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Patente de corso
EL VIEJO AMIGO JACK
AUBREY
Arturo Pérez-Reverte
Estamos al otro lado del mundo en un simple barco de madera, pero este
barco es un trozo de nuestra patria. Hoy vamos a luchar por nuestra patria»…
Hace falta tener muchos huevos y pocos complejos históricos, o sea, hay que
ser británico –australiano en este caso, como el director Peter Weir– para
meter esa frase en una película, a estas alturas de la feria, y que encaje
con perfecta naturalidad. O sea, que uno ve Master and commander, la
extraordinaria versión cinematográfica de las novelas navales de Patrick
O’Brian con las aventuras del capitán Jack Aubrey y su amigo el doctor
Maturin, y a la satisfacción de ver la que sin duda es la mejor película
marinera desde Moby Dick, une la admiración por el modo en que los
anglosajones, es decir, los perros ingleses y sus derivados, son capaces de
abordar narrativamente su memoria histórica, mantenerla viva y fresca, y
convertirla, además, en un relato apasionante que te agarra por el pescuezo.
Les juro a ustedes por mis muertos que hacía mucho tiempo que el cine
no me deparaba dos horas de felicidad tan absoluta. He disfrutado como un
gorrino en un maizal. Si para un espectador normal, de infantería, la
película es una magnífica historia de aventuras navales, para los que
pertenecemos a la cofradía de lectores de las novelas de Patrick O’Brian –de
quien, por cierto, acaba de publicarse aquí la última de las veinte que
componen la serie, Azul en la mesana–, la película interpretada por
Russell Crowe, clavado en el papel de capitán Aubrey, es, amén de perfecto
estudio psicológico de personajes, una delicia técnica. Y no sólo por las
impresionantes secuencias de temporales y batallas, con las astillas volando
por cubierta y los palos desplomándose entre el humo y los cañonazos, sino
también, y sobre todo, por la exquisita fidelidad de los detalles náuticos:
armas, utensilios marineros, cabuyería, manejo de las velas y la jarcia de
labor, indumentaria, tatuajes, cicatrices, suciedad de la vida a bordo. Con
el lujo extra de que, para la correcta traducción de las palabras marineras
en el doblaje –eterno punto flaco del cine del mar–, los distribuidores
españoles recurrieron a Miguel Antón, traductor de las últimas novelas de
O’Brian: un joven catalán especialista en terminología naval de finales del
XVIII. Que, oigan. Está feo que yo lo diga, porque Miguel es amigo mío. Pero
el cabrón lo borda.
Sin embargo, aparte el exquisito cuidado de esos detalles, lo que se
impone viendo Master and commander –mi único disgusto es que no hayan
utilizado el título español: Capitán de mar y guerra– es el inmenso
placer que a cualquier lector de O’Brian le produce ver navegar y combatir,
en imágenes de extraordinaria belleza, a la embarcación en la que tanto ha
navegado página tras página: la fragata de 28 cañones Surprise, ese
barco mítico cuyo nombre ocupa lugar de honor junto al Pequod, La
Hispaniola, el Patna y otros barcos literarios, insumergibles en
nuestro recuerdo. Barcos a los que, por cierto, el gallego Alberto Fortes
–tomen nota los apasionados del mar– acaba de dedicar un libro bello y
melancólico llamado Memorial de a bordo.
Luego, claro, uno se entera de que el rodaje de la película costó
ciento cuarenta millones de dólares y que tuvo el asesoramiento entusiasta
del Almirantazgo británico, desde pormenores de construcción naval,
artillería y maniobra hasta fórmulas matemáticas para determinar el tamaño
de un ancla. Y claro. Resulta inevitable comparar. ¿Imaginan aquí? ¿Se hacen
a la idea de un guión con un diálogo como el que abre este artículo sobre la
mesa de un ministro o un político?… En este país de gilipollas, donde no es
precisamente asunto histórico lo que falta para el cine, todo cristo se la
habría cogido con papel de fumar, no fuera que se ofendiese tal o cual
autonomía, o se trataran cosas irritantes para éste o para aquél. Cuidadín.
Aquí, cualquier cosa que tenga que ver con la palabra España queda
descartada por conflictiva, y a lo más que llegamos es a las películas caspa
de Vicente Aranda, con unos cuantos imbéciles calificando Juana la loca
o Carmen de obras maestras. Que tiene pelotas. A eso añádanle el
compadreo y la poca vergüenza. No quiero imaginar lo que pasaría si en
España se destinaran ciento cuarenta kilos de mortadelos a una película. Dos
de cada tres productores se embolsarían ciento veinte, y con el resto harían
una puñetera mierda.
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