Magisterio de la Iglesia

Fulgens Corona (Continuación 2)
Carta Encíclica

4. Fundamento de la doctrina en las Sagradas Escrituras.

   Y en primer lugar, ya en las Sagradas Escrituras aparece el fundamento de esta doctrina, cuando Dios, creador de todas las cosas, después de la lamentable caída de Adán, habla a la tentadora y seductora serpiente con estas palabras, que no pocos Santos Padres y doctores, lo mismo que muchísimos y autorizados intérpretes, aplican a la Santísima Virgen: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya...» (Gn 3, 15). Pero si la Santísima Virgen María, por estar manchada en el instante de su concepción con el pecado original, hubiera quedado privada de la divina gracia en algún momento, en este mismo, aunque brevísimo espacio de tiempo, no hubiera reinado entre ella y la serpiente aquélla sempiterna enemistad de que se habla desde la tradición primitiva hasta la definición solemne de la Inmaculada Concepción, sino que más bien hubiera habido alguna servidumbre.

   Además, al saludar a la misma Virgen Santísima «llena de gracia» (Lc 1, 18), o sea «kecharistomene» y «bendita entre todas las mujeres» (ibíd. 42) con esas palabras, tal como la tradición católica siempre las ha entendido, se indica que «con este singular y solemne saludo, nunca jamás oído, se demuestra que la Virgen fue la sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo, y más aún, tesoro casi infinito y abismo inagotable de esos mismos dones, de tal modo que nunca ha sido sometida a la maldición»(1).

5. La Iglesia primitiva.

   Los Santos Padres en la Iglesia primitiva, sin que nadie lo contradijera, enseñaron con claridad suficiente esta doctrina, afirmando que la Santísima Virgen fue lirio entre espinas, tierra absolutamente virgen, inmaculada, siempre bendita, libre de todo contagio del pecado, árbol inmarcesible, fuente siempre pura, la única que es hija no de la muerte, sino de la vida; germen no de ira, sino de gracia; pura siempre y sin mancilla, santa y extraña a toda mancha de pecado, más hermosa que la hermosura, más santa que la santidad, la sola santa, que, si exceptuamos a solo Dios, fue superior a todos los demás, por naturaleza más bella, más hermosa y más santa que los mismos querubines y serafines, más que todos los ejércitos de los ángeles(2).

6. Deducción lógica: Ella fue siempre limpia de todo pecado.

   Después de meditar diligentemente como conviene estas alabanzas que se tributan a la bienaventurada Virgen María, ¿quién se atreverá a dudar de que aquélla que es más pura que los ángeles, y que fue siempre pura (cf. ibídem), que estuvo en todo momento, sin excluir el más mínimo espacio de tiempo, libre de cualquier clase de pecado? Con razón San Efrén dirige estas palabras a su divino Hijo: «En verdad que sólo tú y tu Madre sois hermosos bajo todos los aspectos. Pues no hay en ti, Señor, ni en tu Madre mancha alguna»(3). En cuyas palabras clarísimamente se ve que, entre todos los santos y santas de esta sola mujer es posible decir que no cabe ni plantearse la cuestión cuando se trata del pecado, de cualquier clase que éste sea, y que, además, este singular privilegio, a nadie concedido, lo obtuvo de Dios precisamente por haber sido elevada a la dignidad de Madre suya. Pues esta excelsa prerrogativa, declarada y sancionada solemnemente en el Concilio de Éfeso contra la herejía de Nestorio(4), y mayor que la cual ninguna parece que pueda existir, exige plenitud de gracia divina e inmunidad de cualquier pecado en el alma, puesto que lleva consigo la dignidad y santidad más grandes después de la de Cristo. Además de este sublime oficio de la Virgen, como de arcana y purísima fuente, parecen derivar todos los privilegios y gracias que tan excelentemente adornaron su alma y su vida. Bien dice Santo Tomás de Aquino: «Puesto que la Santísima Virgen es Madre de Dios, del bien infinito, que es Dios, recibe cierta dignidad infinita»(5). Y un ilustre escritor desarrolla y explica el mismo pensamiento con las siguientes palabras: «La Santísima Virgen... es Madre de Dios; por esto es tan pura y ,tan santa que no puede concebirse pureza mayor después de la de Dios»(6).

7. Razón teológica: privilegio que Dios podía y quiso darle.

   Por lo demás, si profundizamos la materia, y sobre todo, si consideramos el encendido y suavísimo amor con que Dios ciertamente amó y ama a la Madre de su unigénito Hijo, ¿cómo podremos ni aun sospechar que ella haya estado, ni siquiera un brevísimo instante, sujeta al pecado y privada de la divina gracia? Dios podía ciertamente, en previsión de los méritos del Redentor, adornarla de este singularísimo privilegio; no cabe, pues, ni pensar que no lo haya hecho. Convenía, en efecto, que la Madre del Redentor fuese lo más digna posible de Él; mas no hubiera sido tal si, contaminándose con la mancha de la culpa original, aunque sólo fuera en el primer instante de su concepción, hubiera estado sujeta al triste dominio de Satanás. 

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NOTAS      
(1)Bula Ineffabilis, d. IV idus decembris, a. 1854
. (volver).

(2) Ibídem, passim.. (volver)

(3) Carmina Nisibeta, ed. Bickell, 123. (volver)

(4) Cf. Pius XI, enc. Lux veritatis; A. S. S., vol. XXIII, p. 493 ss. (volver)

(5) Cf. Summa T h., I, q. 25, a. 6 ad 4um.  (volver)

(6)  Corn. a Lapide, in Math., I, 16.  (volver)

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