Magisterio de la Iglesia

San Vicente de Lerins

CONMONITORIO
(APUNTES PARA CONOCER LA FE VERDADERA)
SAN VICENTE DE LERINS

LOS HEREJES RECURREN A LA ESCRITURA

   25. Mas alguien se dirá: ¿es que quizá los herejes no se sirven de los testimonios de la Sagrada Escritura?

   Ciertamente que se sirven ¡Y con cuánta apasionada vehemencia! Se les ve pasar de un libro a otro de la Ley Santa: desde Moisés a los libros de los Reyes, desde los Salmos a los Apóstoles, desde los Evangelios a los Profetas. En sus asambleas, con los extraños, en privado, en público, en los discursos y en los escritos, durante las comidas y en las plazas públicas, es raro que mantengan alguna cosa si antes no la han revestido con la autoridad de la Sagrada Escritura.

   Basta con leer las obras de Pablo de Samosata*, de Prisciliano, de Eunomio, de Joviniano y de todas las otras pestes; inmediatamente se nota el cúmulo infinito de textos bíblicos: casi no hay página que no esté coloreada y acicalada con citas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Mas es tanto más necesario estar en guardia y temerles cuando más buscan ocultarse y esconderse bajo la sombra de la Ley Divina.

   Efectivamente, saben que sus exhalaciones pestilentes, desnudas y directas, no encontrarían el favor de nadie; por eso las perfuman con el aroma de la palabra celestial, ya que quien fácilmente rechazaría un error humano no está dispuesto a despreciar con  tanta facilidad los oráculos divinos.

   Hacen lo que aquellos que, para suavizar la amargura de las medicinas destinadas a los niños, untan de miel el borde del vaso; los niños con la ingenua sencillez de su edad, una vez que han probado el dulce, se tragan sin sospecha ni temor también lo amargo. De la misma manera actúan quienes enmascaran con nombres medicinales hierbas nocivas y jugos venenosos, para que nadie, al leer la etiqueta, pueda sospechar que se trata de venenos y que no son remedios para dar salud. 

   A este propósito el Salvador gritaba: Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, pero por dentro son lobos feroces(64). ¿Qué otra cosa son esas pieles de ovejas sino las palabras de los Profetas y de los Apóstoles, con las cuales estos mismos, con mansa sencillez, han revestido como un velo al Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo? ¿Quiénes son, en cambio los los lobos voraces, sino las doctrinas salvajes y rabiosas de los herejes, que infectan el redil de la Iglesia, para desgarrar, de la mejor manera posible, el rebaño de Cristo?  Para sorprender más fácilmente a las incautas ovejas, enmascaran su aspecto de lobos, aunque conservando su ferocidad, arropándose con frases de la ley Divina como con un velo, con el fin de que, al sentir la blandura de la lana, las ovejas no sospechen de sus dientes agudos.

   Pero, ¿qué nos dice el Salvador?: Por sus frutos los conoceréis(65). Es decir, cuando ya no queden satisfechos con citar y predicar las palabras divinas, sino que empiecen a explicarlas y a comentarlas, entonces se pondrá de manifiesto su amargura, su aspereza y su rabia; entonces se esparcirá un nuevo hedor y aparecerán las novedades impías; entonces se verá por primera vez el seto arrancad(66) y trasladados los linderos puestos por los padres(67); ultrajada la fe católica y el dogma de la Iglesia hecho pedazos.

   Personas de esta ralea eran las fustigadas por el Apóstol en su segunda carta a los corintios: Estos falsos apóstoles son operarios engañosos, que se disfrazan de Apóstoles de Cristo(68). ¿Qué significa: «se disfrazan de Apóstoles de Cristo»? Los Apóstoles citaban textos de la Ley Divina, y aquellos hacían lo mismo; los Apóstoles se apoyaban en la autoridad de los Salmos y de los Profetas, y aquellos lo mismo. Pero cuando empezaron a interpretar de manera diferente los mismos textos, entonces se distinguieron los sinceros de los falsarios, los genuinos de los artificiales, los rectos de los perversos, en una palabra, los verdaderos Apóstoles de los falsos. Y no es de extrañar -explica San Pablo-: pues el mismo Satanás se transforma en ángel de luz. Así no es mucho que sus ministros se transfiguren en ministros de justicia(69) .

   Según la enseñanza del Apóstol, cada vez que los falsos apóstoles, los falsos profetas, los falsos doctores citan pasajes de la Ley Divina con los cuales, interpretándolos mal, intentan apuntalar sus errores, no cabe duda de que siguen la táctica pérfida de su autor y maestro, el cual ciertamente no la habría usado, si no hubiera comprendido que no hay mejor camino para inducir a engaño a los fieles, que introducir fraudulentamente un error cubriéndolo con la autoridad de las palabras divinas.

LA ESCRITURA EN BOCA DE SATANÁS

26. Alguien podría quizá preguntar: ¿cómo se explica que el diablo utilice las citas de la Sagrada Escritura?

   No tiene más que abrir el Evangelio y leer. Encontrará escrito: Entonces el diablo lo tomó -se trata del Señor, del Salvador- y lo puso sobre lo alto del templo y le dijo: si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; pues está escrito: te he encomendado a los ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra(70).

   ¿Qué no hará a los pobres mortales el que tuvo la osadía de asaltar, con testimonios de la Escritura, al mismo Señor de la majestad? ¿«Si tú eres el Hijo de Dios -le dijo- échate de aquí abajo». ¿Por qué? «Porque está escrito...».

   Debemos prestar la más grande atención a la doctrina aquí expuesta y retenerla bien en nuestras mentes, para que, puestos en guardia por la autoridad de un ejemplo evangélico tan grande, no dudemos ni por un instante que es el diablo quien habla por boca de quienes veremos que citan contra la fe católica pasajes de los Apóstoles o de los Profetas Entonces era la cabeza quien hablaba a la Cabeza, ahora son los miembros quienes hablan a los miembros; es decir, los miembros del diablo a los miembros de Cristo, los renegados a los fieles, los sacrílegos a los hombres piadosos, los herejes a los católicos.

   ¿Pero qué es lo que dicen? Si tú eres el Hijo de Dios échate de aquí abajo. O sea, si quieres ser realmente Hijo de Dios y recibir la herencia del reino celestial, tírate abajo desde lo alto de la doctrina y de la tradición de esta Iglesia sublime, templo de Dios. Y si uno pregunta a cualquier hereje que quiere persuadirlo de la verdad de esto: ¿En qué pruebas te fundas para afirmar que yo debo abandonar la fe antigua y universal de la Iglesia Católica?, inmediatamente responderá: «Está escrito», y sin más amontonará mil testimonios, mil ejemplos, mil argumentos con los cuales, interpretados de nueva y mala manera, intentará precipitar el alma del desgraciado desde lo alto de la roca católica al abismo de la herejía.

   Pero es con las promesas que ahora vamos a decir con las que los herejes  acostumbran a engañar, con un arte que es una verdadera maravilla, a quienes no están prevenidos. Efectivamente, osan prometer y enseñar que en su iglesia, es decir, en el conventículo de su secta, está presente una gracia de Dios extraordinaria, especial, absolutamente personal; y es de tal clase que sin fatiga, sin esfuerzo, sin ansiedad alguna, incluso aunque no pidan, ni busquen, ni anhelen, todos los que forman parte de su número obtienen de Dios esa ayuda, hasta el punto de que son llevados por manos de ángeles y custodiados por su protección, sin que su pie tropiece nunca con una piedra, o sea, sin sufrir escándalo.

COMO VENCER LAS INSIDIAS
DIABÓLICAS DE LOS HEREJES

   27. Después de todo lo que llevamos dicho, es lógico preguntar: si el diablo y sus discípulos -pseudo-apóstoles, pseudo-profetas, pseudo-maestros y herejes en general- acostumbran a utilizar las palabras, las sentencias, las profecías de la Escritura, ¿cómo deberán comportarse los católicos, los hijos de la Madre Iglesia? ¿Qué deberán hacer para distinguir en las Sagradas Escrituras la verdad del error?

Tendrán verdadera preocupación por seguir las normas que, al comienzo de estos apuntes, he escrito que han sido transmitidas por doctos y piadosos hombres; es decir, interpretarán el Canon divino de las Escrituras según las tradiciones de la Iglesia universal y las reglas del dogma católico; en la misma Iglesia Católica y Apostólica deberán seguir la universalidad, la antigüedad y la unanimidad de consenso. 

   Por consiguiente si sucediese que una fracción se rebelase contra la universalidad, que la novedad se levantase contra la antigüedad, que la disensión de uno o de pocos equivocados se elevase contra el consenso de todos o al menos de un número muy grande de católicos, se deberá preferir la integridad de la totalidad a la corrupción de una parte; dentro de la misma universalidad, será preciso preferir la religión antigua a la novedad profana; y, en la antigüedad, hay que anteponer a la temeridad de poquísimos los decretos generales, si los hay, de un concilio universal; en el caso de que no los haya, se deberá seguir lo que más cerca esté de ellos, o sea, las opiniones concordes de muchos y grandes maestros.

   Si, con la ayuda del Señor, observamos con fidelidad y solicitud estas reglas, conseguiremos descubrir sin gran dificultad, y desde su misma fuente, los errores nocivos de los herejes.

LOS PADRES Y LA TRADlCIÓN CATÓLICA

28. Pienso que quizá será oportuno que yo demuestre, por medio de ejemplos, cómo pueden ser descubiertas y condenadas las novedades heréticas, investigando y confrontando entre sí las opiniones concordes de los maestros antiguos.

   De todos modos, es evidente que este consenso antiguo y unánime de los Santos Padres, no debemos invocarlo sólo por cuestiones minuciosas de la Ley Divina; sino que será objeto de la más activa investigación y adhesión sólo en lo que se refiere a la regla de la fe.

   Ni tampoco todas las herejías, de todos los tiempos, pueden ser combatidas de esta manera; solamente las nuevas y más recientes, en su primera floración y en sus  primeras manifestaciones, antes de que, por la misma escasez de tiempo, tengan la posibilidad de falsear la regla antigua de la fe y de inficionar con su veneno los libros de los Padres. En cuanto a las que ya se han difundido y han echado raíces profundas, no pueden ser combatidas por este camino,  porque el largo plazo de tiempo de que han dispuesto ha sido ocasión más que favorable para erosionar la verdad, y por eso es por lo que las impiedades más antiguas, tanto heréticas como cismáticas, no podemos refutarlas más que con la autoridad de la Escritura, o evitarlas en cuanto que ya están refutadas y condenadas por antiguos Concilios universales del Episcopado Católico.

   Apenas, pues, comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude, es preciso inmediatamente echar mano de las sentencias de los Padres interpretando los pasajes en cuestión; con su auxilio, cualquier novedad profana será en el acto desenmascarada sin ninguna ambigüedad y conde- nada sin vacilación.

   En cuanto a los Padres, hay que consultar sólo el pensamiento de quienes santamente, sabiamente y con constancia han vivido, enseñado y permanecido firmes en la fe y en la comunión católica, y murieron fieles a Cristo o merecieron la alegría de dar su vida por él.

   Mas a éstos se debe prestar fe siguiendo esta regla: lo que todos, o al menos la mayoría, han afirmado claramente, a modo de concilio de maestros perfectamente unánimes, y que han confirmado al aceptarlo, conservarlo y transmitirlo, eso es lo que debe ser mantenido como indudable, cierto y verdadero. Al contrario, todo lo que, fuera de la doctrina común, e incluso contra ella, haya pensado uno solo, aunque sea un santo y un docto, un obispo, un confesor, un mártir, debe ser relegado entre las opiniones personales, no oficiales, privadas, que no tienen la autoridad de la opinión común, pública y general; no nos suceda, con sumo peligro para nuestra salvación eterna, que abandonemos la antigua verdad de la doctrina católica para seguir el error nuevo de un solo individuo, según la sacrílega costumbre de los herejes y cismáticos*.

   Para que no haya quien se atreva a despreciar este acuerdo sagrado y universal de los Padres, el Apóstol escribió en su primera carta a los corintios: Dios ha puesto en la Iglesia, unos en primer lugar apóstoles (él era uno de ellos), en segundo lugar profetas (como leemos en los Hechos de los Apóstoles que era Agabo), en el tercero maestros(71), a quienes nosotros llamamos doctores, pero el mismo Apóstol a veces les llama profetas, porque explican al pueblo cristiano los misterios del mensaje profético.  Cualquiera que se atreva a despreciar a estos hombres puestos por Dios en su Iglesia según los lugares y los tiempos, y que están de acuerdo en la interpretación del dogma católico, no despreciaría a un hombre, sino a Dios mismo. Y con el fin de que nadie esté en desacuerdo con su unidad, la única verdadera, el mismo Apóstol dice: Os ruego encarecidamente, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje, y que no haya entre vosotros cismas, antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar en un mismo sentir(72).

   Y si alguien deja de estar de acuerdo con su doctrina, escuche lo que dice el Apóstol: Dios no es un Dios de discordias, sino de paz(73). O sea, no es Dios de quien rompe la unidad y la concordia, sino de quienes permanecen en la paz de un solo sentir. Y estas son -continúa- las cosas que yo enseño en todas las Iglesias de los santos(74), es decir, de los católicos, y son cosas santas precisamente porque permanecen en la comunión de la fe.

   Y con el fin de que nadie se arrogue la pretensión de ser él sólo escuchado y creído, sin tener en cuenta a los demás, pregunta: ¿Por ventura tuvo de vosotros su origen la palabra de Dios? ¿O ha llegado a vosotros solos?(75). Además, para evitar que sus palabras fuesen tomadas a la ligera, añade: Si alguno de vosotros se tiene por profeta o por persona espiritual, reconozca que las cosas que os escribo son preceptos del Seño(76). Mas ¿de qué preceptos se trata, sino de que cualquiera que es profeta o persona espiritual, o sea, maestro de cosas espirituales, debe tener el mayor cuidado en cultivar la imparcialidad y la unidad, a fin de que no llegue a preferir su opinión personal a la de los demás o a separarse del sentir común? Porque -amonesta el Apóstol- quien desconoce estos preceptos será él mismo desconocido(77); o sea, quien no aprende las cosas que no sabe, o desprecia las que sabe, será tenido por indigno de ser incluido por Dios en el número de quienes están unidos en la fe e iguales en la humildad. ¿Se podría pensar un mal más grande? Precisamente esto es lo que, como sabemos, ocurrió, de acuerdo con la amenaza del Apóstol, al pelagiano Juliano*, que se negó a compartir la doctrina de sus colegas y tuvo la presunción de separarse de ellos.

   Pero ha llegado el momento de traer a colación el ejemplo a que nos hemos referido, y mostrar dónde y de qué manera, por decreto y autoridad de un concilio, las opiniones de los Padres fueron recogidas con el fin de fijar, siguiéndolas, la regla de fe de la Iglesia.

   Para mayor comodidad, pongo aquí fin a estas notas. El resto lo trataré en una segunda parte.

   El segundo Conmonitorio desapareció; no quedó de él más que la segunda parte, que es una simple recapitulación y que a continuación añadimos(78).

  

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