Magisterio de la Iglesia
Arcanum Divinae Sapientiae
IV. LOS REMEDIOS 18. El poder civil Siendo las cosas así, los gobernantes y estadistas, de haber querido seguir los dictados de la razón, de la sabiduría y de la misma utilidad de los pueblos, debieron preferir que las sagradas leyes sobre el matrimonio permanecieran intactas y prestar a la Iglesia la oportuna ayuda para tutela de las costumbres y prosperidad de las familias, antes que constituirse en sus enemigos y acusarla falsa e inicuamente de haber violado el derecho civil. Y esto con tanta mayor razón cuanto que la Iglesia, igual que no puede apartarse en cosa alguna del cumplimiento de su deber y de la defensa de su derecho, así suele ser, sobre todo, propensa a la benignidad y a la indulgencia en todo lo que sea compatible con la integridad de sus derechos y con la santidad de sus deberes. Por ello jamás dictaminó nada sobre matrimonios sin tener en cuenta el estado de la comunidad y las condiciones de los pueblos, mitigando en más de una ocasión, en cuanto le fue posible, lo establecido en sus leyes, cuando hubo causas justas y graves para tal mitigación. Tampoco ignora ni niega que el sacramento del matrimonio, encaminado también a la conservación y al incremento de la sociedad humana, tiene parentesco y vinculación con cosas humanas, consecuencias indudables del matrimonio, pero que caen del lado de lo civil y respecto de las cuales con justa competencia legislan y entienden los gobernantes del Estado. 19. El poder eclesiástico Nadie duda que el fundador de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo, quiso que la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres y expeditas cada una de ellas en el desempeño de sus respectivas funciones; pero con este aditamento: que a las dos conviene y a todos los hombres interesa que entre las dos reinen la unión y la concordia, y que en aquellas cosas que, aun cuando bajo aspectos diversos, son de derecho y juicio común, una, la que tiene a su cargo las cosas humanas, dependa oportuna y convenientemente de la otra, a que se han confiado las cosas celestiales. En una composición y casi armonía de esta índole se contiene no sólo la mejor relación entre las potestades, sino también el modo más conveniente y eficaz de ayuda al género humano, tanto en lo que se refiere a los asuntos de esta vida cuanto en lo tocante a la esperanza de la salvación eterna. En efecto, así como la inteligencia de los hombres, según hemos expuesto en anteriores encíclicas, si está de acuerdo con la fe cristiana, gana mucho en nobleza y en vigor para desechar los errores, y, a su vez, la fe recibe de ella no pequeña ayuda, de igual manera, si la potestad civil se comporta amigablemente con la Iglesia, las dos habrán de salir grandemente gananciosas. La dignidad de la una se enaltece, y yendo por delante la religión, jamás será injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela y de defensa para el bien común de los fieles. Nos, por consiguiente, movidos por esta consideración de las cosas, con el mismo afecto que otras veces lo hemos hecho, invitamos de nuevo con toda insistencia en la presente a los gobernantes a estrechar la concordia y la amistad, y somos Nos el primero en tender, con paternal benevolencia, nuestra diestra con el ofrecimiento del auxilio de nuestra suprema potestad, tanto más necesario en estos tiempos cuanto que el derecho de mandar, cual si hubiera recibido una herida, se halla debilitado en la opinión de los hombres. Ardiendo ya los ánimos en el más osado libertinaje y vilipendiando con criminal audacia todo yugo de autoridad, por legítima que sea; la salud pública postula que las fuerzas de las dos potestades se unan para impedir los daños que amenazan no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil. 20. Exhortación a los obispos Mas, al mismo tiempo que aconsejamos insistentemente la amigable unión de las voluntades y suplicamos a Dios, príncipe de la paz, que infunda en los ánimos de todos los hombres el amor de la concordia, no podemos menos de incitar, venerables hermanos, exhortándoos una y otra vez, vuestro ingenio, vuestro celo y vigilancia, que sabemos que es máxima en vosotros. En cuanto esté a vuestro alcance, con todo lo que pueda vuestra autoridad, trabajad para que entre las gentes confiadas a vuestra vigilancia se mantenga íntegra e incorruptible la doctrina que enseñaron Cristo Nuestro Señor y los apóstoles, intérpretes de la voluntad divina, y que la Iglesia católica observó religiosamente ella misma y mandó que en todos los tiempos observaran los fieles cristianos. Tomaos el mayor cuidado
de que los pueblos abunden en los preceptos de la sabiduría cristiana y
no olviden jamás que el matrimonio no fue instituido por voluntad de los
hombres, sino en el principio por autoridad y disposición de Dios, y
precisamente bajo esta ley, de que sea de uno con una; y que Cristo, autor
de la Nueva Alianza, lo elevó de menester de naturaleza a sacramento y
que, por lo que atañe al vínculo, atribuyó la potestad legislativa y
judicial a su Iglesia. Acerca de esto habrá que tener mucho cuidado de
que las mentes no se vean arrastradas por las falaces conclusiones de los
adversarios, según los cuales esta potestad le ha sido quitada a la
Iglesia. Todos deben igualmente saber que, si se llevara a cabo entre
fieles una unión de hombre con mujer fuera del sacramento, tal unión
carece de toda fuerza y razón de legítimo matrimonio; y que, aun cuando
se hubiera verificado convenientemente conforme a las leyes del país,
esto no pasaría de ser una práctica o costumbre introducida por el
derecho civil, y este derecho sólo puede ordenar y administrar aquellas
cosas que los matrimonios producen de sí en el orden civil, las cuales
claro está que no podrán producirse sin que exista su verdadera y legítima
causa, es decir, el vínculo nupcial. 21. Matrimonios con acatólicos Deberá evitarse también que se contraigan fácilmente matrimonios con acatólicos, pues cuando no existe acuerdo en materia religiosa, apenas si cabe esperar que lo haya en lo demás. Más aún: dichos matrimonios deben evitarse a toda costa, porque dan ocasión a un trato y comunicación vedados sobre cosas sagradas, porque crean un peligro para la religión del cónyuge católico, porque impiden la buena educación de los hijos y porque muchas veces impulsan a considerar a todas las religiones a un mismo nivel, sin discriminación de lo verdadero y de lo falso. Entendiendo, por último, que nadie puede ser ajeno a nuestra caridad, encomendamos a la autoridad de la fe y a vuestra piedad, venerables hermanos, a aquellos miserables que, arrebatados por la llama de las pasiones y olvidados por completo de su salvación, viven ilegalmente, unidos sin legítimo vínculo de matrimonio. Empeñad todo vuestro diligente celo en atraer a éstos al cumplimiento del deber, y, directamente vosotros o por mediación de personas buenas, procurad por todos los medios que se den cuenta de que han obrado pecaminosamente, hagan penitencia de su maldad y contraigan matrimonio según el rito católico. V. CONCLUSIÓN Estas enseñanzas y preceptos acerca del matrimonio cristiano, que por medio de esta carta hemos estimado oportuno tratar con vosotros, venerables hermanos, podéis ver fácilmente que interesan no menos para la conservación de la comunidad civil que para la salvación eterna de los hombres. Haga Dios, pues, que cuanto mayor es su importancia y gravedad, tanto más dóciles y dispuestos a obedecer encuentren por todas partes los ánimos. Imploremos para esto igualmente todos, con fervorosas oraciones, el auxilio de la Santísima Inmaculada Virgen María, la cual, inclinando las mentes a someterse a la fe, se muestre madre y protectora de los hombres. Y con no menor fervor supliquemos a los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo, vencedores de la superstición y sembradores de la verdad, que defiendan al género humano con su poderoso patrocinio del aluvión desbordado de los errores. Entretanto, como prenda de los dones celestiales y testimonio de nuestra singular benevolencia, os impartimos de corazón a todos vosotros, venerables hermanos, y a los pueblos confiados a vuestra vigilancia, la bendición apostólica. Dada en Roma, junto a San Pedro, a 10 de febrero de 1880, año segundo de nuestro pontificado. |