Magisterio de la Iglesia

Divino Afflante Spiritu 
Carta Encíclica

 
PÍO XII
Sobre los estudios de las Sagradas Escrituras
30 de Septiembre de 1943

   Inspirados por el divino Espíritu, escribieron los escritores sagrados los libros que Dios, en su amor paternal hacia el género humano, quiso dar a éste para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté pertrechado para toda obra buena(1).

   Nada, pues, de admirar si la Santa Iglesia ha guardado con suma solicitud un tal tesoro -a ella venido del cielo y que ella tiene por fuente preciosísima y norma divina del dogma y de la moral-; como lo recibió incontaminado de mano de los Apóstoles, así lo conservó con todo cuidado, lo defendió de toda falsa y perversa interpretación y con toda diligencia lo empleó en su ministerio de comunicar a las almas la vida sobrenatural.

   De todo ello nos ofrecen claro testimonio documentos casi innumerables de todas las épocas. Pero en tiempos recientes, cuando especiales ataques amenazaron al divino origen y a la recta interpretación de los Sagrados Libros, la Iglesia con mayor empeño y diligencia tomó su defensa y protección. Por ello, el Santo Concilio de Trento con un solemne decreto prescribió que se han de tener como sagrados y canónicos los libros enteros con todas sus partes, tales como la Iglesia católica acostumbró a leerlos, y se encuentran en la antigua edición vulgata latina(2). Y en nuestro tiempo el Concilio Vaticano, para reprobar doctrinas falsas sobre la inspiración, declaró que la razón de que estos libros han de ser tenidos en la Iglesia por sagrados y canónicos, no es porque, después de compuestos únicamente por humana industria, hayan sido posteriormente aprobados por la autoridad de la Iglesia, ni tampoco solamente por el hecho de contener una revelación sin error, sino más bien porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales fueron confiados a la misma Iglesia(3). Y, sin embargo, algún tiempo después, en oposición a esta solemne definición de la doctrina católica, que para los libros enteros con todas sus partes reivindica una tal autoridad divina, que está inmune de cualquier error, algunos escritores católicos osaron restringir la verdad de las Sagradas Escrituras sólo a las cosas tocantes a la fe y costumbres, mientras todo lo demás, perteneciente al orden físico o al género histórico, lo reputaban como dicho de paso y sin conexión alguna -según ellos- con la fe. Por ello, Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893, no sólo reprobó justísimamente estos errores, sino que ordenó los estudios de los Libros Sagrados con prescripciones y normas sapientísimas.

   2. Muy justo es, por lo tanto, que se celebre el quincuagésimo aniversario de la publicación de aquella Encíclica, considerada como la Carta Magna de los estudios bíblicos. Por ello, Nos, conforme a la solicitud que desde el principio de Nuestro sumo Pontificado(3) mostramos respeto a los estudios sagrados, hemos juzgado que sería muy conveniente, de una parte, el confirmar e inculcar todo cuanto Nuestro Predecesor sabiamente estableció y lo que sus Sucesores añadieron para reforzar y perfeccionar la obra; y, de otra, enseñar lo que al presente parecen exigir los tiempos, para más y más animar a todos los hijos de la Iglesia, que a estos estudios se dedican, en esta labor tan necesaria como laudable.

I
PARTE

HISTORIA

1) la obra de León XIII

   3. Primera y máxima preocupación de León XIII fue el exponer la doctrina sobre la verdad de los Libros Sagrados y vindicarla de los ataques adversarios. Por ello, con muy graves palabras, declaró que no hay error alguno en que, hablando el hagiógrafo de cosas físicas, siquiera las apariencias sensibles, como dice el Angélico(5), expresándose o a modo de metáfora, o según las frases que en aquellos tiempos se usaban en el lenguaje común, y según todavía se usan aun hoy para muchas cosas en la conversación ordinaria hasta entre los más doctos. De hecho, la intención de los escritores sagrados, o, mejor aún -son palabras de San Agustín(6)- del espíritu de Dios, que por ellos hablaba, no era el enseñar a los hombres tales cosas -es decir, la íntima constitución de las cosas visibles-, que nada habían de servirles para la eterna salvación(7). Principio, que convendrá aplicar también a las ciencias afines, especialmente a la historia, esto es, refutando de modo semejante las falacias de los adversarios y defendiendo de sus impugnaciones la verdad histórica de la sagrada Escritura(8). Ni tampoco puede atribuirse error al escritor sagrado, si en algún lugar, al transcribir los códices se les escapó a los copistas algo inexacto, o cuando subsiste duda sobre el sentido preciso de alguna frase. Por último, no es en modo alguno lícito o restringir la inspiración de la Sagrada Escritura a algunas partes tan sólo, o conceder que erró el mismo escritor sagrado, porque la inspiración divina por sí misma no sólo excluye todo error, sino que lo excluye y rechaza tan necesariamente, cuanto es necesario que Dios, Verdad suma, no pueda ser autor de error alguno. Tal es la antigua y constante fe de la Iglesia(9).

   4. Esta doctrina, pues, que con tanta gravedad expuso Nuestro Predecesor León XIII, la proponemos Nos e inculcamos con Nuestra autoridad para que todos religiosamente la mantengan. Y queremos que no se ponga menor empeño aun hoy en seguir los consejos y estímulos que él tan sabiamente añadió, conforme a su tiempo. Pues, como surgiesen nuevas y no leves dificultades y cuestiones, ya por los prejuicios del racionalismo que por todas partes cundía, ya principalmente por los antiquísimos monumentos excavados y estudiados en las regiones del Oriente, Nuestro mismo Predecesor, impulsado por la solicitud de su apostólico oficio, y ansioso no sólo de que una tan preclara fuente de la revelación católica se abriera más segura y abundante para utilidad de la grey del Señor, sino también de que no le causara daño alguno, expresó su vivo deseo de que fuesen muchos quienes emprendiesen y con firmeza sostuviesen la defensa de las divinas Escrituras, y que principalmente aquellos a quienes la divina gracia llamara a las sagradas órdenes pusieran cada día más diligencia, como es muy de razón, en leerlas, meditarlas y exponerlas(10).

   5. Con tales criterios, el mismo Pontífice, ya antes había alabado y aprobado la Escuela de Estudios Bíblicos, fundada en San Esteban de Jerusalén gracias a la solicitud del Maestro General de la Sagrada Orden de Predicadores, porque de ella, según él mismo dijo, los estudios bíblicos habían recibido grandes ventajas, y aun se esperaban mayores(11); y después, en el último año de su vida, añadió una nueva disposición, para que estos estudios, tan altamente recomendados en la encíclica Providentissimus Deus, se cultivasen cada día mejor y se promovieran con mayor seguridad. Y así, en la Carta apostólica Vigilantiae, del 30 de octubre de 1902, instituyó un Consejo o -como suele decirse- una Comisión de graves varones que tuvieran como misión propia suya el procurar por todos los medios posibles que las divinas Escrituras sean estudiadas por los nuestros con todo aquel exquisito cuidado que los tiempos exigen, manteniéndose incólumes no sólo de toda mancha de error, sino de toda temeridad en las opiniones(12); Comisión que también Nos, siguiendo el ejemplo de Nuestros Predecesores, hemos confirmado y aun realzado de hecho, al valernos de ella, como muchas veces antes, y de su ministerio para sujetar a los comentaristas de los Libros Sagrados a aquellas sanas normas de exégesis católica que los Santos Padres y Doctores de la Iglesia y los mismos Sumos Pontífices nos enseñaron(13).

2) la obra de los sucesores de León XIII

   6. Muy oportuno parece ahora el recordar con gratitud las principales y más útiles aportaciones de Nuestros Predecesores a dicha finalidad, y que podríamos llamar complemento o fruto de la feliz empresa leoniana. Y, en primer lugar, Pío X, queriendo ofrecer un modo práctico para preparar buen número de maestros, recomendables por la gravedad y la pureza de la doctrina, que en las escuelas católicas interpretaran los Sagrados Libros, instituyó los grados académicos de Licenciado y Doctor en Sagrada Escritura, que deberían ser conferidos por la Comisión Bíblica(14), y luego dio leyes sobre el plan de estudios de la Sagrada Escritura, en los Seminarios, con el fin de que los alumnos seminaristas no sólo tuvieran un profundo conocimiento de la Biblia, de su valor y de su doctrina, sino que pudieran, más tarde, ejercer convenientemente el ministerio de la divina palabra y defender de todo ataque los libros escritos bajo la inspiración de Dios(15); y, finalmente, para que en la ciudad de Roma hubiera un "centro" de altos estudios bíblicos, que con la mayor eficacia posible promoviese la ciencia de la Biblia y de las materias con ella relacionadas, todo ello según el sentir de la Iglesia católica, fundó -confiándolo a la ínclita Compañía de Jesús- el Pontificio Instituto Bíblico, que quiso estuviera provisto de escuelas superiores y de todos los instrumentos tocantes a la erudición bíblica; y le dio sus propias leyes y estatutos, declarando que con ello realizaba el saludable y fructífero propósito de León XIII(16).

   7. A todo ello dio feliz término Nuestro inmediato Predecesor Pío XI, de feliz memoria, al mandar, entre otras cosas, que nadie en los Seminarios enseñase la Sagrada Escritura sin haber legítimamente obtenido grados académicos en la Comisión Bíblica o en el Instituto Bíblico, luego de realizados regularmente sus estudios; y dispuso que estos grados tuviesen los mismos efectos que los legítimamente otorgados en Sagrada Teología o en Derecho Canónico; mandó, además, que a nadie se le confiriese beneficio, al cual canónicamente estuviera aneja la carga de explicar al pueblo la Sagrada Escritura, si, además de los otros requisitos, no había obtenido la licenciatura o el doctorado. Al mismo tiempo, y después de haber exhortado así a los Generales de las Ordenes religiosas como a los Obispos del mundo católico, a que enviaran sus mejores alumnos al Instituto Bíblico, para asistir en él a sus cursos y recibir los grados académicos, realzó dicha exhortación con su munificencia, al señalar generosamente rentas anuales precisamente para dicha finalidad(17).

   8. Y el mismo Pontífice, puesto que con el favor y aprobación de Pío X, de f. m., en el año 1907 se había encomendado a los monjes Benedictinos el encargo de hacer investigaciones y estudios que pudieran preparar la edición de la versión latina de la Biblia, que suele llamarse la Vulgata(18), queriendo dar base más sólida y mayor seguridad a esta empresa tan ardua como laboriosa que, si exige largos trabajos y cuantiosos gastos, pone ya de relieve su gran utilidad con los excelentes volúmenes hasta ahora publicados, levantó desde los cimientos el monasterio de San Jerónimo en Roma, dedicado por completo a aquella labor, y lo dotó espléndidamente con su propia biblioteca y con toda clase de medios para la investigación(19).

3) los Sumos Pontífices y la Sagrada Escritura

   9. Ni puede pasarse aquí en silencio cómo esos mismos Predecesores Nuestros, cuando se les ofreció ocasión para ello, recomendaron siempre ya el estudio, ya la predicación, ya la piadosa lectura y meditación de las Sagradas Escrituras. Y así, Pío X aprobó cálidamente la Sociedad de San Jerónimo, cuya finalidad es tanto el familiarizar a los fieles cristianos con la tan loable costumbre de leer y meditar los santos Evangelios, como el facilitarles en todo lo posible práctica tan piadosa. Y la exhortaba a que perseverase con entusiasmo en su empresa, por tratarse de cosa utilísima, la que mejor respondía a los tiempos, pues contribuye no poco a desarraigar la opinión de que la Iglesia sea opuesta a la lectura de las Sagradas Escrituras en lengua vulgar o de que ponga impedimento para ello(20). Más tarde, Benedicto XV, en ocasión del decimoquinto centenario de la muerte del Doctor Máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras, luego de inculcar seriamente así los preceptos y ejemplos del mismo Doctor, como los principios y normas dados por León XIII y por sí mismo, y después de otras recomendaciones oportunísimas en esta materia que nunca deberán echarse en olvido, exhortó a todos los hijos de la Iglesia, y sobre todo a los clérigos, a que uniesen la reverencia a la Sagrada Escritura con la piadosa lectura y la asidua meditación de la misma; y advirtió que en sus páginas ha de buscarse el manjar que haga crecer la vida espiritual hacia la perfección, y que la principal utilidad de la Escritura está en emplearla santa y fructuosamente para la predicación de la divina palabra. Y luego alabó de nuevo la obra de la Sociedad de San Jerónimo, consagrada a divulgar, cuanto posible, los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, de suerte que ya no hay familia cristiana que de ellos carezca, y todos se acostumbran a su cotidiana lectura y meditación(21).

4) frutos de acción tan múltiple

   10. Y es justo y grato reconocer que no sólo en virtud de estas disposiciones, mandatos y estímulos de Nuestros Predecesores, mas también por la cooperación de todos cuantos diligentemente los secundaron, ya estudiando, ya investigando, ya escribiendo, ya enseñando y predicando, ya también traduciendo y propagando los Sagrados Libros, entre los católicos ha progresado no poco la ciencia y el uso de las Sagradas Escrituras. Son, en verdad, ya muchísimos los cultivadores de la Escritura Santa que han salido y cada día salen de las escuelas superiores de Teología y de Sagrada Escritura, y principalmente de Nuestro Pontificio Instituto Bíblico; los cuales, animados por su ardiente afición a los sagrados volúmenes, la comunican luego con el mismo ardor al clero joven y le transmiten también la doctrina que ellos aprendieron. Y así no pocos de ellos, con sus propios escritos o de varias maneras, han promovido y promueven los estudios bíblicos, ya editando los textos sagrados según las normas de una crítica depurada, ya explicándolos, ilustrándolos y traduciéndolos a las lenguas modernas; ya proponiéndolos a los fieles para su piadosa lectura y meditación; ya, finalmente, cultivando y adquiriendo las disciplinas profanas, en cuanto son útiles para explicar la Sagrada Escritura. Estas y otras obras emprendidas, que cada día se propagan y se consolidan más, como, por ejemplo, las sociedades, los congresos, las semanas de estudios bíblicos, y las bibliotecas, las asociaciones para meditar el Evangelio, nos hacen concebir una firme esperanza de que en adelante irán creciendo cada día más, para mayor provecho de las almas, el respeto, uso y conocimiento de las Sagradas Letras. Pero ello no se logrará sino a condición de que con firmeza, valentía y confianza se ajusten todos al programa de estudios bíblicos prescrito por León XIII, aclarado más amplia y completamente por sus Sucesores y por Nos todavía confirmado y aumentado; programa que es, en realidad, el único seguro y comprobado por la experiencia; y no se desanimen en modo alguno por las dificultades que, como en todo lo humano, tampoco han de faltar en esta obra tan preclara.

II
PARTE DOCTRINAL

   11. No hay quien fácilmente no vea cómo se han modificado, en estos cincuenta años, las condiciones de los estudios bíblicos y la de todos cuantos les pueden ser útiles. Pasando por alto otras cosas, cuando Nuestro Predecesor publicó su encíclica Providentissimus Deus, muy pocos eran los lugares de Palestina comenzados a explorar por excavaciones relacionadas con estos estudios, en tanto que ahora las investigaciones de tal género se han multiplicado y se llevan a cabo con métodos más severos que, perfeccionados por el mismo ejercicio, nos ofrecen más copiosos y ciertos resultados.

   Cuánta, en verdad, sea la luz que de estas investigaciones brota para entender mejor y más plenamente los Sagrados Libros, lo saben muy bien los peritos y cuantos a tales estudios se consagran. Crece aún la importancia de estas investigaciones por los documentos escritos hallados de cuando en cuanto, que contribuyen mucho al conocimiento de las lenguas, literatura, historia, costumbres y religiones de los más antiguos pueblos. Ni es de menor importancia el hallazgo y la investigación, tan frecuente en nuestro tiempo, de los papiros que tan útiles han sido para conocer las literaturas y las instituciones públicas y privadas, principalmente del tiempo de nuestro Salvador. Además, se han hallado y editado con rigurosa crítica vetustos códices de los Sagrados Libros; se ha investigado más y más plenamente la exégesis de los Santos Padres; y, en fin, se ilustran con innumerables ejemplos los modos de decir, de narrar o de escribir de los antiguos. Todo esto, que no sin especial consejo de la providencia de Dios ha sido concebido a nuestra época, invita y, en cierto modo, amonesta a los intérpretes de las Sagradas Letras para que, valiéndose solícitos de tanta luz, las estudien más a fondo, las expliquen con más precisión y las expongan con mayor claridad. Y si, con gran contento del alma, vemos que los intérpretes han obedecido con el mayor entusiasmo y siguen obedeciendo a esta invitación, no vemos en ello el último ni tampoco el menor de los frutos de la encíclica Providentissimus Deus, en la que Nuestro Predecesor, como presagiando este nuevo florecer de los estudios bíblicos, llamó a los exegetas católicos hacia un trabajo, cuyo camino y método les trazó con sabia intuición. Hacer que el trabajo no sólo permanezca ininterrumpido sino que cada día se vaya perfeccionando más y resulte más fecundo: tal es la finalidad de esta Nuestra Encíclica, con la cual Nos proponemos principalmente demostrar a todos lo que aun resta por hacer y con qué ánimo debe emprender hoy el exegeta católico tan importante y elevado cargo, y dar nuevo estímulo y nuevos ánimos a los obreros que constantemente trabajan en la viña del Señor.

1) textos originales

   12. Ya los Padres de la Iglesia, y en primer lugar San Agustín, recomendaron encarecidamente al intérprete católico, deseoso de entender y explicar las Sagradas Escrituras, que estudiara las lenguas antiguas y acudiera a los textos originales(22). Pero tal era la condición de los estudios, en aquellos tiempos, que no consentían fuesen muchos los familiarizados con la lengua hebrea: y aun éstos, con un conocimiento imperfecto. Y en la Edad Media, cuando más florecía la Teología escolástica, hasta el conocimiento mismo del griego se hallaba, hacía ya tiempo, tan decaído entre los occidentales, que aun los mayores Doctores de aquellos tiempos, al explicar los Sagrados Libros, no podían apoyarse sino tan sólo en la versión latina llamada Vulgata. Por lo contrario, en nuestros tiempos, no sólo la lengua griega, que desde el Renacimiento resucitó en cierto modo a nueva vida, es casi familiar a todos los cultivadores de la antigüedad y de las letras, sino que ya el mismo conocimiento de la hebrea y las otras lenguas orientales se halla ampliamente difundido entre los estudiosos. Es hoy, además, tal la abundancia de medios para aprender estas lenguas, que el intérprete de la Biblia, que por negligencia se cierre la puerta para el conocimiento de los textos originales, no podrá en modo alguno evitar la nota de ligereza y desidia, pues al exegeta le toca como captar con sumo cuidado y veneración aun las más pequeñas cosas que bajo la divina inspiración salieron de la pluma del hagiógrafo, para así penetrar más profunda y plenamente en su pensamiento. Procure, pues, seriamente adquirir una pericia cada día mayor de las lenguas bíblicas, y aun de las demás lenguas orientales, para apoyar su interpretación en todos los subsidios que toda clase de filología supedita. Eso, en verdad, procuró solícitamente San Jerónimo, según eran los conocimientos de su época; y tal fue el ideal de no pocos de los grandes intérpretes de los siglos XVI y XVII, bien que el conocimiento de las lenguas fuese mucho menor que hoy, poniendo en ello un infatigable esfuerzo y logrando frutos no medianos. Con el mismo método, pues, ha de explorarse el mismo texto original, que, como escrito inmediatamente por el mismo autor sagrado, tendrá mayor autoridad y mayor peso que en cualquier versión, ya antigua, ya moderna, por muy buena que fuese; y ello se logrará más fácil y útilmente si al conocimiento de las lenguas se uniere también una sólida pericia en el arte de la crítica tocante al texto mismo.

   13. Sabiamente advierte ya San Agustín la importancia de esta crítica, cuando, entre las reglas que se deben inculcar al que estudia los Sagrados Libros, puso -en primer lugar- la preocupación de podeer servirse de un texto correcto. Quienes desean conocer las Sagradas Escrituras -dice aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia- deben, ante todo, atender con sumo cuidado a la enmienda de los códices, de suerte que los no correctos cedan su puesto a los correctos(23). Hoy este arte, que se llama crítica textual y que se aplica laudable y provechosamente en la edición de los textos profanos, con toda razón ha de ejercitarse también en los Sagrados Libros, precisamente por la misma reverencia debida a la divina palabra. Su propia finalidad es restituir a su primitivo ser el sagrado texto lo más perfectamente posible, purificándolo de las corrupciones en él introducidas por impericia de los copistas y librándolo, cuanto se pueda, de glosas y lagunas, de inversiones de palabras, de repeticiones y otros defectos de la misma especie, que suelen infiltrarse en los textos a través de los muchos siglos. Verdad es que, hace algunos decenios, no pocos empleaban la crítica tan arbitrariamente que a veces podía decirse que con ello trataron de introducir en el sagrado texto sus prejuicios; pero hoy ha llegado a alcanzar ya tal estabilidad y seguridad, que se ha convertido en un insigne instrumento para editar la divina palabra con mayor pureza y esmero, y es fácil descubrir cualquier abuso de la misma. Ni hace falta traer aquí a la memoria -porque es claro y sabido de todos los que estudian las Sagradas Escrituras- en cuánta estima ha tenido la Iglesia, desde los primeros siglos hasta nuestros tiempos, estos trabajos de la crítica. Hoy, pues, cuando este arte ha alcanzado tal perfección, es para los cultivadores de los estudios bíblicos honrosa tarea, aunque no siempre fácil, procurar con todo afán que cuanto antes preparen los católicos ediciones ajustadas a estas normas, no sólo de los textos sagrados, sino también de las versiones antiguas, que a la suma reverencia hacia el sagrado texto añadan la escrupulosa observancia de las leyes de la crítica. Y sepan bien todos que esta larga labor no sólo es necesaria para el recto conocimiento de los escritos divinamente inspirados; imperiosamente la exige, además, la piedad con que debemos mostrarnos sumamente agradecidos al Dios providentísimo, por habernos enviado estos libros a modo de cartas paternas dirigidas como a sus hijos propios desde la sede de su majestad.

   14. Ni se figure nadie que este uso de los textos primitivos, obtenidos con el empleo de la crítica, se opone en modo alguno a las sabias prescripciones del Concilio Tridentino tocantes a la Vulgata latina(24). Documentalmente consta cómo los Presidentes de aquel Concilio recibieron el encargo de rogar, en nombre mismo del Concilio, al Sumo Pontífice -y así lo hicieron- que hiciera corregir, como mejor fuera posible, ante todo la edición latina, y después también el texto griego y el hebreo, que se publicaran luego, para la mayor utilidad de la santa Iglesia de Dios(25). Si, por las dificultades de los tiempos y otros impedimentos, no pudo entonces darse plena satisfacción a estos deseos, al presente, como lo esperamos, aunados los esfuerzos de todos los doctos católicos, podrá mejor y más plenamente satisfacerse. Si el Concilio Tridentino ordenó que la Vulgata fuese la versión que todos usaran como auténtica, esto, como cualquiera ve, sólo se refiere a la Iglesia latina y a su uso público de la Escritura, y en nada disminuye la autoridad y el valor de los textos originales. Pues ni siquiera se trataba entonces de los textos originales, sino de las versiones latinas que en aquel tiempo corrían, entre las cuales el Concilio, con mucha razón, decretó que había de preferirse aquella que la misma Iglesia había aprobado por el largo uso de tantos siglos. Por lo tanto, esta precedente autoridad, o, como dicen, autenticidad de la Vulgata, no fue establecida por el Concilio principalmente por razones críticas, sino más bien por su legítimo uso en la Iglesia, ya de tantos siglos, por el cual se demuestra que en las cosas de fe y costumbres está enteramente inmune de todo error, de modo que, por testimonio y confirmación de la misma Iglesia, puede aducirse con seguridad y sin peligro de error en las disputas, lecciones y sermones: por lo tanto, no es una autenticidad primariamente crítica, sino más bien jurídica. Luego esta autoridad de la Vulgata en las cosas doctrinales no impide en modo alguno -antes hoy más bien lo exige casi- que esa misma doctrina se compruebe y se confirme también por los textos originales, y que a cada momento se acuda a los textos primitivos, con los cuales siempre, y cada día mejor, se aclare y exponga la verdadera significación de la Sagrada Escritura. Ni prohíbe tampoco el Concilio Tridentino que para uso y bien de los fieles cristianos, y para más fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en lenguas vulgares, pero precisamente sobre los mismos textos originales, como con la aprobación de la autoridad de la Iglesia sabemos haberse hecho laudablemente en muchas naciones.

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NOTAS:
  • (1) 1. 2 Tim. 3, 16 ss. (volver)

  • (2) Sess. 4 decr. 1 EB 45. (volver)

  • (3) Sess. 3 c. 2 EB 62. (volver)

  • (4) Sermo ad alumnos Seminariorum... in Urbe (24 iun. 1939) A.A.S. 31, 245-251. (volver)

  • (5) Cf. 1. 70, 1 ad 3. (volver)

  • (6) De Gen. ad litt. 2, 9, 20 PL 34, 270 ss.; CSEL 28 (Sect. 3, pars. 2) p. 46.  (volver)

  • (7) A.L. 13, 355 EB 106.  (volver)

  • (8) Cf. Bened. XV enc. Spiritus Paraclitus A.A.S. 12 (1920) 396 EB 471. (volver)

  • (9) A.L. 13, 357 ss. EB 109 ss. (volver)

  • (10) Ibid. 328 EB 67 ss. (volver)

  • (11)  Litt. ap. Hierosolymae in coenobio d.d. 17 sept. 1892 A.L. 12, 239-241, v.p. 240. volver)

  • (12) 12. Cf. A.L. 22, 232 ss. EB 130-141 v.n. 130, 132. (volver)

  • (13) 13. Pont. Comm. de Re bibl. Litt. ad Archiep. et Epp. Italiae d.d. 20 aug. 1941 A.A.S. 33, 465-472. (volver)

  • (14) 14. Litt. ap. Scripturae Sanctae d.d. 23 febr. 1904; Acta Pii X 1, 176-179 EB 142-150 v.n. 143-144.  (volver)

  • (15) 15. Cf. Litt. ap. Quoniam in re biblica d.d. 27 mart. 1906. Acta Pii X 3, 72-76 EB 155-173 v. n. 155. (volver)

  • (16) 16. Litt. ap. Vinea electa d.d. 7 maii 1909. A.A.S. 1, 447-449 EB 293-306 v.nn. 296. 294. (volver)

  • (17)  17. Cf. Motu pr. Bibliorum scientiam d.d. 27 apr. 1924 A.A.S. 16, 180-182 EB 518-525. (volver)

  • (18) 18. Ep. ad Revmum. D. Aldanum Gasquet d.d. 3 dec. 1907 Acta Pii X 4, 117-119 EB 285 ss. (volver)

  • (19) 19. Const. ap. Inter praecipuas d.d. 15 iun. 1933 A.A.S. 26, 85-87. (volver)

  • (20)  20. Ep. ad Emmum. Card. Cassetta Qui piam d.d. 21 ian. 1907 Acta Pii X 4, 23-25.  (volver)  

  • (21) 21. Enc. Spiritus Paraclitus d.d. 15 sept. 1920 A.A.S. 12, 385-422 EB 457-508 v.nn. 457, 495, 497, 491.(volver)

  • (22)  22. Cf. e.g. S. Hier. Praef. in IV Ev. ad Damasum: PL 29, 526-527; S. Aug. De doctr. christ. 2, 16 PL 34, 42-43 (volver)

  • (23)  De doctr. christ. 2, 21 PL 34, 46. (volver)

  • (24) Decr. de editione et usu Sacrorum Librorum: Conc. Trid. ed. Goerres, 5, 91 ss. (volver)

  • (25)) Ibid. 10, 471, cf. 5, 29, 59, 65; 10, 446 ss.  (volver)

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