Oficio y arte de escribir

A. Benítez Gutiérrez

El oficio de escritor es, creo yo, un oficio de tinieblas: hagas lo que hagas siempre estás a oscuras. No existen normas y sistemas que aseguren la calidad del texto en el que se trabaje, ni seguro alguno que garantice que el producto final reportará beneficios a su autor más allá de alguna elemental satisfacción moral. Pero que esto sea así no significa que no se teorice e incluso se afirme no sin un asomo de temeridad.

Permitáseme citar un fragmento de mi correspondencia privada con mi buen amigo J.C. Planells: "(...) cuando uno escribe más por vocación que por profesión, más por placer que por ganarse la vida, más por comunicarse que por emborronar papel, siempre se está aprendiendo". Debo aclarar que el énfasis es mío antes de decir que ese fragmento en cursiva convierte lo que sería una opinión, suscribible o no según la propia, en un prejuicio.

Pues prejuicio es suponer que la aptitud de una obra no depende del talento y la inspiración del autor tanto como de los motivos para escribirla. Algebraicamente, se podría decir que la importancia de un texto es inversamente proporcional al volumen total de la producción de autor y, ¡albricias!, hemos convertido la crítica literaria en una ciencia exacta. Por fin hemos desentrañado el misterio de autores, por citar ejemplos no de ciencia ficción, como Ernesto Sábato y Juan Rulfo, que con dos o tres libros han alcanzado las más altas cumbres de la narrativa en lengua castellana, y, ya dentro de nuestro campo, de Alfred Bester y Bernard Wolfe.

Por contra, cuán sencillo nos resulta ahora comprender lo deleznable de la prosa de Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía y Erle Stanley Gardner, esos esforzados mercenarios de la máquina de escribir y el dictáfono que produjeron y producen, en el caso de don Marcial aun después de muerto, cientos y miles de novelas a cual más mimética.

Hemos descubierto, nada más y nada menos, que incluso en la literatura hay clases: la proletaria, que tiene que escribir para ganarse la vida, y por lo tanto lo hace sin gusto ni mérito, y la aristocrática, de cuyas finas plumas mana la fuente del arte. Embrutecidos los primeros por los plazos de entrega y por las imposiciones de editores y público, nada bueno puede surgir de su embotado ingenio, y pasan tan rápido sobre las palabras que ni siquiera pueden perfeccionarse en su oficio; mientras los segundos, sin prisa por acabar ni motivos para hacerlo, tomándolo hoy y dejándolo mañana, escritores ociosos, sí siguen un camino de perfección.

Bueno, como teoría agradará a muchos, pero yo no puedo estar de acuerdo. Detrás de toda idea, al cabo, se esconde un interés. Y yo creo que ésta, expuesta en el marco de la industria editorial española, y especialmente tratándose de ciencia ficción, donde la circunstancias convierten al escritor profesional en un piquero en Flandes, no es más que el deseo de convertir la necesidad en virtud.

Puede ser disculpable que el español aspirante a escritor de ciencia ficción, ya que difícilmente publica y más raramente recibe una retribución digna por ello, encuentre consuelo en pensarse un artista, más allá y por encima de las prosaicas cuestiones del dinero y la fama, lo que no significa que sea una postura sostenible.

Tomemos, por ejemplo, el caso de Philip K. Dick, al que probablemente los mismos que establecen la dicotomía entre profesional/artista, cantidad/calidad, elegirían como claro exponente de los segundos... y se equivocarían.

Dick fue un autor prolífico, y por propia confesión sabemos que su motivo para escribir mucho fue simple y llanamente afrontar sus muchos gastos. No creo que ni los más acérrimos admiradores de este autor se atrevan a afirmar que todas sus novelas son obras maestras ni tan siquiera buenas, y es que junto a El Hombre en el Castillo o Tiempo de Marte, Dick también escribió Clanes de la Luna Alfana o Nuestros Amigos de Frolik 8, que para unos puede que sean pasables, mientras que para otros son sencillamente insufribles.

¿Puede concebirse que Dick, de no haber sufrido tales presiones sobre su economía, hubiera escrito menos y que no por ello hubiéramos perdido ninguna de sus obras más estimables, sino sólo y precisamente las más flojas? ¿Creen ustedes, siquiera por un instante, que el autor americano, con su mente puesta en los números rojos de su cuenta corriente, se sentó ante su máquina de escribir diciéndose unas veces Esta va a ser buena y otras Me da igual lo que salga?

Tal reconstrucción de los hechos es patentemente absurda. Dick, como cualquier escritor, quería redactar siempre una buena obra, pero no siempre pudo.

Consideremos ahora el caso opuesto de Alfred Bester, cuyas El Hombre Demolido y Las Estrellas mi Destino son joyas incuestionadas. De él suele olvidarse que tras un paréntesis de veinte años escribió otras tres novelas, para lo que se tomó otros diez, parsimonia que no le sirvió para conseguir el respaldo unánime de sus primeras obras. Si la calidad de las últimas tres no alcanza a la de sus hermanas mayores es de suponer que no se debe a una intención deliberada de Bester antes que al hecho de que el cuidado y la elaboración no son garantía de excelencia.

Según declaró años más tarde el creador de Gully Foyle, en los primeros años cincuenta, cuando se publicaron sus novelas de éxito, no podía permitirse descuidar su trabajo como guionista de televisión y periodista sin un grave quebranto económico. Pienso que Bester era poseedor de un indudable talento y les invito a considerar la posibilidad que la falta de práctica hubiera mermado trágicamente sus capacidades al retornar a la ciencia ficción cuando esta ya era rentable.

En España ejercitarse en el oficio de escritor es difícil por pura falta de campo, pero en tiempos no fue del todo imposible si se tenían ganas de trabajar y no demasiados sueños de grandeza. El ejemplar más parecido a esa rara avis que sería el profesional de la ciencia ficción nacional es para mí Angel Torres Quesada. Autor de más de cien novelas cortas, hizo carrera con ellas como escritor popular bajo el seudónimo de A. Thorkent, y cuando digo carrera no exagero: las tiradas de sus obras llegaron a los veinte mil ejemplares y en 1980 sus ingresos sobrepasaron las 800.000 ptas., cantidad que tenida en cuenta la inflación acumulada desde entonces no se aparece como desdeñable.

No hay que ir muy lejos para encontrar su contrafigura: en el mismo Cádiz vive Rafael Marín Trechera, colega y, como no podía ser de otra forma, amigo. Marín cuenta con una muy merecida fama de estilista, y su éxito de crítica tiende a ocultar que hasta hace muy poco era autor de una única novela, cosa que en para muchos de los que le conocen sigue siendo en gran medida. ¿Es realmente la primeriza Lágrimas de Luz ese logro de la ciencia ficción hispana por el que se le tiene? Quizá al volcar en ella su innato talento para la prosa y la caracterización, su autor contrapesó algunos fallos de estructura y ambientación, de manera que es posible que ahora el clamor algo hueco levantado por la novela sea más un freno que un estímulo para que Rafael Marín Trechera nos dé nuevas y quizá mejores obras, pero lo cierto es que éstas siguen sin llegar si hacemos abstracción de la un tanto desdibujada Leyenda del Navegante y de la francamente ignorada El Muchacho Inca, relatos más fantásticos que científicos.

Haciendo una valoración práctica, no me parece a mí que la narrativa de Marín resulte beneficiada por la parsimonia con la que éste la produce, ni que su independencia de los ingresos que pudiera reportarle escribir esté en directa relación con la calidad de su literatura. Antes al contrario, su dedicación a la traducción, de la que obtiene una retribución segura, nos priva a nosotros de su obra de creación y a él de la oportunidad de mejorar como novelista como resultado de la prueba y el error.

Torres, en cambio, ha cimentado su reciente etapa de novelista mayor, por decirlo así, en sus muchos años y muchos títulos de trabajo casi anónimo, en el que hubo momentos mejores que otros, etapas de ilusión frente a negras rachas de desánimo, que positivas o negativas siempre fueron de experiencia a la postre valiosa. Un bagaje con el que Angel Torres Quesada puede contar a la hora de producir nuevas obras, y en el que se encuentran hechos tan insólitos para un autor español, más si se le tiene por especializado en ciencia ficción, como el de recibir el encargo de escribir una novela de intriga que tuvo por título El Viaje del Miedo.

Esta obra, apartada de la temática habitual de Torres, y a la que podríamos calificar de impremeditada, es, en opinión de Rafael Marín y mía, la mejor de su autor, y es una clara prueba que el arte en la literatura surge antes de la inspiración que de la decisión. El Viaje del Miedo se escribió porque el editor confiaba en la capacidad de fabulador de Angel Torres Quesada, que sin duda fue estimulada por el desafío, ese desafío de enfrentarse diariamente con la página en blanco porque hay unos lectores que esperan.

Imaginemos, siquiera sea por un momento, qué hubiera sido de Angel Torres Quesada de no habersele impuesto la carga de escribir regularmente. Al contrario que Marín, y como él mismo reconocerá, Torres no está especialmente dotado para producir una prosa de estilo brillante y pulido, y si sus textos han de ganarse el interés inicial del lector habrá de ser por exhibir otros valores. El punto fuerte de nuestro autor es, a no dudarlo, su firme sentido de la narración, mientras que su manejo del lenguaje al exponer aquella se caracteriza por la sencillez, un tanto tosca, al decir de algunos. Tampoco hay duda que Angel Torres Quesada ha intentado siempre, pero de forma especialmente evidente en los últimos años, hacer cosas nuevas y mejores, que ha huido permanentemente del estancamiento en fórmulas repetidas y que, al hacerlo, no sólo ha potenciado lo que le era más fácil sino mejorado aquellos aspectos que le planteaban mayores dificultades. ¿Hubiera sido así si Torres no hubiera tenido más visión de la literatura que las cuatro paredes de su estudio? Si hubiéramos tenido que esperar a que sus novelas alcanzasen su actual nivel fruto de un perfeccionamiento solitario, ¿habrían visto alguna vez la luz?

No quiero llegar a afirmar que la buena literatura sólo surge de la experiencia del escritor prolífico. Ya al comienzo de este artículo cité los ejemplos de autores que alcanzaron la excelencia con un puñado de obras, y no es raro el caso de otros, como Marín, que aciertan a la primera. Pero de ahí a afirmar que los escritores crecen en conocimiento siempre que les mueva tal propósito en exclusiva y nunca de la sencilla, honesta y humilde práctica de su oficio, media un abismo de incomprensión. Porque, al menos para algunos, el oficio significa siempre una vocación y a menudo un sacrificio, y esto es especialmente cierto cuando se escribe ciencia ficción. En la base del intenso trabajo de Angel Torres Quesada está, como en la de muchos otros, el amor por lo que hace, y es esto, en definitiva, lo que le diferencia de sus antiguos compañeros de la novela popular, los auténticos mercenarios del teclado, que pueden igualarle en productividad pero que nunca estuvieron interesados en hacerlo en empeño.

Hablaba al comienzo de este artículo de oscuridad, ahora me ratifico. A pesar de lo que se pueda teorizar, nadie sabe qué hace buena una obra y, consecuentemente, no puede emprender ese camino por obra y gracia de una voluntad llamémosla artística. En su autobiografía póstuma, Isaac Asimov, haciendo balance de sus novelas y cuentos, citaba a un puñado como los mejores, al tiempo que reconocía humildemente que estaban claramente por encima del resto de su trabajo y que, por alguna misteriosa razón, al escribirlos lo había hecho, para emplear sus palabras, por encima de sus posibilidades. En otros pasajes de sus memorias, el afamado egocéntrico atribuía a otros autores capacidades superiores a las suyas, en especial a Harlan Ellison, en un ejercicio de sinceridad poco corriente. Lamentaba además Asimov que Ellison perdiera sus energías en proyectos alejados de la literatura en vez de escribir más. Y yo quisiera hacer un corolario que al fallecido maestro no se le ocurrió, o no se atrevió a formular. Creo yo que Ellison, como otros escritores de gran talento y temperamento voluble, al escribir menos de lo que podrían, no sólo no alcanzan esa cima de la inspiración que Asimov veía por encima de sus posibilidades, sino que fatalmente se mantienen por debajo de ellas.
 


Publicado originalmente en El Fantasma vol.9 (octubre 1995)

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