Magisterio de la Iglesia

Divini Illus Magistri

A LA FAMILIA

   10. Primeramente con la misión educativa de la Iglesia concuerda admirablemente la misión educativa de la Familia, porque ambas proceden de Dios de una manera bien semejante.

   En efecto, a la familia, en el orden natural, comunica Dios inmediatamente la fecundidad, principio de vida y consiguientemente principio de educación para la vida, junto con la autoridad, principio de orden.

a) Derecho anterior al del Estado

   Dice el Doctor Angélico, con su acostumbrada nitidez de pensamiento y precisión de estilo: "El padre carnal participa singularmente de la razón de principio, la que de un modo universal se encuentra en Dios... El padre es principio de la generación, educación, disciplina y de todo cuanto se refiere al perfeccionamiento de la vida"(20).

   La Familia, pues, tiene inmediatamente del Creador la misión, y, por tanto, el derecho de educar a la prole, derecho inalienable por estar inseparablemente unido con la estricta obligación, derecho anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y por lo mismo inviolable por parte de toda potestad terrena.

b) Derecho inviolable, pero no despótico

   Acerca de la inviolabilidad de este derecho, da la razón el Angélico: "En efecto, el hijo naturalmente es algo del padre..., así, pues, es de derecho natural que el hijo, antes del uso de la razón, esté bajo el cuidado de los padres. Por lo tanto, sería contra la justicia natural si el niño, antes del uso de la razón, fuese substraído al cuidado de los padres, o de alguna manera se dispusiese de él contra la voluntad de los padres"(21). Y como la obligación del cuidado de los padres continúa hasta que la prole esté en condición de proveerse a sí misma, perdura también el mismo inviolable derecho educativo de los padres. "Porque la naturaleza no pretende solamente la generación de la prole sino también su desarrollo y progreso hasta el perfecto estado del hombre en cuanto es hombre, o sea el estado de virtud"(22), dice el mismo Doctor Angélico.

   Por esto la sabiduría jurídica de la Iglesia se expresa así en esta materia, con precisión y claridad comprensiva, en el Código de Derecho Canónico en el canon 1113: "Los padres están gravísimamente obligados a procurar con todo su empeño la educación ya religiosa y moral, ya física y temporal de la misma prole"(23).

   En este punto es tan concorde el sentir común del género humano, que se pondrían en abierta contradicción con él cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la Familia pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre la educación absoluto derecho. Es, además insubsistente la razón que los tales aducen, de que el hombre nace ciudadano y de que por esto pertenece primariamente al Estado, sin atender a que, antes de ser ciudadano, el hombre debe existir, y la existencia no la recibe del Estado, sino de los padres; como sabiamente declara León XIII: "Los hijos son algo del padre y una como extensión de la persona paterna; y si queremos hablar con exactitud, ellos no entran directamente, sino por medio de la comunidad doméstica, en la que han sido engendrados, a formar parte de la sociedad civil"(24). Por lo tanto: "La patria potestad es de tal naturaleza, que no puede ser ni suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene un mismo y común principio con la vida misma de los hombres"(25), afirma en la misma Encíclica León XIII. De lo cual, sin embargo, no se sigue que el derecho educativo de los padres sea absoluto o despótico, porque está inseparablemente subordinado al fin último y a la ley natural y divina como lo declara el mismo León XIII en otra memorable Encíclica suya "de los principales deberes de los ciudadanos cristianos", donde expone así en resumen el conjunto de los derechos y deberes de los padres: "Por naturaleza los padres tienen el derecho a la formación de los hijos, con este deber anejo: que la educación y la instrucción del niño convenga con el fin para el cual, por la bondad de Dios, han recibido la prole. Deben, pues, los padres esforzarse y trabajar enérgicamente por impedir en esta materia todo atentado, y asegurar de manera absoluta que quede en ellos el poder de educar cristianamente, como se debe, a sus hijos, y sobre todo, de apartarlos de las escuelas en que hay peligro de que beban el fatal veneno de la impiedad"(26).

   Obsérvese, además, que el deber educativo de la familia comprende no sólo la educación religiosa y moral, sino también la física y civil(27), principalmente en cuanto tienen relación con la religión y la moral.

c) Reconocido por la jurisprudencia civil

   11. Este incontrastable derecho de la familia ha sido varias veces reconocido jurídicamente por naciones en que hay cuidado de respetar el derecho natural en las disposiciones civiles. Así, para citar un ejemplo, de los más recientes, la Corte Suprema de la República Federal de los Estados Unidos de la América del Norte, al resolver una importantísima controversia, declaró "que no competía al Estado ninguna potestad general de establecer un tipo uniforme de educación en la juventud, obligándola a recibir la instrucción de las escuelas publicas solamente", y añadió la razón de derecho natural: "El niño no es una mera criatura del Estado; quienes lo alimentan y lo dirigen tienen el derecho, junto con el alto deber, de educarlo y prepararlo para el cumplimiento de sus deberes"(28).

   12. La historia testifica, cómo, particularmente en los tiempos modernos, ha habido y hay de parte del Estado violación de los derechos conferidos por el Creador a la Familia, y al par demuestra espléndidamente cómo la Iglesia los ha tutelado siempre y defendido; y la mejor prueba de hecho está en la especial confianza que las familias han puesto en las escuelas de la Iglesia, como escribimos en Nuestra reciente carta al Cardenal Secretario de Estado: "La familia ha caído pronto en la cuenta de que es así, y desde los primeros tiempos del Cristianismo, hasta nuestros días, padres y madres, aun poco o nada creyentes, mandan y llevan por millones a sus propios hijos a los institutos educativos fundados y dirigidos por la Iglesia"(29).

   Es que el instinto paterno, que viene de Dios se orienta confiadamente hacia la Iglesia, seguro de encontrar en ella la tutela de los derechos de la Familia, es decir, la concordia que Dios ha puesto en el orden de las cosas. La Iglesia, en efecto, aunque, consciente como es de su divina misión universal y de la obligación que todos los hombres tienen de seguir la única religión verdadera, no se cansa de reivindicar para sí el derecho y de recordar a los padres el deber de hacer bautizar y educar cristianamente a los hijos de padres católicos: con todo es tan celosa de la inviolabilidad del derecho natural educativo de la Familia, que no consiente, a no ser con determinadas condiciones y cautelas, en que se bauticen a los hijos de los infieles, o se dispongan como quiera de su educación, contra la voluntad de sus padres, mientras los hijos no puedan determinarse por sí abrazando libremente la fe(30).

   Tenemos, pues, como lo declaramos en Nuestro discurso ya citado, dos hechos de altísima importancia: "La Iglesia que pone a disposición de las familias su oficio de maestra y educadora, y las familias que acuden presurosas para aprovechar de él y confían a la Iglesia por centenares y millares a sus propios hijos, y estos dos hechos recuerdan y proclaman una gran verdad, importantísima en el orden moral y social. A saber, que la misión de la educación toca, ante todo y sobre todo, en primer lugar, a la Iglesia y a la Familia, y que les toca por derecho natural y divino, y, por tanto, de manera inderogable, ineluctable, insubrogable"(31).

AL ESTADO

   13. De este primado de la misión educativa de la Iglesia y de la Familia, así como resultan grandísimas ventajas, según hemos visto, para toda la sociedad, así también ningún daño puede seguirse a los verdaderos y propios derechos del Estado respecto a la educación de los ciudadanos, conforme al orden por Dios establecido.

a) En orden al bien común

   Estos derechos los ha comunicado a la sociedad civil el mismo

   Autor de la Naturaleza, no a título de paternidad, como a la Iglesia y a la Familia, pero si por la autoridad que le compete para promover el bien común temporal, que no es otro su fin propio. Por consiguiente, la educación no puede pertenecer a la sociedad civil del mismo modo que pertenece a la Iglesia y a la Familia, sino de manera diversa correspondiente a su fin propio.

b) Dos funciones

   Ahora bien; este fin, el bien común de orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada uno de los individuos puedan gozar en el ejercicio de sus derechos, y a la vez en el mayor bienestar posible en la vida presente, mediante la unión y la coordinación de la actividad de todos. Doble es, pues, la función de la autoridad civil, que reside en el Estado: proteger y promover; y no absorber a la familia y al individuo, o suplantarlos.

   Por lo tanto, en orden a la educación, es derecho, o, por mejor decir, deber del Estado, proteger en sus leyes el derecho anterior -que arriba dejamos descrito- de la Familia en la educación cristiana de la prole; y, por consiguiente, respetar el derecho sobrenatural de la Iglesia sobre tal educación cristiana.

   Igualmente toca al Estado proteger el mismo derecho en la prole cuando venga a faltar física o moralmente la obra de los padres, por defecto, incapacidad o indignidad, ya que el derecho educativo de ellos como arriba declaramos, no es absoluto o despótico, sino dependiente de la ley natural y divina, y por tanto, sometido a la autoridad y juicio de la Iglesia, y también a la vigilancia y tutela jurídica del Estado en orden al bien común; y además la Familia no es sociedad perfecta que tenga en sí todos los medios necesarios para su perfeccionamiento.

   En tal caso, por lo demás excepcional, el Estado no suplanta ya a la Familia, sino suple el defecto y lo remedia con medios idóneos, siempre en conformidad con los derechos naturales de la prole y los derechos sobrenaturales de la Iglesia.

   Además, en general, es derecho y deber del Estado proteger, según las normas de la recta razón y de la fe, la educación moral y religiosa de la juventud, removiendo de ella las causas públicas a ella contraria.

   Principalmente pertenece al Estado, en orden al bien común, promover de muchas maneras la misma educación e instrucción de la juventud. Ante todo y directamente, favoreciendo y ayudando a las iniciativas y acción de la Iglesia y de las familias, cuya grande eficacia demuestran la historia y la experiencia. Luego, complementando esta obra, donde ella no alcanza y no basta, aun por medio de escuelas e instituciones propias, porque el Estado más que ningún otro está provisto de medios puestos a su disposición para las necesidades de todos y es justo que los emplee para provecho de aquellos mismos de quienes proceden(32).

   Además el Estado puede exigir y, por tanto, procurar que todos los ciudadanos tengan el conocimiento necesario de sus deberes civiles y nacionales, y cierto grado de cultura intelectual, moral y física, que el bien común, atendidas las condiciones de nuestros tiempos, verdaderamente exija.

   Sin embargo, es claro que en todos estos modos de promover la educación y la instrucción pública y privada, el Estado debe respetar los derechos nativos de la Iglesia y de la familia a la educación cristiana, además de observar la justicia distributiva. Por tanto, es injusto e ilícito todo monopolio educativo o escolar, que fuerce física o moralmente a las familias a acudir a las escuelas del Estado contra los deberes de la conciencia cristiana, o aun contra sus legítimas preferencias.

c) ¿Qué educación puede reservarse el Estado?

   14. Pero esto no quita que para la recta administración de la cosa pública y para la defensa interna y externa de la paz, cosas tan necesarias para el bien común y que exigen especiales aptitudes y especial preparación, el Estado reserve la institución y dirección de escuelas preparatorias para alguno de sus cargos, y señaladamente para la milicia, con tal que tenga cuidado de no violar los derechos de la Iglesia y de la Familia en lo que a ellas concierne. No es inútil repetir aquí en particular esta advertencia, porque en nuestros tiempos (en los que se va difundiendo un nacionalismo tan exagerado y falso como enemigo de la verdadera paz y prosperidad) se suele pasar más allá de los justos límites al ordenar militarmente la educación así llamada física de los jóvenes, (y a veces de las jóvenes, contra la naturaleza misma de las cosas humanas), y aun con frecuencia usurpando más de lo justo, en el día del Señor el tiempo que debe dedicarse a los deberes religiosos y al santuario de la vida familiar. No queremos, por lo demás, censurar lo que puede haber de bueno en el espíritu de disciplina y de legítimo arrojo en tales métodos, sino solamente el exceso, como, por ejemplo, el espíritu de violencia, que no hay que confundir con el espíritu de fortaleza ni con el noble sentimiento del valor militar en defensa de la patria y del orden público; como también la exaltación del atletismo, que aun para la edad clásica pagana señaló la degeneración y decadencia de la verdadera educación física.

   En general, pues, no sólo para la juventud, sino para todos las edades y condiciones, pertenece a la sociedad civil y al Estado la educación, que puede llamarse cívica, la cual consiste en el arte de presentar públicamente a los individuos asociados tales objetos de conocimiento racional, de imaginación y de sensación, que inviten a las voluntades hacia lo honesto y lo persuadan con una necesidad moral ya sea en la parte positiva que presenta tales objetos, ya sea en la negativa, que impide los contrarios(33). Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que comprende casi toda la obra del Estado en favor del bien común, así como debe conformarse con las normas de la rectitud, así no puede contradecir a la doctrina de la Iglesia, divinamente constituida Maestra de dichas normas.

d) Relaciones entre la Iglesia y el Estado

   15. Cuanto hemos dicho hasta aquí acerca de la intervención del Estado en orden a la educación, descansa sobre el fundamento solidísimo e inmutable de la doctrina católica "de Civitatum constitutione Christiana", tan egregiamente expuesta por Nuestro Predecesor León XIII, particularmente en las Encíclicas "Inmortale Dei" y "Sapientiae christianae", a saber: "Dios ha dividido entre dos potestades el gobierno del género humano, la eclesiástica y la civil, poniendo a la una al frente de las cosas divinas, y a la otra, al frente de las humanas. Ambas supremas cada una en su orden: la una y la otra tienen límites fijos que las incluyen, inmediatamente determinados por la naturaleza y por el fin de cada una; de modo que viene a tratarse como una esfera dentro de la cual se desenvuelve con exclusivo derecho la acción de cada una. Pero, pues unos mismos súbditos están sometidos a uno y otro poder, y puede suceder que la misma materia, aunque bajo aspectos diversos, caiga bajo la competencia y criterio de cada uno de ellos, sin duda Dios providentísimo, de quien ambos dimanan, debe haber señalado con recto orden a cada uno sus caminos. Los poderes que existan, están por Dios ordenados"(34).

   Ahora bien, la educación de la juventud es precisamente una de esas que pertenecen a la Iglesia y al Estado, "aunque de diversa manera", como arriba hemos expuesto. "Debe, pues -prosigue León XIII- reinar entre las dos potestades una ordenada armonía: coordinación que sin causa se compara a aquélla en virtud de la cual se juntan en el hombre el alma y el cuerpo. Cuál y cuán grande sea esta coordinación nadie podrá juzgarlo sino reflexionando, como dijimos, sobre la naturaleza de cada una de ellas, puesta la vista en la excelencia y nobleza del fin; pues ha sido próxima y propiamente confiado a la una el fomentar el provecho de las cosas mortales y a la otra, en cambio, el procurar los bienes celestiales y sempiternos. Así que, cuanto por algún concepto hay de sagrado en las cosas humanas, cuanto se refiere a la salud de las almas y al culto de Dios sea así por su misma naturaleza o como tal se considere en razón del fin a que tiende, todo ello cae bajo el poder y las direcciones de la Iglesia; lo demás, que queda en el orden civil y político, justo es que dependa de la autoridad civil, habiendo Jesucristo mandado dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios"(35).

   Quienquiera que rehusase admitir estos principios consiguientemente el aplicarlos a la educación, vendría necesariamente a negar que Cristo ha fundado la Iglesia para la salvación eterna de los hombres, y a sostener que la sociedad civil y el Estado no están sujetos a Dios y a su ley natural y divina. Lo cual es evidentemente impío, contrario a la sana razón y, de un modo particular en materia de educación, extremadamente pernicioso para la recta formación de la juventud y seguramente ruinoso para la misma sociedad civil y el verdadero bienestar de la sociedad humana. Al contrario, de la aplicación de estos principios no puede menos de provenir una utilidad grandísima para la recta formación de los ciudadanos. Los sucesos de todas las edades lo demuestran sobradamente; por eso como Tertuliano, para los primeros tiempos del Cristianismo en su "Apologética", así san Agustín, para los suyos, podía desafiar a todos los adversarios de la Iglesia Católica -nosotros, en nuestros tiempos, podemos repetir con él-: "Por lo cual los que dicen que la doctrina de Cristo es dañosa a la república, que presenten un ejército formado de soldados tales cuales los manda ser la doctrina de Cristo; que presenten tales súbditos, tales maridos, tales cónyuges, tales padres, tales hijos, tales señores, tales siervos, tales reyes, tales jueces y, finalmente, tales contribuyentes y exactores del fisco, cuales la doctrina cristiana manda que sean, y atrévanse luego a llamarla nociva al Estado; más bien no duden un instante en proclamarla, donde ella se observe, la gran salvación del Estado"(36).

   16. Y tratándose de educación, viene aquí a propósito hacer notar cuán bien ha expresado esta verdad católica, confirmada por los hechos, en los tiempos más recientes, en el período del Renacimiento, un escritor eclesiástico muy benemérito de la educación cristiana, el piísimo y docto cardenal Silvio Antoniano, discípulo del admirable educador san Felipe Neri, maestro y secretario para las cartas latinas de san Carlos Borromeo, a cuya instancia y bajo cuya inspiración escribió el áureo tratado "De la educación cristiana de los hijos", en el que él así razona:

e) Necesidad y ventajas de la armonía con la Iglesia

   "Cuanto más el gobierno temporal se armoniza a sí mismo con el espiritual, y más le favorece y promueve, tanto mas concurre a la conservación de la república. Porque mientras el jefe eclesiástico procura formar un buen cristiano con su autoridad y medios espirituales, conforme a su fin, al mismo tiempo procura por consecuencia necesaria hacer un buen ciudadano, tal cual debe ser bajo el gobierno político. Ocurre así, porque en la Santa Iglesia Apostólica Romana, ciudad de Dios, una misma cosa es absolutamente el buen ciudadano y el hombre honrado. Por esto, gravemente yerran los que separan cosas tan unidas, y piensan poder tener buenos ciudadanos con otras reglas, y por otras vías distintas de las que contribuyen a formar el buen cristiano. Diga y hable la prudencia humana cuanto le plazca, no es posible que produzca verdadera paz, verdadera tranquilidad temporal nada de cuanto sea enemigo y se aparte de la paz y eterna felicidad"(37).

   17. Como el Estado, tampoco la ciencia, el método científico y la investigación científica tienen nada que temer del pleno y perfecto mandato educativo de la Iglesia. Los institutos católicos, sea cualquiera el grado a que pertenezcan en la enseñanza y en la ciencia, no tienen necesidad de apología. El favor de que gozan, las alabanzas que reciben, las producciones científicas que promueven y multiplican, y más que nada los sujetos plena y exquisitamente preparados que proporcionan a la magistratura, a las profesiones, a la enseñanza, a la vida en todas sus manifestaciones, deponen más que suficientemente en su favor(38).

   Hechos que, por lo demás, no son sino una espléndida confirmación de la doctrina católica, definida por el Concilio Vaticano I: "La fe y la razón no sólo no pueden jamás contradecirse, sino que se prestan recíproca ayuda, porque la recta razón demuestra las bases de la fe, e iluminada con la luz de ésta cultiva la ciencia de las cosas divinas; a su vez la fe libra y protege de los errores a la razón y la enriquece con variados conocimientos". Tan lejos está, pues, la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y de las disciplinas humanas, que de mil maneras lo ayuda o lo promueve. Porque ni ignora ni desprecia las ventajas que de ellas provienen para la vida de la humanidad; antes bien, confiesa que ellas, como vienen de Dios, Señor de las ciencias, así, rectamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. Y de ninguna manera prohíbe que semejantes disciplinas, "cada una dentro de su esfera, usen principios propios y propio método; pero, una vez reconocida esta justa libertad, cuidadosamente atiende a que oponiéndose por ventura a la doctrina divina, no caigan en errores, o traspasando sus propios límites, ocupen y perturben el campo de la fe"(39).

   Esta norma de la justa libertad científica es, a la vez, norma inviolable de la justa libertad didáctica o libertad de enseñanza rectamente entendida; y debe ser observada en cualquier enseñanza doctrinal y con obligación mucho más grave de justicia, en la enseñanza dada a la juventud, ya porque respecto a ésta ningún maestro público o privado tiene derecho educativo absoluto, sino participado; ya porque todo niño o joven cristiano tiene estricto derecho a una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia, columna y fundamento de la verdad, y le causaría grave injusticia quienquiera que turbase su fe, abusando de la confianza de los jóvenes para con los maestros y de su natural inexperiencia y desordenada inclinación a una libertad absoluta, ilusoria y falsa.

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