HispaCon '95
De un lado para otro y hacia ninguna parte

A. Benítez Gutiérrez


Sed realistas. Pedid lo imposible.


Desde que los congresos irrumpieron en el panorama de la ciencia ficción española (los de los años 70 quedan tan lejos que en justicia podría decirse que pertenecen a otra era) diríase que los aficionados viven en un estado alternante entre la expectación y la decepción. Expectación de ese feliz momento en que nos reencontramos con nuestros amigos, amén de conocer a otros nuevos, y podemos hablar de todas esas cosas que, tanto en la familia como en la escuela o el trabajo, despiertan la suspicacia cuando no directamente la condena de los bienpensantes. Y decepción porque siempre quedan muy lejos de colmarse los sueños que durante meses de destierro hemos forjado con los deseos del corazón.

Para mí es evidente que esa cruel distancia entre deseo y realización nunca podrá ser llenada sean cuales fueren las circunstancias de una hispacón, ni aunque sobre ellas se derramaran en abundancia los dones de la riqueza y la brillantez. Me explico: los sueños son, por naturaleza, perfectos a la par de insustanciales. Nunca la realidad podrá ponerse a la par de ninguna de esas condiciones. Así, si hay acuerdo tras un congreso, y se diría que lo hay tras el de Gadir'95, en la insatisfacción por su desarrollo, está por demostrarse que los motivos de todos para ese sentimiento sean los mismos.

De hecho, ¿qué es un congreso sino una reunión de aficionados, hecha por aficionados y para aficionados? Pues no, si hemos de atender a lo que superficialmente expresan la mayoría de las críticas, el evento tiene más bien la consideración de espectáculo, puede que taurino. Se censura lo repetido del cartel de conferenciantes y las condiciones del recinto, como si se tratase de algo que ha ido a verse desde la barrera. Parece como si organizadores y ponentes, por un lado, y los simples asistentes, por otro, pertenecieran a especies distintas (¿cuáles a la bobina?) y no fueran diferentes desempeños del mismo animal.

Yo, ingenuo, tenía la convicción que el objetivo de un congreso era el intercambio de ideas, goce intelectual que no por extraño a las masas resulta menos placentero. Otros, sin embargo, ya desde la noche anterior a la apertura oficial, cifraron su deleite en las diversiones mundanas incompatibles con el sueño, de manera que antes que en el Cádiz de los postrimerías del milenio al observador atento le parecería estar en la Viena de Metternich: ¿Qué hace el congreso? El congreso se divierte.

No fue raro ver, pues, a quien dormía en el refugio de las últimas filas del auditorio, anestesiado su organismo por los residuos de una noche de juerga contra los efectos intelectuales de la disertación, pues ya se sabe que a buen cansancio no hay preparación, rigor, verbo ni dicción que se impongan.

Ese aficionado jaranero que demanda que los conferenciantes le exciten, ¿ha pensado en el efecto de su figura postrada en aquellos en el uso de la palabra? ¿Motiva un tal público a superarse o, más bien al contrario, el desinterés de unos justifica el de otros, y a la inversa? Si bien todos esperan algo mejor, esos sueños de los que hablaba al principio, todos saben que la realidad que finalmente encontraran será cruelmente mediocre.

Todos lo saben, sí, pero casi todos se esfuerzan en ignorarlo en una extraña aplicación esquizofrénica. Llegamos al congreso con idea de que nos encontraremos todo hecho y nos quejamos cuando no es así. Buscamos un refuerzo antes que un estímulo, una confirmación antes que un desafío. Se trata, al fin, de preguntar que han hecho los organizadores por nosotros y no en qué hemos contribuido nosotros al programa. Ese ha sido, lamentablemente, el tono de cuantos comentarios he leído sobre el congreso: muchas demandas, ninguna oferta. En ninguna parte encontramos siquiera el asomo de un comentario sobre los contenidos. Todas las que he tenido la ocasión de leer se detienen en el defecto de las formas, y al hacerlo se constituyen en ejemplos de la misma improvisación, informalidad y dejadez que denuncian.

La compresión de esta fatal circunstancia parece no haberse extendido desde el mismo momento que la tónica de las impremeditadas críticas antes mencionadas es la del que se considera víctima antes que actor de la historia, manteniendo la absurda pretensión de que el congreso es algo ajeno a ellos, como si el congreso no lo hicieran, no debieran hacerlo, los aficionados y como si desconocieran que ninguna organización puede dar contenido a un congreso sin más aportación que la de sus propias fuerzas. No entienden estos descontentos, alineados a pesar de lo fundamentado de su queja, que no hay otra orilla desde la que contemplar la tierra de promisión, que estamos todos en el mismo desierto a pesar de quienes quieren formar un río con sus lágrimas.

Para que exista la unidad de propósito que muchos anhelan sin saber cuál debería ser éste, y el consiguiente consenso sobre los objetivos, haría falta un debate que eludimos constantemente porque inconscientemente sabemos que no daría acuerdos como tampoco los congresos producen conclusiones, y que cuando ha sido abordado a conducido indefectiblemente a escisiones. Lo que nos une es meramente asumido, y nunca contrastado, porque de hecho cada aficionado es un mundo y comparte con los demás las necesidades y no lo propósitos, las preguntas y no las respuestas.

Los críticos irreflexivos exigen de aquello que llamábamos fandom (antes que Pedro Jorge se comprara el libro de estilo de El País) un funcionamiento propio antes de un organismo oficial que del ente caótico que realmente es. En ese sentido, se habló mucho de qué podíamos hacer en pro de la ciencia ficción nacional, lo cual me parece cuando menos impropio. Los que se plantean una función finalista del movimiento asociativo de los aficionados no parecen conscientes de que no somos un partido político, una orden religiosa ni una fundación sin ánimo de lucro, ni siquiera un agrupación docente. No perseguimos ningún fin y si nos parecemos a alguna institución es a la familia, pues como a ella nos une algo, la sangre y la afición, a despecho de que lo queramos o no, pero nuestros lazos acaban ahí. Como a nuestros parientes, amamos tiernamente a algunos compañeros y apenas toleramos a otros.

Una hispacón, sean cuales fueran sus defectos y carencias, se constituye inevitablemente en la prueba del mínimo consenso posible. Los disconformes con esta realidad que quieran transformarla no sólo deberán implicarse, sino, y especialmente, empezar reconociendo que desde siempre han sido parte de ella. Si el congreso es un fracaso, el hecho es imputable en gran medida a los defectos de los aficionados a la ciencia ficción como clase, cuyos individuos son tan conscientes de su diferencia frente al común de la población como paradójicamente ignorantes de las cargas que supone ser digno miembro de un grupo tan escaso como pretendidamente excelente, y digo paradójicamente porque, como hemos visto con ocasión de la última hispacón, ello no impide que se exija a los demás lo que uno mismo no haría.

Los ponentes en un congreso de ciencia ficción no son políticos como tampoco figuras del espectáculo, su posición no implica poder ni devenga ingresos y sí servidumbre al tiempo que gastos. Si el público que les ha tocado demanda de ellos un esfuerzo en proporción a su percepción del coste de trasladarse hasta la sede de turno, del que la cuota de inscripción no deja de ser una anécdota que muchos se toman a broma, y, después de sentirse defraudado en unas ilusiones sin base, expresa sus críticas tan severa como suficientemente, pueden encontrarse un día el estrado vacío, si es que hay algún estrado.

O dicho de otro modo, si no os ocupáis del congreso, el congreso no se ocupará de vosotros.


Ayer estábamos al borde del abismo.
Hoy hemos dado un paso al frente.


Lo que no se dijo


Hay una playa debajo de los adoquines.


Si hemos de hablar de las ideas que supuestamente nos reunieron en Cádiz, y no de la debilidad humana de los congresistas, nuestra memoria debe retroceder al cierre de la primera jornada, a la mesa redonda Nuevos Escritores: ¿Nuevos Autores?, donde saltó el primer concepto novedoso, por no decir chocante. De cuatro jóvenes autores, tres negaron serlo de ciencia ficción. Puesto que estábamos entre amigos, esta pétrea renuencia no puede explicarse por timidez o miedo a represalias. Sin querer ofender, creo que los tres confesos advenedizos son clara muestra de un fenómeno que ya fue observado y denunciado en los Estados Unidos y que es una patente realidad en nuestro país: el de los aspirantes a escritores que se acercan a la ciencia ficción para colmar la necesidad de ser publicados, sin que ello presuponga un verdadero interés o un auténtico amor por el género. La ciencia ficción atrae a esta suerte de quintacolumnistas porque, a pesar de su escasa entidad dentro del mundo editorial profesional, es la única parcela de la narrativa cuyas bases están vivas y son capaces de generar los soportes para que esa forma de expresión literaria casi olvidada que es el cuento no desaparezca de la faz del papel impreso. Pero no nos engañemos, estos compañeros de viaje llegan pensando en irse... lo cual no quiere decir que sean malas personas. Andando el tiempo, alguno de ellos podrá ser un reconocido autor de la corriente general al que quizá no le guste que le recuerden que alguna vez tuvo que ver algo con nosotros y nuestras revistas de aficionados, aunque, si de verdad quieren que ese sea su futuro, les exhorto firmemente a que dejen de perder el tiempo pergeñando relatos quizá fantásticos de unas pocas páginas y empiecen a redactar novelas realistas de más que mediana extensión antes de que su juventud se pierda irremisiblemente.

Ese fuego de la primera edad parece definitivamente apagado en la persona que encarna el segundo momento intelectualmente memorable de nuestra reunión, al menos tal como yo viví aquellos días, que se produjo al alba del segundo día, a tal hora como las 12:00, y tras el breve turno de preguntas que siguió a la exposición de mi ponencia El Enigma de Tomás Salvador. Ciertamente no espera encontrarme emboscada en el pasillo del auditorio a Elia Barceló, presta a inquirirme, como así lo hizo, si es verdaderamente importante documentarse antes de escribir una novela de ciencia ficción. Habiendo yo elogiado poco antes el profundo conocimiento que sobre las materias que trata exhibe Tomás Salvador en su magnífica novela La Nave, y teniendo claro que la obra de la propia Elia es un epítome del apriorismo, creo que nuestra autora esperaba más una retractación que una ratificación por mi parte. En el bullicio del momento la cuestión quedó sin repuesta, pero no la olvidé, de manera que en el primer momento de calma aproveché para consultar a Javier Redal sobre el extremo, cuyo criterio respeto. Este me respondió que, aunque la cuestión era importante para nosotros, obviamente para Elia no.

Y cuando me estaba convenciendo de que el interés de los aficionados no está en discutir la teoría literaria, no porque crean que la materia sea desdeñable, sino por un íntimo conocimiento de su inutilidad, la tarde del último día del congreso nos trajo el Mini-Taller Literario: los Autores Responden, cuyo debate pudo hacer parecer lo contrario por un instante. Como si el tímido asalto de Elia Barceló hubiera sido un tanteo, el intercambio de ideas (¡por fin!) consistió en la contraposición de postulados bien conocidos, pero, me parece, siempre interesantes: a saber, si en nuestro género debe predominar la construcción del escenario, la idea motora y el fondo científico, o los aspectos formales, el estilo y la caracterización psicológica de los personajes. Un controversia de solución obvia, todo debería ser igualmente importante, pero decididamente revelador de la línea de ruptura que divide a los escritores de ciencia ficción nacionales y quizá a la misma afición, abismo, creo yo, abierto más por la incapacidad de unos y otros para saltarlo que por reales convicciones estéticas, y tan apasionante como irresoluble desde el punto de partida de ambos bandos, recuérdese la duda de Elia.

Al mencionarse el ejemplo integrador de Gregory Benford (fui yo), se elevó una airada voz reclamando que nos centráramos en los autores nacionales.

Ya me gustaría a mí tener como principal punto de referencia la obra de éstos, pero por mucho que me esfuerzo no consigo hacerme a la idea que un par de novelas, caso del propio Rafael Marín o de Elia Barceló, sean muestra suficiente para efectuar un análisis profundo o constituyan la aportación definitiva de sus creadores. Hasta que no haya españoles que escriban una novela al año y la publiquen, el amigo Rafa Marín podrá indignarse si lo tiene a bien, pero yo no podré tomarme en serio el estudio de la producción de ninguno de mis compatriotas, con las posibles excepciones de Gabriel Bermúdez Castillo y Angel Torres Quesada, por pura escasez de elementos a examinar. Todavía espero que Rafael Marín y Elia Barceló den muestras de su auténtica talla, que Rafa concluya Mundo de Dioses y que Elia se moleste en concebir a una novela seriamente planteada, y después que sigan y sigan...

Me detengo aquí, cuando el riesgo de perderme en la enumeración me parece evidente, para reflexionar sobre los expuesto. ¿Se profundizó en estas cuestiones? No. ¿Se llegó a alguna conclusión? No. ¿Y era esto posible y aun deseable? Ese el auténtico problema a considerar.

Si sirve un ejemplo que conozco bien, la ponencia El Enigma de Tomás Salvador ha sido puesto como ejemplo tanto de buena preparación como de escaso interés. No recuerdo que nadie remarcara que el tema era nuevo, a pesar de las constantes demandas de originalidad en las conferencias y mesas redondas, y si alguno ha dicho que Salvador era generalmente conocido, aunque nadie sabía nada de él. Más bien, si algunos no encontraron atrayente la disertación creo que fue precisamente por su novedad, y que cuando se demanda airadamente una renovación temática en las hispacones lo que se pide son nuevos enfoques de lo que todos ya sabemos antes que la exposición de ideas y hechos que requieran el esfuerzo de ser encarados por primera vez. Después de todo, si se va al congreso a divertirse, ¿quién quiere esforzar las neuronas asimilando conceptos quizá contrapuestos a los que ya tiene bien asentados?

¿Y quién quería tomarse los seis meses de trabajo que hay detrás de El Enigma de Tomás Salvador a riesgo de recibir la fría acogida de una audiencia que ha venido a hablar sobre, y a escuchar de, lo que le gusta y conoce, y no sobre temas que sueñan extraños a fuerza de nuevos?


Ten cuidado con lo que
deseas: podrías conseguirlo



Publicado originalmente en El Fantasma vol.11 (julio 1996)

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