La fe en Orson Scott Card

A. Benítez Gutiérrez


El autor de El juego de Ender es ejemplo de una de las figuras más raras de la ciencia-ficción moderna: el escritor comprometido. No estamos hablando de un compromiso político, pues eso supondría sostener un modelo de gobierno para la sociedad y, de hecho, por acción u omisión, no hay narrador que carezca de él, sino de un compromiso ético, una firme convicción de que existen cosas que resultan inaceptables para la conciencia humana cualquiera que sean las circunstancias. Se trata, en fin, de sostener una noción del bien y del mal y situar las historias que se cuentan en la difusa línea que separa al uno del otro.

No es, ya decíamos, frecuente encontrar a un autor de ciencia-ficción del que podamos decir que expresa un compromiso. Actualmente, y antes que la ética, al escritor de éxito del género le preocupa la estética. Es la del estilo la última revolución de la ciencia-ficción, y ya sea con el nombre de cyberpunk o en imitación al realismo mágico sudamericano, los argumentos pesan menos en el juicio de la crítica, y de un agresivo sector de la afición, que el lenguaje que se emplea en su exposición.

A pesar de no estar a la moda, Orson Scott Card está de moda, o, mejor, está por encima de la moda. Es un autor que vende mucho, más que la mayoría, y como su éxito no está asociado a ninguna innovación es de esperar que sea más duradero que el de la mayoría. Especialmente, en nuestro país es el número uno (1), como antes que él lo fuera Isaac Asimov. En ambos casos la condición fundamental de su éxito es que son autores de ciencia-ficción a los que leen los que no son lectores del género en su sentido exclusivista. En parte, el menosprecio que ocasionalmente tanto uno como otro cosecharon y cosechan por parte de los aficionados más radicales y de los críticos más elitistas se explica por este mismo hecho, por otra parte consustancial con unas ventas mínimamente elevadas, dado el reducido número de los auténticos aficionados.

Curiosamente, no es este el único paralelismo entre el autor de Fundación y Orson Scott Card. Es más, éstos se dan en suficiente número como para pensar que quizá no sean casuales y que si Card ha sucedido a Asimov en el aprecio de la mayoría es porque le adornan parecidas cualidades que a aquél, y que, en definitiva, son éstos los valores que la mayoría de los lectores buscan en la ciencia-ficción.

¿Cuáles pueden ser los puntos de encuentro de un judío de confesado ateísmo y un mormón (2) fiel a su iglesia? Hemos mencionado anteriormente el compromiso de Card, un compromiso que nace de su fe. Asimov no era creyente, pero también tenía un compromiso. Como humanista consagró su vida y su obra a luchar contra lo que llamó "los ejércitos de la noche": la suma de todo lo que de oscuro, irracional y supersticioso hay en las creencias comunes a un amplio sector de la población. Por su parte, los mormones, en tiempos víctimas de la persecución de esos mismos "ejércitos" y defensores de una doctrina con elementos difícilmente aceptables, mantienen hoy las distancias respecto a la autodenominada Mayoría Moral de los Estados Unidos, la alianza de iglesias y líderes religiosos fundamentalistas cuya influencia tanto preocupaba a Isaac Asimov. Ellos constituyen un grupo que bien podía asumir lo que el creador de las leyes de la robótica dice de los partidarios de la razón:

Siempre seremos una pequeña y probablemente impotente minoría, pero no debemos cansarnos de exponer nuestra opinión y de luchar por nuestra justa causa.(3)

Desde diferentes extremos, Orson Scott Card y el autor de Fundación se aproximan y encuentran. Y allí donde podrían surgir los roces, Card interpreta a Asimov acercándolo a su propia visión del mundo, de una forma que podría considerarse formalmente abusiva, pero reflejo, al fin, de su gran aprecio por él (4), que le lleva a buscar lo afín en sus caracteres y a rechazar lo que podría ser causa de disensión. Califica el autor de Salt Lake City de profundamente religiosas a algunas obras de Isaac Asimov, por ejemplo, cosa en la que probablemente no estarían muchos de acuerdo (5). En todo caso, es una muestra de la bonhomía que puede rastrearse en la ficción tanto de uno como de otro y que, al cabo, es una de las causas del éxito multitudinario de ambos, quizá la principal.

La creencia en la bondad natural del hombre es cada vez menos popular entre los escritores de ciencia-ficción, un movimiento que salió a la luz con la New Wave de años 60 y cuya antorcha sostuvo la siguiente generación de la mano del cyberpunk, pero cuyo sustrato puede rastrearse desde los primeros tiempos del género y en sus más notables autores. No menos cuestionada resulta la capacidad de la humanidad para resolver sus problemas mediante un juicioso empleo de la tecnología. Es de buen tono presuponer que, sencillamente, cualquier cosa que se haga en ese sentido creará más complicaciones que las que resuelva. Asimov postuló una y otra vez lo contrario, y por eso llegó a ser y se mantuvo durante años como uno de los escritores de ciencia-ficción más apreciados. Card ha seguido esa estela, y sus universos futuros, sin estar tan precisamente modelados ni tener una base científica tan sólida como los de Isaac Asimov, exhiben la misma tendencia hacia un final mejor que su principio. Obsérvese, si no, la serie de relatos reunidos en el volumen La gente del margen, donde la civilización es destruida por la guerra nuclear, pero no aniquilada, y vemos cómo los supervivientes reconstruyen lógica y metódicamente lo perdido.

Este ver la luz al final del túnel, por negra que haya sido en algún momento la historia que se cuenta, resulta a la postre más popular que los universos opresivos y cerrados que tan a menudo se confunden con un mayor realismo en la ciencia-ficción. Por mucha maestría que se despliegue en una novela como, por ejemplo, 334 de Thomas M. Disch, ¿cuánta desesperanza puede soportar un lector? Sostener la tesis de la incapacidad de los seres humanos, tanto como individuos que como sociedad organizada, para tomar el control de sus vidas, resulta al final estéril, un callejón sin salida filosófico y literario.

Ese pesimismo se fundamenta, esencialmente, en una visión unidireccional. El autor hace fracasar a sus personajes al hacerles asumir los hechos de su vida como inevitables, sin que lleguen ni por asomo a considerar las alternativas. La traducción de esta actitud a la teología recibe el nombre de calvinismo, pues fue Calvino el que estructuró la doctrina por la que aquellos que habrán de ser salvos están predestinados a ello. Card estima que el calvinismo es perversión del cristianismo (6), lo cual es una objeción importante viniendo de un miembro de una iglesia militante como la mormona.

No es ésta, otra vez, una idea que goce de predicamento en los últimos años. La concepción de que la sociedad determina hasta tal punto a los individuos que sus acciones resultan obligadas y, por lo tanto, exentas de responsabilidad, parece haberse impuesto de la mano de sociólogos, psicólogos y educadores vanguardistas. Card y su obra se oponen a esta proposición cerrada en sí misma y que, en resumen, hace posible que un mundo donde el mal está tan presente como el nuestro permanezca en este estado. En las novelas del autor de El juego de Ender se intenta examinar cada situación desde todos los ángulos posibles; cada personaje sostiene un punto de vista que, en tanto que honestamente escogido, merece ser tenido en cuenta. Así, de una forma que nos recuerda a Asimov, en sus mejores obras Card no crea protagonistas de absoluta seguridad en la bondad de sus metas ni antagonistas cuyo propósitos estén completamente exentos de virtud. Unos y otros han de efectuar una elección dentro de sus capacidades, y esa elección tiene unas consecuencias que ineludiblemente han de asumir.

Una de las mayores afrentas que para Card se puede infligir a la dignidad humana es la privación de ese derecho a la elección, que puede considerarse parejo a la forzada ignorancia de la Palabra de Dios. Andrew "Ender" Wiggin aniquila a la raza de los insectores convencido por sus instructores de que está jugando en un simulador. Ender Wiggin ha sido engañado, pero ni para él ni para las generaciones futuras, que le conocerán por el maldito nombre de el Xenocida, eso representa un alivio de la responsabilidad. Como expiación, el que será Portavoz de los Muertos se impone la salvación de los últimos restos de la raza de los insectores y emprende la búsqueda de un nuevo hogar para ellos.

Ender es al final no sólo un niño extraordinario que se convierte en un hombre. También es un profeta y un peregrino. No es casual que pueda trazarse una analogía entre un tal carácter y el de Joseph Smith, fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, cuyas visiones empezaron a los catorce años. Su vida y la de su heredero Brigham Young (1801-1876) inspiran a Card no sólo en las aventuras del Portavoz de los Muertos, sino también en las de Alvin Maker y en la saga del retorno a la Tierra. Es natural que el trasfondo cultural de un autor se refleje en su obra: ¿de qué otra manera podría ser? Pero no se trata del condicionamiento de tipo difuso o inconsciente que podemos encontrar en cualquier otro. El propio Orson Scott Card nos dice que Smith es uno de los dos escritores que más le han influido (7).

Pero el profeta y el peregrino son personajes que concluyen en sí mismos. El peregrino llega finalmente a su destino, el profeta no llega a ver hechas realidad sus visiones. Fatalmente contrapuestos, la confluencia del peregrino y el profeta lleva como mínimo a la contradicción, como máximo a la locura. Joseph Smith fue linchado por la turba que asaltó la prisión en la que había sido confinado (8), alcanzado así el martirio. El no vio la tierra prometida a la que condujo a sus fieles su sucesor Brigham Young, como tampoco pudo ver cómo el Estado ideal que éste intentó edificar sobre las ideas de su maestro cayó irremisiblemente, primero frente a los colonos que acudieron al reclamo de la prosperidad del territorio civilizado por los mormones sin aceptar su fe, y después bajo las armas del ejército de los Estados Unidos llamado a socorrer a aquéllos cuando se opusieron violentamente a la teocracia que Young pretendía imponer por la fuerza.

Es obvio que Smith no habría visto favorecida su causa si, como Brigham Young, hubiera tenido que sobrevivir a su propio fracaso. Su muerte estigmatizó a sus verdugos y le colocó más allá de la falibilidad. La nostalgia del Estado ideal que Young no pudor erigir y que quizá Smith sí se nos aparece, al menos desde fuera de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, como más fuerte que hubiera sido su realidad. Para los mormones, reducidos a la minoría en la tierra que soñaron hacer suya, el recuerdo de su hora de gloria es necesario, aunque no suficiente, para mantenerlos unidos contra un mundo que, ahora como entonces, no les comprende.

Orson Scott Card encuentra en la narrativa, como cualquier otro escritor, la oportunidad de explicarse y explicar su entorno, aunque sea a través de las muy elaboradas metáforas de la ciencia-ficción, pero también, como escritor fantástico, de explorar mundos donde los héroes, profetas y peregrinos vivan sus visiones y lleguen a sus metas. Los resultados han sido denunciados como discutibles y hasta perniciosos por Norman Spinrad (9), que traza una línea continua desde las fantasías adolescentes de omnipotencia hasta novelas, tan frecuentes en el género, en las que el protagonista acaba obteniendo triunfos absolutos. Personalmente, y aun encontrando su tesis valiosa e interesante, me interesa más rastrear la presencia en la obra de Card de la sombra de la utopía apoteósica, aquélla en la que la república perfecta llega, no por la aplicación de una teoría política, sino poco menos o directamente por el descenso de la Gracia Divina.

Card hace constantes equilibrios sobre el filo de la navaja que separa la ficción honesta de la apoteosis, consciente de que ésta representa la cima de la completa esterilidad pero constantemente atraído a ella por su educación y convicciones. Spinrad señala en su artículo los defectos argumentales de La voz de los muertos y Rafael Marín hace lo mismo en su comentario a Ender el Xenocida (10) cuando concluye: "[Ender] Ya no puede actuar, porque actuar será matar, traicionarse a sí mismo como personaje, como santo." Ender, en esta visión de Marín, huye de la que fue la actitud de Smith y Young en la realidad. Ellos no pudieron conseguir que la Verdad y la Justicia de la Palabra de Dios que les había sido revelada se impusiera por la fuerza cuando no fue aceptada de grado, y Card puede ver que, de haberlo hecho, la fe de los mormones hubiera sido destruida por sus propios creadores. Como, sin embargo, sobrevivió, es una prueba de que la fe es superior a quienes la defienden e incluso a los rituales en los que se manifiesta, idea en la que se sustenta, por ejemplo, su relato "Sagrado"(11) o el celibato de la orden de los Hijos de la Mente de Cristo de La voz de los muertos.

En esa contradicción entre el absoluto divino y el relativismo humano vive instalado el escritor, el hombre Orson Scott Card. Cuando escribió su artículo, en 1987, Spinrad temía verle revolcarse en la autocomplacencia en las prolongaciones de la saga de Ender posteriores a La voz de los muertos, al tiempo que esperaba verle resurgir en la recién empezada de Alvin con El séptimo hijo. Sabemos que evitó parcialmente lo primero aun a costa de emplear medios discutibles, medios que, como el milagro, el había censurado en otros (12). Hemos podido leer en la entrevista realizada por Rafael Marín e incluida en este mismo volumen de ARTIFEX que Alvin fracasará en su empeño de construir la Ciudad de Cristal, encontrando la muerte en ello, aunque quizá más por paralelismo con Joseph Smith que por convicción de que lo contrario pervertiría historia y personaje.

La perversión del poder absoluto no es, sin embargo, la única trampa en la que Card puede caer. También está la de la convicción absoluta de la rectitud de sus planteamientos éticos, el fanatismo que es la fatal reserva de la fe. Como ejemplo, permítaseme citar la apostilla de propia mano a su relato "Bajo la tapa" (13):

Siendo predicador de corazón, descubrí que este cuento era una homilía sobre el hedonismo como autodestrucción. (...) Los drogadictos, los homosexuales, los especialistas en apropiación de empresas, los culturistas y los atletas que se administran esteroides (...) han organizado sociedades cuyo propósito consiste en celebrar el placer (...). Más aún, buscan el placer con el riesgo constante de la autodestrucción. Y luego se preguntan por qué los demás los miran con una mezcla de horror y disgusto (14).

Aunque pueda estar de acuerdo con Card en su condena de los drogadictos y deportistas tramposos, y especialmente de los especialistas en apropiación de empresas, no puedo estarlo cuando anatemiza a los homosexuales. Y esto sería particularmente doloroso, tratándose de un autor al que aprecio y respeto, si hubiera de juzgarlo por estas palabras y no por su obra. Discutiendo los diferentes puntos de vista desde los que se podía abordar el tema de uno de sus relatos más discutidos, "Carne de rey", Card declara: "Es una zona de insoportable ambigüedad moral, y eso es lo que buscaba (...)" (15).

Si yo busco en las novelas de Orson Scott Card, como él hizo en las de Asimov, aquello que nos une antes que lo que nos separa, no puedo por menos que reparar en su descripción de la relación entre Ansset y Mikal en Maestro cantor o Lanik Mueller y Helmut en Un planeta llamado Traición, cuyo componente homosexual a veces se asume implícitamente, a veces se admite abiertamente, pero ciertamente nunca se consuma, como tampoco se rechaza. No soy un caso único. He podido encontrar en la WWW testimonio de la polémica sobre este tema, con argumentos en un sentido y en otro. Como siempre, si buscamos lo suficiente podremos encontrar motivos para reforzar nuestras creencias, sean estas las que sean.

Sabiamente administrada, lejos de ser una debilidad, esta multiplicidad de posibles interpretaciones se constituye en una fuerza de la narrativa de Orson Scott Card. Mientras ésta se mantenga en ese nivel de complejidad, sus lectores podrán encontrar placer en desentrañar el mensaje oculto bajo la sencilla apariencia de un argumento que ha sido señalado más de una vez como el único, básicamente el mismo de El juego de Ender, anticipado en Maestro cantor y Esperanza del venado y retomado en las sagas de el retorno y Alvin.

Tal reiteración puede ser fruto de una limitación o de un cínico propósito de explotación. Card puede repetirse porque no es capaz de alumbrar ninguna nueva idea o porque ha encontrado un filón y no quiere perder las ganancias. Puede que, sencillamente, sea un hombre comprometido con su oficio y obligado con su público. De esta forma, sus primeras historias, para algunos quizá las mejores, han quedado sepultadas bajo la avalancha de sus series que, como él mismo nos cuenta (16), venden más que una novela completamente original ¡aunque sea el comienzo de una nueva serie!, caso de la Observadores del pasado de la que vierte elogios Rafael Marín.

Porque si hablamos de fe, ésta funciona en un doble sentido. Es la fe que estructura la narrativa de Card en sus más felices momentos y es la fe que tenemos en reencontrar esos mismos momentos en cada nueva novela del creador de Ender. Para muchos, los que buscan lo más elemental de su literatura, este deseo se satisface con la ya mencionada repetición de esquemas argumentales y de personaje arquetípicos, si no directamente de historias y protagonistas en sus prolongadas, y aun estiradas, series. Para otros, que como Marín han penetrado la esencia de estilo de Card, es recuperar esa primera impresión de trabajos que, anteriores a la saga de Ender, el autor considera técnicamente defectuosos, pero que encontramos, entonces y ahora, llenos de un vigor que nos trasmite aquello indefinible, que a falta de mejor nombre, llamamos "sentido de la maravilla".

Las primeras impresiones, de todas formas, se tienen por irrepetibles. ¿Es una excepción Observadores del pasado, su última novela publicada? Su tema, la obligación moral de cambiar el pasado, no tan novedoso como nuestro colaborador Rafael Marín se apresura a declarar y que ya ha dado algunas obras notables al género (17), plantea más de una cuestión difícil, y ése es un terreno apropiado al talento de Orson Scott Card. Quizá no resulte tan buena, por no decir tramposa, la solución final, que de todas formas tampoco es definitiva. En la lucha entre el escritor profesional que escribe al gusto de sus lectores (o el miembro de su iglesia que lo hace al dictado de un ideario) y el novelista maduro, dividido entre su fe y su conciencia, desarrollada en Observadores del pasado, no llegamos a saber muy bien quién ha ganado, si estamos medianamente satisfechos o ligeramente decepcionados.

El asombro, la admiración, la fascinación que nos producía aquel otro Card nos han rozado, pero no nos han poseído. Pero, ¡que demonios!, habrá otra novela.

(Y otra, y otra.)

Y quizá...


Notas


1. La Biblioteca Nacional de España incluye en sus catálogo de obras modernas más de cuarenta ediciones de los diversos títulos de Orson Scott Card, y he podido comprobar que aún faltan algunas.Vuelta

2. La Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día recibe el apelativo popular de "mormona" y sus miembros son conocidos como "mormones" debido a que el texto en el que su fundador Joseph Smith (1805-1844) recogió la revelación que afirmó haber recibido se titula Libro de Mormón (1830).Vuelta

3. Cita del ensayo "Los ejércitos de la noche", incluido en la colección X representa lo desconocido. Plaza & Janés. Colección Divulgación, febrero de 1985.Vuelta

4. "[La novela corta "El originista"] es un tributo al autor [Isaac Asimov] a quien considero firmemente el mejor escritor de prosa americana de nuestra época, sin ninguna excepción." Mapas en un espejo, página 371.Vuelta

5. Véase, sin embargo, la interpretación que en ese mismo sentido hace de la trilogía original de la Fundación Tony Rough en el ensayo "Ciencia-ficción y religión (Crónica de unas relaciones incómodas)", añadido al número 14 de la colección Super Ficción, cuyo principal contenido es la novela La balada de Beta-2 de Samuel R. Delany. Martínez Roca, 1976.Vuelta

6. Ver "Orson Scott Card, una entrevista de Rafael Marín", en este mismo volumen de Artifex.Vuelta

7. El otro es William Shakespeare, lo que seguramente tiene que ver con la inicial vocación teatral de Card, que empezó escribiendo para la escena obras de ambiente mormón.Vuelta

8. En Cartago (Illinois), 1844. Smith había sido detenido en el transcurso de las violentas disensiones que en su Iglesia produjo su determinación de instaurar la poligamia entre sus fieles, y la circunstancia fue aprovechada por aquéllos que encontraron en esta última diferencia doctrinal la razón definitiva para desatar la violencia contra un grupo tan distante de la moral mayoritaria de los pioneros americanos. Card hace referencia a estos hechos cuando culpa a John C. Bennet de la muerte de Smith en la entrevista de Rafael Marín.Vuelta

9. "El Emperador de Todas las Cosas", por Norman Spinrad. Revista Gigamesh nº 1, junio-julio de 1991.Vuelta

10. "El regreso del xenocida", por Rafael Marín. BEM nº 22, julio de 1992.Vuelta

11. Incluido en la colección Mapas en un espejo. Colección Nova Scott Card nº 1. Ediciones B, noviembre de 1993.Vuelta

12. Véase sus comentario a La danza de la muerte de Stephen King en Mapas en un espejo, página 593.Vuelta

13. Idem nota 11.Vuelta

14. Idem, página 175.Vuelta

15. Idem, página 730.Vuelta

16. Idem nota 6.Vuelta

17. Como Guardianes del tiempo de Poul Anderson, donde el policía temporal Manse Everard tiene una y otra vez que deshacer cambios temporales que han lugar a mundos tan reales como, y en algún aspecto mejores que, el que él ha de preservar, y, fundamentalmente, El fin de la Eternidad de Isaac Asimov. En esta última, la organización conocida como la Eternidad realiza cambio tras cambio intentando alumbrar un mundo mejor, viendo cómo sus propósitos siempre acaban torciéndose.Vuelta



Publicado originalmente en Artifex vol.18 (abril 1998)

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