Llegaste a mí inesperadamente, como
suelen hacerlo las canas, los kilos y los años.
Mantuve una pequeña discusión frente a
las taquillas del cine con una vieja y querida amiga, luchando (cosa rara en mí
por hacer prevalecer mi opinión. Días atrás había leído comentarios y buenas
críticas acerca de un film norteamericano de cine negro. Siempre me entusiasmó
dicho género, aunque he de reconocer que me sentía identificada más con el
gángster de turno que con el policía o el héroe salvador de la guapa chica.
Toda aquella argumentación no terminaba de convencer a mi acompañante. Al final
opté por la vía fácil, ambas quedamos bastante sorprendidas con la actuación de
un actor poco conocido (por aquel tiempo) Kevin Spacey al que vinos en el
thriller “Sospechosos Habituales”.
Entramos a la sala. Anuncios y
recomendaciones para estrenos venideros.
Dio comienzo la película. La música de
los 50 me fue cautivando, la voz en off del pequeño De Vito sonaba en mi cabeza
como un murmullo. De repente la luminosidad de las imágenes californianas se
fue apagando, se hizo una oscuridad casi absoluta, pero esta tardaría poco en
desaparecer cuando aquel plano enfocó aquellos maravillosos ojos azules,
aquella recia mano sujetando con firmeza la radio del coche patrulla.
Hoy, más de ocho años después, aún se
me eriza el vello al recordarlo.
Me moví inquieta en el asiento, la
presencia de aquel actor desconocido me perturbó sobremanera. Sin apartar la
vista un instante de la pantalla, susurré al oído de mi amiga: ¿quién es ese
tío?
Obtuve por respuesta un simple gesto
de negación.
Estuve en tensión durante todo el
tiempo. Mis músculos sólo se concedían un momento de descanso cuando aquella
presencia, mezcla de brutalidad animal y debilidad infantil desaparecía de la
pantalla.
El elenco de actores se hacían en
invisible para mis ojos que eran eclipsados por Bud White. Éste los devoraba
con cada uno de sus minimalistas gestos, los fulminaba con aquel inacabable
muestrario de miradas más propias de un actor de cine mudo, los arrollaba fuera
de pantalla con sus movimientos simiescos. Tardé unos años (al adquirir el vhs
y posteriormente el dvd) en apreciar las magistrales actuaciones de esa
afinadísima orquesta sinfónica que compone la genial y para mi modesto gusto
Mejor Película de Género Negro de mediados del siglo XX.
Cuando el auto conducido por la
ex-prostituta se pone en marcha dejando atrás una perra vida, Bud White, herido
y dolorido, saluda con la mano ilesa al “vencedor”. Para Exley fue un adiós,
para esta servidora un ¡Hola! de bienvenida a un icono del cine que espero me
haga disfrutar durante muchos, muchos, muchos años de este mágico Séptimo Arte.