Magisterio de la Iglesia

Divini Illus Magistri

IV. ACCIÓN CATÓLICA PARA LA ESCUELA

   28. Todo cuanto hacen los fieles promoviendo y defendiendo la escuela católica para sus hijos es obra genuinamente religiosa, y por lo mismo tarea principalísima de la "Acción Católica"; por lo cual son particularmente amadas de Nuestro corazón paterno y digno de gran alabanza todas las asociaciones especiales, que en varias naciones trabajan con tanto celo en obra tan necesaria.

   Así que, al procurar la escuela católica para sus hijos, sea proclamado bien alto y de todos sea entendido y reconocido, los católicos de cualquier nación del mundo no hacen obra política de partido, sino obra religiosa indispensable a su conciencia; y no pretenden ya separar a sus hijos del cuerpo ni del espíritu nacional, sino antes bien educarlos en el modo más perfecto y más conducente a la prosperidad de la nación, puesto que el buen católico, precisamente, en virtud de la doctrina católica, es por lo mismo el mejor ciudadano, amante de su patria y lealmente sometido a la autoridad civil constituida, en cualquier forma legítima de Gobierno.

   En esta escuela, en armonía con la Iglesia y con la familia cristiana, no sucederá que en las varias enseñanzas se contradiga, con evidente daño de la educación, a lo que los alumnos aprenden en la instrucción, religiosa; y si hay necesidad de hacerles conocer por escrupulosa responsabilidad de magisterio, las obras erróneas a confutar, esto se hará con tal preparación y con tal antídoto de sana doctrina que la formación cristiana de la juventud no reciba de ello daño, antes provecho.

   Asimismo en esta escuela, el estudio de la lengua patria y de la literatura clásica jamás será con menoscabo de la santidad de las costumbres; ya que el maestro cristiano seguirá el ejemplo de las abejas, las cuales toman la parte más pura de las flores y dejan lo demás, como enseña san Basilio en su homilía a los jóvenes acerca de la lectura de los clásicos(51). Esta necesaria cautela -sugerida por el mismo pagano Quintiliano(52) - no impide de ninguna manera que el maestro cristiano tome y aproveche cuanto de verdaderamente bueno, en las disciplinas y métodos, ofrecen nuestros tiempos, acordándose de lo que dice el Apóstol: "Examinad, sí, todas las cosas, y ateneos a lo bueno"(53). Por esto al tomar lo nuevo, él se guardará de abandonar fácilmente lo antiguo, que la experiencia de varios siglos ha comprobado ser bueno y eficaz, señaladamente en los estudios de latinidad, que en nuestros días estamos viendo cómo sin cesar decaen, precisamente por el injustificado abandono de los métodos tan fructuosamente empleados por el sano humanismo que tanto floreció sobre todo en las escuelas de la Iglesia. Estas nobles tradiciones reclaman que la juventud confiada a la escuela católica sea sí instruida en las letras y en las ciencias plenamente según las exigencias de nuestros tiempos, pero a la vez sólida y profundamente, de manera especial en la sana filosofía, lejos de la farragosa superficialidad de aquellos que "hubieran tal vez encontrado lo necesario si no hubiesen buscado lo superfluo"(54). Por lo cual, todo maestro cristiano debe tener presente cuanto dice León XIII en compendiosa sentencia "...con mayor empeño conviene esforzarse en que no sólo se aplique un método de enseñanza apto y sólido, sino, más aún, en todo conforme a la fe católica, especialmente por cuanto a la filosofía se refiere, pues de ella en gran parte depende la recta ordenación de las demás ciencias"(55).

a) Buenos maestros

   29. Las buenas escuelas son fruto, no tanto de las buenas ordenaciones, cuanto principalmente de los buenos maestros, que, egregiamente preparados e instruidos, cada uno en la disciplina que debe enseñar, y adornados de las cualidades intelectuales y morales que su importantísimo oficio reclama, ardan en puro y divino amor de los jóvenes a ellos confiados, precisamente porque aman a Jesucristo y su Iglesia, de quien aquellos son hijos predilectos, y por lo mismo buscan con todo empeño el verdadero bien de las familias y de su patria. Por esto, Nos llena el alma de consolación y de gratitud hacia la Bondad Divina, el ver cómo juntamente con religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza, un tan grande número de maestros y maestras excelentes -aun unidos a veces en congregaciones y asociaciones especiales para cultivar mucho mejor su espíritu, las cuales por esto son de alabar y promover como nobilísimos y potentes auxiliares de la "Acción Católica"- trabajan con desinterés, celo y constancia, en la que san Gregorio Nacianceno llama "arte de las artes y ciencia de las ciencias"(56) de regir y formar a la juventud. Y con todo, también a ellos se aplica el dicho del Divino Maestro: "La mies es verdaderamente mucha; mas los obreros pocos"(57). Supliquemos, pues, al Señor de la mies que mande aún muchos más de tales operarios de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el corazón los Pastores de las almas y los supremos moderadores de las Ordenes Religiosas.

   Es también necesario dirigir y vigilar la educación del joven "blando como cera para doblegarse al vicio"(58), en cualquier otro ambiente en que venga a encontrarse, apartándolo de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las buenas, en las recreaciones y reuniones; ya que "las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres"(59).

b) El mundo y sus peligros

   30. Además, en nuestros tiempos, hay que tener una vigilancia tanto más general y cuidadosa, cuanto más han aumentado las ocasiones de naufragio moral y religioso que la juventud inexperta encuentra, particularmente en los libros impíos o licenciosos, muchos de ellos diabólicamente difundidos a vil precio; en los espectáculos del cinematógrafo, y ahora aun en las audiciones radiofónicas, que multiplican y facilitan, por decirlo así, toda clase de lecturas, como el cinematógrafo toda clase de espectáculos. Estos medios potentísimos de divulgación, que pueden servir, si van recogidos por sanos principios, de grande utilidad para la instrucción y educación, se subordinan desgraciadamente muchas veces al incentivo de las malas pasiones y a la avidez de la ganancia. San Agustín se lamentaba al ver la pasión que arrastraba aun a los cristianos de su tiempo a los espectáculos del circo y cuenta con viveza dramática la perversión, felizmente pasajera, de su alumno y amigo Alipio(60). ¡Cuántos extravíos juveniles, a causa de los espectáculos de hoy día, sin contar las malvadas lecturas, tienen que llorar ahora, los padres y educadores!

   Por esto hay que alabar y promover todas las obras educativas, que, con espíritu sinceramente cristiano de celo por las almas de los jóvenes, atienden, con oportunos libros y publicaciones periódicas, a dar a conocer particularmente a los padres y a los educadores, los peligros morales y religiosos, con frecuencia fraudulentamente insinuados, en libros y espectáculos, y se industrian para difundir las buenas lecturas y promover espectáculos verdaderamente educativos, creando aun con grandes sacrificios teatros y cinematógrafos, en los cuales la virtud no sólo no tenga nada que perder, antes mucho que ganar.

   De esta necesaria vigilancia nadie deduzca, sin embargo, que la juventud tenga que estar segregada de la sociedad, en la que debe vivir y salvar su alma, sino que hoy, más que nunca, debe estar armada y fortalecida cristianamente contra las seducciones y los errores del mundo, el cual, como advierte una sentencia divina, es todo "concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida"(61), de manera que, como decía Tertuliano de los primeros fieles, sean cual deben ser los verdaderos cristianos de todos los tiempos, "copropietarios del mundo, no del error"(62).

   Con esta sentencia de Tertuliano hemos venido a tocar lo que Nos hemos propuesto tratar en último término, aunque de grandísima importancia, como que es la verdadera sustancia de la educación cristiana, cual se desprende de su fin propio, en cuya consideración brilla mucho más clara, como en pleno mediodía, la supereminente misión educativa de la Iglesia.

V. FIN Y FORMA DE LA EDUCACIÓN CRISTIANA

   31. Fin propio e inmediato de la educación cristiana es cooperar con la Gracia divina a formar al verdadero y perfecto cristiano: es decir, al mismo Cristo en los regenerados con el Bautismo, o según la viva expresión del Apóstol: "Hijitos míos, que yo nuevamente llevo en el seno hasta tanto Cristo sea formado en vosotros"(63). Ya que el verdadero cristiano debe vivir vida sobrenatural en Cristo: "Cristo, que es vuestra vida"(64), y manifestarla en todas sus operaciones, "para que la vida de Jesús se manifieste asimismo en nuestra carne mortal"(65).

a) Forma el verdadero cristiano

   Por esto precisamente la educación cristiana comprende todo el ámbito de la vida humana, sensible y espiritual, intelectual y moral, doméstica y social, no para menoscabarla en manera alguna, sino para elevarla, regularla y perfeccionarla según los ejemplos y la doctrina de Cristo.

   De suerte que el verdadero cristiano, fruto de la educación cristiana, es el hombre sobrenatural, que piensa, juzga y obra constantemente y coherentemente, según la recta razón iluminada por la luz sobrenatural de los ejemplos y de la doctrina de Cristo: o, por decirlo con el lenguaje ahora en uso, el verdadero y cumplido hombre de carácter. Pues no constituye cualquiera coherencia y tenacidad de conducta, según principios subjetivos, el verdadero carácter, sino solamente la constancia en seguir los principios eternos de la justicia, como lo reconoce hasta el poeta pagano, cuando alaba, inseparablemente, al hombre justo y constante en su propósito(66), y por otra parte, no puede existir completa justicia sino dando a Dios lo que se debe a Dios, como lo hace el verdadero cristiano.

   Tal meta y término de la educación cristiana parece a los profanos como una abstracción, o más bien como cosa irrealizable sin arrancar o menoscabar las facultades naturales y sin renunciar a las obras de la vida terrena, por tanto ajena a la vida social y a la prosperidad temporal, contraria a todo progreso en las letras, en las ciencias, en las artes y en toda obra de civilización. A semejante objeción, movida por la ignorancia y el prejuicio de los paganos, aun eruditos, de otro tiempo -repetida, desgraciadamente, con más frecuencia e insistencia en los tiempos modernos- había ya respondido Tertuliano: "No vivimos fuera de este mundo. Bien nos acordamos de que debemos agradecimiento a Dios Señor Creador; no rechazamos fruto alguno de sus obras; solamente nos refrenamos, para no usar de ellas desmesurada o viciosamente. Así que no habitamos en este mundo sin foro, sin mercado, sin baños, casas, tiendas, cuadras, sin vuestra feria y demás tráfico. También nosotros navegamos y militamos con vosotros, cultivamos los campos y negociamos, y por eso además intercambiamos los oficios y ponemos a vuestra disposición nuestros productos. Cómo podamos pareceros inútiles para vuestros negocios, con los cuales vivimos, francamente no lo veo"(67). Por tanto, el verdadero cristiano, lejos de renunciar a las obras de la vida terrena o amenguar sus facultades naturales, más bien las desarrolla y perfecciona coordinándolas con la vida sobrenatural hasta el punto de ennoblecer la misma vida natural y de procurarle un auxilio más eficaz, no sólo de orden espiritual y eterno, sino también material y temporal.

b) Prepara el más noble y provechoso ciudadano

   32. Lo dicho se ve claro en toda la historia del Cristianismo y de sus instituciones, que se identifica con la historia de la verdadera civilización y del genuino progreso hasta nuestros días; y particularmente en los Santos de que es fecundísima la Iglesia y solamente ella, los cuales han alcanzado en grado perfectísimo, la meta de la educación cristiana, y han ennoblecido y aprovechado a la sociedad civil en todo género de bienes. Efectivamente, los Santos han sido, son y serán siempre los más grandes bienhechores de la sociedad humana, como también los más perfectos modelos en toda clase y profesión, en todo estado y condición de vida, desde el campesino sencillo y rústico hasta el hombre de ciencia y letras, desde el humilde artesano hasta el que capitanea ejércitos, desde el oscuro padre de familia hasta el monarca que gobierna pueblos y naciones, desde las sencillas niñas y mujeres del hogar doméstico hasta las reinas y emperatrices. ¿Y qué decir de la inmensa labor, aun en pro del bienestar temporal, de los misioneros evangélicos, que junto con la luz de la Fe han llevado y llevan a los pueblos bárbaros los bienes de la civilización: de los fundadores de múltiples obras de caridad y asistencia social, y de la interminable falange de santos educadores y santas educadoras, que han perpetuado y multiplicado su propia obra con sus fecundas instituciones de educación cristiana para bien de las familias y con inestimable beneficio de las naciones?

   33. Estos son los frutos del todo benéficos de la educación cristiana, precisamente a causa de la vida y virtud sobrenatural en Cristo, que ella desarrolla y forma en el hombre; ya que Cristo Nuestro Señor, Maestro Divino es también fuente y dador de tal vida y virtud, y a la vez modelo universal y accesible, con su ejemplo, a todas las condiciones de la vida humana, particularmente a la juventud, en el período de su vida escondida, laboriosa, obediente, adornada de todas las virtudes individuales, domésticas y sociales, delante de Dios y delante de los hombres.

CONCLUSIÓN

   Todo el cúmulo de tesoros educativos de infinito valor, que hasta ahora hemos venido apenas y en parte indicando, es de tal modo propio de la Iglesia, que constituye su misma sustancia, siendo ella el Cuerpo místico de Cristo, la Esposa inmaculada de Cristo, y por esto mismo Madre fecundísima y educadora soberana y perfecta. Por eso el grande y genial san Agustín -de cuya dichosa muerte vamos a celebrar el decimoquinto centenario- prorrumpía lleno de santo afecto para con tal Madre, en estos acentos: "¡Oh Iglesia Católica, Madre verdadera de los Cristianos! Con razón no solamente predicas que hay que honrar purísima y castísimamente al mismo Dios, cuya posesión es dichosísima vida, sino que también haces de tal manera tuyo el amor y la caridad del prójimo, que en ti hallamos toda medicina potentemente eficaz para los muchos males que, por causa de los pecados, aquejan a las almas. Tú adiestras y amaestras con ternura a los niños, con fortaleza a los jóvenes, con delicadeza a los ancianos, conforme a la edad de cada uno, en su cuerpo y en su espíritu. Tú con una, estoy por decir, libre servidumbre, sometes los hijos a sus padres, y pones a los padres delante de los hijos con dominio de piedad. Tú, con vínculo de religión más fuerte y más estrecho que el de la sangre, unes a hermanos con hermanos... Tú, no sólo con vínculos de sociedad, sino también de una cierta fraternidad, ligas a ciudadanos con ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, a todos los hombres, con el recuerdo de los primeros padres. A los reyes enseñas a mirar por los pueblos; a los pueblos amonestas que obedezcan a los reyes. Enseñas con diligencia a quién se debe honor, a quién afecto, a quién respeto, a quién temor, a quién consuelo, a quién amonestación, a quién exhortación, a quién corrección, a quién reprensión, a quién castigo; mostrando cómo no se debe todo a todos, pero sí a todos la caridad, a ninguno la ofensa"(68).

   Levantemos al cielo, oh Venerables Hermanos y amados hijos, los corazones y manos suplicantes, "al Pastor y al Obispo de nuestras almas", al Rey Divino "que da leyes a los gobernantes"(69), para que Él con su virtud omnipotente, haga de modo que estos sabrosos frutos de la educación cristiana se recojan y multipliquen "en todo el mundo" con provecho siempre creciente de los individuos y de las naciones.

   Como prenda de estas gracias celestiales, con afecto paterno, a Vosotros, oh venerables hermanos, a Vuestro Clero y a vuestro pueblo damos la Bendición Apostólica.

   Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 31 de diciembre de 1929, año octavo de Nuestro Pontificado.
                                            Pío XI

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