Magisterio de la Iglesia

Musicae Sacrae Disciplina
Instrucción

PÍO XII
25 de Diciembre de 1955
Sobre la música Sagrada

1. Desea dilucidar cuestiones surgidas y responder a problemas planteados por nuevas experiencias pastorales y progresos de la ciencia

   Siempre tuvimos en grande estima la disciplina de la música sagrada; por ello Nos ha parecido oportuno, por medio de esta Carta encíclica, tratar ordenadamente dicha materia, exponiendo al mismo tiempo con mayor amplitud muchas cuestiones suscitadas y discutidas en los últimos decenios, para que este tan noble y tan hermoso arte ayude continuamente al mayor esplendor del culto divino y fomente más eficazmente la vida espiritual de los fieles. Al mismo tiempo hemos querido responder a los deseos que no pocos de vosotros, Venerables Hermanos, con prudencia Nos habíais expuesto y que hasta insignes maestros de esta disciplina liberal y preclaros cultivadores de la música sagrada también han formulado en Congresos celebrados sobre tal materia, y, finalmente, atender a lo que sugieren las experiencias de la vida pastoral y los progresos de la ciencia y de los estudios sobre dicho arte. Esperamos así que las normas sabiamente promulgadas por San Pío X en aquel documento que él mismo llamó con razón código jurídico de la música sagrada[1] queden de nuevo confirmadas e inculcadas, reciban nueva luz y se corroboren con nuevos razonamientos; y así, al adaptarse el arte ilustre de la música sagrada a la circunstancias actuales, y aun en cierto modo enriquecerse, se hallará en condiciones de responder cada vez mejor a su fin tan elevado.

2. La música, un gran don de Dios

   Entre los muchos y grandes dones naturales con que Dios, en quien se halla la armonía de la perfecta concordia y la suma coherencia, ha enriquecido al hombre creado a su imagen y semejanza[2], se debe contar la música, la cual, como las demás artes liberales, se refiere al gozo espiritual y al descanso del alma. De ella dijo con razón San Agustín: La música, es decir, la ciencia y el arte de modular rectamente, para recuerdo de cosas grandes, ha sido concedida también por la liberalidad de Dios a los mortales dotados de alma racional[3].

3. El canto sagrado y el arte musical en el Antiguo Testamento

   Nada extraño, pues, que el canto sagrado y el arte musical -según consta por muchos documentos antiguos y modernos- hayan sido empleados para dar brillo y esplendor a las ceremonias religiosas siempre y en todas partes, aun entre los pueblos gentiles; y que de este arte se haya servido principalmente el culto del sumo y verdadero Dios, ya desde los tiempos primitivos. El pueblo de Dios, librado milagrosamente del Mar Rojo por el poder divino, cantó al Señor un himno de victoria; y María, hermana del caudillo Moisés, en arranque profético, cantó al son de los tímpanos, acompañada por el canto del pueblo[4]. Más tarde, cuando el Arca de Dios fue conducida desde la casa de Obededón a la ciudad de David, el rey mismo y todo Israel danzaban delante del Señor con instrumentos hechos de madera, cítaras, liras, tambores, sistros y címbalos[5]. El mismo rey David fijó las reglas de la música y canto para el culto sagrado[6]: reglas que, al volver el pueblo del destierro, se restablecieron de nuevo, guardándose luego fielmente hasta la venida del Divino Redentor. 

4. En la Iglesia naciente

Y en la Iglesia fundada por el divino Salvador, ya desde el principio se usaba y tenía en honor el canto sagrado, como claramente lo indica el apóstol San Pablo, cuando escribe a los de Éfeso: Llenaos del Espíritu Santo, recitando entre vosotros salmos e himnos y cantos espirituales[7]; y que este uso de cantar salmos estuviese en vigor también en las reuniones de los cristianos lo indica él mismo con estas palabras: Cuando os reunís, algunos de vosotros cantan el Salmo...[8]. Que sucedía lo mismo después de la edad apostólica lo atestigua Plinio, cuando escribe cómo los que habían renegado de la fe afirmaban que ésta era la sustancia de la culpa de que les acusaban: que solían reunirse en días determinados antes de la aurora para cantar un himno a Cristo como a Dios[9]. Palabras del procónsul romano de Bitinia, que muestran claramente cómo ni siquiera en tiempo de persecución cesaba del todo la voz del canto de la Iglesia y lo confirma Tertuliano, cuando narra que en la reunión de los cristianos se leen las Escrituras, se cantan salmos, se tiene la catequesis[10].

5. La era de Constantino y el canto gregoriano

   Restituida a la Iglesia la libertad y la paz, abundan los testimonios de los Padres y Escritore eclesiásticos, que confirman cómo los salmos e himnos del culto litúrgico eran casi de uso cotidiano. Más aún: poco a poco se crearon nuevas formas de canto sagrado, se excogitaron nuevas clases de cantos, cada vez más perfeccionados por las Escuelas de canto, especialmente en Roma.

Según la tradición, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, San Gregorio Magno, recogió cuidadosamente todo lo transmitido por los mayores, y le dio una ordenación sabia, velando con leyes y normas oportunas por la pureza e integridad del canto sagrado. Poco a poco la modulación romana del canto, partiendo de la Ciudad Eterna, se introdujo en las demás regiones de Occidente, y no sólo se enriqueció con nuevas formas y melodías, sino que comenzó a usarse una nueva especie de canto sagrado: el himno religioso, a veces en lengua vulgar. El mismo canto coral, que desde su restaurador, San Gregorio, comenzó a llamarse Gregoriano, adquirió ya desde los siglos VIII y IX nuevo esplendor en casi todas las regiones de la Europa cristiana, siendo acompañado por el instrumento musical llamado "órgano".

6. El canto polifónico en la Iglesia

   A partir del siglo IX se añadió paulatinamente a este canto coral el canto polifónico, cuya teoría y práctica perfilada más y más en los siglos sucesivos adquirió, sobre todo en los siglos XV y XVI, admirable perfección gracias a consumados artistas. La Iglesia tuvo también siempre en gran honor este canto polifónico, y de buen grado lo admitió para mayor realce de los ritos sagrados en las mismas Basílicas romanas y en las ceremonias pontificias. Crecieron su eficacia y esplendor, cuando a las voces de los cantores y al órgano se unió el sonido de otros instrumentos musicales.

7. Resumen. Los instrumentos, especialmente el órgano; abusos

   De esta manera, por impulso y bajo los auspicios de la Iglesia, la ordenación de la música sagrada ha recorrido en el decurso de los siglos un largo camino, en el cual, aunque no sin lentitud y dificultad en muchos casos, ha realizado paulatinamente progresos continuos: desde las sencillas e ingenuas melodías gregorianas hasta las grandiosas y magníficas obras de arte, en las que no sólo la voz humana, sino también el órgano y los demás instrumentos añaden dignidad, ornato y prodigiosa riqueza. El progreso de este arte musical, a la par que demuestra claramente cuánto se ha preocupado la Iglesia de hacer cada vez más espléndido y grato al pueblo cristiano el culto divino, explica también, por otra parte, cómo en más de una ocasión la Iglesia misma ha tenido que impedir se pasaran los justos límites y que, al compás del verdadero progreso, se infiltrase en la música sagrada, depravándola, lo que era profano y ajeno al culto divino.

8. Las normas del Concilio de Trento y las de los Sumos Pontífices hasta hoy

   Fieles fueron siempre los Sumos Pontífices al deber de tan solícita vigilancia; ya el Concilio de Trento proscribió sabiamente aquellas músicas en las que, o en el órgano o en el canto, se mezcla algo de sensual o impuro[11]. Y, por no citar a otros muchos Papas, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, Benedicto XIV, con su Encíclica del 19 de febrero de 1749, en vísperas del año jubilar, con abundante doctrina y riqueza de argumentos, exhortaba de modo particular a los Obispos para que por todos medios prohibiesen los reprobables abusos indebidamente introducidos en la música sagrada[12]. Siguieron el mismo camino Nuestros Predecesores León XII, Pío VIII[13], Gregorio XVI, Pío IX y León XIII[14]. Mas, con razón se puede afirmar que fue Nuestro Predecesor, de feliz memoria, San Pío X, quien llevó a cabo la orgánica restauración y la reforma de la música sagrada, volviendo a inculcar los principios y normas transmitidos por la antigüedad y reordenándolos oportunamente conforme a las exigencias de los tiempos modernos[15]. Finalmente, como Nuestro inmediato Predecesor, Pío XI, de feliz memoria, con la Constitución apostólica Divini cultus sanctitatem, del 20 de diciembre de 1929[16], así también Nos mismo con la encíclica Mediator Dei, del 20 de noviembre de 1947, hemos ampliado y corroborado las prescripciones de los anteriores Pontífices[17].

9. La Iglesia velando por la dignidad de la música cultural

   A nadie sorprenderá que la Iglesia se interese tanto por la música sagrada. No se trata, es verdad, de dictar leyes de carácter estético o técnico respecto a la noble disciplina de la música; en cambio, es intención de la Iglesia defenderla de cuanto pudiese rebajar su dignidad, llamada como está a prestar servicio en campo de tan gran importancia como es el del culto divino.

10. Se rige por las normas de todo arte religioso. El error de la libertad artística

   En esto, la música sacra no obedece a leyes y normas distintas de las que rigen en toda forma de arte religioso. No ignoramos que en estos últimos años, algunos artistas, con grave ofensa de la piedad cristiana, han osado introducir en las iglesias obras faltas de toda inspiración religiosa y en abierta oposición aun con las justas reglas del arte. Quieren justificar su deplorable conducta con argumentos especiosos que dicen deducirse de la naturaleza e índole misma del arte. Porque van diciendo que la inspiración artística es libre, sin que sea lícito someterla a leyes y normas morales o religiosas, ajenas al arte, porque así se lesionaría gravemente la dignidad del arte y se dificultaría con limitaciones y obstáculos el libre curso de la acción del artista bajo el sacro impulso del estro.

11. El fin último del hombre e invitación de la perfección de Dios, normas supremas para todo artista

   Argumentos que suscitan una cuestión, grave y difícil sin duda, que se refiere por igual a toda manifestación artística y a todo artista; cuestión, que no se puede solucionar con argumentos tomados del arte y la estética, antes se debe examinar a la luz del supremo principio del fin último, norma sagrada e inviolable para todo hombre y para toda acción humana. Porque el hombre se ordena a su fin último -que es Dios- según una ley absoluta y necesaria fundada en la infinita perfección de la naturaleza divina; y ello de una manera tan plena y tan perfecta, que ni Dios mismo podría eximir a nadie de observarla. Esta ley eterna e inmutable manda que el hombre y todas sus acciones manifiesten, en alabanza y gloria del Creador, la infinita perfección de Dios y la imiten cuanto posible sea. Por eso, el hombre, destinado por su naturaleza a alcanzar este fin supremo, debe en sus obras conformarse al divino arquetipo y orientar en tal dirección todas sus facultades de alma y cuerpo, ordenándolas rectamente entre sí y sujetándolas debidamente a la consecución del fin. Por lo tanto, también el arte y las obras artísticas deben juzgarse por su conformidad al último fin del hombre; y el arte ciertamente debe contarse entre las manifestaciones más nobles del ingenio humano, pues tiende a expresar con obras humanas la infinita belleza de Dios, de la que es como un reflejo. En consecuencia, el conocido criterio de "el arte por el arte" -con el cual, al prescindir de aquel fin qque se halla impreso en toda criatura, se afirma erróneamente que el arte no tiene más leyes que las derivadas de su propia naturaleza- o no tiene valor alguno o infiere grave ofensa al mismo Dios, Creador y fin último. Mas la libertad del artista -que no significa un ímpetu ciego para obrar, llevado exclusivamente por el propio arbitrio o guiado por el deseo de novedades- no se encuentra, cuando se la sujeta a la ley divina, coartada o suprimida, antes bien se ennoblece y perfecciona.

12. Aplicación de estos principios al arte religioso. El artista arreligioso está impedido

   Estos principios, que se deben aplicar a las creaciones de cualquier arte, es claro que también valen para el arte religioso y sagrado. Más aún: el arte religioso dice todavía mayor relación a Dios y al aumento de su alabanza y de su gloria, porque con sus obras no se propone sino llegar hasta las almas de los fieles para llevarlas a Dios por medio del oído y de la vista. Por todo lo cual, el artista, que no profesa las verdades de la fe o se halla lejos de Dios en su modo de pensar y de obrar, de ninguna manera debe ejercer el arte sagrado, pues no tiene, por así decirlo, ese ojo interior que le permita ver todo cuanto la majestad y el culto de Dios exigen. Ni se ha de esperar que sus creaciones, ajenas a la religión -aunque revelen competencia y cierta habilidad en el artista- puedan inspirar esa piedad que conviene a la majestad del templo de Dios; por lo tanto, jamás serán dignas de ser admitidas en el templo por la Iglesia, juez y guardiana de la vida religiosa.

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