"Viernes 7."

Era la madrugada del viernes 7 de abril, los esbirros del centurión romano de galilea habían aprehendido al Zelote hostigador. El movimiento Zelote era un grupo revolucionario y clandestino que empezó a desplegar su actividad guerrillera y de acoso al ejercito romano en la época de Augusto y acaudillados en un principio por un tal Judas ben Ezequías, de Galilea, que ya se había destacado en tiempos de Herodes por el asalto a un arsenal del ejercito real invasor y por sus desmanes e incendios. Al tener noticias de estas bandas que asolaban el país, Varo se apresura a llegar desde Antioquia con dos legiones. Arrasa las ciudades de Zippora (Seferis) y Emmaús y habitantes seguidores del rebelde son vendidos como esclavos. Varo ordena la captura de todos los partidarios del galileo, crucificando a mas de dos mil guerrilleros. Pero el Jefe logra escapar y con la ayuda de otros extremistas luchan por la liberación de su pueblo en manos de los invasores, inicia un lento pero profundo movimiento de lucha clandestina contra el imperio romano.

Ya en tiempos de la infancia y la juventud del Nazareno, este movimiento empieza a ganar adeptos extendiéndose por todo Israel. Galilea, una vez más, fue la cuna y el corazón de estos ejércitos patriotas rebeldes, camuflados bajo un ardiente espíritu religioso, estos terroristas del siglo primero bajo una doctrina que reza que el reinado de dios sobre Israel es incompatible con cualquier dominación extranjera, aceptar al cesar de roma es violar la ley divina. El culto al dominador es abominable, Dios es el único rey del pueblo de Israel. Los rebeldes creían en los milagros de Dios y consideraban que estos debían estar siempre al servicio de esta idea liberadora. Los Zelotes fueron los causantes directos de las sangrientas revueltas contra roma en los años 68 y 70, así como la registrada en el año 135, más de cien años después de acaecido este suceso que ahora les relato.

Es por esto que esa madrugada del 7 de abril, la escolta romana venia a tomar en arresto al mismo insurrecto cabecilla que supuestamente venia atentando desde algún tiempo atrás contra las instituciones legalmente establecidas, queriéndose coronar rey de la Judea.
El complot del apresamiento había sido planeado por la casta sacerdotal de los levitas en cabeza de José ben Caifás, sobrino de Anás, sumo sacerdote desde el año 18, por designación del gobernador romano Valerio Grato, antecesor del actual regente Poncio Pilato, que veían en el impío una afrenta a sus milenarias costumbres con que venia defraudando al pueblo. Muchos de sus incontables seguidores lo consideraban parte de la sublevación que había iniciado Juan el bautista años atrás y que vino a desencadenar su muerte miserable. Durante algún tiempo el bautista fue encarcelado en una apartada fortaleza situada en la orilla oriental del mar muerto donde seria decapitado tiempo después, sus mudos seguidores creyeron que algún día regresaría para hacer justicia. Es muy probable que Herodes Antipas hubiera accedido a degollar al bautista a raíz de la famosa danza de Salomé, la hija de Herodías, su amante, esposa adultera que arrebató a su propio hermano.
En aquella época Salome debía ser una bella, y la muerte de el bautista se debió a consecuencia de sus devastadoras criticas al corrupto gobierno del tetrarca y a las inmorales relaciones con la esposa de su hermano filipo. Cuando Antipas se enamoró de la mujer de Filipo, tetrarca como él de la región de Iturrea, al este del Jordán, aprovechó un viaje a roma para unirse a la infame Herodías. Su esposa legitima hija del jeque árabe Areta, cuarto rey de los nabateos, tuvo que salir de Israel, regresando con su familia.

Desde entonces Juan el bautista aprovechó cuantas oportunidades tuvo para reprochar a Herodes y a Herodías su adulterio, que para las leyes de aquella época merecía castigo de lapidación. Las críticas del primo del Zelote fueron tan duras que el desgarbado gobernante le determinó su fatal destino. Antipas era un hombre de un poco más de cincuenta años aunque parecía un viejo decrépito, bajo la túnica prácticamente transparente se adivinaba su pellejo esquelético debido a su vida desordenada, tenia todo su cuerpo sembrado de costras purulentas a causa de la mentagra, nombre este dado por los romanos a esta rara enfermedad, debido a que las ulceras empezaban siempre por el mentón. Aquella anormalidad sifilítica promovida por la degeneración y los pésimos hábitos de vida que se había diseminado por todo su cuerpo, por sus manos, cuello y rostro. Para colmo, el depravado gobernante lucia el cabello largo y recortado cerquillo alrededor de la frente, teñidos de un rubio alcanforado espantoso.
Herodes era descendiente directo del tristemente célebre Herodes el grande, el mismo que había ordenado la matanza de los niños menores de dos años en Belén. Una masacre muy propia de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo título de "El criado Edomita".

El campamento dormía, cuando al filo de las primeras horas de la madrugada de aquel viernes 7 se reflejó en lo alto de las nubes, a lo lejos, el pálido resplandor de las primeras antorchas de los mercenarios de la patrulla romana que se acercaban rápida y silenciosamente, guiados por el amigo traidor hacia el Olivet. Las antorchas aparecían y se desvanecían en la espesura del monte acercándose cada vez más. La luna seguía brillando con todo su esplendor. De pronto cuando las mudas antorchas se encontraban a cierta distancia de la almazara, sobre la que aguardaba el Zelote. De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba a corta distancia, se vio aparecer a un individuo que subía raudo la ladera, siguiendo la dirección del campamento. El Nazareno al verlo, se puso en pie, saliendo a su paso en el camino. El asustado caminante, descubrió en seguida la figura alta y fornida del Galileo, con su túnica resplandecientemente blanca bañada por los rayos de la luna de plata. El extraño visitante se mostró nervioso y sin cruzar palabra, bajó la cabeza siguiendo raudo su camino. El cabo de unos instantes irrumpió en la escena el escuadrón de esbirros que portaba las antorchas. Se acercaron en desorden, rodeando al Galileo.

Cuando la tropa que venia con la consigna de detener al Nazareno se detuvo. El grupo que acompañaba al insurrecto de dispuso a su defensa, y por unos instantes reinó el desconcierto. Antes que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro desenvainando su espada, cayó sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando una violenta estocada sobre su cráneo. Malco ágilmente logró echarse a un lado evitando así que la potente embestida de Simón le abriera de un tajo la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, cruzó rasante la parte derecha de su cabeza cercenándole una oreja e hiriéndole en el hombro. El Zelote levantó el brazo derecho, mientras el izquierdo permaneció impasible sosteniendo el manto sobre la túnica a la altura del vientre, y con gran severidad recriminó la acción de su defensor. Envaina tu espada, quien quiera que desenvaine la espada, morirá por la espada.
Malco seguía retorciéndose de dolor cuando el Galileo se inclinó sobre él. Con una gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado muñón, colocando la diestra sobre su herida. En cuestión de segundos los aullidos del soldado del centurión disminuyeron, el Galileo musitó una oración, depositando su mano sobre el hombro de Malco. Se veía claramente que la copiosa hemorragia se había detenido y la oreja aparecía nuevamente adherida al rostro del joven militar. La belicosa actitud del osado compañero solo sirvió para empeorar las cosas. El oficial romano ignoró las palabras pacíficas y el gesto humanitario del Nazareno, amarrando sus muñecas por la espalda y se dispuso a conducirlo sendero abajo, hasta la residencia de Caifás contigua a la torre Antonia en los extramuros de Jerusalén.

Los soldados tenían prisa por cumplir con su misión, pues temían una emboscada de los seguidores del jefe de los Zelotes. Apresuraron el paso ganado terreno ladera abajo. Ad portas de la ciudad, ya a pocos metros del puente que enlazaba la falda del Olivet con la explanada situada al pie de la muralla oriental del templo, ocurrió algo desconcertante e imprevisto. A la cabeza del pelotón avanzaban raudos ambos capitanes, el romano y el levita, en medio de ambos el traidor que entregó al Galileo, e inmediatamente detrás, la patrulla romana rodeando estrechamente al prisionero. Súbitamente apareció Juan el amigo fiel del Nazareno, se adelantó con presteza hasta llegar a la altura de su maestro. Todos quedaron estupefactos ante la valiente decisión del joven discípulo. El capitán de los levitas ordenó que lo ataran tomándolo también prisionero, pero cuando los sicarios de Caifás se disponían a amarrarle, Arsenius, el veterano oficial de las huestes romanas y de condición noble, se interpuso entre el apóstol y los levitas exclamando: ¡Alto! Este hombre no es un traidor, ni tampoco un cobarde…. Los hebreos no parecían muy dispuestos a perder tamaña oportunidad y protestaron enérgicamente, y Arsenius haciendo silbar su vara en una serie de ágiles y precisos golpes de muñeca, replicó airado: Que nadie ponga las manos sobre él… la ley romana concede a todos los prisioneros el privilegio de un amigo que lo acompañe hasta el tribunal. Nadie impedirá que este joven permanezca al lado del reo.
Mientras, los judíos retrocedían espantados.

La comitiva se adentró por las enfiladas calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del templo se disponían a despertar a la población. El pelotón tiraba con prisa del Galileo ganando la entrada del palacete. La presencia del convicto ante el ex sumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no ser por la estratagema urdida entre Caifás y su suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la componenda terminaran por comparecer ante el sumo sacerdote.
Al recibirlos en sus estancias Anás quiso prescindir de la escolta romana, pero el jefe de guardia se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden de Pilatos y Anás finalmente tuvo que resignarse.
El sacerdote se sentó en una de las sillas y permaneció largo rato en silencio observando al prisionero con gran curiosidad. Después de su habitual presunción y autosuficiencia se dirigió al Nazareno diciendo: Sabes que estás perturbando la paz y el orden de nuestro país. El Galileo levantó la cabeza y le miró impasible sin abrir los labios. Aquello no le gusto a Anás, sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la furia le exigió: Dame el nombre de tus secuaces…! Pero él siguió callado.
El sacerdote cambio de táctica, llegó a sugerir al prisionero que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una condición. Que saliera inmediatamente de Palestina…. Pero el prisionero no se inmutó siquiera.
Aquel nuevo silencio desesperó más a Anás y golpeando los brazos de la silleta, le gritó: ¿No crees que soy muy bondadoso contigo? No sabes que yo puedo determinar el resultado de tu juicio…
EL Reo habló por primera vez y dirigiéndose a Anás, y le dijo: ya sabes que jamás podrás tener poder sobre mí sin permiso de mi padre. Algunos querrán matar al hijo del hombre porque son ignorantes y no saben hacer otra cosa. Pero tu, amigo, si tienes idea clara de lo que haces. Y por tu investidura de sacerdote ¿como puedes ignorar la luz de Dios?
La inesperada respuesta del Zelote desconcertó al sacerdote.
Espero un rato pensando que decir y repuso: ¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quien pretendes ser?
El prisionero no eludió ninguna de los cuestionamientos y se dirigió al sacerdote con firmeza: Muy bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas y también en el templo a la luz de la verdad, donde judíos y gentiles me han escuchado. ¿Cuál es la razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas? ¿Porqué no convocas a mis oyentes y te informas directamente por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tu también. Aunque no hayas entendido mis enseñanzas.
Antes que Anás pudiera responderle, uno de los esbirros de la casa se volvió hacia el indefenso y le abofeteó violentamente, diciéndole: ¿Como te atreves a responder así al sumo sacerdote?
Amigo mío respondió el ofendido: Si he hablado mal testifica contra mi, pero si es verdad ¿Porque me maltratas?

Anas reanudó el interrogatorio: ¿Te consideras el Mesías, el libertador de Israel?
El Galileo levantó la cabeza nuevamente y con pasmosa calma le respondió:
Anás, me conoces desde mi juventud, estabas entre los asistentes cuando de niño me reuní con ustedes en el templo y usted mismo hizo alarde de mi temprano conocimiento de los textos sagrados, bien sabes que no pretendo ser nada mas y nada menos que el delegado de mi padre. He sido enviado para todos los hombre tanto gentiles como judíos.
El sacerdote no satisfecho con la respuesta le replicó: He oído comentar que pretendes ser el Mesías ¿es cierto? Y con seguridad replicó: Tú lo has dicho.

Entonces fue cuando entraron un grupo de sacerdotes de parte de Caifás. Y acercándose a Anás le murmuraron algo al oído. Anas ordenó que condujeran el preso a la presencia de su yerno y la comitiva se dispuso a abandonar la casa…

Poco antes de las 6 de la mañana el pelotón que conducía al reo se detuvo frente al caserón situado a corta distancia del gran rectángulo del templo, junto a la esquina sur occidental, en una reservada zona ajardinada, perfectamente aislada de la ciudad baja. La edificación estaba demarcada por los arcos de W y R al norte y al sur, y por la muralla meridional y el muro mismo del templo al este y al oeste..
El juicio que Caifás había planeado no era del todo muy ortodoxo, y aunque el consejo supremo israelita seguía reuniéndose en ocasiones en el santuario, Caifás había preferido liquidar el asunto en la nueva sede, mucho más discreta y reservada, el sanedrín, que se había trasladado a una especie de bazar adosado prácticamente al santuario por su cara oeste.
Ya en el lugar, Desde el primer momento, llamaba la atención un personaje en apariencia siniestro que ocupaba el centro del lugar. Debía rondar los cincuenta años, no era alto y de su cuerpo sobraba grasa por todas partes. Su cara era redonda, rechoncha y congestionada, enmarcada de una gran papada ante la que descansaba una luenga barba canosa. La cabeza sin el turbante estaba rematada por un cabello muy negro y corto al estilo juliano. Aquel individuo era José ben Caifás. A la derecha e izquierda del yerno de Anás se sentaban otros veintidós miembros de sanedrín. En los rostros de aquellos individuos, casi todos rebasaban los sesenta años, había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del prisionero debía causarles una honda impresión.

Caifás parecía tener prisa, sus ataques al reo, tan exaltados como desordenados, se fundamentaron casi totalmente en las numerosas violaciones del sabath y de las leyes mosaicas que según él habían cometido el reo y su grupo de desarrapados facineroso.
Los perjuros, comprados de forma precipitada por el sanedrín, se contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión del juicio a todas luces en una farsa. El desfile de testigos llego a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza y se revolvían nerviosos en sus asientos.

El Acusado, en esta ocasión, mantenía su rostro levantado. Permanecía impasible, sobresaliendo en majestad sobre sus acusadores sin decir una sola palabra, sin la más débil sombra de orgullo. Y esa actitud exasperó a Caifás que se apresuró a decir: Este hombre es un hostigador que engaña al pueblo con sus actos nigromantes y palabrería.
Según el levítico, argumentó, el reo adquirió impureza por contacto con cadáveres y por si fuera poco, se atrevió a violar la sagrada creencia de la resurrección sacando de la tumba a Lázaro.
Algunos de los Seduceos cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos, movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo. Caifás que pertenecía a esta casta paso por alto la impertinencia de los Saduceos.
Uno de los últimos acusadores, atosigado en una sarta de despropósitos, llego a acusar al Zelote de homicidio frustrado, con el argumento que se basaba en otra norma que decretaba la culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra de manera tal que resultase muerto. El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adultera, salvada del apedreamiento popular, cuando el reo, dirigiéndose a la muchedumbre, invito a aquel que estuviera libre de pecado a arrojar la primera piedra.
La grotesca escena se vio desdibujada cuando súbitamente, los veintitrés jueces se pusieron de pie. En la sala se hizo un espeso silencio, mientras uno de los jueces cedía el puesto a otro que acababa de llegar, era Anás, quien conservaba sus ojos de rapaz, grandes y vertiginosos. Nada mas sentarse, recorrieron la sala para ir a posarse como garras en los del Galileo. Y el temblor permanente de sus manos se acentuó.

¿No contestas a ninguna de tus acusaciones? Le grito Caifás. Todos esperaron la respuesta del Galileo pero fue inútil, no despego los labios.
Cuando todo indicaba que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo un rollo de pergamino del interior de la manga derecha de su túnica y mientras procedía a desplegarlo, anuncio al tribunal que aquella amenaza del Galileo de destruir el templo, era razón más que suficiente para considerarlo culpable. Y con voz atropellada, pegando casi a sus ojos al apócrifo documento, dio lectura a los cargos que se le imputaban.
Al terminar de leer las interminables falsas acusaciones, Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó en pie la repuesta del reo. Sin embargo el Nazareno no movió un solo músculo. El anciano visiblemente contrariado se dejó caer sobre el banco.
En un acceso de ira Caifás salto de su puesto y llegando frente al acusado, le conminó con el dedo, gritándole: en nombre de dios vivo, te ordeno que me digas si eres el libertador, el hijo de dios… bendito sea su nombre.
Esta vez, el reo, entornando los ojos y dirigiéndolos hacia el colérico sumo sacerdote, dejo oír su potente voz: Lo soy y aquí estoy para redimir a mi pueblo de las injusticias y pecados de este mundo. En breve el hijo del hombre será revestido del poder y reinara para siempre.

Las palabras rotundas del nazareno, retumbaron en el recinto como un mazazo. Caifás retrocedió dos pasos, tenia la boca abierta y temblorosa y sus ojos parecían inyectados de sangre. Sin dejar de mirar al acusado, echo mano del las hazalejas que abrochaban su túnica, pues en aquel tiempo en Israel no eran conocidos los botones, en su lugar se utilizaban orificios por donde se pasaba un cordón, y dio un tirón tan violento que hizo saltar las cuentas que sujetaban dichas bandas por la espalda.
La sagrada ornamentación del sumo sacerdote cayó al piso, con un imperceptible chasquido de las agujas de marfil al estrellarse contra las baldosas.
Y Exclamo fuera de si: ¿Qué necesidad tenemos de testigos? Ya han oído la blasfemia de este hombre… ¿Como hemos de proceder ante este violador?
Que merece la muerte respondieron todos los asistentes en coro. ¡CRUCIFIXION! ¡CRUCIFIXION!
Y el yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando ¡Muerte! ¡Muerte!

Los jueces se ausentaron de mutuo acuerdo de la sala del tribunal. El acusado fue conducido a una celda contigua mientras se esperaba su sentencia, allí, el reo quedo a merced de la turba furiosa que se abalanzo sobre el despiadadamente.

El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los gendarmes y criados del templo tomaban posiciones. Fue mas o menos media hora en que se alcanzó una de las más altas cuotas de salvajismo a que pueda llegar un grupo humano contra un indefenso.
Es posible que por ignorancia o por respeto, los evangelistas no citen prácticamente nada de lo que padeció el Nazareno en aquellos momentos y en aquel lugar.
Precisamente al llegar a conocer con exactitud lo sucedido aquella mañana del viernes 7 en esa celda lúgubre del sanedrín, uno puede llegar a intuir que aquel fue, quizás, el momento más amargo y humillante de toda la pasión, mucho más por supuesto que la flagelación o la terrorífica escena del enclavamiento… entendemos que para cualquier persona, los ultrajes y ataques a su dignidad pueden resultar más dolorosos que los golpes y las torturas, y esto fue precisamente lo que aconteció con la complicidad de los jueces, mientras deliberaban en el jardín central del edificio..

El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al prisionero, dos centinelas que portaban hachas se hicieron uno a cada lado del reo y sin previo aviso, un criado que había recibido una misteriosa orden, se deshizo de su manto, arrojándolo al extremo de la sala y a continuación, situando su cara a menos de cuatro dedos del pecho del reo, levantó los ojos y comenzó a preguntarle: di rey de la escoria ¿Cómo se llaman tus cómplices?
Pero el acusado no levanto siquiera el rostro, su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.
…Así que te niegas a responder.
Y el criado le dio la espalda avanzando un corto paso, para instantáneamente, devolverse, y abofetearlo sorpresivamente con la mano izquierda. El golpe fue tan recio como inesperado. Y el cuerpo del reo se tambaleó.

Enardecidos por el efecto de la sevicia, centinelas y criados por igual comenzaron a escupir sobre el rostro del inocente. Y un nuevo golpe certero fue dirigido directo al pómulo, los restos de los esputos de la mejilla derecha del acusado quedaron adheridos a la palma de la mano del esbirro, quien con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez, tratando de librarse de las inmundicias. Finalmente aproximó su mano a los labios del Nazareno y la restregó con violencia contra su boca.

Cuando el soldado romano intento cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del templo lo tomó por el hombro y apartándole del prisionero, le entrego una pequeña bolsa de cuero, susurrándole que no interviniese. El soborno volvió sordomudo al mercenario, quien a partir de ese momento, no se movió ya más de uno de los ángulos de la celda.
El criado que entrego la bolsa lanzó un manto sobre la cabeza del reo y desde ese instante, una lluvia feroz de puñetazos, bofetadas y bastonazos empezó a caer sobre el cuerpo del indefenso.

De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle…
Responde… ¿Quien sois? ¿Cómo se llaman tus seguidores? ¿Si tu mueres quien a de tomar el mandote la insurrección?
El reo con los labios rotos y el rostro destrozado, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a estrellarse contra los ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.
En medio de aquella iniquidad, sobresalía la serenidad y fortaleza física de aquel valiente Galileo.
Muchos de aquellos goles lanzados con extrema frialdad sobre puntos tan delicados y vulnerables como los ojos, los labios, los oídos y el estómago, hubieran tumbado al más fuerte de los hombres. Sin embargo, el Nazareno, aunque llegó a tambalear en varias ocasiones, no dejo escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.

Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del reo, su apariencia helaba la sangre. El bastonazo, supongo que el primero, y a pesar que el tejido del manto había amortiguado el golpe, había caído brutal sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la tumefacción de ambas zonas, este garrotazo o quizás los restantes puñetazos habían ocasionado una aparatosa hemorragia nasal; los regueros de sangre, ya reseca, salían de ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba.
Los hematomas en ambos ojos eran tan pronunciados que apenas si podía abrir los ojos.
Aquel rostro roto e inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a muchos de los criados y sicarios de sanedrín. Evidentemente el castigo había sido brutal.

El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta, y con un gesto de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos lo empujo hacia la salida.
El Galileo con paso vacilante, entro de nuevo a la sala del sanedrín. La falta de sueño, el dolor y el cansancio después de aquella horrenda paliza habían empezado ha hacer mella en su organismo.

Cuando los escribas judiciales tomaron asiento nuevamente en sus puestos. Anás hizo uso de la palabra y señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos, incidió nuevamente en la idea que ya había expuesto en la primera parte de la grotesca reunión. Para el sumo sacerdote, la acusación de blasfemia carecía de fuerza cuando el reo fuera juzgado ante el gobernador romano, representante del cesar. E insistió en redactar una serie de alegaciones que comprometiera al Galileo como desestabilizador del sistema político y de justicia que representaba Pilato.
Por todos era sabido que el sanedrín, consejo supremo de la comunidad israelita, podía juzgar, pero nunca aplicar y ejecutar la pena máxima. En este supuesto, las castas sacerdotales no tenían más remedio que acudir ante el delegado del cesar para que confirmase la sentencia de muerte.

Así, los sacerdotes decidieron salir en tropel hacia el palacio de gobernación, llevando casi en rastras al acusado para ser presentado ante Pilato. Que seria e encargado de ratificar la sentencia según las leyes romanas.

He oído que los judíos tratan de juzgar a un mago dijo Civilis, centurión y comandante de la legión de las huestes romanas, mientras caminaba junto al gobernador.
Si, respondió Pilato, tengo entendido que ese hombre de Nazareth ha obrado grandes portentos. Según Civilis, una de las sirvientas y el intérprete de Claudia Prócula, esposa de Pilato, conocían bien las enseñanzas del Galileo y tenían informado al gobernador. Hasta se dice que la misma esposa del poderoso gobernante, quiso intervenir a favor del acusado, pidiéndole a su esposo: Por favor Poncio no matéis al justo.

Mientras tanto, la multitud se iba acrecentando en la puerta de la mansión de gobernante, los judíos y muy especialmente los miembros de las diferentes castas sacerdotales, tenían prohibido entrar durante la celebración de la fiesta anual de la pascua en las casas de los gentiles, pues todas ellas eran sospechosas de albergar alimentos que pudieran contener levadura, y este contacto con sustancias fermentadas estaba rigurosamente prohibido a los judíos.

Por esta razón, pilato no tendría más remedio que escuchar a Caifás y a su comitiva a las puertas del pretorio.

En efecto a las 8 y 15 de la mañana de aquel viernes 7 de abril, el obeso gobernador apareció en lo alto de la escalera central del hall acompañado de Civilis y 4 centuriones más. En griego, los saduceos advirtieron al gobernador de que su religión les impedía dar un solo paso más. Poncio miró a Civilis y con un gesto de disgusto, avanzó hasta situarse en el filo mismo de primer peldaño arriba de la escalera. Una vez allí, y en tono desabrido, les preguntó igualmente en griego: ¿Cuales son las acusaciones que tenéis contra este hombre?
Los jueces intercambiaron una mirada y a una orden de Caifás uno de los saduceos respondió: Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído…
Poncio guardo silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender la escalinata. Inmediatamente Civilis y los centuriones se apresuraron a seguirle, rodeándole.

El romano siempre en silencio, se aproximó al reo, observándole con curiosidad. El acusado permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda. Sus cabellos revueltos por el viento ocultaban las excoriaciones de su rostro.
Poncio dio una vuelta entera alrededor del Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno, pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños. Sin lugar a dudas el gobernador había sido informado de la sesión matinal en el sanedrín, de las torturas infringidas al reo y hasta de las componendas de los jueces a la hora de fijar las acusaciones.
Cuando se encontraba en la mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus talones, se encaró de nuevo a los hebreos diciéndoles: ¿Por qué no lleváis al reo a juicio ante vuestras propias leyes?
Aquellas frases cayeron como un balde de agua fría sobre las cabezas de los senedritas, que no esperaban resistencia de parte de Pilato. Y visiblemente nerviosos, respondieron: No tenemos el derecho de condenar a un hombre a muerte. Y este incitador y perturbador de nuestra nación merece la pena capital. Esta es la razón por la que venimos ante ti, para que ratifiques esta decisión.
Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, lo llenaba de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho mas hondo de lo que podía suponerse.
Yo no condenare a este hombre, sin un juicio
Y no consentiré que le interroguen hasta no recibir las acusaciones por escrito, recalcó con énfasis.
Sin embargo el romano había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba el asunto zanjado, Caifás entregó dos de los rollos de pergamino que portaba el escribano con las acusaciones postizas que habían arreglado previamente, para inculpar al reo.

Cada vez mas irritado por la insistencia de Caifás, se dispuso a dar oídos el contenido de aquellos pergaminos. Después de escuchar la lectura, Poncio pidió a Civilis que se aproximara y le susurró algo al oído. El centurión asintió con la cabeza, el gobernador sabia que todo esto era un claro complot contra el Nazareno, y sus raíces eran estrictamente religiosas y no políticas ni subversivas como los senedritas querían hacerle creer. Pilato comprendió que aquella macabra estrategia obedecía únicamente al fanatismo y odio ciego de los sacerdotes hacia aquel valiente visionario que había sido capaz de desafiar su autoridad, ridiculizando sus castas sacerdotales. Aquel hombre que tomó en sus hombros todas las esperanzas de su pueblo marginado y esquilmado por aquella ralea de bastardos. Solo él que se atrevió a sacar a latigazos aquellos mercaderes que se habían tomado el templo con la complicidad de los sacerdotes, para realizar negocios de usura, que dejaba réditos mal habidos a estos hipócritas que estaban encargados de administrar el templo de Dios. Aquel hombre solitario y puro que defendía a las mujeres indefensas del infame castigo de la lapidación injustificada. Solo él que pudo reunir a su pueblo adolorido con la fuerza de su palabra en lo alto de la montaña, para embelezarlo de esperanzas, siempre enseñándoles a ser mejores cada día, no como los senedritas querían hacerlo parecer ante el gobernante, como un sedicioso y violento que se jugaba la vida cometiendo fechorías. Haciéndolo pasar por Zelote, un ejército de sublevados al cual nunca había pertenecido en Galileo y Pilato claro lo sabia.

Como sabia también por labios de su amada esposa algunas de las enseñanzas de aquel pescador de hombres como esta:

Yo soy la vid verdadera y mi padre es el que las cultiva. Si una de mis ramas no da uvas, la corta; pero si da uvas, la poda y la limpia para que de mas. Ustedes ya están limpios por las palabras que les he dicho. Sigan unidos a mi, como yo sigo unido a ustedes. Una rama no puede dar uvas de si misma si no esta unida a la vid, de igual manera ustedes no pueden dar fruto si no permanecen unidos a mi.

Yo soy la vid y ustedes son las ramas, el que permanece unido a mi y yo unido a él da mucho fruto. El que no permanece unido a mi se secará y será echado fuera como las ramas que se recogen y se queman en el fuego. Si ustedes permaneces fieles a mis enseñanzas pidan lo que quieran que nada les será negado. Mi padre recibe honor cuando ustedes dan mucho fruto y así serán verdaderamente mis discípulos. Yo los amo a ustedes como el padre me ama a mí, permanezcan pues siempre en el amor que les tengo. Si obedecen mis mandamientos permanecerán en mi amor así como yo obedezco los mandamientos de mi padre y permanezco en su amor.

Les hablo para que se alegren conmigo y su alegría sea completa. Un mandamiento nuevo les doy que se amen los unos a los otros como yo los amo. Que se conduelan del dolor de sus hermanos como yo me conduelo. Que se apresten a calmar el hambre de sus hermanos más necesitados como yo calmo la vuestra. Que respeten las leyes de los hombres para vivir en armonía. Que participen activamente en la sociedad para que su voz se oiga en todos los recintos y puedan compartir y regentar el devenir de sus hermanos más débiles, para que un día la brecha de la injusticia y la desigualdad entre los hombres se cierre por las vias del amor que yo les he enseñado.
Ustedes son mis amigos si hacen los que les mando, yo no les llamo siervos porque los siervos no saben lo que hacen sus amos. Los llamo mis amigos, mis hermanos porque les he dado a conocer todo lo que mi padre me ha dicho. Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los he escogido a ustedes y les encargo que vayan por el mundo sembrando amor para que el fruto permanezca. Así el padre les dará todo lo que pidan en mi nombre. Esto pues es lo que les mando "Que se amen unos a otros".

Poncio, guardó silencio ensimismado en sus pensamientos. Dirigió una mirada de desprecio a los jueces pervertidos, y deshaciendo los escalones por segunda vez se abrió paso hacia el prisionero.
Una vez allí, ante la expectación general, preguntó al convicto qué tenía que alegar en su defensa.
El Zelote levantó el rostro masacrado, majestuoso y sereno después de tanta humillación y dirigió su mirada profunda y penetrante sobre los ojos acerados del poderoso gobernante. De sus labios desgarrados no brotó ni una sola palabra.
Pilato, ante la mirada atónita de la concurrencia expectante, que se removía desesperada como un nido de víboras, pronunció su indiscutible sentencia: ¡Anda, eres hombre libre!

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