero, sobre todo, muy orgulloso los acompañe hasta el centro de un patio anexo a la cancha, ahí, se encontraba un altar con unas figuras de arcilla finamente pintadas, éstos decían Los Jugadores “son nuestros dioses protectores, con su favor y para su honra obtendremos la victoria”, no aún terminaban de mostrármelos cuando de una bolsita que traían dentro de su taparrabo sacaron, y encendieron copal en unas vasijas pequeñas también hermosamente decoradas; incensaron las imágenes, a ellos mismos y el camino a los puntos cardinales de la tierra, después, con mayor solemnidad sacaron otro pequeño morral, de él extrajeron grandes y filosas puntas de Henequén con las que sin rastro alguno de dolor, sino muy por el contrario llenos de gozo en el rostro perforaron sus lenguas, sus oídos y sus penes, con la sagrada la sangre que de sus miembros brotaba untaron y alimentaron a las deidades.

Al observar el autosacrificio de mis muy queridos padres el cuerpo se me retrajo fuertemente comulgando con el dolor que podrían sentir, gran empatía con su sacrificio me sumergía poco a poco en la mística experiencia de transformar el dolor en valor y arrojo. Ese sentimiento encontrado, el dolor vuelto dicha, el sacrificio en virtud que me inundaba y que es la fuente misma de la grandeza de mi raza me traslado no obstante, en esos momentos a mi calido lecho, aquel que me brindaba la paz necesaria para asimilar la experiencia sacra que había vivido.

La amorosa voz de antaño, sin embargo, ahora también se tornaba angustiada y aunque sus palabras intentaban confortarme yo podía sentir que compartía conmigo, con nosotros “Los Jugadores” el dolor, la alegría. Recuperado, decidido ante la adversidad fui nuevamente trasladado al campo de juego por un grito ensordecedor, desde mi asiento en las tribunas busco con la mirada y a la distancia observo a mis muy nobles iniciadores en el arte del pok ta pok, a quienes un hombre desgarbado con gran habilidad ceñía sus cuerpos con largas tiras de cuero de venado, desde el campo Hun Hunahpú me grita, ahora nos verás jugar, observaras claramente como nos esforzamos con la vida misma por hacer llegar la esfera celestial hasta las marcas que determinan el universo del Pokyab.

Con un beso en sus pies el hombre aquel les indicaba a Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú que listos estaban ya para entrar en combate; con gran seguridad se dirigieron ambos hacia el centro del campo donde se iniciaría el sagrado pok ta pok; los valientes jugadores se colocaron frente a sus adversarios al tiempo que desde las tribunas rugían gritos de euforia en su apoyo, entre ellos, fuerte y claro podía escuchar también el de la amada voz que siempre me acompañaba. Cara a cara se batieron Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú con sus fieros contrincantes venidos desde la oscuridad, Hun Camé y Vucub Camé en el campo del juego, el sagrado Hom que indica el medio del camino que conduce a los cielos o al Xibalbá, el reino en donde todo lo que ha existido deja de tener vida.

Con gran esfuerzo ambas parejas de jugadores se esforzaban por golpear la pelota celestial, con gran audacia lograban que esta botara y rebotara por la cancha cósmica del juego, era un espectáculo maravilloso.

Absorto, vinculado estrechamente con mis antepasados me encontraba yo cuando una voz junto a mi me preguntaba, conoces a aquellos, y al notar que señalaba a mis ancestros volteé extrañado encontrándome con la triste mirada del viejo que los había auxiliado en su atavío quien me decía, yo los creé, yo los cuidé al crecer y les enseñé todo lo que saben del Pokyav; era el dios creador hacedor de todo y cuanto se mueve que con gran júbilo pero también con onda tristeza en su corazón, observaba los esfuerzos y esmeros con que Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú peleaban en el juego.

Los movimientos de todos los involucrados en el campo eran perfectos, uno a uno con gran arrojo peleaban por la posesión de aquella bola sagrada, la arrojaban una y otra vez intentando cruzar los centros de los sagrados anillos marcadores, el sudor en sus cuerpos y los gestos en sus rostros hablaban del gran esfuerzo que realizaban, a pesar del cansancio los jugadores no se vencían, renunciaban a rendirse, tensado un poco más el cuerpo, dando lo mejor de sí.

Esos esfuerzos sentía yo mismo siguiendo con atención el enfrentamiento, mis piernas, mis muslos, mi cadera y hasta la cabeza sentía estallar, el sudor de forma constante sentía brotar de todo el cuerpo, me estremecía, me contraía y extendía en lucha por igual mientras seguía cuidadosamente los movimientos de aquellos hombres en el campo. Tanto los muy principales señores de mi nación como los comunes se encontraban ahí, compartiendo conmigo las gradas del juego divino, vestidos y ornamentados ricamente para la fiesta; con cantos, música, danzas pero sobre todo con fortísimos gritos apoyaban a los contendientes, a cada golpe que acertaban los gloriosos jugadores Hunahpú, el estadio se estremecía, mi grito, el de mi amada ternura y el de la fortaleza que me animaban a cada instante se fundían en un solo e inmenso clamor.

El juego llegó a su apoteosis, sentía mi cuerpo extasiado, la respiración se me alteraba mientras, en el campo Hun Hunahpú y su hermano subían y bajaban a todo lo largo y ancho de la cancha sin cejar un momento en su esfuerzo por golpear la pelota, la divinidad de su arte al hacer surcar la pelota por el firmamento parecía imponerse sobre la negra oscuridad, sus contrincantes Hun Camé y Vucub Camé a pesar de sus esfuerzos caían en desesperación y error tras error entregaban el juego a mis honrosos maestros.

La euforia era ya parte misma de mi ser, la desesperación por ver el triunfo de mis muy principales antepasados hacia quebrar mi existencia a cada golpe que asestaban a la bola, era tanto el deleite y la felicidad que me fue totalmente imperceptible el trágico momento en que un adversario de las tinieblas, no acertaría ni a saber cual, dio con su cadera tan certero golpe a la pelota que la misma sin dilación alguna de forma magistral atravesó el aro del marcador.

Tal hazaña marcaba el final del prodigioso juego, mi corazón sentía quebrarse y el caos se volcaba sobre mi pequeña humanidad entretanto ya a lo lejos, sólo entre las sombras podía distinguir como mis muy queridos héroes, Hun Hunahpú y Vucub Hunahpú eran despojados de sus precioso arreos de juego para entregarlos como parte de su apuesta a los contrincantes; al instante, cuatro sacerdotes por cada uno los asían con fuerza sobre la piedra de sacrificios mientras un quinto sacerdote con gran destreza desenfundaba el sagrado cuchillo de obsidiana para el sacrificio y lo hundía con fuerza en sus pechos para arrancarles el corazón aún latiente de su cuerpo. Yo sentía junto con ellos perder también poco a poco mi existencia, los latidos de mi corazón sentía disminuir, la respiración en definitiva ya me faltaba, los gritos de la gente se me hacían cada vez más lejanos y los de la amada voz cercano, pareciera que junto conmigo y mis compañeros de juego estaba presta a perder la vida en el Pokyab, de pronto, inesperadamente la sangre de la recién cortada cabeza de mi muy querido Hun Hunahpú sentí yo verterse sobre mi rostro, el sagrado elixir sentía yo recorrer mis ojos y humedecer mis labios devolviéndome la vida.

Fue entonces, sólo entonces el momento preciso en que con el agua que todo lo purifica me lavaban y el pok ta pok del Pokyab se convertía en recuerdo cuando finalmente supe que era todo aquello que me sucedía, comprendí que no era la sangre de mi ancestro la que me había regalado a la vida, era la de esa voz tierna que siempre me acompañaba y que hoy descubría en medio de tanto esfuerzo que era mi madre al regalarme a la vida.

Mi padre, esa voz fuerte que desde el vientre me inspiraba para afrontar mi destino con valentía me tomaba entre sus brazos, dejando en la mesita de noche del hospital el libro del Popol Vuh, me levantaba hacia su cara y depositando en mi frente un suave beso decía, tu nombre será hijo mío, mi pequeño, Ixbalanqué cual el divino descendiente del héroe Hun Hunahpú y la princesa Ixquic y tu destino ha de ser el de brindarle a tu pueblo, los habitantes mayas de la selva quiché el honor y la gloria, perdurando con la práctica magistral el celestial juego de pelota, el Pokiab.

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