Magisterio de la Iglesia

Sapientiae Christianae
Encíclica

 

LEÓN XIII
Acerca de las obligaciones de los cristianos
10 de enero de 1890

1. Dios es el fin del individuo 

   Cada día se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están por venir.

   Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad sólo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.

Dios, fin de la sociedad doméstica y civil 

   Y lo que se dice de los individuos se ha de entender también de la sociedad, ya sea doméstica o civil. Porque la sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el hombre como fin, sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su propia perfección. Si, pues, alguna sociedad, fuera de las ventajas materiales y progreso social, con exquisita profusión y gusto procurados, ningún otro fin se propusiera; si en el gobierno de los pueblos menosprecia a Dios y para nada se cuida de las leyes morales, se desvía lastimosamente del fin que su naturaleza misma le prescribe, mereciendo, no ya el concepto de comunidad o reunión de hombres, sino más bien el de engañosa imitación y simulacro de sociedad.

2. La Religión despreciada

   Ahora bien: el esplendor de aquellos bienes del alma, antes mencionados, los cuales principalmente se encuentran en la práctica de la verdadera religión y en la observancia fiel de los preceptos cristianos, vemos que cada día se eclipsa más en los ánimos por el olvido o menosprecio de los hombres, de tal manera que, cuanto mayor sea el aumento en lo que a los bienes del cuerpo se refiere, tanto más caminan hacia el ocaso los que pertenecen al alma. De cómo se ha disminuido o debilitado la fe cristiana, son prueba eficaz los insultos con que a vista de todos se injuria con desusada frecuencia a la religión católica: injurias que en otra época, cuando la religión estaba en auge, de ningún modo se hubieran tolerado.

3. La paz confiada a la sola fuerza

   Por esta causa es increíble la asombrosa multitud de hombres que ponen en peligro su eterna salvación; los pueblos mismos y los reinos no pueden por mucho tiempo conservarse incólumes, porque con la ruina de las instituciones y costumbres cristianas, menester es que se destruyan los fundamentos que sirven de base a la sociedad humana. Se fía la paz pública y la conservación del orden a la sola fuerza material, pero la fuerza, sin la salvaguardia de la religión, es por extremo débil: a propósito para engendrar la esclavitud más bien que la obediencia, lleva en sí misma los gérmenes de grandes perturbaciones. Ejemplo de lamentables desgracias nos ofrece lo que llevamos de siglo, sin que se vea claro si acaso no han de temerse otras semejantes.

4. Remedios de los males. 
    Materia de la Encíclica.
    La norma cristiana

   Y así, la misma condición de los tiempos aconseja buscar el remedio donde conviene, que no es otro sino restituir a su vigor, así en la vida privada como en todos los sectores de la vida social, la norma de sentir y obrar cristianamente, única y excelente manera de extirpar los males presentes, y precaver los peligros que amenazan. A este fin, Venerables Hermanos, debemos dirigir Nuestros esfuerzos, y procurarlo con todo ahínco y por cuantos medios estén a Nuestro alcance; por lo cual, aunque en diferentes ocasiones, según ofrecía la oportunidad, ya enseñamos lo mismo, juzgamos, sin embargo, en esta Encíclica, señalar más distintamente los deberes de los cristianos, porque, si se observan con diligencia, contribuyen por maravillosa manera al bienestar social. Asistimos a una contienda ardorosa y casi diaria en torno a intereses de la mayor monta; y en esta lucha, muy difícil es no ser alguna vez engañados, ni engañarse, ni que muchos no se desalienten y caigan de ánimo. Nos corresponde, Venerables Hermanos, advertir a cada uno, enseñar y exhortar conforme a las circunstancias, para que nadie se aparte del camino de la verdad.

5. Los deberes de los cristianos para con la Iglesia

   No puede dudarse de que en la vida práctica son mayores en número y gravedad los deberes de los cristianos que los de quienes, o tienen de la religión católica ideas falsas, o la desconocen por completo. Cuando, redimido el linaje humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio a toda criatura, impuso también a todos los hombres la obligación de aprender y creer lo que les enseñaren; y al cumplimiento de este deber va estrechamente unida la salvación eterna. El que creyere y fuere bautizado será salvo; pero el que no creyere se condenará(1). Pero al abrazar el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo acto se constituye en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se hace miembro de aquélla amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo su cabeza visible, Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad suprema, al Romano Pontífice.

8. Disposición de los cristianos para con la Iglesia

   Ahora bien: si por ley natural estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia. Porque la Iglesia es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por Él mismo establecida, la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los hombres, y los instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por consiguiente, se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.

7. Son compatibles los dos amores: a la Iglesia y a la Patria

   Por lo demás, si queremos sentir rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia y el que naturalmente se debe a la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, puesto que de entrambos es causa y autor el mismo Dios; de donde se sigue que no puede haber oposición entre los dos. Ciertamente, una y otra cosa podemos y debemos: amarnos a nosotros mismos y desear el bien de nuestros prójimos, tener amor a la patria y a la autoridad que la gobierna; pero al mismo tiempo debemos honrar a la Iglesia como a madre, y con todo el afecto de nuestro corazón amar a Dios.

8. El recto orden de los dos amores se trastorna

   Y, sin embargo, o por lo desdichado de los tiempos o por la voluntad menos recta de los hombres, alguna vez el orden de estos deberes se trastorna. Porque se ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado, y otra contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha, y el poner a la virtud a prueba en el combate. Manda una y otra autoridad, y como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible: Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores(2); y así es menester faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena. Cuál deba llevar la preferencia, nadie puede ni dudarlo.

En caso de conflicto, primero Dios

   Impiedad es por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o bajo color de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia...: Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres (3); y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilícitas, eso mismo en igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes; pero debe arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar, como un desertor, la causa de Dios y la Iglesia.

9. Esto no es revolución - El espíritu de la ley

   Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de sediciosa. Hablamos de cosas sabidas y Nos mismo las hemos explicado ya otras veces. La ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien únicamente pertenece el dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de Dios. Sagrado es, por cierto, para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor(4); pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un crimen, que por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, pues pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado.

   Échase también de ver nuevamente cuán injusta sea la acusación de rebelión; porque no se niega la obediencia debida al príncipe y a los legisladores, sino que se apartan de su voluntad únicamente en aquellos preceptos para los cuales no tienen autoridad alguna, porque las leyes hechas con ofensa de Dios son injustas, y cualquiera otra cosa podrán ser menos leyes.

10. Amor a la Iglesia y la Patria es doctrina apostólica

   Bien sabéis, Venerables Hermanos, ser ésta la mismísima doctrina del apóstol San Pablo, el cual como escribiese a Tito que se debía aconsejar a los cristianos que estuviesen sujetos a los príncipes y potestades y obedecer a sus mandatos, inmediatamente añade que estuviesen dispuestos a toda obra buena(5), para que constase ser lícito desobedecer a las leyes humanas cuando decretan algo contra la ley eterna de Dios. Por modo semejante, el Príncipe de los Apóstoles, a los que intentaban arrebatarle la libertad en la predicación del Evangelio, con aliento sublime y esforzado respondía: Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído(6).

   Amar, pues, a una y otra patria, la natural y la de la ciudad celestial, pero de tal manera que el amor de ésta ocupe lugar preferente en nuestro corazón, sin permitir jamás que a los derechos de Dios se antepongan los derechos del hombre, es el principal deber de los cristianos, y como fuente de donde se derivan todos los demás deberes. Y a la verdad que el libertador del linaje humano: Yo, dice de sí mismo, para esto he nacido y con este fin vine al mundo, para dar testimonio de la verdad(7) , y asimismo, he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?(8). En el conocimiento de esta verdad, que es la perfección suma del entendimiento, y en el amor divino, que de igual modo perfecciona la voluntad, consiste toda la vida y libertad cristiana. Y ambas cosas, la verdad y la caridad, como patrimonio nobilísimo legado a la Iglesia por Jesucristo, lo conserva y defiende ésta con incesante esmero y vigilancia.

11. La guerra del naturalismo a la Iglesia

   Pero cuán encarnizada y múltiple es la guerra que ha estallado contra la Iglesia, ni siquiera es preciso decirlo. Porque como quiera que le ha cabido en suerte a la razón, ayudada por las investigaciones científicas, descubrir muchos secretos velados antes por la naturaleza y aplicarlos convenientemente a los usos de la vida, se han envanecido los hombres de tal modo, que creen poder ya lanzar de la vida social de los pueblos a Dios y su divino gobierno.

   Llevados de semejante error, transfieren a la naturaleza humana el principado arrancado a Dios; propalan que sólo en la naturaleza ha de buscarse el origen y norma de toda verdad; que de ella provienen y a ella han de referirse cuantos deberes impone la religión. Por lo tanto, que ni ha sido revelada por Dios verdad alguna, ni para nada ha de tenerse en cuenta la institución cristiana en las costumbres, ni se debe obedecer a la Iglesia; que ésta ni tiene potestad para dar leyes ni posee derecho alguno; más aún: que no debe hacerse mención de ella en las constituciones de los pueblos. Ambicionan y por todos los medios posibles procuran apoderarse de los cargos públicos y tomar las riendas en el gobierno de los Estados, para poder así más fácilmente, según tales principios, arreglar las leyes y educar los pueblos. Y así vemos la gran frecuencia con que o claramente se declara la guerra a la religión católica, o se la combate con astucia; mientras conceden amplias facultades para propagar toda clase de errores y se ponen fortísimas trabas a la pública profesión de las verdades religiosas.

12. Estudio y oración por la fe

   En circunstancias tan lamentables, ante todo es preciso que cada uno entre en sí mismo, procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de los peligros, y señaladamente siempre bien armado contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse. Y como quiera que no sólo se ha de conservar en todo su vigor pura e incontaminada la fe cristiana, sino que es preciso robustecerla más cada día con mayores aumentos, de aquí la necesidad de acudir frecuentemente a Dios con aquélla humilde y rendida súplica de los Apóstoles: Aumenta en nosotros la fe (9). 

Obligación del individuo y de la Iglesia de propagar la fe

   Es de advertir que en este orden de cosas que pertenecen a la fe cristiana hay deberes cuya exacta y fiel observancia, si siempre fue necesaria para la salvación, lo es incomparablemente más en estos tiempos. Porque en tan grande y universal extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio de la verdad y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a cumplir siempre e inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor de Dios y la salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia, no sólo deben guardar incólume la fe los que mandan, sino que cada uno esté obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles(10). Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde, o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro, contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del nombre cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.

13. Condenación de la desidia

   Y tanto más se ha de vituperar la desidia de los cristianos cuanto que se puede desvanecer las falsas acusaciones y refutar las opiniones erróneas, ordinariamente con poco trabajo; y, con alguno mayor, siempre. Finalmente, a todos es dado oponer y mostrar aquella fortaleza que es propia de los cristianos, y con la cual no raras veces se quebrantan los bríos de los adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de que el cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria. Confiad: yo he vencido al mundo (11). Y no oponga nadie que Jesucristo, conservador y defensor de la Iglesia, de ningún modo necesita del auxilio humano; porque, no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su voluntad, quiere que pongamos alguna cooperación para obtener y alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha granjeado.

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