Magisterio de la Iglesia

Ubi arcano

10. El olvido de Dios, causa de la inestabilidad. 

   Pero el que se haya ausentado la paz, y que después de haberse remediado tantos males toda vía se le eche de menos, tiene que tener causa más honda que la que hasta ahora hemos visto. Porque ya mucho antes que estallara la guerra europea venía preparándose por culpa de los hombres y de las sociedades la principal causa engendradora de tan grandes calamidades, causa que debía haber desaparecido con la misma espantosa grandeza del conflicto si los hombres hubieran entendido las signi ficación de tan grandes acontecimientos. ¿Quién no sabe aquello de la Escri tura: Los que abandonaron al Señor serán consumidos?(14); ni son menos conocidas aquellas gravísimas palabras del Redentor y Maestro de los hombres JESUCRISTO: Sin mí nada podéis hacer(15), y aquellas otras: El que no alle ga conmigo, dispersa(16).

   Sentencias éstas de Dios que en todo tiempo se han verificado y abora sobre todo las vemos realizarse ante Nuestros mismos ojos. Alejáronse en mala hora los hombres de Dios y de JESUCRISTO, y por eso precisamente de aquel estado feliz han venido a caer en este torbe llino de males y por la misma razón se ven frustradas y sin efecto la mayor parte de las veces las tentativas para re parar los daños y para conservar lo que se ha salvado de tanta ruina. Y así, arrojados Dios y JESUCRISTO de las leyes y del gobierno, haciendo derivar la autoridad no de Dios, sino de los hom bres, ha sucedido que, además de quitar a las leyes verdaderas y sólidas sancio nes y los primeros principios de la jus ticia, que aun los mismos filósofos pa ganos, como CICERÓN, comprendieron que no podían tener su apoyo sino en la ley eterna de Dios, han sido arran cados los fundamentos mismos de la autoridad, una vez desaparecida la ra zón principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obliga ción de obedecer. Y he ahí las violentas agitaciones de toda la sociedad, falta de todo apoyo y defensa por alcanzar el poder atentos a los propios intereses y no a los de la patria.

   Es también ya cosa decidida que ni Dios ni JESUCRISTO han de presidir el origen de la familia, reducido a mero contrato civil el matrimonio, que JESU CRISTO había hecho un sacramento grande(17), y había querido que fuese una figura, santa y santificante, del vinculo indisoluble con que él se halla unido a su Iglesia. Y debido a esto he mos visto frecuentemente cómo en el pueblo se hallan oscurecidas las ideas y amortiguados los sentimientos religiosos con que la Iglesia había rodeado ese germen de la sociedad que se llama fa milia: vemos perturbados el orden do méstico y la paz doméstica; cada día más insegura la unión y estabilidad de la familia; con tanta frecuencia profa nada la santidad conyugal por el ardor de sórdidas pasiones y por el ansia mortifera de las más viles utilidades, hasta quedar inficionadas las fuentes mismas de la vida, tanto de las familias como de los pueblos.

Educación laica y antirreligiosa. 

   Fi nalmente, se ha querido prescindir de Dios y de su Cristo en la educación de la juventud; pero necesariamente se ha seguido, no ya que la religión fuese excluida de las escuelas sino que en ellas fuese de una manera oculta o pa tente combatida y que los niños se lle gasen a persuadir que para bien vivir son de ninguna o de poca importancia las verdades religiosas, de las que nunca oyen hablar, o si oyen, es con palabras de desprecio. Pero así excluidos de la enseñanza Dios y su ley, no se ve ya el modo cómo pueda educarse la concien cia de los jóvenes, en orden a evitar el mal y a llevar una vida honesta y vir tuosa; ni tampoco cómo puedan irse formando para la familia y para la sociedad hombres morigerado s, aman tes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad.

   La guerra es el producto de todo ello. Desatendidos, pues, los preceptos de la sabiduría cristiana, no nos debe admirar que las semillas de discordias sembradas por doquiera en terreno bien dispuesto viniesen por fin a producir aquélla tan desastrosa guerra, que lejos de apagar con el cansancio los odios entre las diversas clases sociales, los encendió mucho más con la violencia y la sangre.

IV. REMEDIOS DE ESTOS MALES

   Ya hemos enumerado brevemente, Venerables Hermanos, las causas de los males que afligen a la sociedad; vea mos los remedios aptos para sanarla, sugeridos por la naturaleza misma del mal.

12. La paz de Cristo. 

   Y ante todo es necesario que la paz reine en los cora zones. Porque de poco valdría una exte rior apariencia de paz, que hace que los hombres se traten mutuamente con urbanidad y cortesía, sino que es nece saria una paz que llegue al espíritu, los tranquilice e incline y disponga a los hombres a una mutua benevolencia fra ternal. Y no hay semejante paz si no es la de Cristo; y la paz de Crito triun fe en nuestros corazones(18); ni puede ser otra la paz suya, la que Él da a los suyos(19), ya que siendo Dios, ve los corazones(20), y en los corazones tiene su reino. Por otra parte, con todo de recho pudo JESUCRISTO llamar suya esta paz, ya que fue el primero que dijo a los hombres: Todos vosotros sois hermanos(21), y promulgó sellándola con su propia sangre la ley de la mutua caridad y paciencia entre todos los hombres: este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado(22): soportad los unos las  cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo(23).

13. La paz de Cristo, garantía del derecho y fruto de la caridad. 

   Síguese de ahí claramente que la verdadera paz de Cristo no puede apartarse de las normas de justicia, ya porque es Dios mismo el que juzga la justicia(24), ya porque la paz es obra de la justicia(25); pero no debe constar tan sólo de la dura e inflexible justicia. sino que a suavi zarla ha de entrar en no menor parte la caridad que es la virtud apta por su misma naturaleza para reconciliar los hombres con los hombres. Esta es la paz que JESUCRISTO conquistó para los hombres; más aún, según la expresión enérgica de SAN PABLO, El mismo es nuestra paz; porque satisfaciendo a la divina justicia con el suplicio de su carne en la cruz, dio muerte a las enemistades en sí mismo..., haciendo la paz(26), y reconcilió en sí a todos(27) y todas las cosas con Dios; y en la misma redención no ve y considera SAN PABLO tanto la obra divina de la justi cia, como en realidad lo es, cuanto la obra de la reconciliación y de la cari dad: Dios era el que reconciliaba consigo al mundo en Jesucristo(28); de tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito(29). Con el gran acierto que suele, escribe sobre este punto el Doctor Angélico que la verdadera y genuina paz pertenece más bien a la caridad que a la justicia, ya que lo que ésta hace es remover los impedimentos de la paz, como son las injurias, los daños, pero la paz es un acto propio y peculiar de la caridad(30). 

   El reino de la paz está en nuestro interior. Por tanto, a la paz de Cristo, que, nacida de la caridad, reside en lo íntimo del alma, se acomoda muy bien a lo que SAN PABLO dice del reino de Dios que por la caridad se adueña de las almas: no consiste el reino de Dios en comer y beber(31); es decir, que la paz de Cristo no se alimenta de bienes caducos, sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja el mismo Cristo declaró al mundo y no cesó de persuadir a los hombres. Pues por eso dijo: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? o ¿qué cosa dará el hombre en cambio te su alma?(32). Y enseñó además la constancia y firmeza de ánimo que ha de tener el cristiano: ni temáis a los 1ue matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, sino temed a los que puedan arrojar el alnla y el cuerpo en el infierno(33).

Los frutos de la paz. 

   N o que el que quiera gozar de esta paz haya de renunciar a los bienes de esta vida; antes al contrario, es promesa de Cristo que os tendrá en abundancia: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura(34). Pero: la paz de Dios sobrepuja todo entendimiento(35), y por lo mismo domina a las ciegas pasiones y evita las disensiones y discordias que necesariamente brotan del ansia de poseer,

   Refrenadas, pues, con la virtud las pasiones, y dado el honor debido a las cosas del espíritu, seguiráse como fruto espontáneo la ventaja de que la paz cristiana traerá consigo la integridad le las costumbres y el ennoblecimiento le la dignidad del homhre; el cual, después que fue redimido con la sangre de Cristo, está como consagrado por la adopción del Padre celestial y por el parentesco de hermano con el mismo Cristo, hecho con las oraciones y sacra mentos participante de la gracia y con sorte de la naturaleza divina, hasta el punto de que, en premio de haber vi vido bien en esta vida, llegue a gozar por toda una eternidad de la posesión de la gloria divina.

Fortalece el orden y la autoridad. 

   Y ya que arriba hemos demostrado que una de las principales causas de la con fusión en que vivimos es el hallarse muy menoscabada la autoridad del de recho y el respeto a los que mandan -por haberse negado que el derecho y el poder vienen de Dios, creador y go bernador del mundo-, también a este desorden pondrá remedio la paz cristia na, ya que es una paz divina, y por lo mismo manda que se respeten el orden, la ley y el poder. Pues así nos lo enseña la Escritura: Conservad en paz la disciplina(36), Gran paz para aquellos que aman tu ley, Señor(37), El que teme el precepto, se hallará en paz(38). y nues tro Señor JESUCRISTO, no sólo dijo aque llo de: Dad al César lo que es del César(39), sino que declaró respetar en el mismo PILATO el poder que le había sido dado de lo alto(40), de la misma manera que había mandado a los discí pulos que reverenciasen a los Escribas y Fariseos que se sentaron en la cátedra del Moisés(41). Y es cosa admirable la estima que hizo de la autoridad pater na en la vida de familia, viviendo para dar ejemplo, sumiso y obediente a JOSÉ y MARÍA. Y de Él es también aquella ley promulgada por sus Apóstoles: Toda persona esté sujeta a las potestades su periores; porque no hay potestad que no provenga de Dios(42).

14. La Iglesia depositaria de esta paz. 

   Y si se considera que todo cuanto Cristo enseñó y estableció acerca de la dignidad de la persona humana, de la inocencia de vida, de la obligación de obedecer, de la ordenación divina de la sociedad, del sacramento del matrimo nio y de la santidad de la familia cris tiana; si se considera, decimos, que estas y otras doctrinas que trajo del cie lo a la tierra las entregó a sola su Igle sia, y con promesa solemne de su auxi lio y perpetua asistencia, y que le dio el encargo, como maestra infalible que era, que no dejase nunca de anunciarlas a las gentes todas hasta el fin de los tiempos, fácilmente se entiende cuán gran parte puede y debe tener la Iglesia para poner el remedio conducente a la pacificación del mundo.

   Porque, instituida por Dios única in térprete y depositaria de estas verdades y preceptos, es ella únicamente el ver dadero e inexhausto poder para alejar de la vida común, de la familia y de la sociedad la lacra del materialismo, tantos daños en ellas ha causado, y para introducir en su lugar la doctrina cris tiana acerca del espíritu, o sea sobre la inmortalidad del alma, doctrina muy superior a cuanto enseña la mera filo sofía; también para unir entre sí las diversas clases sociales y el pueblo en general con sentimiento de elevada be nevolencia y con cierta fraternidad(43), y para elevar hasta el mismo Dios la dignidad humana, con justicia restaurada, y, finalmente, para procurar que, corregidas las costumbres públicas v privadas, y más conformes con las leyes sanas, se someta todo plenamente a Dios que ve los corazones(44), y que todo se halle informado íntimamente de sus doctrinas y leyes, que, bien penetrado de la ciencia de su sagrado deber el ánimo de todos, de los particulares, de los gobernantes, y hasta de los orga nismos públicos de la sociedad civil, sea Cristo todo en todos(45).

Las enseñanzas de la Iglesia aseguran la paz. 

   Por lo cual, siendo propio de sola la Iglesia, por hallarse en posesión de la verdad y de la virtud de Cristo, el formar rectamente el ánimo de los hombres, ella es la única que puede, no sólo arreglar la paz por el momento, sino afirmarla para el porvenir, conjurando los peligros de nuevas guerras que dijimos nos amenazan. Porque únicamente la Iglesia es la que por orden y mandato divino enseña que los hombres deben conformarse con la ley eterna de Dios, en todo cuanto hagan, lo mismo en la vida pública que en la privada, lo mismo como individuos que unidos en sociedad. Y es cosa clara que es de mucha mayor importancia y gravedad todo aquello en que va el bien y provecho de muchos.

   Pues bien: cuando las sociedades y los estados miren como un deber sagrado el atenerse a las enseñanzas y prescripciones de JESUCRISTO en sus relaciones interiores y exteriores, entonces sí llegarán a gozar, en el interior, de una paz buena, tendrán entre sí mutua confianza y arreglarán pacíficamente sus diferencias, si es que algunas se originan.

15. La Iglesia sola tiene la autoridad de imponerla. 

   Cuantas tentativas se han hecho hasta ahora a este respecto han tenido ninguno muy poco éxito, sobre todo en los asuntos con más ardor debatidos. Es que no hay institu ción alguna humana que pueda imponer a todas las naciones un Código de leyes comunes, acomodado a nuestros campos, como fue el que tuvo en la Edad Media aquella verdadera sociedad de naciones que era una familia de pueblos cristianos. En la cual, aunque mu chas veces era gravemente violado el derecho, con todo, la santidad del mis mo derecho permanecía siempre en vi gor, como norma segura conforme a la cual eran las naciones mismas juzgadas. 

   Pero hay una institución divina que puede custodiar la santidad del derecho de gentes; institución que a todas las naciones se extiende y está sobre las naciones todas, provista de la mayor autoridad y venerada por la plenitud del magisterio: la Iglesia de Cristo; y ella es la única que se presenta con aptitud para tan grande oficio, ya por el mandato divino, por su misma naturaleza y constitución, ya por la majestad misma  que le dan los siglos, que ni con las tempestades de la gerra quedó maltrecha, antes con admiración de todos salió de ella más acreditada.

16. La paz de Cristo en el Reino de Cristo. Extensión y carácter de este reino

   Síguese, pues, que la paz digna de tal nombre, es a saber, la tan deseada paz de Cristo, no puede existir si no se observan fielmente por todos en la vida pública y en la privada las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Crisito: y una vez así constituida ordenadamente la sociedad, pueda por fin la Iglesia, desempeñando su divino encargo, hacer valer los derechos todos de Dios, los mismo sobre los individuos que sobre las sociedades.

   En esto consiste lo que con dos palabras llamamos Reino de Cristo. Ya que reina JESUCRISTO en la mente de los individuos, por sus doctrinas, reina en los corazones por la caridad, reina en toda la vida humana por la observanacia de sus leyes y por la imitación de sus ejemplos. Reina también en la sociedad doméstica cuando, constituida por el sacramento del matrimonio cristiano, se conserva inviolada como una cosa sagrada, en que el poder de los padres sea un reflejo de la paternidad divina, de donde nace y toma el nombre; donde los hijos emulan la obediencia del Niño Jesús, y el modo todo de proceder hace recordar la santidad de la Familia de Nazaret. Reina finalmente JESUCRISTO en la sociedad civil cuando, tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar de él el origen y los derechos de la autoridad para que ni en el mandar falte norma ni en el obedecer obligación y dignidad, cuando además le es reconocido a la Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades; es decir, tal que no disminuya la potestad de ellas -pues cada una en su orden es legítima-, sino que les comunique la conveniente perfección, como hace la gracia con la naturaleza; de modo que esas mismas socieddes sean a los hombres poderoso auxiliar para conseguir el fin supremo, que es la eterna felicidad, y con más seguridad provean a la pros peridad de los ciudadanos en esta vida mortal.

   De todo lo cual resulta claro que no hay paz de Cristo sino en el reino de Cristo, y que no podemos nosotros tra bajar con más eficacia para afirmar la paz que restaurando el reino de Cristo.

El programa papal. 

   Cuando, pues, el Papa Pío X se esforzaba por "restaurar todas las cosas en Cristo", como si obrara inspirado por Dios, estaba pre parando la obra de pacificación, que fue después el programa de BENEDICTO XV.

   Nos, insistiendo en lo mismo que se propusieron conseguir Nuestros Prede cesores, procuraremos también con to das Nuestras fuerzas lograr "la paz de Cristo en el reino de Cristo", plenamen te confiados en la gracia de Dios, que al hacernos entrega de este supremo poder Nos tiene prometida su perpetua asistencia.

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