Magisterio de la Iglesia

San Francisco de Sales

CARTA ABIERTA A LOS PROTESTANTES
PRIMERA PARTE
DEFENSA DE LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA
CAPÍTULO III
Las notas de la Iglesia

§2 — La Iglesia Católica está unida en un jefe visible, la protestante no. Consecuencias.

   No me extenderé mucho en este punto. Sabéis que todos, en cuanto católicos, reconocemos al Papa como Vicario de Nuestro Señor; la Iglesia Universal lo reconoció últimamente en Trento cuando se dirigió a él para que confirmase las resoluciones que ella había tomado, y cuando ella recibió a sus delegados como presidentes ordinarios y legítimos del concilio.

   Perdería también tiempo demostrando que vosotros no tenéis un jefe visible: esto no lo negáis. Tenéis un consistorio supremo, como los de Berna, Ginebra, Zürich y otros, que no dependen de ningún otro. Estáis tan lejos de querer reconocer un jefe universal, que ni siquiera tenéis un jefe provincial. Todos los ministros son iguales entre vosotros y no tienen ninguna prerrogativa en el consistorio, incluso son inferiores, en ciencia y en participación activa, al presidente, que no es ministro. Y en cuanto a vuestros obispos o vigilantes, no sólo no os habéis contentado con rebajarlos al rango de ministros, sino que los habéis hecho inferiores con el fin de no dejar nada en su lugar. Los ingleses tienen su reina por jefe de su iglesia, contra la palabra de Dios: tampoco ellos están tan desesperados —que yo sepa— como para querer que ella sea jefe de la Iglesia Católica, sino solamente de esos miserables países. En resumen, no hay ningún jefe en las cosas espirituales entre vosotros ni entre los demás que profesan contradecir al Papa.

   Veamos entonces las consecuencias de esto. La verdadera Iglesia debe tener un jefe visible para su gobierno y administración, que la vuestra no tiene, y por consiguiente, no es verdadera Iglesia. Por el contrario, hay una Iglesia en el mundo, verdadera y legítima, que sí tiene un jefe visible, y no hay otra que el tenga fuera de la nuestra; por eso, sólo la nuestra es la verdadera Iglesia. Pasemos a otra cosa.

§3 — La Unidad de la Iglesia en la Fe y en la creencia. La verdadera Iglesia debe estar unida en su doctrina.

   ¿Cristo se ha dividido?219. No, por cierto, porque es el Dios de la paz y no de las disensiones, como San Pablo enseñaba en todas las Iglesias220. No puede ocurrir, pues, que la verdadera Iglesia viva en disensión y división de credo y doctrina, porque Dios ya no sería su Autor ni Esposo, y, como reino dividido en sí mismo, perecería221. Ni bien Dios toma un pueblo como suyo, como hizo con la Iglesia, le concede la unidad de corazón y de camino. La Iglesia es un solo cuerpo, del cual todos los fieles son miembros, trabado y conexo entre sí por todos los vasos y conductos de comunicación222; no hay sino una fe y un espíritu que anima todo el cuerpo. Dios está en su lugar santo, da a los desvalidos la cobertura de una casa, abre a los prisioneras la puerta de la felicidad223; así, la verdadera Iglesia de Dios debe estar unida, ligada y estrechamente juntada en una misma creencia y doctrina.

§4 — La Iglesia Católica está unida en la creencia, y, por el contrario, la reformada no.

   «Es necesario que todos los fieles se junten y vengan a juntarse a la Iglesia Romana —decía San Ireneo224— debido a su mayor importancia». Y Julio I decía que era la «madre de la dignidad sacerdotal». Es «el principio de la unidad sacerdotal», es el «lugar de la unidad», decía San Cipriano225. Y añade: «No ignoramos que hay un Dios, un Cristo y Señor que hemos confesado, un Espíritu Santo, un Obispo en la Iglesia Católica». El buen Optato decía a los Donatistas: «Tu no puedes negar que sabes que en la ciudad de Roma se encuentra la primera sede conferida a San Pedro, en la cual se sentó el jefe de todos los Apóstoles, San Pedro, que fue llamado Cefas; Cátedra en la cual todos conservaron la unidad a fin de que los demás Apóstoles no quisiesen ni defender, ni pretender cada uno una para sí, y que desde entonces, quien quiso levantar su cátedra contra esta única sede, fue tenido por cismático y pecador. Por eso, en esta única cátedra, primera entre todas, se sentó primero San Pedro»226. Estas son las palabras de este antiguo y santo doctor. Todos los católicos de ahora adoptan la misma resolución: consideramos a la Iglesia Romana como lugar de encuentro en cualquier dificultad, somos todos sus humildes hijos, y de la leche de sus pechos nos alimentamos; somos todos ramajes de este tan fecundo tronco, y únicamente de sus raíces extraemos la savia de la doctrina. Esta es la razón por la cual estamos revestidos por el mismo credo, porque, sabiendo que hay un jefe y lugarteniente general de la Iglesia, lo que resuelve y determina contando con el parecer de los otros prelados, cuando lo expone desde la cátedra de Pedro para enseñar a los cristianos, sirve de ley y de nivel a nuestra creencia. Recórrase el mundo entero, y en cualquier lugar se verá la misma fe entre todos los católicos; si hubiere alguna diversidad de opiniones, o tal no será en cosas pertenecientes a la fe, o entonces, que simplemente lo determine el concilio general o la Sede Romana, y veréis que cada uno acepta su definición. Nuestros entendimientos no se separan unos de otros en sus creencias, sino que, por el contrario, se mantienen estrechamente unidos y justamente apretados por el lazo de la autoridad superior de la Iglesia, a la cual todos se refieren con humildad, y en ella apoyan su fe, como columna y apoyo de la verdad227; nuestra Iglesia Católica no tiene más que un lenguaje y un mismo decir en toda la tierra.

   Por el contrario, señores, ni bien vuestros primeros maestros quisieron destacarse, pensaron en construir una torre de doctrina y ciencia que se elevase hasta tocar el cielo, y que les ganase la magnífica y grande reputación de reformadores, Dios, queriendo impedir este ambicioso designio, los libró a tal diversidad de lenguaje y creencia, que comenzaron a dividirse por todos lados, de tal manera que toda su obra no fue más que una miserable Babel de confusiones. ¡Cuántas contrariedades produjo la reforma de Lutero! No podría referirlas en este libro; el que las quiera ver, que lea el opúsculo de Frederic Staphyl De concordia discordiæ; a Sander, en el Libro VII de su Visible Monarchie; y a Gabriel de Préau en la Vie des hérétiques. Recordaré solamente lo que no debéis ignorar y que ahora veo con mis propios ojos.

   No tenéis el mismo canon de las Escrituras: Lutero no admite la epístola de Santiago, que vosotros admitís. Calvino considera contrario a las Escrituras que haya un jefe en la Iglesia; los ingleses dicen lo contrario. Los Hugonotes franceses dicen que, según la palabra de Dios, los sacerdotes no son menos que los obispos; los ingleses tienes obispos que tienen mando en los sacerdotes; entre ellos, dos arzobispos, uno de los cuales es llamado primado, nombre absolutamente rechazado por Calvino. Los puritanos, en Inglaterra, tienen como artículo de fe que no es lícito predicar, bautizar o rezar en las iglesias que fueron de los católicos, pero aquí no se es tan drástico; notad bien que dije que lo consideran artículo de fe, hasta el punto de preferir sufrir la prisión y el castigo que contradecirse. ¿No sabéis que en Ginebra se considera una superstición celebrar la fiesta de cualquier santo? En Suiza se celebran, y vosotros hasta celebráis una fiesta de Nuestra Señora. Y aquí no se trata de que unos lo hagan y otros no, porque eso no sería contrariedad de religión, sino que lo que vosotros y algunos suizos observáis, otros lo consideran contrario a la pureza de la religión. ¿No sabéis que uno de vuestros principales ministros (Teodoro de Beza) dijo en Poissy que el Cuerpo de Nuestro Señor «estaba tan apartado de la Cena como el cielo de la tierra»? ¿Y no sabéis también que eso es tenido por falso por muchos otros? ¿No confesó últimamente uno de vuestros maestros la realidad del Cuerpo de Nuestro Señor en la Cena, que otros niegan? ¿Podéis acaso negarme que, con respecto a la justificación, estáis tan divididos entre vosotros mismos como en relación a nosotros? Testigo de esto es el anonyme disputateur. En resumen, cada uno habla su propio lenguaje, y de todos los Hugonotes con que he hablado, nunca he encontrado dos que tuviesen las mismas creencias.

   Pero lo peor de todo es que no os podéis poner de acuerdo, porque, ¿dónde encontraréis un árbitro seguro? No tenéis ningún jefe en la tierra para poder dirigiros a él en vuestras dificultades; creéis inclusive que la Iglesia puede engañarse y engañar los demás; no querríais confiar vuestra alma en mano tampoco segura, donde vosotros tenéis poca cuenta.

   Ni siquiera la Escritura puede ser vuestro árbitro, porque es precisamente por causa de ella que estáis en litigio, con unos entendiéndola de una manera y otros de otra. Vuestras discordias y disputas serán inmortales si no aceptáis la autoridad de la Iglesia; atestiguan esto los coloquios de Lüneburg, de Mulbrun, de Montbéliard, y recientemente el de Berna; testimonio de esto son también Tilmann Heshusius y Erasto, o Brence y Bullinger. Ciertamente, la división que hay entre vosotros a respecto del número de sacramentos es importante; ahora normalmente, entre vosotros, sólo se aceptan dos sacramentos; Calvino admite tres, añadiendo al Bautismo y a la Cena también el Orden; Lutero dice que el tercero es la penitencia, pero después dice que solo hay uno; finalmente, los protestantes del coloquio de Ratisbona, entre los cuales se encontraba Calvino, como atesta Beza en su Vida, confiesan que hay siete sacramentos. ¿Cómo podéis estar divididos acerca de la omnipotencia de Dios? Mientras que unos niegan que un cuerpo pueda estar —se entiende que por gracia de Dios— en dos sitios, otros niegan la absoluta omnipotencia, y otros no niegan nada de todo esto. Y si quisiera mostraros las grandes contradicciones que hay en la doctrina de aquellos que Beza reconoce como gloriosos reformadores de la Iglesia, a saber, Jerónimo de Praga, Juan Huss, Wycleff, Lutero, Bucer, Ecolampadio, Zwinglio, Pomeran y otros, me sería imposible: sólo Lutero os instruirá suficientemente sobre la buena concordia que hay entre ellos en la queja que hace contra Zwinglio y los Sacramentarios, a los cuales llama Absalón y Judas, y espíritus fanáticos, en el año de 1527. Su Alteza Emanuel Filiberto, de feliz memoria, contó al docto Antoine Possevin que en el coloquio de Worms, en Septiembre de 1557, cuando se pidió a los protestantes su confesión de fe, todos, uno tras otro, salieron fuera de la asamblea por no poder ponerse de acuerdo. Este gran príncipe es digno de crédito y lo dice por haber estado presente. Toda esta división encuentra su fundamento en el desprecio que hacéis de un jefe visible en la tierra, porque, no estando ligado para la interpretación de la Palabra de Dios a ninguna autoridad superior, cada uno toma el partido que mejor le parece. Eso es lo que dice la Sabiduría, entre los soberbios hay continuas reyertas228, lo que es señal de verdadera herejía. Los que están divididos en muchos partidos no pueden ser llamados Iglesia, porque, como dice San Juan Crisóstomo, «el nombre de «Iglesia» es un nombre de consentimiento y concordia».

   Nosotros, por el contrario, tenemos todos un mismo canon, para las Escrituras, y un mismo jefe, y las mismas reglas para entenderlas; vosotros tenéis diversidad de cánones, y para interpretarlos tenéis tantas reglas como personas. Nosotros respondemos todos al toque de la trompeta de un solo Gedeón, y tenemos un mismo espíritu de fe en el Señor y en su Vicario, la espada de las decisiones229 de Dios y de la Iglesia, según la palabra de los Apóstoles230, visum est Spiritui Sancto et nobis. Esta unidad de lenguaje es para nosotros una verdadera señal de que somos el ejército del Señor, mientras que vosotros no podéis ser reconocidos sino como Madianitas, que no hacéis más que gritar cada uno a su modo, peleando unos contra los otros, estrangulándoos y matándoos a vosotros mismos con vuestras disensiones, como dice Dios por Isaías: Haré que vengan a las manos egipcios contra egipcios, y combatirá el hermano contra su propio hermano, y el amigo contra su amigo, ciudad contra ciudad, reino contra reino. Y quedará Egipto sin espíritu en sus entrañas, y trastornaré sus consejos231. Y San Agustín dice que, «así como Donato había tratado de dividir a Cristo, así Él mismo estuvo dividido por la cotidiana separación de los suyos». Bastaría esta señal para que abandonaseis vuestra pretendida iglesia, porque quien no está con Dios, está contra Dios232; Dios no está en vuestra iglesia, porque él sólo vive en el lugar de paz233, y en vuestra iglesia no hay paz ni concordia.

§5 — Segunda nota de la Iglesia: la Santidad.

   La Iglesia de Nuestro Señor es santa; es un artículo de fe. Nuestro Señor se sacrificó por ella para santificarla234; es un pueblo santo, dice San Pedro235. El Esposo es santo y la Esposa es santa; es santa estando dedicada a Dios, como los primogénitos en la antigua sinagoga eran llamados santos por eso solo236. Ella es santa también porque es santo el Espíritu Santo que la vivifica237, y porque es el cuerpo místico de un Jefe que es santísimo238. También lo es porque todas sus acciones interiores y exteriores son santas; no cree, ni espera ni ama nada sino santamente; en sus oraciones, predicaciones, sacramentos, sacrificios es santa. Pero esta Iglesia posee su santidad interior, según la expresión de David: en el interior está la principal gloria de la hija del Rey239; también su santidad exterior: Con vestidos de oro recamado240. La santidad interior no puede verse; la exterior no puede servir de señal, ya que todas las sectas dicen poseerla, y es verdaderamente difícil reconocer la verdadera oración, predicación, y administración de los sacramentos. Pero además de todo eso, hay otras señales por las cuales Dios hace reconocer su Iglesia, que son como el perfume y los olores, como dice el Esposo del Cantar de los Cantares241: Es el olor de tus vestidos como incienso; de esta forma podemos, siguiendo los olores y perfumes242, buscar y encontrar la verdadera Iglesia y el lugar de la cría del unicornio243.

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NOTAS

219 1 Cor 1, 13

220 1 Cor 14, 33

221 Mt 12, 25

222 Ef 4, 16

223 Sl 67, 6ss.

224 Contra Hæres., lib III, cap iii

225 Epistolæ I ad Orient., vide Concil., an. 336

226 De Schism. Donat., lib. II

227 1 Tm 3, 15

228 Prov 13, 10

229 Jueces 7, 20

230 Hech 15, 28

231 Is 19, 2-3

232 Mt 12, 30

233 Sl 75, 3

234 Ef 5, 25-26

235 1 Pe 2, 9

236 Ex 13, 2; Lc 2, 23

237 Jn 6, 24; Rm 8, 11

238 Ef 1, 22-23

239 Sl 44, 14

240 Sl 44, 15

241 Cant 4, 11

242 Cant 1, 3

243 cf. Sl 27, 6

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