Magisterio de la Iglesia

Divini Redemptoris

III - OPUESTA Y LUMINOSA DOCTRINA DE LA IGLESIAA

   Expuestos así los errores y los medios violentos y engañosos del comunismo bolchevique y ateo, es ya tiempo Venerables Hermanos, de oponerle brevemente la verdadera noción de la "Civitas humana", de la Sociedad humana, cual nos la enseñan la razón y la revelación por el trámite de la Iglesia, "Magistra gentium", y cual Vosotros ya lo conocéis.

1. Suprema realidad ¡Dios!

   Por encima de toda otra realidad está el sumo, único supremo Ser, Dios, Creador omnipotente de todas las cosas, Juez sapientísimo v justísimo de todos los hombres. Esta suprema realidad, Dios, es la condenación más absoluta de las desvergonzadas mentiras del comunismo. Y a la verdad, no porque los hombres así lo creen, Dios existe; sino porque Él existe, creen en Él y elevan a Él sus súplicas cuantos no cierran voluntariamente los ojos a la verdad.

2. Qué son el hombre y la familia según la razón y la fe

   En cuanto a lo que la razón y la fe dicen del hombre, Nos lo hemos expuesto en sus puntos fundamentales en la Encíclica sobre la educación cristiana. El hombre tiene un alma espiritual e inmortal; es una persona, adornada admirablemente por el Creador con dones de cuerpo y espíritu, un verdadero "microcosmo" como decían los antiguos, un pequeño mundo, que excede con mucho en valor a todo el inmenso mundo inanimado. Dios solo es su último fin en esta vida como en la otra; la gracia santificante lo eleva al grado de hijo de Dios y lo incorpora al reino de Dios en el cuerpo místico de Cristo. Además Dios lo ha dotado con múltiples y variadas prerrogativas: derecho a la vida, a la integridad del cuerpo, a los medios necesarios para la existencia; derecho de tender a su último fin por el camino trazado por Dios; derecho de asociación, de propiedad y del uso de la propiedad.

   Así como el matrimonio y el derecho a su uso natural son de origen divino, así también la constitución y las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo, no por el arbitrio humano ni por factores económicos. De esto hemos hablado largamente en la Encíclica sobre el matrimonio cristiano y en la Encíclica, antes citada, de la educación.

3. Qué es la sociedad

a) Derechos y deberes mutuos entre el hombre y la Sociedad

   Pero Dios, al mismo tiempo, ha ordenado también al hombre para la sociedad civil, exigida ya por su propia naturaleza. En el plan del Creador la sociedad es un medio natural, del que el hombre puede y debe servirse para obtener su fin, por ser la sociedad humana para el hombre y no al contrario. Lo cual no hay que entenderlo en el sentido del liberalismo individualista, que subordina la sociedad al uso egoísta del individuo: sino sólo en el sentido de que, mediante la unión orgánica con la sociedad, se haga posible a todos, por la mutua colaboración, la realización de la verdadera felicidad terrena- además en el sentido de que en la sociedad hallan su desenvolvimiento todas las cualidades individuales y sociales insertas en la naturaleza humana, las cuales, superando el interés inmediato del momento, reflejan en la sociedad la perfección divina; lo cual no puede verificarse en el hombre aislado. Pero aun esta finalidad dice, en último análisis, relación al hombre: para que reconociendo éste el reflejo de la perfección divina, lo convierta en alabanza y adoración del Creador. Ninguna sociedad humana, cualquiera que sea, sino sólo el hombre, la persona humana, está dotado de razón y de voluntad moralmente libre.

   Por lo tanto, así como el hombre no puede eximirse de los deberes para con la sociedad civil, impuestos por Dios, y así como los representantes de la autoridad tienen el derecho de obligarle a su cumplimiento cuando lo rehuse ilegítimamente, así también la sociedad no puede privar al hombre de los derechos personales que le han sido concedidos por el Creador, -antes hemos aludido a los más importantes- ni hacer por principio imposible su uso. Es, pues, conforme a la razón, y ella lo quiere también así, que en último término todas las cosas de la tierra sean ordenadas a la persona humana, para que por su medio hallen el camino hacia el Creador. Y al hombre, a la persona humana, se aplica lo que el Apóstol de las Gentes escribe a los Corintios sobre el plan divino de la salvación cristiana: "Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo, Cristo es de Dios". Mientras que el comunismo empobrece la persona humana, invirtiendo los términos de la relación del hombre y de la sociedad, la razón y la revelación la elevan a tan sublime altura!

b) El orden económico-social

   Por lo que hace al orden económico-social, sus principios directivos fueron expuestos en la Encíclica social de León XIII sobre la cuestión del trabajo, y adaptados a las exigencias de los tiempos presentes en Nuestra Encíclica sobre la restauración del orden social. Además, insistiendo de nuevo sobre la doctrina secular de la Iglesia acerca del carácter individual y social de la propiedad privada, hemos precisado el derecho y la dignidad del trabajo, las relaciones de apoyo mutuo y de ayuda que deben existir entre los poseedores del capital y los trabajadores, el salario debido en estricta justicia al obrero para sí y para su familia.

   En Nuestra misma Encíclica hemos demostrado que los medios para salvar al mundo actual de la triste ruina en que el liberalismo amoral lo ha hundido, no consisten en la lucha de clases y en el terror, y mucho menos en el abuso autocrático del poder estatal, sino en la penetración de la justicia social y del sentimiento de amor cristiano en el orden económico y social. Hemos demostrado cómo debe restaurarse la verdadera prosperidad según los principios de un sano corporativismo que respete la debida jerarquía social, y cómo todas las corporaciones deben unirse en unidad armónica inspirándose en el principio del bien común de la sociedad. La misión más genuina y principal del poder público y civil consiste en promover eficazmente esta armonía y la coordinación de todas las fuerzas sociales.

c) Jerarquía social y prerrogativas del Estado

   Con miras a esta colaboración orgánica para llegar a la tranquilidad, la doctrina católica reivindica al Estado la dignidad y autoridad de defensor vigilante y previsor de los derechos divinos y humanos, sobre los que la Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia insisten tan a menudo. No es verdad que todos tengan derechos iguales en la sociedad civil, o que no exista jerarquía legítima. Bástenos recordar las Encíclicas de León XIII, antes citadas, especialmente las relativas al poder del Estado y a la constitución cristiana del Estado. En ellas encuentra el católico luminosamente expuestos los principios de la razón y de la fe, que lo harán capaz de defenderse contra los errores y los peligros de la concepción estatal comunista. La expoliación de los derechos y la esclavización del hombre, la negación del origen trascendente y primigenio del Estado y del poder estatal, el horrible abuso del poder público al servicio del terrorismo colectivista son precisamente todo lo contrario de lo que exigen la ética natural y la voluntad del Creador. El hombre, lo mismo que la sociedad civil, tienen su origen en el Creador, quien los ha ordenado mutuamente al uno para la otra; por consiguiente ninguno de los dos puede eximirse de los deberes correlativos, ni negar o disminuir sus derechos. El Creador mismo ha regulado esta mutua relación en sus líneas fundamentales; y es injusta usurpación la que se arroga el comunismo al imponer en lugar de la ley divina, basada sobre los inmutables principios de la verdad y de la caridad, un programa político de partido, que dimana del arbitrio humano y está lleno de odio.

4. Belleza de esta doctrina de la Iglesia

   La Iglesia, al enseñar esta luminosa doctrina, no tiene otra mira que la de realizar el feliz anuncio cantado por los Ángeles sobre la gruta de Belén al nacer el Redentor: "Gloria a Dios... y paz a los hombres... "; paz verdadera y verdadera felicidad también aquí abajo en cuanto es posible, con miras y como preparación a la felicidad eterna; pero a los hombres de buena voluntad. Esta doctrina se aparta por igual de todos los extremos del error y de todas las exageraciones de los partidos o sistemas que hacen profesión de aceptarla; conserva siempre el equilibrio de la verdad y de la justicia; lo reivindica en la teoría, lo aplica y lo promueve en la práctica, conciliando los derechos y los deberes de los unos con los de los otros, como la autoridad con la libertad, la dignidad del individuo con la del Estado, la personalidad humana en el súbdito con la representación divina en el superior, y por lo tanto la sujeción debida y el amor ordenado de sí y de la familia y de la patria, con el amor de las demás familias y pueblos, fundado en el amor de Dios, padre de todos, primer principio y último fin. Ni separa la justa preocupación de los bienes temporales de la solicitud de los eternos. Si a aquellos los subordina a éstos, según la palabra de su divino Fundador: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura"; está sin embargo, bien lejos de desinteresarse de las cosas humanas y de perjudicar a los progresos de la sociedad e impedir las ventajas materiales, que antes bien sostiene y promueve del modo más racional y eficaz. Así, aun en el campo económico-social, la Iglesia, aunque nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico, por no ser éste su oficio, pero ha fijado claramente principios y directivas que prestándose, es verdad a diversas aplicaciones concretas según las varias condiciones de tiempo, lugares y pueblos, indican el camino seguro para obtener el feliz progreso de la sociedad.

   La sabiduría y suma utilidad de esta doctrina está admitida por cuantos verdaderamente la conocen. Con razón pudieron afirmar insignes Estadistas que, después de haber estudiado los diversos sistemas sociales, no habían hallado nada más sabio que los principios expuestos en las Encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno. También en países no católicos, más aún ni siquiera cristianos, se reconocen lo útiles que son para la sociedad humana las doctrinas sociales de la Iglesia: así, apenas hace un mes, un eminente hombre político, no cristiano, del Extremo Oriente, no dudó en proclamar que la Iglesia, con su doctrina de paz y de fraternidad cristiana, aporta una contribución valiosísima al establecimiento y mantenimiento de una paz constructiva entre las naciones. Hasta los mismos comunistas, como lo sabemos por relaciones fidedignas que fluyen de todas partes a este Centro de la Cristiandad, si no están del todo corrompidos, cuando se les expone la doctrina social de la Iglesia, reconocen su superioridad sobre las doctrinas de sus jefes y maestros. Sólo los cegados por la pasión y por el odio cierran los ojos a la luz de la verdad y la combaten obstinadamente.

5. ¿Es verdad que la Iglesia no ha obrado conforme a esta doctrina?

   Pero los enemigos de la Iglesia, aunque obligados a reconocer la sabiduría de su doctrina, reprueban a la Iglesia el no haber sabido obrar en conformidad con sus principios, y por esto afirman que hay que buscar otros caminos. Toda la historia del Cristianismo demuestra la falsedad e injusticia de esta acusación. Para no referirnos más que a algún punto característico, el Cristianismo fue el primero en proclamar en una forma y con una amplitud y convicción desconocidas en los siglos precedentes, la verdadera y universal fraternidad de todos los hombres de cualquier condición y estirpe, contribuyendo así poderosamente a la abolición de la esclavitud, no con revoluciones sangrientas, sino por la fuerza interna de su doctrina, que a la soberbia patricia romana hacía ver en su esclava una hermana en Cristo. Fue el cristianismo, que adora al Hijo de Dios hecho hombre por amor de los hombres y convertido en "Hijo del Artesano", más aún, "artesano" Él mismo, fue el Cristianismo el que elevó el trabajo manual a su verdadera dignidad; aquel trabajo manual antes tan despreciado, que hasta el discreto Marco Tulio Cicerón, resumiendo la opinión general de su tiempo, no se recató de escribir estas palabras de las que hoy se avergonzaría todo sociólogo: "Todos los artesanos se ocupan en oficios despreciables, puesto que en el taller no puede haber nada noble".

   Fiel a estos principios, la Iglesia ha regenerado la sociedad humana; bajo su influjo surgieron admirables obras de caridad, potentes corporaciones de artesanos y trabajadores de toda categoría, despreciadas como algo medioeval por el liberalismo del siglo pasado; pero que hoy son la admiración de nuestros contemporáneos que en muchos países tratan de hacer revivir de algún modo su idea fundamental. Y cuando otras corrientes impedían la obra y ponían obstáculos al influjo saludable de la Iglesia, ella no ha cesado nunca hasta nuestros días de amonestar a los extraviados. Baste recordar con qué firmeza, energía y constancia Nuestro Predecesor León XIII reivindicó para el obrero el derecho de asociación que el liberalismo dominante en los Estados más poderosos, se empeñaba en negarle. Y este influjo de la doctrina de la Iglesia es también al presente mayor de lo que parece, porque es grande y cierto, aunque invisible y difícil de medir, el predominio de las ideas sobre los hechos.

   Se puede decir con toda verdad que la Iglesia a semejanza de Cristo, pasa a través de los siglos haciendo el bien a todos. No habría ni socialismo ni comunismo si los que gobiernan los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia; pero ellos han preferido construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otros edificios sociales, que parecían a primera vista potentes y grandiosos, pero que bien pronto se ha visto carecían de sólidos fundamentos; por lo que uno tras otro van derrumbándose miserablemente, como tiene que derrumbarse cuanto no se apoya sobre la única piedra angular que es Jesucristo.

IV - RECURSOS Y MEDIOS QUE SE DEBEN EMPLEAR

1. Necesidad de recurrir a medios de defensa

   Esta es, Venerables Hermanos, la doctrina de la Iglesia, la única que, como en todos los demás campos, también en el terreno social puede traer verdadera luz, y ser la salvación frente a la ideología comunista. Pero es preciso que esta doctrina se realice en la práctica de la vida conforme al aviso del Apóstol Santiago: "Sed... obradores de la palabra, y no tan solo oidores, engañándoos a vosotros mismos"; por esto lo que más urge al presente es aplicar con energía los oportunos remedios para oponerse eficazmente a la amenazadora catástrofe que se va preparando. Tenemos la firme confianza de que al menos la pasión con que los hijos de las tinieblas trabajan día y noche en su propaganda materialista y atea, servirá para estimular santamente a los hijos de la luz a un celo no desemejante, sino mayor, por el honor de la Majestad divina.

¿Qué hay, pues, que hacer? ¿de qué remedios servirse para defender a Cristo y la civilización cristiana contra ese pernicioso enemigo? Como un padre en el seno de la familia, Nos quisiéramos conversar casi en la intimidad sobre los deberes que la gran lucha de nuestros días impone a todos los hijos de la Iglesia, dirigiendo también nuestra paterna admonición a los hijos que se han alejado de ella.

2. Renovación de la vida cristiana

   Como en todos los períodos más borrascosos de la historia de la Iglesia, así hoy todavía el remedio fundamental está en una sincera renovación de la vida privada y pública según los principios del Evangelio en todos aquellos que se glorían de pertenecer al redil de Cristo, para que sean verdaderamente la sal de la tierra que preserva la sociedad humana de una corrupción total.

   Con ánimo profundamente agradecido al Padre de las luces, de quien desciende "toda dádiva buena y todo don perfecto", vemos en todas partes signos consoladores de esta renovación espiritual, no solo en tantas almas singularmente elegidas que en estos últimos años se han elevado a la cumbre de la más sublime santidad, y en tantas otras, cada vez más numerosas, que generosamente caminan hacia la misma luminosa meta; sino también en una piedad sentida y vivida que reflorece en todas las clases de la sociedad, aun en las más cultas, como lo hemos hecho notar en nuestro reciente Motu proprio In multis solaciis del 28 de octubre pasado, con ocasión de la reorganización de la Academia Pontificia de Ciencias.

   Pero no podemos negar que aún queda mucho por hacer en este camino de la renovación espiritual. Aun en países católicos, son demasiados los que son católicos casi de nombre; demasiados los que, si bien siguen más o menos fielmente las prácticas más esenciales de la religión que se glorían de profesar, no se preocupan de conocerla mejor, ni de adquirir una convicción más íntima y profunda, y menos aun de hacer que al barniz exterior corresponda el interno esplendor de una conciencia recta y pura, que siente y cumple todos sus deberes bajo la mirada de Dios. Sabemos cuánto aborrece el Divino Salvador esta vana y falaz exterioridad, Él que quería que todos adorasen al Padre "en espíritu y en verdad". Quien no vive verdadera y sinceramente según la fe que profesa, no podrá sostenerse mucho tiempo hoy que tan fuerte sopla el viento de la lucha y de la persecución, sino que se ahogará miserablemente en este nuevo diluvio que amenaza al mundo; y así, mientras se labra su propia ruina, expondrá también al ludibrio el nombre cristiano.

a) Desprendimiento de los bienes terrenales

   Y aquí queremos, Venerables Hermanos, insistir más particularmente sobre dos enseñanzas del Señor, que tienen especial conexión con las actuales condiciones del género humano: el desprendimiento de los bienes terrenos y el precepto de la caridad. "Bienaventurados los pobres de espíritu" fueron las primeras palabras que salieron de los labios del Divino Maestro en su sermón de la montaña. Y esta lección es más necesaria que nunca en estos tiempos de materialismo sediento de bienes y placeres de esta tierra. Todos los cristianos, ricos y pobres deben tener siempre fija la mirada en el cielo, recordando que "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos tras de la futura". Los ricos no deben poner su felicidad en las cosas de la tierra, ni enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlas; sino que, considerándose sólo como administradores que saben que tienen que dar cuenta al supremo Dueño, se sirvan de ellas como de preciosos medios que Dios les otorga para hacer el bien; y no dejen de distribuir a los pobres lo superfluo, según el precepto evangélico. De lo contrario se verificará en ellos y en sus riquezas la severa sentencia de Santiago Apóstol: "Ea, pues, ricos, llorad, levantad el grito en vista de las desdichas que han de sobreveniros. Podridos están vuestros bienes; y vuestras ropas han sido roídas por la polilla. El oro y la plata vuestra se han enmohecido; y el orín de estos metales dará testimonio contra vosotros, y devorará vuestras carnes como un fuego. Os habéis atesorado ira para los últimos días".

   Los pobres, a su vez, aunque se esfuercen según las leyes de la caridad y de la justicia por proveerse de lo necesario y por mejorar de condición, deben también permanecer "pobres de espíritu", estimando más los bienes espirituales que los bienes y goces terrenos. Recuerden además que jamás se conseguirá hacer desaparecer del mundo las miserias, los dolores, las tribulaciones, a que están sujetos también los que exteriormente aparecen como los más afortunados. Para todos es, pues, necesaria la paciencia, esa paciencia cristiana que eleva el corazón a las divinas promesas de una felicidad eterna. "Pero vosotros, hermanos míos, -diremos también con Santiago- tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguarda con paciencia la lluvia temprana y tardía. Esperad también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca". Solo así se cumplirá la consoladora promesa del Señor: "Bienaventurados los pobres". Y no es éste un consuelo y una promesa vana como son las promesas de los comunistas; sino que son palabras de vida, portadoras de una realidad suprema, palabras que se verifican plenamente aquí en la tierra y después en la eternidad. Y, a la verdad, cuántos pobres, en estas palabras y en la esperanza del reino de los cielos -proclamado ya propiedad suya "porque es vuestro el reino de Dios" - hallan una felicidad que tantos ricos no encuentran en sus riquezas, siempre inquietos como están y siempre sedientos de tener más y más!

b) Caridad cristiana

   Todavía más importante para remediar el mal de que tratamos, o, por lo menos, más directamente ordenado a curarlo, es el precepto de la caridad. Nos referimos a esa caridad cristiana, "paciente y benigna", que evita toda apariencia de protección envilecedora y toda ostentación; esa caridad que desde los comienzos del cristianismo ganó a Cristo a los más pobres entre los pobres, los esclavos; y damos las gracias a todos aquellos que en las obras de Beneficencia, desde las conferencias de San Vicente de Paul, hasta las grandes y recientes organizaciones de asistencia social, han ejercitado y ejercitan las obras de misericordia corporal y espiritual. Cuanto más experimenten en sí mismos los obreros y los pobres lo que el espíritu de amor animado por la virtud de Cristo hace por ellos, tanto más se despojarán del prejuicio de que el cristianismo ha perdido su eficacia y que la Iglesia está de parte de quienes explotan su trabajo.

   Pero cuando vemos por un lado una muchedumbre de indigentes que, por causas ajenas a su voluntad, están realmente oprimidos por la miseria; y por otro lado, junto a ellos, tantos que se divierten inconsideradamente y gastan enormes sumas en cosas inútiles, no podemos menos de reconocer con dolor que no solo no es bien observada la justicia, sino que tampoco se ha profundizado lo suficiente el precepto de la caridad cristiana, ni se vive conforme a él en la práctica cotidiana. Deseamos, pues, Venerables Hermanos, que sea más y más explicado de palabra y por escrito este divino precepto, precioso distintivo dejado por Cristo a sus verdaderos discípulos; este precepto que nos enseña a ver en los que sufren a Jesús mismo y nos obliga a amar a nuestros hermanos como el divino Salvador nos ha amado, es decir, hasta el sacrificio de nosotros mismos, y si es necesario, aun de la propia vida. Mediten todos a menudo aquellas palabras, consoladoras por una parte, pero terribles por otra, de la sentencia final, que pronunciará el Juez Supremo en el día del Juicio final: "Venid, benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber... En verdad os digo: siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis". Y por el contrario: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno...; porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber... En verdad os digo: siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos mis pequeños hermanos, dejasteis de hacerlo conmigo".

   Para asegurarnos, pues, la vida eterna y poder socorrer eficazmente a los necesitados, es necesario volver a una vida más modesta; renunciar a los placeres, muchas veces hasta pecaminosos, que el mundo ofrece hoy en tanta abundancia; olvidarse de sí mismo, por el amor al prójimo. Hay una divina fuerza regeneradora en este "precepto nuevo" ( como lo llamaba Jesús) de la caridad cristiana, cuya fiel observancia infundirá en los corazones una paz interna que no conoce el mundo, y remediará eficazmente los males que afligen a la humanidad.

c) Deberes de estricta justicia

   Pero la caridad nunca será verdadera caridad si no tiene siempre en cuenta la justicia. El Apóstol enseña que "quien ama al prójimo, ha cumplido la ley"; y da la razón: "porque el No fornicar, No matar, No robar... y cualquier otro mandato se resume en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Si pues, según el Apóstol, todos los deberes se reducen al único precepto de la verdadera caridad, también se reducirán a él los que son de estricta justicia, como el no matar y el no robar; una caridad que prive al obrero del salario al que tiene estricto derecho, no es caridad, sino un vano nombre y una vacía apariencia de caridad. Ni el obrero tiene necesidad de recibir como limosna lo que le corresponde por justicia; ni puede pretender nadie eximirse con pequeñas dádivas de misericordia de los grandes deberes impuestos por la justicia. La caridad y la justicia imponen deberes, con frecuencia acerca del mismo objeto, pero bajo diversos aspectos; y los obreros, por razón de su propia dignidad, son justamente muy sensibles a estos deberes de los demás que dicen relación a ellos.

   Por esto nos dirigimos de modo particular a vosotros, patrones e industriales cristianos, cuya tarea es a menudo tan difícil porque vosotros padecéis la pesada herencia de los errores de un régimen económico inicuo que ha ejercitado su ruinoso influjo durante varias generaciones; acordaos de vuestra responsabilidad. Es, por desgracia, verdad que el modo de obrar de ciertos medios católicos ha contribuido a quebrantar la confianza de los trabajadores en la religión de Jesucristo. No querían aquellos comprender que la caridad cristiana exige el reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero y que la Iglesia le ha reconocido explícitamente. ¿Cómo juzgar de la conducta de los patrones católicos que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de Nuestra Encíclica Quadragesimo Anno en sus iglesias personales? ¿o la de aquellos industriales católicos que se han mostrado hasta hoy enemigos de un movimiento obrero recomendado por Nos mismo? ¿y no es de lamentar que el derecho de propiedad, reconocido por la Iglesia, haya sido usado algunas veces para defraudar al obrero de su justo salario y de sus derechos sociales?

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