Magisterio de la Iglesia

Discurso a los alumnos y profesores
de las escuelas populares

 Pío XII
19 de marzo de 1953

   Estamos muy satisfechos, amados hijos e hijas, en este día consagrado al glorioso Patriarca San José, esposo castísimo de la bienaventurada Virgen, padre putativo y custodio de Jesús, Patrono de la Iglesia universal, de recibir un conjunto tan numeroso de educadores y de alumnos adultos, reunidos por la benemérita Asociación Italiana de Maestros Católicos, y de buen grado aprovechamos esta ocasión para manifestaros el vivo interés que la Iglesia tiene por vuestra labor.

   Varias empresas han promovido en nuestro siglo el movimiento de la educación de los adultos y, especialmente después del último conflicto mundial, hemos visto multiplicarse los cursos destinados a quienes han superado ya la edad de la obligación escolar o que por diversos motivos no pueden asistir a las escuelas ordinarias. Italia en particular posee ya una magnífica red de cursos populares, frecuentados en el momento presente por cerca de medio millón de alumnos. Numerosas instituciones privadas y públicas de carácter nacional y local se industrian para contribuir a este esfuerzo, tomando a su cargo cursos ya de formación general, ya también de enseñanza complementaria en los sectores particulares de la formación profesional.

   La Asociación de Maestros Católicos no ha querido quedar atrás ni faltar a su ideal. Nos congratulamos vivamente de su activa colaboración en una empresa cuya importancia social no podrá ser apreciada suficientemente. Os toca en verdad a vosotros mantener un puesto señalado en este campo del apostolado, ya que la Iglesia ha considerado siempre la obra de la educación no sólo como muy importante, sino también como una de sus obligaciones esenciales. Ella ha sido la gran educadora de los pueblos, bien ejercitando esta misión por medio de sus sacerdotes y religiosos, bien dirigiendo e inspirando los centros a cargo de seglares. Ella ha conservado la cultura antigua durante los siglos de barbarie; ha ejercido en la Edad Media el ministerio de la enseñanza en todos sus grados; en la era moderna ha fundado las primeras escuelas públicas y en las tierras de misión lleva con el Evangelio también la cultura profana. ¿No tiene acaso ella la función de conducir al hombre al desarrollo completo de su ser, a la plenitud de su destino terrestre y celestial?

   Si la Iglesia, por consiguiente, en virtud de su propia misión se dedica de modo particular a la educación, se comprenderá bien con qué cuidado se acerca a las necesidades que en nuestros días presenta la muchedumbre de aquellos que en la infancia y en la adolescencia no han podido tener una educación correspondiente a sus necesidades o a sus deseos.

   Estas necesidades se dejan sentir hoy tanto más vivamente cuanto más profundo es el influjo que la evolución rápida de la sociedad ejerce en la vida familiar, social y profesional. Ahora muchos se encuentran inermes ante los múltiples y difíciles deberes del tiempo presente; por una parte, efectivamente, tienen conciencia de su responsabilidad, pero por otra están faltos de medios para asumirla; por negligencia propia o de sus familias o también por circunstancias involuntarias no poseen ni siquiera la instrucción elemental; muchas veces desearían repasar y afianzar conocimientos ya olvidados, completarlos, ponerlos al día, aprender asimismo de aquellos que están mejor informados de qué recursos disponen y cómo pueden ser éstos utilizados con mayor provecho. He ahí las necesidades que la educación popular procura remediar, y Nos, para guiaros en vuestros esfuerzos, querríamos sugeriros algunas normas que os ayuden a dar eficacia apostólica más poderosa a vuestra acción.

   La importancia de la política y la amplitud de la economía en el mundo presente estimulan naturalmente a los educadores de adultos a tratar de un modo preferente estas materias. Pero, ¿no se ha echado acaso demasiadas veces en olvido que la base de la sociedad, el primer centro de toda educación y cultura es la familia? ¿No proviene especialmente del desconocimiento de esto aquélla «despersonalización» de las relaciones sociales de que recientemente nos hemos lamentado en Nuestro mensaje de Navidad? El trabajador no es, en primer lugar, un productor o un elector, sino un ser humano, sediento de afecto y de rendimiento, que suspira por transmitir a los demás los tesoros más íntimos de su corazón, además del trabajo de sus brazos. Ahora bien; ¿se cree acaso que no es necesario aprender el arte supremo del gobierno de la sociedad familiar, en la que el hombre ejercita en larga medida todas sus facultades afectivas e intelectuales, todas sus cualidades y recursos? El fin desgraciado de no pocas uniones conyugales, las desviaciones de jóvenes desafortunados, descuidados por su familia, prueban lo contrario. Es, pues, esencial que la educación popular no pierda de vista la importancia de la preparación de la juventud para el matrimonio y para las graves obligaciones de padre y madre de familia. Antes de ocupar un puesto en la vida es necesario que los jóvenes subordinen la elección de su profesión, de su residencia, a las indicaciones de la sabiduría humana y cristiana, que prevean y calculen sus posibilidades físicas, económicas, espirituales, y no se echen a la ventura en un paso tan decisivo. La educación popular debe ayudarlos e iluminarlos por lo que respecta a las exigencias y a los escollos de la vida conyugal y de la fundación de un hogar.

   Si el trabajador tiene conciencia de la grandeza de su oficio paterno; si la madre se dedica a su misión educadora, orientada por una adecuada preparación, la célula vital de la sociedad será sana y fuerte. Es menester que las madres adquieran los conocimientos elementales necesarios para el gobierno de la familia, el arte de tener ordenada la casa, de nivelar un presupuesto, las nociones útiles de puericultura y, sobre todo, un conocimiento suficiente de las reglas de pedagogía; que ésas se aprovechen de la experiencia ajena y no se fíen demasiado de su instinto materno, el cual, por sí solo, no las preservará siempre y con seguridad de equivocaciones perjudiciales.

   Por lo que respecta al padre de familia, una de sus funciones principales, sin duda, consiste en el procurar a la mujer y a los hijos los medios económicos indispensables para la vida. Pero por encima de todo, ¿no es él el guía experto y sapiente, con gran experiencia personal conocedor, de las grandes leyes de la vida, y lo mismo de las íntimas aspiraciones y de las dificultades de los suyos, a los que proporciona un apoyo espiritual más precioso y más necesario que una protección material? Si las escuelas de educación popular llegan a iniciar seriamente a sus alumnos en el arte de la educación, ¡qué precioso servicio habrán prestado a la familia, a la sociedad y a la Iglesia!

   Por más que la familia constituya la base primera de toda cultura humana, ésta, sin embargo, debe desarrollarse en medio de la colectividad. En esto están comprendidas todas las relaciones sociales y jurídicas, que unen al hombre con sus semejantes y con la autoridad civil. En nuestros días, tales relaciones se extienden ampliamente más allá de las fronteras políticas. Se va instituyendo una comunidad internacional, y es necesario que cada uno conozca el puesto que en ella ocupa y la misión que debe desempeñar. Se suele definir esta misión proclamando, por un lado, los deberes, y por otro, los derechos y las libertades, que puede exigir el ciudadano, pero que muchas veces quedan en su fase teórica. La ignorancia de las masas, su incapacidad las dejan indefensas a merced de agitadores hábiles o de políticos sin escrúpulos. Una intensa propaganda, aunque sea totalmente falsa, llega siempre a convencer a un buen número de personas, carentes de todo sentido crítico, aun del más elemental, incapaces, por lo mismo, de una reacción personal para apreciar las condiciones reales y discernir las afirmaciones justas de las promesas irrealizables.

   El derecho de voto, en particular, que proporciona a todos la misma posibilidad de influjo en la vida pública, requiere, en quien lo ejercita, una noción por lo menos elemental de los principios políticos y de sus aplicaciones en el campo nacional e internacional. Lo mismo vale para las cuestiones sociales. Los grupos y las asociaciones encargadas de defender los intereses de los trabajadores, de asegurar una mejora de su tenor de vida, de socorrerlos en caso de enfermedad o de infortunio, se han multiplicado, y no sin utilidad. Pero su honesta actividad supone en los que son miembros que conserven su parte de impulso y de responsabilidad. Recientemente, aun Nos hemos desaprobado el excesivo influjo de los organismos anónimos y mecanizados en la vida social. Se trata, por consiguiente, de iniciar a los hombres no solo en la marcha teórica de esas instituciones, sino también en la tutela de sus verdaderos intereses y sobre todo de sus conciencias.

   El educador popular sabrá, por consiguiente, exponer de una manera clara y adaptada a las circunstancias las enseñanzas de la Iglesia en esta materia. Aprovechando los múltiples hechos de la actividad cotidiana, analizará los motivos del bueno o mal resultado, enseñará a distinguir la importancia y la función de los diversos factores, mostrará la manera como el principio teórico ha encontrado su aplicación. Lo esencial es inculcar el arte de discernir lo verdadero de lo falso, de despertar el sentido de las realidades políticas y económicas en conformidad con la concepción cristiana de la vida, que rechaza igualmente el materialismo y el individualismo egoísta, para considerar al hombre en su realidad total, al mismo tiempo cuerpo y alma, persona individual y miembro de la sociedad, ciudadano de la tierra y elegido para el cielo. Solamente esta visión de conjunto puede procurar la interpretación recta de los problemas particulares. Ojalá que la educación popular pueda contribuir a tutelar el difícil equilibrio entre la actividad constructiva de los individuos al servicio del bienestar social, por una parte, y por la otra, el deber necesario de los organismos de protección y de defensa, destinados a sostener la acción individual y no a suplantarla.

   Estimamos superfluo extendernos sobre los beneficios de la educación popular para la formación profesional. El hombre no ejercita su profesión por sólo un motivo de ganancia, sino también para emplear sus facultades físicas, morales, intelectuales, en provecho de la comunidad. Satisfacer a cuantos desean suplir la falta total o parcial de su aprendizaje; facilitar la elección de un oficio más en conformidad con sus aptitudes y sus gustos, procurarles un apoyo para el día en que la desocupación toca su actividad principal: son serias ventajas de las que ya gozan numerosos alumnos. Serían, sin embargo, insuficientes aun si no se ayudase a cada trabajador a realizar su obra, no como una ciega herramienta o como una simple rueda de un sabio mecanismo, sino como un ser humano que encuentra en su mismo trabajo la alegría de dominar la materia inerte, de tratarla con inteligencia y habilidad, de hacer que sirva para fines útiles de la sociedad humana.

   La escuela popular, por consiguiente, debe dar no solamente la instrucción, sino también una educación, una cultura. No contenta con enseñar normas positivas, conocimientos técnicos y metodológicos, ella debe preocuparse de tratar asimismo los problemas propiamente humanos, de orden espiritual. Muchos trabajadores pueden ahora llevar una vida ya más digna de su condición humana; la disminución de las horas de trabajo, los mejores salarios, el tiempo libre asegurado, les permiten, una vez que han terminado sus deberes profesionales, aplicarse a un desarrollo más completo de sus cualidades humanas. ¿No son tal vez las horas mas preciosas aquellas en las cuales ellos, sin separarse de su hogar ni faltar a sus obligaciones familiares, se dedican a las artes preferidas, se reúnen para ejercitar distintas actividades culturales y benéficas, destinadas a satisfacer sus aspiraciones de bondad y belleza, a revelarles, con las grandezas de la creación y del genio humano, de modo especial las grandezas de su vocación sobrenatural?

   Para cumplir, en efecto, rectamente el propio deber de hombre, es necesario poseer el sentido de su destino individual y social, natural y sobrenatural. Todos los argumentos importantes que hemos recordado, la orientación hacia una carrera, la cuestión del matrimonio y de la educación de la prole, el criterio político, la cooperación a las actividades de carácter social suponen como ya resuelto el problema fundamental del destino humano, el significado de sus alegrías y de sus dolores, de sus dificultades, de sus buenos o malos éxitos. En los tiempos pasados el hombre encontraba la explicación de estos hechos profundos de la vida en la tradición familiar y cristiana, fundada sobre la experiencia de sus antepasados. Hoy las condiciones de la civilización industrial llevan consigo el desarraigo de los individuos y de las familias, que se refugian entonces en sistemas ya hechos que pasan por nuevos, inspirados en realidades de cortas y materialistas visiones del hombre y de su ser. Por esto la educación popular, si no quiere faltar a su cometido, deberá esforzarse en colocar de nuevo a estos descarriados en contacto con una tradición viviente -en especial la de la Iglesia-, con las lecciones tan sencillas y profundas del catecismo, de la Sagrada Escritura, de las fiestas cristianas. El maestro consagrado a la educación popular no ignorará tampoco las riquezas del patrimonio nacional y local con frecuencia tan pintoresco y agradable, lleno de secular sabiduría. Uniendo de tal manera el hombre a su pasado humano y religioso, se le dará así la seguridad para guiarse a sí mismo e iluminar a los demás. Él llevará más fácilmente el peso de sus responsabilidades, cuando sepa que su acción sobrepasa los límites de su vida individual y prepara para el futuro un mundo iluminado por la esperanza cristiana.

   Para cumplir tal misión, digna de vuestros generosos esfuerzos, vosotros suponéis la necesidad de una preparación metódica y prolongada. Por esto querríamos ahora llamaros la atención sobre algunas indicaciones acerca de las condiciones de la educación de los adultos y sobre las cualidades que ésta exige en los maestros.

   La expresión «educación de los adultos» comprende -como bien sabéis- varios grados de enseñanza y de formación. Si consideramos el conjunto de la humanidad, encontramos que una parte notable de ella es todavía analfabeta. Se trata, pues, ante todo de enseñar a millones de hombres a leer y a escribir. El segundo grado de la educación popular es el complemento de los estudios elementales no terminados o mal hechos. El mayor número de personas que al presente se aprovechan en Italia de la educación popular pertenece a esta segunda categoría; pero Nos estamos contentos de saber que un tercer grado acoge ya numerosos alumnos, deseosos de adquirir los conocimientos complementarios mas útiles, con el fin de perfeccionarse en sus oficios y de hacerse más provechosos para la sociedad humana.

   Es de notar, además, que los adultos son alumnos voluntarios. Es preciso muchas veces empezar por persuadirlos de la verdadera utilidad de un complemento de instrucción: se necesita después mantener viva su atención suscitar el interés para asegurar la asistencia asidua, sin la cual no es posible un trabajo provechoso. La primera objeción que hay que deshacer es la creencia de que el adulto no es ya apto para sacar un serio provecho de la escuela. Ahora, sin embargo, numerosas experiencias han demostrado que el adulto, de los veinticinco a los cuarenta y cinco años, está en plena posesión de su facultad de aprender; que es capaz de una mayor aplicación voluntaria; que aprecia mejor lo que estudia; que ordena mejor sus conocimientos y sabe utilizarlos con más sabiduría. El deseo de conocer existe en todas las edades, y quien ha experimentado los inconvenientes de la ignorancia, goza siempre de que se venga en ayuda de su indigencia. Es muy verdad que en muchos adultos el deseo de aprender está sofocado por las ocupaciones o adormecido por la inercia; entonces las facultades intelectuales se atrofian y se forma así la falsa creencia de que éstas no son ya capaces de aprender y de retener. Por otra parte, los hechos demuestran que numerosas escuelas de adultos consiguen mantener un notable número de oyentes. Toca al maestro el indagar los motivos por los cuales cada cual aspira a completar su educación y la manera de que este deseo pueda servir de base a una ampliación de la personalidad y a una visión más profunda de las cosas.

   Raros son, en verdad, los adultos que tienen el valor de completar por sí mismos su cultura, y este método conduce muchas veces a deformaciones peligrosas. La presencia y el contacto del maestro son, generalmente hablando, insustituibles, para el adulto tanto como para el niño, ya que el adulto se adapta mas lentamente y tiene necesidad de discutir y de razonar sus conocimientos. El maestro debe vivificar la enseñanza, hacer reflexiones, desenterrar en cada uno de sus alumnos los talentos de que dispone. Él lo pondrá en contacto mas íntimo consigo mismo, con la naturaleza, con la familia, con los conciudadanos, con la Iglesia, ciudad de los hijos de Dios, con Dios, principio y fin de toda vida. Para conseguir esto no es necesario que el maestro sea una inteligencia superior o un gran erudito, sino un carácter agradable, generoso y desinteresado. La manera de hablar, de conducirse, de comportarse con los alumnos, de responder a sus preguntas, de preguntarles, de alabarles, de llamarles la atención, es una lección que ellos jamas olvidarán. Afortunadamente, el educador no debe contar únicamente consigo mismo. Hay métodos y técnicas de enseñanza de los adultos que han dado ya un buen resultado. Los medios auditivos y visuales ocupan en ello un papel importante. Se han escrito libros de iniciación adaptados al grado de cultura de aquellos que frecuentan las escuelas de adultos; ellos ayudan al maestro, el cual debe ser siempre el consejero de las lecturas de sus alumnos.

   Pero él debe apuntar más arriba y hacer que el adulto participe en la conquista del conocimiento mediante ejercicios de reflexión y de expresión, realizados en pequeños grupos acerca de argumentos concretos, con el fin de encaminarlos a transformar en cultura viva la aportación inagotable de la experiencia cotidiana. Al adulto se le debe poner en condiciones, en cuanto sea posible, de conservar su libertad, lo que, sin embargo, no quiere decir apartarse y rehusar su cooperación a las actividades que lo exigen. Es menester hacerlo sabedor de las influencias a que él está sometido todos los días y por tantas partes: anuncios, prensa, radio, cine, y ponerlo en guardia contra los factores que, consciente o inconscientemente, se esfuerzan por hacerlo obrar a pesar suyo, de sorprender su buena fe, de sonsacarle su aprobación o su dinero; en una palabra, contra los responsables de aquélla «despersonalización» que hemos denunciado.

   De todo lo que hemos expuesto es fácil concluir que una educación popular eficaz y generalizada no puede ser obra de una sola institución, sino que debe ser el resultado de un conjunto de acciones ejercitadas por cuantos tienen alguna autoridad en el pueblo. Quien se dirige el público, bajo cualquier título que lo haga, tiene una parte de responsabilidad en la educación popular: directores de periódicos, de radio, de cine, de teatro, de empresas de anuncios, editores y libreros. Y lo mismo los empleados, los representantes del Estado, los oficiales públicos: existe una manera educativa de organizar el trabajo, las fiestas populares, de establecer y de hacer observar los reglamentos, de servir al público. Se puede decir en cierto sentido que la cultura popular de una nación resume su carácter: los siglos han concurrido a ello; las instituciones, la lengua, las costumbres son al mismo tiempo su fruto y su instrumento, ya que ellos reflejan el espíritu de la época en la cual han nacido y contribuyen a mantenerlo. Basta pasar de un país al otro para darse cuenta de las diferencias a veces considerables que separan a los pueblos, aunque estén vecinos. Tras la variedad de los individuos se descubre un fondo común de cultura, patrimonio artístico, literario, folklorístico, del cual todos, más o menos, participan. Hablando a vosotros, no tenemos necesidad de deciros cuán rico es este tesoro en vuestra bella patria y que reconocimiento merecen aquellos que os lo han transmitido.

   Vosotros habéis comprendido, queridos hijos e hijas que os dedicáis a la educación de los adultos, la importancia de vuestra actividad, pero también de su complejidad y de las múltiples cualidades que ella exige. Ojalá que podáis perseverar con ánimo y encontrar numerosos imitadores. No se trata tanto de ejercer una profesión lucrativa cuanto de un verdadero apostolado, al mismo tiempo humano y cristiano, fuente para vosotros de íntimo gozo, a sabiendas de que prestáis un servicio de elevado valor. No os faltarán la admiración y el afecto de vuestros alumnos, puesto que ellos están contentos de haber recibido de vosotros el don no solo de vuestro saber, sino sobre todo de vuestra alma y de vuestro corazón.

   Y vosotros, que estáis inscritos como alumnos en los cursos de educación popular, Nos congratulamos con vosotros por vuestro deseo de progreso intelectual, por vuestra aspiración a significaros en mayor grado para los deberes y las responsabilidades que nuestra época os impone. Vuestra perseverancia encontrará su recompensa no sólo en nuestro perfeccionamiento individual, sino también en las ventajas que de ello derivarán a vuestra familia y a todo vuestro circulo social.

   Con tales votos y en prenda de los más copiosos favores celestes, os impartimos con paternal afecto a vosotros, a vuestras familias y a todas vuestros seres queridos Nuestra Bendición Apostólica.

Pío XII

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