La corneta

A. Benítez Gutiérrez


Ayer saqué la corneta de su rincón del armario. Debo tener mucho cuidado cuando lo hago. Es muy, muy antigua, y el objeto más preciado de mi colección. Cuando menos, perteneció al ejército del monarca prusiano Federico el Grande. Después fue capturada por las tropas de Napoleón y pasó a servir en Francia hasta la guerra de 1870, en la que su inepto sobrino Napoleón III la perdió en favor de sus antiguos dueños. Permaneció en Alemania hasta que mi abuelo, en 1943, la trajo a América y, en la hora de su muerte, me la legó. Esto lo sé, pero tengo el convencimiento de que corrió aventuras mucho antes de sonar ordenando la marcha de las defensas de Von Clausewitz. Cuando mis dedos la rozan, suenan en mis oídos los ecos de luchas más remotas, resquebrajadas en mayor medida por el paso de los años. Creo que por eso es tan delicada que hasta la directa luz del sol mataría los recuerdos que guarda.

Existe otro motivo para que extreme las precauciones cuando no puedo resistir el impulso de limpiarla. A mi esposa, bendita Paz, no le gusta que lo haga. Ella quiere que lleve la vida ordenada y serena que corresponde a un catedrático de la Universidad Republicana y que modere la afición que, según ella, he llevado más allá de lo que corresponde a su importancia en la Historia, de la que soy profesor. Tiene razón, porque a menudo la tiene me casé con ella. Pero debería comprender, al menos, que la corneta es importante en mi vida. De pequeño, mi abuelo me contaba lo que había sido de ella a través de los siglos, y creo que fue eso lo que me impulsó a escoger la disciplina que enseño. Yo no sería el mismo sin la influencia de este instrumento, y Paz, que me quiere, debería respetar mis sentimientos hacia él. Sin embargo, no soporta que le dedique atenciones, y yo comprendo por qué.

El anuncio de mi compromiso causó cierto revuelo en los claustros de la universidad. Yo tenía cierta fama, y el matrimonio no casaba con ella.

-¿Él? -chilló desentonadamente el decano de la facultad cuando le comunicaron la noticia-. ¿El ayudante Guerrero, ese sargento civil, ese napoleón enano, casarse? -. Su opinión de mí, ciertamente, no era respetuosa por aquel entonces-. Antes creeré que el Presidente de la República está dispuesto a convocar elecciones, cancelar sus cuentas en Suiza y ser fiel a su amante oficial.

Escandalizados, los que le rodeaban miraron a un lado y a otro. No pasó nada. El Monstruo tenía esa clase de suerte, amén de no importarle nada, salvo su retorcida noción de la rectitud.

A pesar de la falta de fe de mi superior, tuve el placer de invitar a todos al enlace del profesor Martín Guerrero y Stolz y la licenciada Paz Gonzaga Malatesta, que se celebró en la intimidad de la Catedral Vieja. La novia lloró tristemente durante la ceremonia, lo que me desconcertó. Cierto que los miembros femeninos de su familia, al completo, también lo hicieron, pero mi futura esposa derramaba lágrimas sencillamente, sin un gesto, mientras sus parientes usaban gran número de aspavientos. Recordé las profundas y largas dudas que le había producido mi declaración. Temí lo peor.

-¿Quieres a Martín por esposo? -preguntó el sacerdote.

-Sí -respondió ella, y sólo yo noté la vacilación que, aliviado, atribuí a mi propia ansiedad.

Recibí la contenida felicitación de Juan e Isabel Guardia, mis tutores, pues soy el último de mi familia, esquivé a la de mi reciente esposa y, con ella de la mano, huí de los compañeros y alumnos abriéndome paso a golpes entre su alborotada masa.

Pasamos la semana de licencia que había conseguido en la Mesopotamia, disfrutando de nuestra mutua compañía y de las soledades que la región ofrece a los enamorados. No recuerdo tiempo más feliz que aquel perdido bordeando los pantanos con Paz, tan lejos de cualquier inquietud. ¿Por qué, me pregunto, no ha podido volver a ser como entonces?

Reclamado yo por mis obligaciones docentes y ella por los estudios de su doctorado, regresamos a la metrópoli, algo decepcionados por los escaso de nuestra vacación, pero alegres en la perspectiva de nuestra vida en común. Le abrí la puerta de mi apartamento en la avenida de la República y, con un ademán galante, la invité a pasar ante mí. Ella, por supuesto, había estado antes en el que ahora es nuestro domicilio conyugal y conocía sobradamente su disposición y la colección que lo colma. Entró y su tranquila jovialidad de desposada se desvaneció. Habría dicho que acababa de descubrir el temor, puro y simple.

Quizá mi salón resulta desconcertantemente abigarrado al principio, con sus paredes cubiertas de libros de táctica, estrategia, logística e historia militar, el tablero de ajedrez en el centro, con su irresoluta jugada de acoso al rey, la mesa del juego de la Guerra Mundial cerca del balcón acristalado, el estudio del asalto a la capital con los alfileres clavados en el mapa, los banderines de diversos ejércitos ordenadamente colocados en el muro frontero y, solitaria sobre su repisa, la corneta. La había estado limpiando cada vez con más frecuencia, así que brillaba en la penumbra.

Paz la miró, y descubrí por primera vez en su rostro esa expresión de metafísico rechazo, de repulsión primaria y sin apelativos, que mi herencia le produce.

-No la soporto. No debe estar ahí -dijo-. Guárdala donde no pueda verla.

Le hice caso, por eso me casé con ella.

Ayer no pude aguantar más y, aprovechando que Paz había salido, volvía limpiar la corneta. Tomé la bayeta y el limpiametales, frotándola suavemente con un dedo envuelto y humedecido con el mejunje. Hay que hacerlo con mucha delicadeza para, sin dañarla, descubrir el fulgor empañado por meses de oscuridad sin cariño.

Una vez limpia, deseé arrancarle un sonido, hacerla cumplir su función. No pude.

Paz estaba allí, mirándome como tiempo atrás había mirado a la corneta, con ojos grandes, fijos, impotentes, abismos de reproche que podrían tragarme. Tan, tan tristes. Infinitamente abrumados.

-No debes hacerlo -me dijo. Su voz, clara, firme, distante, rasgó mi alma por cien líneas de dolor.

-Lo sé.

-Y sabiéndolo te encuentro así.

La agonía creció y el sudor corrió por mi frente.

-Por favor, Paz. Por favor.

-No. Tienes muchas cosas que hacer: escribir el artículo que te ha pedido la Gaceta Histórica, corregir ejercicios, poner al día tu archivo, contestar cartas, tienes sobre la mesa una del Instituto de Estudios Estratégicos de Londres, y preparar tus clases. No necesitas limpiar la corneta.

Sentí astillas de vidrio clavándose en mis encías. Accedí estremeciéndome y la devolví al armario, encerrándome bajo llave.

-Eres demasiado severa, querida -la reñí, recuperándome-. No hay nada malo en mantenerla limpia, yo disfruto haciéndolo. Además,lo necesita.

-Lo comprendo, querido -reconoció, mansa y dulce.

Siempre lo hace, por eso me casé con ella.

Si no me hubiera unido a Paz, probablemente nunca habría ocupado una cátedra. No, miento. Seguro que no hubiera sido ascendido. Como profesor ayudante dedicaba demasiado tiempo a mis estudios privados y demasiado poco a complacer al claustro confirmando los pareceres que habían encumbrado a sus más egregios y ancianos miembros. Era molestamente crítico con sus ideas y actitudes, vehemente en exceso a la hora de sostener la independencia de mi criterio, rígido entre los trapicheos, ético en un ambiente corrupto.

Estaba marcado para la matanza, condenado a un entierro en el polvo de los expedientes de méritos atascados entre dos negociados. Nada iba a salvarme, y me disponía a no caer solo cuando conocí a la que compartiría mi vida y seguí su consejo de que, puesto que habían vivido lo suficiente para no cambiar ahora, aguardase su pronta muerte.

Paz me enseñó que los humildes heredarán la Tierra, que un silencio el día de hoy vale por mil gritos en el de mañana. Nunca lo olvido cuando voy a empezar una clase y veo a los alumnos en el anfiteatro, esperando que yo les diga lo que han de creer, los más inteligentes pensando que no se lo haré fácil. ¿Alguno de ellos callará mis errores y, sobre mi tumba, los agitará como hago yo con los de mis predecesores?

No importa. En verdad ninguno vivirá más que yo.

-El tema de hoy -les dije esta mañana, abriendo mi curso de análisis histórico- es la angustia del hombre moderno como factor desencadenante de los conflictos internacionales o, si sus cortas mentes no alcanzan a ésto, cómo la suma de multitud de débiles opiniones produce una guerra mundial.

El silencio cayó en cascada sobre las densas filas de estudiantes, presas del pánico. Me disponía a agredir su complacencia y lo sabían.

-Es un hecho establecido que, si bien el hombre, como individuo, es impredecible, en masa sus reacciones se convierten en una certeza matemática. Que tan a menudo los grandes manipuladores de las tendencias sociales fracasen en sus débiles manejos no debilita la anterior constatación, antes demuestra, primero, los escasos conocimientos de aritmética de éstos y, segundo, que lo inevitable tiene una desagradable tendencia a ser también ingobernable.

"Desde el albor de la llamada Era Contemporánea, gracias al coincidente, más precisamente, necesario invento de la imprenta y a la organización de los primeros sistemas postales, los fenómeno de opinión pública han ido extendiendo sus áreas de implantación hasta hacerse, en este siglo, globales, no perdiendo con ello su componente tribal, al que ustedes, clase baja de la sociedad universitaria, llamarían "espíritu nacional".

Hice una pausa mientras mi repugnancia rodaba hasta sus pies.

-Uno de los elementos básicos a la hora de elevar la arquitectura de la esfera de la información que actualmente envuelve al mundo es reconocer la implantación universal de expectativas. Más claro -clavé en el corazón y en el libro de notas de los que se agitaron inquietos-, todo el mundo está informado de que pueden pasar cosas que, en el momento, no suceden, que quizá nunca hayan sucedido. Sin embargo, su posibilidad es real, y este conocimiento imprime un componente de ansiedad en el clima emocional colectivo que puede ignorarse, pero, a pesar de ello, persiste. La ansiedad es directamente proporcional a la magnitud del suceso que se prevé, a su cercanía en el tiempo y a la indeterminación de los factores desencadenantes, según una compleja relación de mutuo refuerzo.

"La ansiedad se alimenta de sí misma y crea tensión. Esta, ya sea personal o grupal, destruye a quien la sufre a menos que sea aliviada. Lo cual sólo puede hacerse eliminando las causas de la ansiedad original o, una forma de ello, ¡consumando la expectativa!

El murmullo se extendió por las gradas. Sorpresa, duda, rechazo, aceptación, indiferencia. División. Conflicto.

-Sepan, pues, lo que provoca las confrontaciones, la mayor de todas. La misma probabilidad de tal cosa llega a ser tan insoportable, que la parte más psíquicamente débil la provoca como única salida a su sufrimiento. Toda batalla, y la misma Gran Guerra, ¡es un producto de su propio miedo a que ocurra!

"Piensen en ello.

Y les dejé engordando su propio desasosiego.

El mío seguía acompañándome cuando regresé a casa. No esperaba otra cosa. Me dirigí al armario y la saqué, reluciente. Era agradable sostenerla y mirarla así, seguro de lo que iba a hacer, sabiendo lo que me dolería sin importarme.

Levanté los ojos y, como siempre, allí estaba Paz poniendo los suyos sobre mí. Tan, tan triste era su rostro. La sangre ardió en mis venas, pero no me impidió llevarme la corneta a los labios.

Me casé con ella porque no podía.

Cayó de mis manos, un trozo de metal inútil, mientras el edificio se estremecía. Salí al balcón. Un bombardero supersónico B 58 cortaba el cielo de la ciudad, con su carenado cebado de bombas H. Napoleón avanzaba sobre los arrabales. En la avenida, una Panzerdivision desfilaba con Adolf Hitler al frente, saludando desde su Mercedes descubierto a la multitud que lo aclamaba. La XXVIII Legión romana acampaba en el Parque de los Descubridores. La Plaza de España era asolada por los hunos de Atila.

Sonreí.



Publicado originalmente en El Fantasma vol.10

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