EL REY LEPROSO

 

 

 

 

 

 

-Elizabeth, ¿puedo entrar o estás ya descansando?

         La anciana doncella dejó de cepillarle el cabello ante el sobresalto de la reina.

−No, señor, aún estoy levantada −contestó ella rápidamente−. Aguardad un momento, por favor. Muchas gracias, mi querida Maud. Puedes retirarte.

         Y la mujer, sin decir palabra y con una leve inclinación de cabeza, desapareció por el cortinaje en un recodo de la estancia.

         ¿El rey ahora? ¿Cuánto hacía?

−Os pido un instante más. Yo misma os abriré.

         El espejo le devolvió un reflejo aceptable cuando se levantó y parpadeó. Ligera y ágil, todavía lozana. Él había sido veleidoso y seductor, ya no, pero ojalá que aunque ya tampoco fuese ella la causa, hubiera seguido siéndolo.

−Perdonadme por haceros esperar. Pasad, os lo ruego −dijo bajando respetuosamente los ojos al tirar de la puerta y verlo en el umbral.

−No, soy yo quien debería excusarse por venir sin haber avisado antes.

−Sabéis que podéis venir cuando queráis.

         Él dio dos pasos para entrar y volverse hacia ella.

−¿Aún es posible que me humilles la mirada?

−Todos lo hacen.

−Ya es por otros motivos.

−Sois el rey. Esa es la mayor razón. Por favor, acomodaos.

−Hoy quiero quedarme, Elizabeth −lo murmuró con un brillo tempestuoso pero empañado.

−Tampoco eso tenéis que anunciarlo.

−Mi voluntad a veces necesita permisos.

−Los míos han sido siempre los que queréis.

         Él sonrió, hizo ademán de ir a cogerle el brazo para que caminara delante, la sonrisa se desvaneció amargada, la mano enguantada se quedó a medio camino. Ella no le dio tiempo a retirarla y la atrajo suavemente con la suya.

−Claro que podéis quedaros, mi señor.

         Él recuperó la curva en los labios agradeciendo el gesto, dejándose guiar hasta el lecho bajo el dosel. Ella lo invitó a sentarse sobre él.

−Parecéis cansado de un día muy largo.

−Y muy gris también.

−Estamos en Escocia, ¿qué podemos decir?

−Que lo que ocurre en realidad es que no tengo muy buen aspecto.

−Estas brumas nos quitan el color a todos. Dejad que os descalce.

         Pero él la alzó al instante al verla arrodillarse.

−No, no tienes que hacerlo. Aún puedo quitarme las botas sin ayuda. Siéntate, o mejor, acuéstate. Yo sólo necesito echarme a este lado y estaré bien.

−No, señor, vos necesitáis descansar cómodamente. Permitidme que recomponga los almohadones y eche a los pies ese manto. Avisaré además para que aviven esas ascuas. Ya sabéis que no soy friolera y quizás el ambiente está poco caldeado. −Y se apartó presurosa a disponer todo lo que había dicho. Él la dejó, la observó, resopló, suspiró, movió la cabeza negativamente.

−Así que aún estoy peor de lo que pensaba para tantas atenciones.

−Sé por sir James que no habéis dormido mucho estos días pasados. Me mentís cuando os pregunto. −Ella habló sin mirarlo, extendiendo el manto.

−Y sabes también, además de por esas injerencias del bueno de James, que no he sido nunca de mucho dormir.

−Ni de descansar como es debido.

−Me amonestas sin mirarme pero te ocupas de mí. Siempre ecuánime y atenta cuando yo nunca lo he hecho muy bien. Quizás por eso estoy cumpliendo mis últimos años así. Por eso y por descuidarte, ¿verdad? Hacía tanto que no venía aquí.

−Los dos hemos estado ocupados y vuestros quehaceres son para con un país entero.

−Jamás te has quejado y yo no hago otra cosa últimamente.

−No tengo por qué. Siempre hemos contado con vos para nuestro cuidado.

         Entonces un criado pidió la venia y ambos callaron. Elizabeth le dio las indicaciones y enseguida el fuego era vivo, de altas llamas templando rápidamente la estancia.

−Siempre no −matizó él cuando se quedaron solos otra vez−. Cuando os tuve tanto tiempo lejos de mi lado a mi querida hija, que Dios la guarde en su gloria, a mi hermana y a ti, no os auxilié como hubiera querido. ¿Cómo pude dejar que pasaran ocho años?

−Lo hicisteis de la mejor manera que se pudo y ya es sólo un mal recuerdo.

−Pero no debería haber ocurrido, como tantas y tantas cosas más. Supongo que he de pagar con el otro reverso de la gloriosa moneda que sí he podido lograr.

−¿Qué os amarga hoy así, mi señor? ¿O es que continuáis con ese delirio de creer deber de expiar supuestas culpas cargando contra el infiel?

         Él le observó la mirada directa, segura y larga al fin, y se echó a reír desconcertándola.

−¡Por Cristo y San Andrés que me tienes bien tomada la medida! −exclamó asintiendo−. Si cualquier otro me hubiera hecho esa pregunta con ese tono y esos ojos, posiblemente le habría respondido con acero. Pero tú, tú lo has dicho como es, sí, sin duda un delirio, un delirio más de esta maldita enfermedad que ya me está alcanzando el cerebro.

−No, ha sido una impertinencia que no he sabido contener. Os pido perdón.

−No, has dicho la verdad y eso es lo que a nadie le agrada oír, pero no hay que disculparse por ser sincero. Y no me mires así, jamás has sido un animalillo asustado. ¿Puedes acercarte, por favor?

         Ella obedeció quedándose de pie frente a él quien esta vez no vaciló en cogerle de nuevo la mano. Elizabeth no se movió ni rechazó su tacto.

         Nunca lo había hecho, ni dolida o herida cuando él estaba bien y peleaba con el bastardo inglés, y con los continuos escarnios de la iglesia al apartarlo de Dios cuando le servía con tanta sangre por su patria; cuando, fascinador, fogoso y atraído por las mujeres tanto como por la guerra, engendró otros hijos con amantes y cortesanas; cuando lo enloqueció la ira y asesinó o lo ensombrecieron los sucesos de tantas desgracias y pérdidas tan cercanas; cuando lo asaltaron los recuerdos de la primera esposa, Isabella, expirando al entregarle a la primogénita, a la pequeña Marjorie que, predestinada también como su madre, después de los ocho largos inviernos en manos del inglés −el malnacido de Longshanks, que el infierno lo tenga ardiendo por toda la eternidad, pensó también en encerrarla en una jaula, como a su hermana− también se le fue con apenas veinte años, tras la desgraciada caída de un caballo, en el parto prematuro de su nieto. Y todo ese tiempo luchando hasta que bañó a los ingleses en los afeites del segundo Edward, aquel pusilánime invertido tan distinto al padre, revueltos entre los ríos de sangre y fuego que fue Bannockburn, que al fin se las devolvieron a cambio de cuatro de sus más miserables perros.

         No, no lo rechazó. Ni ahora tampoco que el tiempo había pasado por él, inexorable y despiadado, trayéndole la peor y más cruel de las maldiciones que le carcomía la piel y la carne y le horadaba un corazón que, aún así, probablemente quedara ya medio salvaje. De otra forma nada lo hubiera doblegado, hubiera seguido batallando sin perder un ápice de su legendaria bravura y sin descanso, contra el inglés o el infiel que para el caso eran lo mismo, enemigos de la libertad de una patria y de Dios todopoderoso. ¿Qué, si no, había más importante?

         Así que ella había permanecido ahí, en su papel, el que había querido al coronarse junto a él y porque él la había elegido.

−Acuéstate −le oyó volviendo de aquella ausencia−. Ya dejo de importunarte. Tienes razón en todo: necesito descansar como es debido aunque no quiera y cada vez me asuste más la oscuridad, y porque hace tanto que no lo hago a tu lado.

−Siempre me habéis tenido aquí −contestó precisando al instante−: pero no me interpretéis un reproche, señor.

−Aunque lo fuera, me lo merecería −apuntó él sin dudarlo−. Hay mucho que perdonarme así que he de empezar por disculparme contigo en primer lugar.

−¿Por qué habláis así? ¿Qué es ese tono definitivo?

−No, no te asustes, mi preciosa Elizabeth. Ah, lo sigues siendo, siempre lo has sido. Joven y preciosa.

−¿Y ahora lisonjas? No conseguís distraerme, señor. ¿Qué os pasa? Sed claro, os lo suplico.

−No es nada más que cansancio.

−Echaos. −Y lo empujó levemente hacia los almohadones al tiempo que atisbaba aquel destello marchito aunque corajudo en sus ojos.

−Échate conmigo. Ya no puedo tocarte con las manos pero puedo abrazarte sin dañarte en absoluto y si es que aún puedo pensar que me dejas.

−Soy de vos, señor. ¿Cómo no vais a tocarme?

−No, Elizabeth, nadie somos de nadie. Nos elegimos y eso ya es bastante.

­−¿Me diréis entonces lo que os aflige?

         Él asintió en silencio. Ella lo vio perdido, como a los niños pequeños en un trance inesperado o peligroso, como al hijo, porque David tenía su mismo aire audaz y meloso al mismo tiempo, temerario e inconstante pero auténtico y distinguido. Aceptó la propuesta.

−Me acostaré entonces pero hacedlo vos también. Ya os han curado, ¿verdad? Tendré cuidado en no causaros molestia alguna. −Se apartó un instante para quitarse las prendas que le quedaban, dejándose sólo un largo canesú de seda.

Él se descalzó con algo de esfuerzo, efectivamente las recientes curas cada día eran un poco más largas. La larga camisa hasta el cuello, los calzones cubriendo las piernas, tapando las infectas manchas. Antes la vida inmediata que propagar la mortal consunción, la maldición divina, a los seres más queridos o a los amigos más allegados.

         ¿Así me lo pagas, Dios mío? ¿Así lo he hecho de mal? ¿Por la sangre que he vertido, por mis actos infames? ¿Es por todos los cuerpos que también he visto consumidos, los que he mutilado y hendido? ¿Son todas esas preguntas y las miles que hay más? ¿Qué habré de hacer si no obtengo ninguna respuesta? ¿En verdad seguiré mi delirio? ¿Probaré así mi fe y mi sacrificio? ¿Lo sabré alguna vez allí donde quieras enviarme con este destino? ¿Lo sabrán los míos o seguirán pagando también? Me has corrompido este cuerpo que en realidad ya se había de ir apagando pero ¿también me vas a pudrir el alma o es que ya la tengo así? Y aunque ya no sirva justificarme por nada, ¿qué culpa han tenido los míos?, ¿de verdad no los he merecido? Tal vez no si es que ya no los puedo tocar.

         Y Elizabeth vio sus sombríos pensamientos allí concentrados en los lánguidos ojos, límpidos en los días verdes de las Highlands, grises en las nieblas de invierno de Cardross. Oyó sus silenciosos lamentos por primera vez de forma tan clara y para desviarse de la súbita y creciente angustia que la invadió, mintió descarada con un comentario mordaz, también para alejarlo a él.

−Así que ese voceado rumor en toda la corte va a ser verdadero y estáis perdiendo la cordura de cierto con ese empeño en cruzar la espada con el infiel. Es eso lo que os atenaza el humor y os lleva mudando la cara estas últimas semanas. −Se metió en el lecho abriéndoselo a él también. Él entendió el descubrimiento y respiró fatigoso.

−Tal vez pero ya no me quedan muchas fuerzas para blandir ninguna espada.

−No dice eso sir James.

−James diría y haría cualquier cosa por mí. −Él esbozó una sonrisa malévola y nostálgica a la vez−. Como yo por él.

−El conde está más loco que vos si cabe.

−¡Ja, ja, ja! ¡Se lo diré!

−De mi parte, no lo olvidéis, aunque creo que ya lo sabe.

−Sin duda alguna, querida, y me estás haciendo reír. Te lo agradezco.

−Sin embargo aún no me habéis contestado pero os dispensaré si es que en verdad os he agradado.

−Lo has hecho, Elizabeth, lo has hecho siempre aunque yo no lo haya sabido ver ni apreciártelo como te lo has merecido, y aunque el tiempo y mis caprichos te hayan alejado. Al menos voy teniendo valor para sincerarme bien. Ven, todavía tengo el hombro fuerte y tu cabeza nunca me ha pesado.

         Ella compuso su pelo y no vaciló al acercarle el rostro, al apoyarlo en la fortaleza de aquella superficie. Le llegó una suave esencia a ungüento de aromáticas hierbas que, además de curativas y balsámicas, perfumaban la piel curtida, nunca enferma ni manchada, no para ella, ya no.

−Estabais cansado, sólo eso −murmuró acoplándose con cuidado al perfil y buscando su mano−. Si ahora os dormís enseguida, mañana será otro buen día y tendréis las energías plenas otra vez. Ya lo veréis.

         Pero él permaneció en silencio. Sólo pensó que no había nada que le impedía tocar los dedos que encontraba, que recordaba su tacto al igual que el de su tez tan rosada de la casi adolescente con la que se casó ya hacía… ¡Cristo bienaventurado, esos años ya! ¿Sería ya demasiado tarde para compensarla? Otra pregunta más. Quizás no las vea respondidas pero mi corazón todavía las pueda encontrar, quizás pueda dejarlo aquí, irme antes para que no se pudra, que James me ayude para conservarlo y salvarlo no ya sólo por mí.

−Claro que lo veré, Elizabeth, claro que lo veré, pero sólo te pediré una merced más esta noche.

−¿Cuál, señor? Decidme. −Se notó alterada por el retomado tono amargo pero no quiso alarmarlo y permaneció apoyada.

−Olvídame el tratamiento, no lo hacías antes, no estando solos.

−Supongo que ha sido la costumbre, perdonadme… Oh… −Había notado su frunce de labios sobre el pelo y enseguida rectificó−: Ha sido la costumbre. Ya no lo haré. −Y alzó entonces la cara inclinándola hacia él. Los frunces ya no estaban sólo en los labios ni alrededor de sus ojos, sino que marcaban todo el rostro de mandíbula firme y rasgos tan nobles, que la miró sereno, consciente en pleno de un final próximo y sufriente pero que afrontaría con valor, como había hecho siempre−. No te tortures. Sólo tu cuerpo está enfermo, no tu alma. Has conseguido la libertad de este pueblo y te concederán cualquier perdón y gracia. Mañana veremos un día nuevo y todo estará mejor. Duerme, Robert, descansa.

 

 

Elizabeth de Burg fue la segunda esposa del rey Robert I Bruce -The Bruce- (1306-1329). Estuvieron casados más de dos décadas hasta que ella murió en 1327 con 38 años. Él le sobrevivió sólo unos meses más, ya enfermo hacía tiempo de lo que se supone, aunque es más leyenda que realidad, que fue lepra (es más probable que fuese por sífilis, la que era entonces la enfermedad de los reyes). Se llevaban quince años. Tuvieron cuatro hijos y el último, David, único varón que sobrevivió, fue el que le sucedió.

 

Mariola

Madrid, 28 de septiembre de 2006

 

 

 (Fondo: El actor escocés Angus Macfadyen como Robert the Bruce. BRAVEHEART. 1995)

 

 

 

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