Magisterio de la Iglesia

Rerum novarum

6. Rechaza la intromisión del Estado

   Ni hay para qué se entrometa en esto el cuidado providencial del Estado, porque más antiguo que el Estado, es el hombre y antes que se formase Estado alguno, debió recibir el hombre de la naturaleza el derecho de cuidar su vida y de su cuerpo. Más el haber dado Dios la tierra a todo el linaje humano, para que use de ella y la disfrute, no se opone de manera alguna a la existencia de propiedades privadas.

Los designios divinos no se oponen a la propiedad

   Porque decir que Dios ha dado la tierra en común a todo el género humano, no es decir que todos los hombres indistintamente sean señores de toda ella, sino que no señaló Dios a ninguno en particular, la parte que había de poseer, dejando a la industria de los individuos y a las leyes de los pueblos la determinación de lo que cada uno en particular había de poseer. Por lo demás, aún después de poseer, entre personas particulares, no cesa la tierra de servir a la utilidad común, pues no hay mortal alguno que no se sustente de lo que produce la tierra. Los que carecen de capital lo suplen con su trabajo, de suerte que con verdad se puede afirmar que todo el arte de adquirir lo necesario para la vida y mantenimiento, se funda en el trabajo que, o se emplea en una finca o en una industria lucrativa, cuyo salario, en último término, de los frutos de la tierra se saca o con ellos se permuta.

7. La propiedad privada es conforme a la naturaleza del hombre

   Dedúcese de aquí también, que la propiedad privada es claramente conforme a la naturaleza. Porque las cosas que para conservar la vida, y más aún, las que para perfeccionarla son necesarias, prodúcelas la tierra, es verdad, con grande abundancia, más sin el cultivo y cuidado de los hombres no las podría producir. Ahora bien, cuando en preparar estos bienes naturales gasta el hombre la industria de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por el mismo hecho se aplica a sí aquella parte de la naturaleza material que cultivó y en la que dejó impresa una como huella o figura de su propia persona; de modo que no puede menos de ser conforme a la razón que aquella parte la posea el hombre como suya y a nadie de manera alguna le sea lícito violar su derecho.

Sería injusto el despojo de las mejoras efectuadas

Tan clara es la fuerza de estos argumentos que causa admiración ver que haya algunos que piensan de otro modo, resucitando envejecidas opiniones, las cuales conceden, es verdad, al hombre, aun como particular, el uso de la tierra y de los frutos varios que ella, con el cultivo, produce; pero abiertamente le niegan el derecho de poseer como señor y dueño el solar sobre el que levantó un edificio o la hacienda que cultivó, y no ven que, al negar este derecho al hombre, le quitan cosas adquiridas con su trabajo. Pues un campo, cuando lo cultiva la mano y lo trabaja la industria del hombre, cambia muchísimo de condición, hácese de silvestre, fructuoso y de estéril, feraz. Y estas mejoras de tal modo se adhieren y confunden con el terreno, que muchas de ellas son de él inseparables. Ahora bien: que venga a apoderarse y disfrutar del pedazo de tierra en que depositó otro su propio sudor, ¿lo permitirá la justicia? Como los efectos siguen a la causa de que son efectos, así el fruto del trabajo es justo que pertenezca a los que trabajaron.

8. Consentimiento unánime del género humano al respecto

   Con razón, pues, la totalidad del género humano, haciendo poco caso de las opiniones discordes de unos pocos, y estudiando diligentemente la naturaleza, halla el fundamento de la división de bienes y de la propiedad privada en la misma ley natural; tanto que, como muy conformes y convenientes a la paz y tranquilidad de la vida, las ha consagrado con el uso de todos los siglos. Este derecho, de que hablamos, lo confirman y hasta con la fuerza lo defienden, las leyes civiles que, cuando son justas, derivan su eficacia de la misma ley natural. Y este mismo derecho sancionaron con su autoridad las divinas leyes, que aun el desear lo ajeno severamente prohíben. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su casa, ni campo, ni sierva, ni buey, ni asno, ni cosa alguna de las que son suyas(5).  

9. La propiedad familiar y la sociedad doméstica 

   Estos derechos, que a los hombres aun separados competen, se ve que son aún más fuertes si se los considera trabados y unidos con los deberes que los mismos hombres tienen cuando viven en familia. En cuanto a elegir el género de la vida, no hay duda que puede cada uno a su arbitrio escoger una de dos cosas: o seguir el consejo de Jesucristo, guardando virginidad, o ligarse con los vínculos del matrimonio. Ninguna ley humana puede quitar al hombre el derecho natural y primario que tiene a contraer matrimonio, ni puede tampoco ley alguna humana poner de ningún modo límites a la causa principal del matrimonio, cual la estableció la autoridad de Dios, en el principio: Creced y multiplicaos(6). He aquí la familia o sociedad doméstica, pequeña, a la verdad, pero verdadera sociedad y anterior a todo Estado, y que, por lo tanto, debe tener derechos y deberes propios, y que de ninguna manera dependan del Estado. Es menester, pues, traspasar al hombre, como cabeza de familia, aquel derecho de propiedad, que hemos demostrado que la naturaleza dio a cada uno en particular; más aún este derecho es tanto mayor y más fuerte cuanto son más las cosas que en la sociedad doméstica abarca la persona del hombre. Es ley santísima de la naturaleza que deba el padre de familia defender, alimentar, y, con todo género de cuidados, atender a los hijos que engendró; y de la misma naturaleza se deduce que a los hijos, los cuales en cierto modo reproducen y perpetúan la persona del padre, deba éste querer adquirirles y prepararles los medios con que honradamente puedan, en la peligrosa carrera de la vida, defenderse de la desgracia. Y esto no lo puede hacer sino poseyendo bienes útiles, que pueda en herencia transmitir a sus hijos.

El Estado y la familia

   Lo mismo que el Estado, es la familia, como antes hemos dicho, una verdadera sociedad, regida por un poder que es propio, a saber: el paterno. Por esto, dentro de los límites que su fin próximo le prescribe, tiene la familia, en el procurar y aplicar los medios que para su bienestar y justa libertad son necesarios, derechos iguales, por lo menos, a los de la sociedad civil. Iguales, por lo menos hemos dicho, porque, como la familia o sociedad doméstica se concibe y de hecho existe antes que la sociedad civil, síguese que los derechos y deberes de aquella son anteriores y más inmediatamente naturales que los de ésta. Y si los ciudadanos, si las familias, al formar parte de una comunidad y sociedad humana hallasen, en vez de auxilio, estorbo, y en vez de defensa disminución de su derecho, sería más bien de aborrecerse que de desearse la sociedad civil.

10. Prioridad de la familia

   Querer, pues, que se entrometa el poder civil hasta en lo íntimo del hogar, es un grande y pernicioso error. Cierto que si alguna familia se hallase en extrema necesidad y no pudiese valerse ni salir por sí de ella de manera alguna, justo sería que la autoridad pública remediase esta necesidad extrema, por ser cada una de las familias una parte de la sociedad. Y del mismo modo, si dentro del hogar doméstico surgiera una perturbación grave de los derechos mutuos, interpóngase la autoridad pública para dar a cada uno lo suyo, pues no es justo usurpar los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y asegurarlos con una justa y debida tutela. Pero es menester que aquí se detengan los que tienen el cargo de la cosa pública; pasar de esos límites no lo permite la naturaleza. Porque es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el Estado, puesto que su principio es igual e idéntico al de la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del padre, y como una amplificación de la persona del padre; y si queremos hablar con propiedad, no por sí mismos, sino por la comunidad doméstica, en que fueron engendrados, entran a formar parte de la sociedad civil. Y por esta razón, porque los hijos son naturalmente algo del padre, antes de que lleguen a tener el uso de su libre albedrío, están sujetos al cuidado de sus padres(7). Cuando, pues, los socialistas, descuidada la providencia de los padres, introducen en su lugar la del Estado, obran contra la justicia natural, y disuelven la trabazón del hogar doméstico.

11. Consecuencias en la comunidad

   Y fuera de esta injusticia, véase demasiado claro cual sería en todas las clases el trastorno y perturbación a lo que seguiría una dura y odiosa esclavitud de los ciudadanos. Abriríase la puerta a mutuos odios, murmuraciones y discordias; quitado al ingenio y diligencia de cada uno todo estímulo, secaríanse necesariamente las fuentes mismas de la riqueza, y esa igualdad que en su pensamiento se forja, no sería realmente otra cosa sino un estado tan triste como innoble de todos los hombres sin distinción alguna. De todo lo cual se ve que aquel dictamen de los socialistas, a saber, que toda propiedad ha de ser común, debe absolutamente rechazarse, porque perjudica a los mismos a quienes se trata de socorrer; pugna con los derechos naturales de los individuos y perturba los deberes del Estado y la tranquilidad común. Quede, pues, sentado que cuando se busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente y como fundamento de todo se ha de tener, es esto: que se debe guardar intacta la propiedad privada. Esto probado, vamos a declarar dónde hay que ir a buscar el remedio que conviene.  

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