Julio Camba

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Don Julio Camba era un periodista gallego, adjetivación aplicada sin la menor intención peyorativa: era periodista meramente porque escribía en periódicos, y era gallego porque había nacido en Galicia, lo que parece ser, si no el único, por lo menos el mejor requisito para ser un gallego hecho y derecho.
Ignoro en cambio si en razón de ser gallego don Julio poseía un gran corazón, una inteligencia lúcida, un enorme caudal de variados y profundos conocimientos y, sobre todo y en grado excelso, una sensatez de aquéllas y un humor bien español guasa que le llaman en España a la vez corrosivo y tierno, que regalaba a sus lectores a través de pequeñas notas periodísticas, muchas de ellas afortunadamente reunidas en menudos volúmenes, publicados los más por EspasaCalpe en su colección Austral, y en las cuales emitía sus agudos y certeros juicios críticos sobre innumerables temas; notas que de tal manera resultaban valiosas acuarelas costumbristas multitemáticas, a más de inteligentes y profundos análisis sociológicos, políticos y hasta filosóficos; notas que eran en sí mismas pequeñas clases magistrales, aunque casi nadie se percatase de ello, disimuladas y envueltas como estaban por esa sencillez y humanidad tan suya, que requería una cuota equivalente de similares condiciones por parte de quienes intentaran justipreciarlas.
Para solaz y edificación de los lectores de «Custodia» les proponemos hoy la atenta y amable lectura de las notas tituladas “Lo popular y lo plebeyo” y “Obreros automáticos y capitalistas intercambiables” que publicamos a continuación e integran un volumen de hallazgo imposible denominado Haciendo de República, al cual he accedido merced a la munificencia de don Antonio Rego, destacado campeón de buenos libreros y editores, quien ha tenido la gentileza de proporcionarme una fotocopia del mismo, tomada de su ejemplar de las Obras Completas del ingenioso galiciano que, amén de ser «el mayor ensayista del mundo (...) había logrado reunir la suprema brevedad con la suprema eficacia», según opinión del Padre Leonardo Castellani, vertida en una nota publicada en el diario Tribuna de San Juan, la que en la parte pertinente publicamos a continuación de las de Julio Camba.

F.J.E.O

 

 

I - Lo Popular y lo Plebeyo

 

Tengo un amigo a quien no le cabe en la cabeza eso de que lo popular sea todo lo contrario de lo plebeyo.

A ver me ha dicho póngame usted un ejemplo.

Y yo voy a ponerle un ejemplo: Rusia. En Rusia puede decirse que no ha habido nunca pueblo. Allí, cuando alguien compraba una tierra, la compraba con tantas vacas, tantos caballos, tantos conejos, tantas gallinas y tantos campesinos. El campesino estaba adscrito a la tierra que cultivaba y venía a constituir algo así como una especie de ganado distinguido; pero en ningún caso constituía un pueblo, porque lo que define a un pueblo son precisamente sus libertades, y el campesino ruso vivía en un régimen de plena esclavitud. De esto hará unos cincuenta o sesenta años (escrita en la década del '30, nota del editor). Un día, al cabo de muchas vacilaciones, el zar decidió abolir la esclavitud, y, poco a poco, aquella manada enorme, aquel inmenso rebaño de «almas», aquel hato gigantesco en donde las cabezas humanas se contaban por decenas y decenas de millones, empezó a tener ocio y albedrío, a adquirir hábitos, modos y costumbres distintos de los del dueño o señor y a tomar, en fin, forma de pueblo.

Pero cada país tiene su sino, y el sino de Rusia no parece ser un sino de libertad. Se hace la revolución bolchevique, se establece la dictadura del proletariado que no es más que la dictadura de un pequeño grupo sobre cien millones y pico de proletarios y se erige al Estado en divinidad única y suprema. No hay libertad, y no puede haberla puesto que lo que se busca es la igualdad. No hay propiedad privada ni familia. Sus hijos de usted no son, en rigor, hijos de usted, sino del Estado, quien se encargará de amamantarlos, criarlos y educarlos con arreglo a sus fines y no a los de usted. No hay el menor temor de que a los diez o doce años un niño ruso se parezca en nada a sus padres naturales. Ninguno de ellos habrá recibido azotes paternos ni caricias maternas. Ninguno habrá oído un cuento de abuela, ni habrá sido adormecido más que con discos de gramófono, ni tendrá, respecto a ninguna cosa, un recuerdo distinto al que tengan los otros niños, y cuando se trate de averiguar a quién se parece éste o aquél, se verá con horror que ninguno se parece a nadie y que todos, en cambio, le «tiran» enormemente al Estado, entidad diabólica, de la que, por lo demás, sería peligrosísimo mostrarse celoso.

Y de esta manera, cuando la masa informe del paisanaje ruso empezaba a diferenciarse y a formar un pueblo, ha vuelto de nuevo a la gleba y se ha convertido otra vez en plebe. Un pueblo no es cualquier cosa, amigo lector, y no se puede improvisar en la escuela única ni en las casas oficiales de maternidad. Si usted ve, por ejemplo, en Andalucía un grupo de campesinos con sus guayaberas y sus sombreros anchos recogiendo aceitunas y cantando coplas, o bien, a la hora del descanso, tomándose el gazpacho tradicional, podrá usted decir con certeza que ha visto un pueblo, aunque, naturalmente, no lo haya visto usted por completo ni en las mejores condiciones económicas; pero si se trae a esos mismos campesinos a Madrid y se les pone de gorra y chaqueta para hacerlos desfilar por la calle de Alcalá el día primero de mayo, a los acordes de La Internacional, ya no podrá usted decir lo mismo, aunque contemple usted el desfile con los mejores anteojos del mundo.

El pueblo es, sencillamente, una creación histórica y su principal dimensión está en el tiempo. Un hombre solo, en las debidas circunstancias de lugar y de tiempo un campesino castellano, por ejemplo, erguido sobre sus cuatro terrones en la soledad de la llanura es, como si dijéramos, todo un pueblo. En cambio, ya puede Stalin meter proletariado y más proletariado en la Plaza Roja de Moscú, hasta llenarla de bote en bote, y ponerlo a hacer gimnasia o a marcar el paso. Aquello ni es pueblo, ni lo ha sido realmente nunca, ni va camino de serlo jamás.

 

 

II - Obreros Automáticos y

       Capitalistas Intercambiables

 

Yo soy, desde luego, enemigo del socialismo; pero si alguien cree que estoy encantado con el régimen capitalista, se equivoca de medio a medio. Para mí, socialismo y capitalismo no son dos fuerzas en pugna, dos fuerzas antagónicas que se combaten, sino una sola y misma fuerza, cuyo objetivo principal consiste en abolir la propiedad privada y destruir la personalidad individual. Naturalmente, esto de que el capitalismo pretende abolir la propiedad privada parecerá quizá un poco extraño; pero no sólo lo pretende, sino que lo está haciendo con una rapidez vertiginosa. ¿O es que usted cree, amigo lector, que por poseer dos o tres mil duros en acciones de una compañía petrolífera cuyos pozos están, por ejemplo, en Méjico, y cuya sede se encuentra, pongamos por caso, en Ámsterdam, posee usted algo en alguna parte? Si vende usted sus acciones y se compra un aparato de radio, poseerá usted un aparato de radio; pero, mientras tanto, yo me sentiría mucho más propietario del Retiro en el que puedo entrar y salir cuando quiera, como vecino que soy de Madrid que de los pozos mejicanos de petróleo.

La propiedad privada es otra cosa. Para que tenga todos los caracteres debidos, debe ser real, directa y transmisible por herencia. Una huerta en la que hayamos jugado de niños y en la que nuestros hijos jueguen a su vez, representa perfectamente la propiedad privada, y éste es el tipo de propiedad que quieren destruir a la vez el socialismo y el capitalismo, aunque, individualmente, los capitalistas y los socialistas estén todos los días comprando huertas.

No sé si fue el señor Largo Caballero quien, al advenimiento de la República, dijo que un país como España, donde el capitalismo había alcanzado tan parco desarrollo, no estaba todavía bastante maduro para el socialismo, y que era necesario esperar. La cosa resultaba un poco rara. Si la razón de ser del socialismo consiste en destruir el capitalismo y en España no había capitalismo propiamente dicho, los socialistas no tenían nada que esperar. Lo que tenían que hacer era irse, reconociendo su error al llegar con un contraveneno a un lugar donde nadie se había envenenado, y no envenenar a unos y otros con el único y exclusivo objeto de lucirse luego destruyéndoles las toxinas.

Pero el socialismo no es, ni mucho menos, lo contrario del capitalismo, sino que constituye más bien un aspecto o fase del fenómeno capitalista, y las palabras del señor Largo Caballero si fue él, en efecto, quien las pronunció no pueden estar más llenas de sentido. El capitalismo moderno se caracteriza, ante todo, por la producción en serie, y la producción en serie es una cosa terrible, porque necesita unas concentraciones enormes de capital, en las que la pequeña propiedad se va disolviendo poco a poco, y exige una distribución del trabajo que destruye por completo los oficios y convierte a cada obrero en un autómata, igualmente útil para trabajar en una fábrica de automóviles que en una de fideos. Y este tipo de obrero automático e intercambiable hace juego con ese tipo de industrial que, de la noche a la mañana y con un simple telefonazo, deja el petróleo para meterse en el algodón o abandona los productos químicos para dedicarse a la perfumería.

El uno es pendant del otro, así como el socialismo es el pendant del capitalismo.

 

 

III - Sobre... casi Nada

 

[...]

 

A Julio Camba, que fue el mayor ensayista del mundo muerto este año, y lo horrible de esta muerte es que quería conocerlo personalmente le dijo una vez un amigo suyo rico (aunque posiblemente lo de “amigo” sea exagerado):

Hombre ¿cuándo va a trabajar usted? Hace mucho que no le leemos; y a mí me gustan mucho sus artículos.

- Pues cómpremelos usted.

-¿Cómo, cómo?

-Muy sencillo. Cuando a usted le gusta un pintor, va a verle, acuerdan el precio, y él le hace un cuadro a su gusto. Pasablemente retribuido, yo estoy dispuesto a hacerle todos los artículos que quiera usted, para usted sólo.

-Hombre, no veo la necesidad...

-Justo. Usted compra por cincuenta céntimos un artículo mío más 24 páginas del ABC, donde me pagan 50 pesetas por artículo; pues a ese precio no puedo darle a usted más de lo que le doy actualmente.

Camba fue el primer ensayista del mundo, porque logró juntar la suprema brevedad con la suprema eficacia. La guasa española es incolora e inodora y es, sin embargo, el peor corrosivo que existe. La República Española que mató tanta gente se descuidó fatalmente en no matar a Camba; y Camba la mató a ella. Y lo grande es que no la mató para entonces solamente, sino para un siglo o dos, o cinco, todo el tiempo que duren sus libros: la mató, la enterró y sembró sal encima, todo en el reino ideal y tranquilo de la inteligencia. Sus crónicas en el ABC 1932-1934 (si no yerro en la fecha), reunidas en el mejor de sus libros, Haciendo de República, se llevaba cada una un trozo de muralla con baluarte y todo, sin detonación ni ruido alguno (el rayo de la muerte) simplemente con esa sonrisa entre burlona y triste de sus fotos, que fue la sonrisa permanente del P. Juan Marzal, quitando lo de triste y sustituyéndolo por amable en aqueste caso.

Este gallego Camba almacenó todo el sentido común español, y lo alquitaró hasta reducirlo a su quinta esencia; y después anduvo paseando por el mundo para ver cosas y piedratocarlas con ese ácido. Aquí a Buenos Aires vino de polizón en un barco a los 17 años, y poco después el gobierno argentino, habiéndose convencido por un informe de los marinos que era un anarquista, le aplicó la ley 4196 y lo devolvió a su pueblo, Villanueva de Arosa; por suerte para él, que aquí se hubiera muerto de hambre o convertido en un Soiza Reilly; y por suerte para nuestra feliz república liberal, a quien si le llega a aplicar el vitriolo de su guasa sonriente la hace polvo. Aquí en Buenos Aires escribió su primer artículo perfecto.

Ortega Gasset, con quien paseaba él por Madrid (su único deporte) decía que cuando andaba con Camba, creía en Dios; y Camba no estaba muy seguro de creer en Dios, a lo mejor porque lo veía; y el que ve no cree sino que ve. En su gira por Estados Unidos (costeada, junto con periodistas de todo el mundo, por la Fundación Carnegie) descubrió que era católico (en el artículo Los Ángeles y San Francisco de La Ciudad Automática); y cuando vino la República Española, descubrió que era hasta clerical; aunque eso lo había sospechado almorzando con los curas de aldea gallegos, que según él son los mejores cocineros del mundo. Un editor, sabiendo su afición a la buena mesa, le propuso escribiese un libro de cocina; y escribió uno graciosísimo, La casa de Lúculo, gracioso en la forma, pero con una muy sólida información y... experiencia.
Nunca se casó (aunque cubrió de flores en sus libros al bello sexo) supongo que por pobre, con su punta de comodón. Aprendió a fondo el inglés, el francés y el italiano; y un poco el alemán, el griego y el turco; estuvo 8 años seguidos sin ver a España; y en esos años se hizo de gallego, español: los años de Aventuras de una Peseta y La Rana viajera. Gran viajero, el director de La Correspondencia le dijo un día:

-¿Y si yo le propusiera ir a Constantinopla?

-Mañana mismo - respondió, y así lo hizo.
En sus libros, Camba hizo innumerables chistes acerca de su profesión de escritor, como es natural; porque nadie escribe bien si no escribe de sí mismo; o sea, “la subjetividad es la verdad”, ni nadie es humorista si no es capaz de reírse de sí mismo. Toda una ética del oficio podría extraerse de esos chistes. Camba se hace el cínico, pero no puede ocultar que es en el fondo un hombre bueno, aunque de muchísimo cuidado. Su ironía es risueña y pacata; pero no os fiéis: esa ironía mansa mata; aunque él no se proponga matar, sino solamente banderillar, ni tengan veneno sus banderillas. Pero el caso es que tienen el blanco y despejado temple del acero; es decir, de la verdad. En el fondo es un “mataó”, o primer espada, disfrazado de banderillero.

No quiso ser académico de la lengua ni presentarse jamás a los “premios literarios” (aunque le dieron dos de sopetón) ni hacer libros hasta que otros se los hicieron recopilando sus millares de artículos breves. Todo esto por no comprometer su fiera aunque humilde independencia. Pudo vivir finalmente, y no mal, y sin miseria; y escribió el más gracioso «Elogio de la pereza» que existe, este gordo que era poltrón para todo menos una cosa: su oficio; pero esa cifraba todas las otras. “Nemo plus facit quam qui unum facit”. Su “elogio de la pereza” es la ironía acerca de sí mismo de uno de los españoles más laboriosos que han existido; y vale más (quiero decir es más virtuosa) que muchos pomposos “Cantos al Trabajo”.

La comparación con Chesterton se impone. Yo me formé en la literatura de los humoristas ingleses, conocí a Chesterton a los 22 años, pero al topar con Camba, ellos me parecieron niños. Estos dos fueron semejantemente periodistas, viajeros, alegres, humoristas, polemistas; y aunque tuvieron que manejar el bisturí, no se hicieron un solo enemigo; no digo de los enfermos, como es natural, pero ni de los tumores extirpados, que simplemente no podían odiarlos. Pero la diferencia es mayor que la semejanza. Es la diferencia que hay entre la cerveza y el jerez. Puestos frente a frente, Camba parece demasiado sencillo pero Chesterton parece demasiado discípulo. Chesterton es un “Pieto” de la tribu de donde vinieron los ingleses, que se pintaban el cuerpo de colores; más pictórico, es decir pinturero; y Camba es un Celta, nación melancólica y profunda. Más artista es Chesterton, Camba más filósofo; aunque el inglés sabe su filosofía y el gallego es un soberano artista de arte recatado y oculto. Chesterton toca todos los géneros y escribe libros: y Camba no hace más que diminutas notas al aguafuerte.

Chesterton recuerda demasiado los libros que ha leído, que son muchos. Camba los ha leído y los ha olvidado, después de destilarlos y convertirlos en buen sentido español concentrado y cristalino. Léase su ensayito sobre Rusia, de 75 renglones, titulado «Lo popular y lo plebeyo» (Haciendo de República, Espasa Calpe, 1934, pág. 156). Ahí está todo, la historia, la filosofía, la sociología, pero no se ve. Habla con tanta autoridad como un Papa definiendo; y con muchísima más sencillez. Chesterton sabe muchas cosas y Camba sabe mucho.
Chesterton es una pirotecnia de “puns”, es una cascada de paradojas; en Camba no hay el menor desborde: en un libro entero dél, Sobre casi Nada, hallé un solo chiste que se pudiera suprimir.

No desparejo al inglés, que es un periodista genial¸ pero naturalmente me gusta más la “raza” del español.
Estando yo en Madrid en 1947, uno destos argentinos “becados” por el Gobierno Español para ir a ilustrar a los madrileños, dijo con suficiencia que Velázquez no sabía pintar caballos y que el hombre español carecía de humor, que el sentido del humor solamente lo poseían los ingleses y los franceses. Los madrileños acogieron la afirmación con una benigna sonrisa; y yo, interrogado por los alumnos hispanoamericanos del Colegio Guadalupe les dije mi opinión de que afirmar que la patria de Cervantes, Quevedo y Camba carecía del “humor”, era una reverendísima gansada. Me hicieron hablar en público acerca deso, y yo desenvolví la idea de que el humor español era algo especial, un humor trascendental, que versa sobre las cosas más importantes de la vida, empezando por la muerte.

En suma les dije que si se entiende por “humor” el sense-of-humour inglés, los españoles no lo tenían, pero tenían el humor español o sea la “guasa” y nada salían perdiendo.

Y a todo esto ¿a qué viene el escribir con el título de Sobre casi nada acerca de las obras de Julio Camba?

Simplemente, una anécdota que trae la revista Destino de Barcelona en ocasión de su deceso. Parece que un malévolo le dijo en una ocasión que él (Camba) era un vulgar y silvestre periodista, un “casi nada”; que Camba se contentó con repetir el epíteto con una entonación que le dio otro sentido, o a lo mejor tres sentidos más: ¡Casi nada!

 

R.P. Leonardo Castellani

Tribuna, San Juan, nº 9370, 20 de Agosto de 1962

 

 


 

 

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