LA CASA DE MIS ABUELOS

 

 

La casa de mis abuelos tenía los techos muy altos, o al menos así me lo parecía, pero desde mi perspectiva de entonces todos los techos son altos. Además, la bola dorada coronando el comienzo de la balaustrada en la escalera refulgía en miles de destellos, sobre todo cuando le daba la luz entrante desde el patio y le pegabas los ojos estrábicos para verlos mejor. Ahora lo he hecho alguna vez pero ya no es lo mismo ni está aquella luz más que en el recuerdo. Tampoco la barandilla es de piedra ni la adornan rebuscadas filigranas en círculos y ochos, ni los peldaños son grises ni llevan a las cámaras ni al baúl de sal.

 

                Cuando miras las imágenes reales congeladas en fotos y diapositivas se pierde la magia del enfoque nebuloso que impregna las que ve tu memoria, como si se superpusieran y las de tu cabeza superaran con creces las de los ojos. En los recuerdos ni a las caras ni a las cosas les afecta el tiempo porque no lo hay, sólo fallan en esa borrosa percepción que difumina contornos y desvirtúa los rostros queridos y perdidos que siempre desearías ver tan nítidos como fueron.

 

 

                Así que allí, en ese espacio, la casa de mis abuelos era enorme, con mil rincones y mil historias, con mil olores. A delicioso papel antiguo, los libros del pequeño baúl de cuentos de mis tías y mi padre. A humedad y gatos, el patio descubierto y repleto de macetas. A oscuridad fresca, las cuevas, la de las patatas y la mucho más tétrica de la leña, dueña de fantasías y temores sin fin. A sal y carne curada, el cuartito en penumbra donde colgaban los jamones. A polvo y esencias rancias, las cámaras con todos los secretos de sus cajas. A guiso y especias, la lumbre en la cocina. A magdalenas, el horno, a rosquillos en aceite, la sartén. A aromas indescriptibles, los armarios y aparadores, las sábanas sobre los blandos colchones de las camas. A lápices, tintas y madera de plumieres, el despacho de mi abuelo. A cualquier cosa de definición desconocida y sin capacidad de evocación porque eso sólo lo da la vuelta atrás que significa la edad, porque es la evocación la que procura el valor a ese olor y esa imagen, la que forma ese sentimiento de pérdida y de suerte por haberlos tenido, por que se hayan convertido todos en los mejores recuerdos. Ahora esos olores, pero ya no todos aquéllos, siguen existiendo aunque ya no son los mismos, el tiempo no les ha puesto punto pero sí se ha ido llevando caras y ya de ninguna forma pueden ser los de la infancia.

 

 

                El corredor de la galería entre las cámaras, los gatos por tejados, por el patio, rayados, rubios y grises, anaranjados y negros, huidizos e inalcanzables. El agujero a la calle con el hueco justo de asomar la cara. Las gallinas cluecas en el palo del corral. Mi leche con Cola-Cao de los sábados por la mañana. Los preciosos juguetes, los cacharritos de loza, la cocinita de latón, los del aguinaldo de la feria que se quedaban guardados allí. Las perdices labradas en la madera del aparador. Los grandes espejos de la sala y el comedor. La máquina de coser en el rincón de la ventana. La cadena negra del candado en la puerta. La mesa de cajones largos y estrechos, de herramientas de guarnicionería. El gramófono. La radio en el anaquel, el almanaque al lado. El sabor gaseoso y medicinal del vino tinto con litines de bicarbonato que se tomaba mi abuelo después de comer. La botella de anís con el jarabe rojo de fresa, en la calle, en las noches al fresco del árido e implacable verano manchego. La aguja de ganchillo entre los dedos gordezuelos, tan hábiles y sabios de mi abuela, tan buenos y tan dulces, porque estaban hechos de catas de pan blanco con nata y azúcar.

 

                Pero ahora no debería recordar, aquí no, no es el momento, y si embargo me dejo atrapar, lo consiento. Trato de experimentar, mezclar distancias y ánimos, trazar nostalgias con presentes tan diametralmente opuestos, pero no sale bien, la balanza se inclina demasiado y el bagaje de un tiempo feliz no se puede pesar porque no tiene peso, sólo volumen lleno de todo lo que, más que bueno, fue mejor.

 

 

                La palabra escrita fija esa romana porque sabe equilibrar el instante, lo distribuye, acuerda ese espacio perfectamente, destila pasos justos, delimita lo que se quedó y lo que hay, ayuda a no confundir el tempo del camino que se ha hecho y nos ha hecho. La palabra escrita es mi medio, los otros no los manejo bien, no los atempero ni modulo, no los empleo de forma tan amplia ni tan sincera, no me sirven mucho para describir mundos ni estos recuerdos.

 

 

                Mi casa, porque es la de los míos, la que más quiero, ahora está construida de todo esto, sobre el mismo suelo seco y duro, sobre la cueva ciega ya de terrores negros pero donde hay la misma calidez húmeda en recovecos de piedra parda. Ya no tiene la misma forma ni color, sus espacios se cortaron de otra manera, ya no está la galería aunque sí un patio con macetas y un gato, pero el halo atemporal no ha desaparecido y me mira desde arriba, como lo hacía antes. Mi casa ahora tiene otros olores, los de este turno, y cuando éste pase también los añoraré, los sentiré fortuna, los despojaré de las láminas grises que tapan vetas de reflejos que no fueron tan buenos, para que edifiquen también acolchadas almohadas de existencia. Si entonces vuelvo a enlistarlos, si entonces los filtro de nuevo por el inacabable tamiz, seguiré obteniendo la recompensa que tengo ahora: la dicha inmensa de haber vivido una infancia feliz.

 

 

 

               

 

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