LOS AMARGOS ENCANTOS
DEL PODER
Eddie Ferreira. New York, 1999.
Dedicatoria
Esta obra fue escrita con la finalidad
de homenajear a mi abuela "Rosa María"
en el feliz suceso de su centenario.
Ella ha sido
como
la raíz
profunda
que alimenta
de savia
sus retoños
y mantiene vivo
el bastión sublime de la esperanza.
Capítulo
I
Cesó la horrible noche.
La libertad sublime
derrama las auroras
de su invencible luz.
Rafael Núñez.
Provenientes de culturas milenarias. Nadie sabe con certeza
cuando llegaron a tierras colombianas los primeros pobladores,
pero se puede deducir que hacían parte de migraciones
provenientes del Asia, que ingresando por el estrecho de Bering
se expandieron por Norte y Suramérica, probablemente,
primero se asentaron en las húmedas e hirvientes tierras
del Chocó, cubiertas de bosques tropicales y con una de
las precipitaciones anuales de lluvia mayores del mundo. La primera
evidencia de actividad humana en el territorio nacional, consiste
en algunos pedazos de piedra tallada encontrados en un sitio
denominado El Abra, en la sabana de Bogotá y que datan
del año 10.000 A. C.
Pijaos, Quimbayas, Natagaimas, Panches y Agustinianos, culturas
arraigadas en las estribaciones de la cordillera central de los
Andes, área de copiosas lluvias, situada a 1.800 metros
de altura, era una vasta zona apropiada para el cultivo del maíz,
donde brota hierático el Macizo Colombiano, cuna de la
principal vía de penetración e intercambio. El
río grande de la Magdalena.
Sobre estas cimas majestuosas de la cordillera descansan imponentes,
el páramo de Las Papas, los volcanes Pandeazúcar
y Puracé, escenarios de las victoriosas gestas libertadoras.
El nevado del Huila, con sus 5.750 metros metidos entre las nubes
del límpido azul de los cielos del Tolima grande. Más
allá, el páramo de Santo Domingo, el de Chili y
a continuación, la trilogía natural de las nieves
perpetuas de los nevados de Santa Isabel, Tolima y el Ruiz.
A lo largo de este corredor esplendoroso, florecieron las
arcaicas culturas desde por lo menos la mitad del primer milenio
antes de Cristo. Con su arte asociado a la naturaleza, a los
rituales de sacrificio, al culto esotérico de los muertos,
con ceremonias enigmáticas y variadas sugerentes de una
profunda vida espiritual.
Descendientes de un mismo ancestro, hermanos, herederos de
una misma sangre, transmisores de la misma cultura Muisca que
desde tiempos inmemoriales inició su evolución.
Aparte de la antropofagia ritual, no existen verdaderas pruebas
que fueran caníbales, como más tarde lo sostuvieran
los españoles.
Los Muiscas fueron un pueblo eminentemente agricultor, que
se alimentaban de maíz, papas y tubérculos, bebían
chicha de maíz fermentado y masticaban la coca. Eran expertos
en el tejido de los textiles de algodón, trabajaban el
oro y practicaron la escultura, pero no realizaron obras de ingeniería
comparables a los Taironas, ni asentamientos que pudieran describirse
como vestigios de grandes ciudades. Como todos los aborígenes
habitantes de Colombia, carecían de cualquier forma de
escritura. Moraban en viviendas unifamiliares esparcidas por
los campos, sus casas, templos y palacios estaban hechos de caña,
barro y madera, las estructuras más importantes eran delgadas
láminas de oro martillado que llevaban colgando en los
aleros y que desaparecieron con la llegada de los primeros invasores.
Los líderes indígenas normalmente heredaban
sus posiciones, pero como ocurría en otras sociedades
nativas americanas, la herencia no era por línea paterna.
El jefe era sucedido por su sobrino, el primogénito de
su hermana mayor. Había algunas excepciones, y aparentemente
los súbditos tenían alguna injerencia en el asunto,
aunque fuera solamente para confirmar al sucesor en su puesto.
Pero la herencia de la manera indicada era una regla.
El descubrimiento de oro y plata, al otro lado del Río
grande de la Magdalena por los españoles, durante los
primeros años de la conquista y la urgencia de abrir una
ruta entre Tocaima y Cartago, fueron los factores determinantes
que impulsaron a que la real audiencia del nuevo reino de Granada
decidiera pacificar el tenebroso "Valle de las Lanzas",
donde tenían sus asentamientos los Pijaos, raza indómita
y violenta por naturaleza.
El Capitán Don Andrés López de Galarza,
recibió la orden, e inició su expedición
en el año de 1550, para ingresar al actual Departamento
del Tolima por "el paso de Céspedes". Ya habían
pasado por allí Don Sebastián de Belalcázar
y Don Francisco Nuñez Pedroza.
El Capitán logró ganarse la confianza del cacique
Ibagué y con muchas dificultades, finalmente fundó
la villa de "San Bonifacio de las Lanzas". Arrancando
un puñado de maleza, levantando vertical contra su pecho
la espada en señal de dominio, en presencia de sus hombres
y los indígenas que le seguían, y desafiando a
quien pretendiera discutirle al rey la soberanía sobre
esos territorios, declaró incorporado a la corona el nuevo
caserío que denominó Ibagué, en honor al
cacique que le brindó su hospitalidad.
La ciudad fue fundada en el sitio que hoy ocupa Cajamarca,
pero en razón de los ataques continuos de los Pijaos,
se vio obligado a trasladarla al lugar que hoy ocupa.
Durante el período restante del siglo XVI, la ciudad
estuvo permanentemente asediada por los indomables nativos, destacándose
por su valor el cacique Calarcá.
Las expediciones organizadas por el Capitán Bocanegra
y otros Militares españoles, no lograron disminuir la
intensidad ni la frecuencia de los ataques. A comienzos del siglo
XVII, los indios arrasaron la ciudad, este hecho motivó
a los españoles a organizar un gran ejército al
mando del General Don Juan de Borja, caballero de la orden de
Santiago y nieto del duque de Gandía, para que destruyera
por completo a la tribu.
Los pocos aborígenes que sobrevivieron se mezclaron
con los invasores europeos, y de este mestizaje, de la combinación
heterogénea, de la sublimación de ciertos elementos
de sus rasgos que los caracterizara a lo largo de la historia,
surgió el estereotipo en que concurren los genes representativos
de una nueva estirpe.
La homogeneización asociada al entorno, fue dejando
al descubierto el temperamento guerrero y laborioso de esta nueva
sangre, en la tierra del chontaduro, el maní, la guayaba
feraz, el aguacate, el maíz ancestral que se complementaron
con la dieta castellana, eternizando las deliciosas lechonas
y los exquisitos tamales, los insulsos, los envueltos de mazorca
y las colaciones de manteca de achira. La pesca de bocachicos
y nicuros en los fértiles ríos que surcan su territorio
la hicieron sin duda tierra de viudos, sudados y sancochos.
Siglos han transcurrido de la vida en estos ambientes de climas
hirvientes, cañadas profundas, neblinas gélidas,
colinas suavizadas de vegetación variada y planicies bajas
cubiertas de salvajes pastos tropicales. El arte indigenista
incomparable, desenterrado de sus guacas funerarias, sus monolitos,
monumentales piedras con caras de hombres y animales, sus ornamentaciones
y artificios áureos demuestran el estado más elevado
de una moderada comunidad socioeconómica y política.
El cacicazgo o señorío fue un tipo de sociedad
que no se detuvo en actitud contemplativa al bochorno de su clima;
impulsó el carácter férreo de sus gentes,
acunó los mitos, historias fantásticas que escuchaba
de niño de labios de la abuela: la patasola, el mohán
y la madremonte, mezcla de lo profano y lo sagrado, lo temporal
y lo eterno.
Las Nieves perpetuas contrastan con los surcos profundos por
donde serpentean sus ríos, atravesando las llanuras calientes
que forman parte de la majestuosidad del paisaje. Abajo, los
caminos del Saldaña. Arriba, el valle de Cocora. Más
allá, al suroriente de Rovira, en medio del ombligo de
la extensa llanura, descansa adormilado, enmarcado por un óvalo,
escenario de reyertas de Pijaos, Natagaimas, Panches y conquistadores
Iberos, paisaje sublime de artistas y soñadores, el Guamo
incipiente del medio siglo.
Tierra vital y ensoñadora, enriquecida por una gran
variedad de plantas exóticas y una explosión de
flores multicolores. Corredor obligado de los ejércitos
de los últimos indígenas y los recién nacidos
criollos, sobrevivientes de las nuevas guerras civiles fratricidas.
Militares y terratenientes que se disputaban las sobras heroicas
de la tierna independencia.
Este diminuto rancherío centrado en la llanura, rodeado
de una monumental cadena montañosa, era por ende una población
aislada expuesta a sí misma, pero con la certeza de que
afuera otro mundo rugía. Un mundo idealizado, como un
renovado paraíso, por las novedosas mercaderías
que traían de ultramar los opulentos terratenientes. Era
el nuevo mundo civilizado.
Capítulo II
La revolución de los Comuneros en la Nueva Granada
fue una de las más notables sublevaciones de la América
Hispana, esta revuelta tuvo una relación directa con el
movimiento independentista puesto que se inició como protesta
contra el alza de los impuestos, establecida precisamente para
costear la participación de España en la guerra
de independencia de los Estados Unidos.
En la Nueva Granada se necesitaba dinero para mantener la
gran base naval de Cartagena, y para conseguirlo, el monopolio
gubernamental del tabaco como el del aguardiente subió
sus precios, así como también se incrementó
la Alcabala, o impuesto colonial a las ventas.
En varios lugares, los habitantes furibundos rompieron los
avisos que se habían fijado en las paredes, quemaron tabaco
y derramaron aguardiente del gobierno en el "Boston Tea
Party". Estas fiestas tuvieron lugar principalmente en la
provincia de El Socorro, el principal centro manufacturero de
la Nueva Granada, que había recibido un duro golpe con
estas nuevas medidas.
Los Comuneros formaron sus fuerzas armadas, depusieron a los
funcionarios públicos y asumieron el control de la situación
al mando de Juan Francisco Berbeo. El virrey se encontraba en
Cartagena atendiendo la defensa contra los ingleses y el virrey
encargado que había dejado en Bogotá pronto emprendió
la fuga, de esta manera los comuneros marcharon hacia la capital,
animados por la consigna " ¡Viva el rey y muera el
mal gobierno!".
Los ejércitos comuneros, que contaban con 20.000 hombres,
se detuvieron en Zipaquirá, un lugar cercano a la capital
y entablaron negociaciones con el Arzobispo Antonio Caballero
y Góngora, encargado por la real audiencia para llegar
a un acuerdo con los amotinados.
Todos los nuevos impuestos se derogaron, algunos de los agravios
se solucionaron y los comuneros nunca llegaron hasta Bogotá.
Por otra parte, la alta jerarquía de los líderes
comuneros con Berbeo a la cabeza pronto empezó a debilitarse.
El Virrey al conocer los términos de la negociación,
los reprobó y despachó refuerzos militares desde
la costa. Los comuneros aceptaron dócilmente la sugerencia
del prelado de renunciar voluntariamente a las concesiones. Muchos
de los insurrectos, perplejos ante las circunstancias, podrían
haber continuado la lucha para mantener sus conquistas, de no
haber sido por la falta de liderazgo firme; habrían podido
causar verdaderos estragos a las autoridades, pues las fuerzas
del gobierno no pasaba de 500 hombres. Pero los lideres se negaron
a continuar la empresa, solamente unos pocos al mando de José
Antonio Galán, un mestizo de origen humilde.
Todos terminaron por ser atrapados y ejecutados y sus cabezas
ensartadas en lanzas o expuestas en jaulas, a manera de advertencia.
El cuerpo de Galán fue desmembrado y sus partes se
exhibieron en diferentes poblaciones durante seis meses, su casa
fue arrasada y sobre el suelo se esparció sal, como lo
hicieran los romanos a la caída de Cartago.
El fin de la rebelión no significó que acabara
la inconformidad, cuyas manifestaciones aparecían una
y otra vez, involucrando a veces a gente importante.
Antonio Nariño pertenecía a la más encopetada
sociedad bogotana, era un próspero comerciante y científico,
contaba con una de las bibliotecas más grandes del nuevo
reino, con una colección privada de más de 2.000
volúmenes, en ella se podían encontrar libros prohibidos
por las autoridades. También había instalado en
su casa un recinto secreto decorado con bustos y retratos de
sus más admirados héroes, tales como, Sócrates,
Platón, Washington, el barón de Montesquieu, Juan
Jacobo Rousseau y su favorito Benjamín Franklin, bajo
cuyo busto estampó su frase predilecta:
"Quitó del cielo el rayo de las manos y el cetro
a los tiranos".
Usaba su santuario como lugar de encuentro de un grupo reducido
de amigos que se reunían para evaluar el estado de la
colonia e intercambiar ideas, desde el punto de vista del gobierno,
subversivas.
El precursor fue detenido por haber reproducido en su imprenta
"La declaración de los derechos del Hombre",
documento básico de la revolución francesa. Y fue
sentenciado a 10 años de prisión en un puesto militar
del norte de Africa y al exilio perpetuo de América, y
sus propiedades fueron confiscadas.
Después de haber escapado en España y de buscar
la posibilidad de apoyo británico. En última instancia,
regresó a la Nueva Granada, que recorrió de incógnito
durante cierto tiempo para enterarse del estado de las cosas,
llegó a la conclusión que el pueblo no estaba preparado
aún para la independencia y se entregó al nuevo
virrey. Cuando el movimiento independentista se puso en marcha
en 1810, Nariño languidecía en los calabozos de
la inquisición en Cartagena.
Los eventos que estaban aconteciendo en Europa fueron el estímulo
necesario para que la causa de la independencia se pusiera en
marcha y estallara definitivamente. En 1808 Napoleón depuso
al legítimo Rey de España, Don Fernando VII, apresó
a toda la familia real e instaló en el trono a su hermano,
bajo el nombre de José I.
Pero en España hubo un brote de protestas y surgió
un movimiento de resistencia encabezado por una Junta Central,
que obstinadamente rechazó a José I y mantuvo su
lealtad al depuesto Rey Fernando.
La junta propuso gobernar España y sus colonias en nombre
del legítimo Rey hasta cuando éste pudiera recuperar
el trono. En América, las autoridades reales aceptaron
y la mayoría de la población hizo lo mismo. Pero
una minoría insistía en que ellos mismos, los españoles
nacidos en América, tenían derecho a formar juntas
y gobernar provisionalmente las colonias a nombre del Rey.
En Bogotá existía un movimiento que intentaba
constituir una junta. El Virrey Amar y Borbón fue incapaz
de evitar que el cabildo de Bogotá debatiera la propuesta,
pero con intimidaciones logró evitar cualquier decisión
final. Todo lo que la ciudad logró fue adoptar un "Memorial
de Agravios" para enviar a España, cosa que nunca
ocurrió. El documento fue redactado por Camilo Torres,
quien se convertiría en uno de los líderes y mártires
de la lucha por la independencia.
Cartagena estableció la primera junta, el 10 de mayo
de 1810. Hasta que, el 20 de julio, Bogotá impuso la suya,
inicialmente el Virrey formó parte de ella, pero había
buenas razones para dudar de su lealtad y por lo tanto fue excluido
y luego puesto bajo arresto. Su esposa también fue detenida,
no por presentar una amenaza, sino con el fin de protegerla de
un motín de mujeres que querían verla humillada.
En Mompox, el puerto sobre el río Magdalena donde tradicionalmente
se almacenaba el oro que posteriormente se embarcaría
para España para mantenerlo fuera del alcance de los piratas
mientras la flota que lo transportaría tocaba el puerto
de Cartagena, se derramó en combate la primera sangre
entre patriotas de la Nueva Granada, al tratar en 1811 de obligarla
a regresar al dominio de Cartagena.
Era el comienzo de la Patria Boba. Todo el período
desde 1810 hasta la reconquista fue llamado de esa manera. Un
hecho importante de destacar durante este período se llevó
a cabo en 1814, en la provincia de Antioquia, dando el primer
paso hacia la abolición de la esclavitud al garantizar
la libertad de todos los niños que desde el momento nacieran
de madre esclava, se trataba del principio de la libertad de
vientres, que después de la guerra se extendió
a todas las regiones del país.
El objetivo principal de la reconquista de Morillo era Cartagena,
que se hallaba en poder de los patriotas, la ciudad era un punto
estratégico clave. Cartagena nunca pudo ser tomada por
la fuerza, ni siquiera por la poderosa flota del almirante Edward
Vernon en 1742.
Morillo tampoco estaba destinado a tomarla por asalto, sin embargo,
logró dominarla luego de un sitio de 106 días,
durante el cual los habitantes del corralito de piedra se vieron
obligados a alimentarse con bacalao rancio, ratas y hasta sopa
hicieron con el cuero de sus cinturones y sus botas.
Se desató en la Nueva Granada la más salvaje
carnicería. La geografía nacional quedó
salpicada con la sangre de miles de patriotas inmolados por la
causa de la libertad.
Finalmente, Bolívar con el importante apoyo de Santander
y de pequeñas bandas de fugitivos del naufragio de la
Patria Boba, que se escondían en los llanos orientales
y en las estribaciones de las cordilleras, ejecutaron el máximo
logro militar. El 7 de agosto de 1819, en Boyacá, en el
camino entre Tunja y Bogotá, obtuvieron la victoria fundamental,
como batalla, no fue muy notable, sin embargo, la confrontación
destruyó el principal contingente español del interior
del país, de sólo 3000 hombres, y franqueó
a los patriotas el camino a la capital, donde entraron triunfantes
tres días después.
Los acontecimientos posteriores a la independencia definitiva
del territorio nacional, marcaron lo que se conoce en los manuales
de historia como la Gran Colombia.
La nación eliminó antes que nada las fuerzas enemigas
que todavía operaban en el país, y posteriormente
jugó un papel preponderante en la liberación de
nuestros hermanos de Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia.
Durante cierto tiempo la nación gozó de relativa
estabilidad y de un prestigio acorde en toda la América
Hispana y hasta en Estados Unidos y Europa.
Pero esta estabilidad duraría muy poco, hasta que agobiado
por las pugnas intestinas, el libertador traicionado, con o sin
razón, decidió exiliarse voluntariamente en Europa,
donde no consiguió a llegar. La muerte lo alcanzó
en una hacienda no lejos de Santa Marta, el 17 de diciembre de
1830. Había vivido el tiempo suficiente para presenciar
la total desintegración de la Gran Colombia.
Los obstáculos más obvios para la integración
y el desarrollo económico de la nueva república
eran las dificultades y los costos de transporte de una provincia
a otra, los caminos eran abruptos, las distancias reales a veces
no eran demasiado grandes si se hicieran en línea recta.
Bogotá distaba de Medellín sólo 200 Kilómetros,
Cartagena estaba a 600 de la capital. El problema estaba más
bien en lo quebrado del territorio y en la precaria red de vías,
apropiadas para el paso de animales de carga y caminantes más
no de carretas que eran muy escasas en aquel entonces.
Las cargas siempre tenían que ser trasladadas a lomo de
mula. Los precios eran por lo tanto elevados, 25 centavos por
tonelada/kilómetro, en el trayecto de 150 Km. del puerto
fluvial de Honda a Bogotá, los viajes eran lentos, en
el mismo recorrido las mulas tardaban entre 5 y 6 días.
Por lo menos en relación con otras naciones andinas, el
país contaba con un mejor sistema fluvial para viajes
internos. Las dificultades físicas para la navegación,
debido a que el caudal variaba según la época del
año, combinadas con el reducido volumen de carga, retrasaron
el establecimiento permanente de la navegación a vapor
por el río Magdalena hasta la mitad del siglo, mientras
tanto la mayor parte de carga y pasajeros se movilizaba en diferentes
tipos de embarcaciones de remo, la principal de las cuales era
el Champán de 20 metros de largo. Su techo protegía
a los pasajeros y a la carga del sol inclemente y de la lluvia
y servía como plataforma a la tripulación, compuesta
de musculosos bogas, nativos moradores de las riberas, que impulsaban
las embarcaciones aguas arriba y ayudaban a la corriente a llevarlas
río abajo hincando largas pértigas en el lecho
del río.
La agricultura continuaba siendo la principal ocupación
de la gran mayoría de los habitantes en los altiplanos
de la cordillera oriental, entre Bogotá, Tunja y más
allá, los principales productos eran la papa, el maíz
y el trigo como en los tiempos anteriores a la conquista.
En las provincias de Popayán y Pasto prevalecía
una sociedad rural muy similar a la reducida clase alta de ascendencia
española, excepto en lo que respecta al mayor número
de resguardos indígenas que habían logrado sobrevivir.
Al norte de Popayán, en el Valle del Cauca, el clima más
tropical favorecía los cultivos de caña de azúcar.
La provincia de Antioquia albergaba numerosas fincas familiares
pequeñas, dedicadas por entero a la producción
de alimentos y con una incipiente ganadería. También
expandió su participación en la minería
del oro, en buena parte en manos de pequeños buscadores.
Antioquia logró un aumento notable en la explotación
de yacimientos de veta, muy diferente a la de placeres de aluvión,
que había sido el soporte principal de la industria minera.
La presión demográfica, debido a las altas tasas
de fertilidad en la región, desencadenó un proceso
de migración hacia tierras deshabitadas de las laderas
de la cordillera Central, y en menor escala hacia la Occidental.
Después de la independencia este fenómeno fue un
proceso notable, que se manifestó en la forma de asentamientos
individuales como de grupos organizados. Con todo, la colonización
antioqueña avanzó, se fundaron ciudades importantes
como Manizales, destinada a ser posteriormente el principal centro
de la industria cafetera, fundada en la segunda mitad de la década
del 1840. El proceso no se interrumpió de manera relativa
sino a comienzos del siglo XX, cuando se agotó la tierra
disponible y laborable. Para esa época, los colonos se
acercaban ya a Cali y a Ibagué, al otro lado de la cordillera
central.
El tercer cuarto del siglo XIX es la época que ilustra
más claramente los cambios cruentos que se estaban llevando
a cabo. La economía comenzó a despertar de su largo
período de estancamiento. En el ámbito político,
es un buen ejemplo, la manera como se desarrollan los conflictos
entre Liberales y Conservadores propugnando por el poder.
En ese dualismo salvaje, contraste de oro y miseria se debatían
los escasos puñados de Guamunos, agricultores de oficio,
de acciones rudas desdoncellando las entrañas de la tierra
germinadora, arrieros de corazón acostumbrados a viajar
sin caminos a lomo de mula, sin posadas, dormitando entre el
rastrojo bajo la cánula inclemente del trópico
o embozados en sus ponchos al amparo de sus bestias bajo la lluvia
pertinaz de los inviernos calentanos.
Atravesaban acompasadamente al tranco de sus atolondradas bestias
la vasta planicie, cruzando azarosos despeñaderos y cañadas,
entonando orgullosos los versos del Canto del Montaraz del admirado
Obeso, que había obtenido el grado de Teniente Coronel
en la contienda civil de 1876.
"Esta vida solitaria
Que aquí llevo
Con mi hembra y con mis hijos
No la cambio por la vida
De los pueblos
No me falta ni tabaco
Ni alimento;
De mis palmas es el vino
Más que bueno,
Y el guarapo de mis cañas
¡Estupendo
!
Aquí nadie me aturruga;
El prefecto
y la tropa comisaria
viven lejos;
de mosquitos y culebras
nada temo;
para los tigres está mi troja
cuando duermo
los animales tienen todos
su remedio;
sí no hay contra conocida
pa'l gobierno;
conque así yo no cambio
lo que tengo
por las cosas que otros tienen
en los pueblos."
Todos los terrenos yacían a sus pies sin desmontar.
Se iban hundiendo en lontananza los muleros, entre un horizonte
largo y monótono, fatigosamente, hasta llegar a San Antonio
de los Baños.
La hacienda era magnífica, con sus casas de techos
rojizos de barro amasado, circundada de guásimos y de
ciruelos. Detrás del huerto, camino del trapiche, sobre
una inmensa campiña desnuda, sin arboles, tapizada de
un verde fino, pastaba el ganado.
"¡Por fin llegamos!" Exclamaron todos al unísono
llenos de asombro.
"So, so, so...".
Los malos empedrados del patio de caballerizas y las hediondas
letrinas les parecieron una maravilla.
A lo lejos, en medio del peladero que rodeaba la casona estaba
ubicado el campamento que alojaba a la peonada. Se escuchaba
volar en el ambiente, el eco de las risas de las mujeres que
lavaban la ropa.
El cuarto de bahareque que servía de cocina parecía
la celda de una cárcel renegrida. Sólo tenía
otro orificio además de la puerta por donde se escapaba
el humo de los fogones. Mucha gente deambulaba presurosa en todas
direcciones.
La casa se subdividía en otra más pequeña pintada de cal blanca,
que albergaba a los huéspedes
ocasionales. Las gallinas saltaban, cacareando acobardadas al
paso de las mulas. Los perros taciturnos nos miraban entre sueños
despernancados por el suelo.
"¡Hola Clarita, bienvenida!" Exclamó
Jacinta a su ahijada como adivinando la turbación disimulada
de su amiga.
"No te preocupes aquí estarás bien, mis padres
regresarán la otra semana de la capital, estarán
gustosos de que hayas venido con nosotros."
"¡Heliodoro! Ayuda a los menestrales a descargar
las mulas y trae el equipaje de Clarita" Ordenó Jacinta
con una vocecita mustia que más parecía implorar
que ordenar.
Nadie que la conociera pondría en entredicho el temple
de su carácter por el tono de su voz.
Era Jacinta la menor de tres hermanas, hijas del coronel Emeterio
Lucena, rico hacendado de la región, compañero
de armas por más de tres lustros del padre de Clarita,
desde que su madre, una aguerrida campesina espinaluna de armas
tomar se lo entregara personalmente al general Mosquera cuando
pasó por allí. Venía subiendo por el camino
de Guanacas a encontrar el Magdalena reorganizando nuevas tropas
cuando se declaró en rebeldía.
Formó su propio partido con los conservadores que le
seguían y los liberales moderados, y se autonombró
"Supremo Director de Guerra" no dudando en aliarse
con su eterno enemigo el general Obando para buscar la toma del
poder por la fuerza. Sobre Obando siempre se ha tejido una sospecha
que ha sido motivo de gran controversia y que nunca pudo ser
comprobada, él habría tramado el asesinato del
Mariscal Antonio José de Sucre, hombre de la mayor confianza
del libertador.
Fue por ese entonces, también, cuando concertó
Mosquera con el general José Hilario López que
se encontraba en Gigante, para formar el famoso triunvirato.
"Los tres más prestigiosos jefes de la causa"
crearon el estado federal del Tolima.
Así se iba desenvolviendo aquella guerra sangrienta
que determinó el cambio más sustancial en toda
nuestra historia política.
Mosquera arrolló a sus enemigos y, clavando su bandera
al pie de la estatua del libertador, selló su triunfo
definitivo.
Años más tarde, anularía el nombre de Dios
en la constitución de Rionegro, decretando la separación
de la iglesia y el estado.
"Tres grandes hombres ha producido la humanidad: Jesucristo
que la redimió; Colón que descubrió a América;
y vos, ciudadano General que habéis salvado a nuestra
patria del monstruo del fanatismo clerical" dijo alguien
de él algún día.
Restablecería Mascachochas, así le llamaban
sus enemigos, la navegación a vapor en el río Magdalena
interrumpida por causa de la guerra, e iniciaría la construcción
del Capitolio Nacional, el ferrocarril de Panamá, la unificación
de la moneda y del sistema métrico decimal. Incrementó
el comercio internacional especialmente con los Estados Unidos
e Inglaterra.
James Buchanan representaba al nuevo imperio adolescente como
ministro diplomático.
Su sobrina Harriet, la hija de su hermana Ann, que había
fallecido trágicamente de una sobredosis de láudano,
nunca se supo a ciencia cierta si fue por accidente.
La niña fue educada finamente por su tío, se codeaba
con las familias reales. Se hizo amiga de Napoleón III
y de la emperatriz Eugenia, se presentó ante la reina
Victoria vestida con cien yardas de encaje blanco, con tiara
de diamantes y plumas de avestruz. Tiempo después, cuando
su tío fue elegido presidente, hizo de primera dama y
el pueblo la llamaba la reina democrática.
Eran tiempos de cambios en América, Lincoln había
abolido la esclavitud y su esposa Mary Ann se convirtió
en la primera dama en invitar negros a la casa blanca. Tal vez
estos acontecimientos le costaron la vida al presidente republicano,
con una bala incrustada en el cráneo, a manos de un conocido
actor en una noche de función en el teatro Ford.
Andrew Johnson y su amada Eliza profesaron uno de los amores
más armoniosos que se tenga noticia en el poder.
Lucy limonada prohibió servir licores en las reuniones
de la casa de gobierno, imperaron las oraciones y los cánticos
religiosos de himnos cristianos durante el gobierno de su esposo
Rutherford Hayes.
Y así, mientras nos acercábamos en Colombia
a la odiosa guerra de los mil días, florecía bien
al norte, la más joven y popular primera dama de todos
los tiempos, Francés Folsom, quien a los 21 años
escuchó la marcha nupcial de Mendelssohn, interpretada
por la banda de la Marina, del brazo del otoñal Grover
Cleveland estando en pleno ejercicio del poder. El presidente
la aventajaba en 27 calendarios.
Ha sido éste el único gobernante que regresó
al solio de Washington después de un período de
ausencia donde se le interpuso Benjamín Harrison.
Teddy Roosevelt amplió su imperio con la construcción
del canal arrebatado a Colombia.
¡Tamaña ironía! Como si nada, el presidente
neoyorquino, tres años después, fue galardonado
con el "premio Nobel de la paz" por dar fin al conflicto
ruso-japonés.
Viene como anillo al dedo la fábula del maestro Luis
Carlos López
"¡Viva la paz, viva la paz!
Así trinaba alegremente un colibrí
Sentimental, sencillo,
De flor en flor
Y el pobre pajarillo
Trinaba tan feliz sobre el anillo
Feroz de una culebra mapaná
Mientras en un papayo
Reía alegremente un guacamayo
Bisojo y medio cínico:
¡Cua, cua!"
Si Mosquera hubiera vivido en 1903, Panamá sería
aún parte de Colombia.
"¡Ahí se lo dejo mi General! Haga usted
de él un hombre, para el servicio de Dios y de la patria".
Desde ese día combatió Emeterio por la causa del
nuevo orden, en medio de una maraña de ideas que nunca
acabó de entender.
Sólo pensaba en las palabras de su madre: un hombre.
En las Frondosas llanuras que se extienden por los lados de
Cartago, al mando del General Santos Gutiérrez, en un
lugar llamado Santa Bárbara, se libró el más
notable combate del segundo período de la guerra.
Fue ahí donde Emeterio aprendió a gustar de
la soledad y a añorar a su lejana familia. Fue a la orilla
de un pequeño riachuelo, mientras enjuagaba los sudores
de la guerra, cuando suspiró por su primer amor imaginario,
lavando cuidadoso entre sus manos, con el alma apretujada entre
los dientes, lo que sería la causa germinal de sus tres
retoños y el sostén amoroso de su querida Micaela.
Capítulo III
Micaela Galarza pertenecía a una de las familias más
distinguidas de la capital tolimense. Ibagué había
tenido el honor de ser capital de la república, mediante
un hecho de esos que suceden en los tiempos de guerra, cuando
el apátrida General Melo, chaparraluno para infortunio
de sus paisanos, tomó el poder apresando a Obando y su
Gabinete.
El General Tomás Herrera, en Tunja, cuatro días
más tarde se declaró presidente constitucional,
transladándose a Ibagué y declarándola capital
de la república.
El nefasto general Melo vendría a morir seis años
más tarde, ejecutado en Chiapas, México, después
de ser capturado luchando contra las tropas del gobierno de Don
Benito Juárez.
Era Micaela descendiente directa de Don Andrés López
de Galarza. Sus antepasados habían llegado a América
provenientes de España con las huestes conquistadoras.
Se levantó Micaela en el seno de una acomodada familia
criolla. No supo de abstinencias, como no fueran las que le imponía
su fe profundamente religiosa. Como que fue educada por las monjitas
de la presentación.
Conoció a quien fuera su marido, cuando vino a estas
tierras en los trajines de la guerra al mando del octavo regimiento
del ejército restaurador, pacificando el altiplano tolimense
desde las frías mesetas del norte que bordean los nevados,
con sus cielos de un azul infinito, sus piélagos de aguas
salubres y su rala vegetación de esparto y frailejones,
plagado de los últimos asustados desertores de los ejércitos
patriotas, escondidos hacía más de tres décadas
de los pacificadores españoles que con desalmada carnicería
quisieron reinstalar la corona.
Extendía sus dominios el comandante por el sur, hasta las llanuras de
Chicoral, tierra de vapores calientes, de almendros inmensos
y cebúes, cruce obligado de caminos, de esos que nos llevan
a todas partes.
"Dios esta aquí,
venid adoradores
adoremos
a Cristo redentor"
Cantaban en coro los seminaristas ataviados con las sotanitas
rojas de lino y sus albas inmaculadas, al paso entrecortado de
la procesión de viernes de pasión.
Mientras el Coronel, por entonces capitán del batallón
de artillería de los ejércitos de la restauración
y protector de la religión del Crucificado, perseguía
con la mirada a aquella jovencita ensimismada, absorta en las
llagas abiertas del Cristo postrado sobre las andas que cargaban
ocho soldados especialmente entrenados para el vía crucis.
Los militares desfilaban con paso decidido y marcial, en medio
de una muchedumbre de fieles taciturnos que cantaban con desgano
pisándose los talones, sin importarles el rigor de aquel
verano infernal de semana santa, a sabiendas que por prodigio
divino, cada viernes santo al medio día se desgranaba
siempre un aguacero torrencial que refrescaba la parada y que
poco a poco iba amainando al paso de cada estación, para
llegar de nuevo sudorosos al atrio de la catedral.
Cuando comenzaba la hora del sermón, soplaban vientecillo
frescos y ligeros que desperdigaban las palabras del obispo por
todos los rincones de la ciudad, despertando a los habitantes,
para que fueran escuchadas donde quiera que se encontraran.
"Si Dios está aquí, le pediré que
me conceda el amor de la muchareja" suspiraba Emeterio.
Y así sucedió.
Al cabo de más de un año de visitas prolongadas
con chaperona, paseos cogiditos de la mano a las mangas de San
Jorge y a los Chorros de San Bonifacio. El mismo coro de seminaristas,
acompañados por la banda de música del conservatorio
que dirigía el padre Luis Eduardo Nieto, interpretaba
magistralmente el Ave María de Schubert, bajo un fastuoso
arco de guirnaldas exangües y crisantemos inmortalizados
en el atrio de la catedral, en medio de una pertinaz lluvia de
arroz y de moneditas de plata, que aseguraban según la
tradición popular, la suerte eterna en el matrimonio,
y de la incontrolable jauría de las jovencitas enloquecidas
como por una insania colectiva, deslumbradas por las refulgentes
condecoraciones y la medallería que pendían del
pecho del arrogante y feliz consorte, fueron sus testigos.
Iba el novio vestido espléndidamente para la ocasión
con el más vistoso de sus uniformes de gala. Su aspecto
sereno se veía ennoblecido por la severidad de su
semblante, que se mostraba resplandeciente, tachonado de charreteras
doradas, con delicados guantes blancos transparentes de seda
y botines negros de charol, relucientes como espejos.
Siempre lo supo Micaela, como un presagio que su descendencia
sería estrictamente femenina. El temor a la inestabilidad
de la guerra había cuajado entre sus muslos el deseo compulsivo
por sus tres guámbitas.
María Mónica la mayor, la de los ojos tristes
y las ojeras lúcidas, soñadora y melancólica,
enamorada de los poetas clásicos y de los árabes,
la misma que desgranaba sus lágrimas al ver pasar el susurro
del viento en las noches tropicales insomnes de San Antonio de
los Baños. Soñando siempre con las huidas a Europa,
a la costa blanca alicantina del mediterráneo, con sus
galeones fantasmales provenientes de Estambul, cargados de las sedas finas
de Bagdag, las carpetas de Persia y las exóticas especias
del Oriente de Marco Polo. Siempre subida en el minarete de sus
nostalgias, cruzando por la vida estupefacta volando sobre las
alfombras de sus ensoñaciones.
Amalia Josefina, la de en medio, la mujercita de la casa,
aprendió de su madre la administración de las labores
domésticas y a mantener una comunicación viva y
directa con las cosas de Dios.
La cuba Jacinta Sofía, pequeñita de cuerpo pero
de carnes efervescentes, heredó de su padre las dotes
del mando y la inefable capacidad de ayudar a las causas de los
desvalidos. A ponerse siempre del lado de los infelices sin importar
quiénes fueren, ni su raza, ni su color político,
sólo por la complacencia inefable de dar la mano en
el momento oportuno, justo cuando la necesidad raya en la desesperación,
sin pedir nada a cambio. únicamente por el gusto inconmensurable
de una sonrisa franca, de un suspiro pleno de tranquilidad, de
paz.
De esa paz que su padre persiguió tantos años por
todos los rincones de la geografía y que atrapó
al fin, para que su noble cuba la prodigara a manos llenas.
Jacinta había conocido a Clarita cuando su padre la
llevó a veranear a Altamira, la finca de su compadre el
General Hermógenes Lozano, compañero de luchas
y cómplice de la causa castrense.
El padre del General había muerto peleando al lado de
Herrán y de Mosquera hacía casi dos décadas,
durante la guerra que se llamó de "Los Supremos",
defendiendo la legitimidad del presidente de Ramiriquí,
lo cual generó nuevos levantamientos revolucionarios en
toda la república.
Ahora saboreaba a medias las mieles del triunfo.
Las lides de la guerra no les habían permitido a los
inseparables amigos, como era la costumbre de llenar de docenas
de hijos a sus esposas.
El General Lozano había procreado únicamente
dos descendientes. Su hijo mayor que andaba educándose
en Europa y Clarita la bebita, que a causa de la precoz viudez
de su padre se vio obligada a crecer al lado de su nana Matea,
una mulata enorme de ocho arrobas.
La pequeña correteaba por los alrededores de la finca,
compartiendo su infancia con los hijos de la servidumbre, campesinos
recios, de costumbres enraizadas en la tierra.
Fue Clarita la causa indirecta de la muerte de su madre, quien
después de tres lustros de guerras ininterrumpidas, se
empecinó en engendrar otro vástago que diera alegría
a la Hacienda.
El General, complaciente muy a su pesar y enamorado como siempre
estuvo de su amantísima esposa Doña Domitila Gutiérrez,
aunque pensaba que ya no era tiempo para esos trotes, se dejó
llevar por el entusiasmo desbordado de su mujer. Y al final de cuentas se
quedó solo royendo su soledad, con el hijo adolescente
que a los pocos días partiría a estudiar su carrera
de Leyes a Europa. Juan, como era su nombre de pila, descollaría con el tiempo en la vida nacional como
intelectual, escritor, varias veces embajador itinerante y plenipotenciario
y presidente de la república encargado. Y con la recién nacida Clarita que vio las primeras
luces por los tiempos finales del General Mosquera, cuando era
miembro del senado de plenipotenciarios.
Los detractores de Mosquera, que lo odiaban entre otras cosas
por su vanidad exagerada, alegaba ser descendiente de Carlomagno,
y su acentuada crueldad vengativa, clamaban en la voz del poeta
Joaquín Posada:
"So la octogenaria frente
hay dos pichosos ojuelos
que al través los espejuelos
miran como la serpiente.
Un hálito pestilente
Que a diez metros moscas mata
De su boca, que es de plata,
Por una herida casual
Exhala el gran General
A quien mi pluma retrata."
Al morir se decía: "Con tal que se muera, aunque
se salve".
La pequeña sería la única y alegre compañía
del General, después de finalizadas las duras jornadas
agrarias. Melancólico, en su retiro obligado a causa de
un proyectil de revólver que recibiera el 31 de agosto
de 1876, peleando bajo las órdenes de su compadre el General
Julián Trujillo que estaba casado con su prima segunda
Doloritas Carvajal Espinosa, tía abuela de Don Gabriel
Espinosa.
Con el correr de los años y por la mano misteriosa del
acaso, Don Gabriel sería el amigo más cercano y
socio de quien fuera esposo de la hija intermedia de Clarita
y que nunca el coronel llegó a conocer.
Como detalle curioso del destino, al morir don Gabriel Espinosa
escrituró a su leal amigo todas sus tierras y propiedades,
para que fueran entregadas a su única hija, que vivía
en el extranjero hacía mucho tiempo, olvidada de su padre.
Don Eusebio se dio mañas para encontrar el paradero de
la heredera y, cumpliendo la palabra empeñada a su amigo,
le hizo entrega a la ingrata de los bienes de su padre muerto años
atrás.
El General Lozano había recibido la herida de bala
durante la batalla de "los Chancos", donde vencieron
a las tropas conservadoras rebeldes que los aventajaban en número
y que le dejara la pierna izquierda completamente rígida
por el resto de sus días.
Por su valentía en el combate fue ascendido al grado de
Teniente General de la república y se le dio de baja con
una pensión anual de 5.000 pesos oro.
Fueron años de nostálgica felicidad para el
solitario General, siempre con la idea que su pequeña
necesitaba cambiar de aires, de compañía y educación.
Vivía la niña de los tiernos desvelos que le prodigaba
Matea.
Por esto el general optó por invitar a su entrañable
compañero de armas, que contaba con una mayor fortuna
a pesar de su menor rango militar, gracias al afortunado matrimonio
con una señorita bien de la capital, y que era además su vecino,
a que pasaran las familias alternadas vacaciones cada fin
de año. las festividades de San Isidro Labrador también y la Semana
Santa. Pasaban unas veces en Cocora y otras en el Guamo, como lo recordara
Clarita desde que tuvo uso de razón.
Entre Jacinta, la amante de las causas nobles y Clarita, que
podía ser un par de calendarios menor que su amiga, surgió
una gran amistad.
Jacinta le enseñaba en esos cortos lapsos el infinito
poder de la razón y la fuerza de la intención.
Clarita en cambio compartía con su amiga predilecta las
sencilleces de la vida campesina.
Disfrutaban saltando las piedras del arroyo de Altamira, para
llegar al huerto a empalagarse de nísperos y zapotes.
Hacían con las semillas del zapote labios de juego que pintarrajeaban con el carmín natural de las flores.
Contaban en voz alta al unísono, los iridiscentes ojos
en los plumajes de los pavos reales. Igual trepaban a los guamos
a bajar sus frutos para degustar sus tiernas y exquisitas pulpas,
y hacer con las pepas, zarcillos que lucían coquetas en
la mesa a la hora de la cena, en medio de sus risitas de complicidad.
Por eso no se extrañó Jacinta de la visita intempestiva
de su amiga.
Sólo cuando Heliodoro, que laboraba como capataz de la
hacienda al mando de Jacinta durante las ausencias del coronel,
descargó la recua comandada por la mula Gurría.
Era ésta un animal como ninguno. apaz de guiar una manada
de camellos a través del desierto. La que más determinación
mostraba cruzando ríos y escarpados, soportaba el doble
de la carga que cualquier otro semoviente sin rechistar. Su principal
cualidad era la tozudez y el hecho de no dejarse montar nunca por ser
humano alguno. Era una acémila de color canela, de pisada
firme y conocedora de todos los caminos. Los demás animales
le rendían pleitesía.
Jacinta adivinó que algo extraño sucedía
al notar el equipaje de Clarita más voluminoso que cuando
por las Navidades llegaba a compartir las festividades, como
ya era una vieja tradición.
Los arrieros hacían cada mes la misma travesía
para llevar los cargamentos de quesos y mantequillas, las natas
agrias y las leches descremadas que producía la hacienda
hasta los centros de acopio y regresaban cargados con las provisiones
de granos, el chocolate en barra, la chucula, el azúcar
refinado, el aceite en latas, los jabones de olor, el tricófero
y la alucema; Así como también algunas botellitas
de aguardiente anisado para aligerar las noches de la peonada,
que se divertían sentados alrededor de la estufa al tañido
de tiples y bandolas, entonando bambucos y aturdiéndose
con las totumadas de guarapo y los traguitos de aguardiente.
Mientras tanto, las mujeres refregaban los aperos de cocina
y disponían ordenadamente todos los elementos necesarios
para las labores rutinarias de la mañana siguiente.
En la penumbra, a la luz mortecina de los rescoldos de la
lumbre, alguna pareja se enamoraba entre risitas embozadas, los
alientos suspendidos y las respiraciones entrecortadas.
Las tiznadas paredes de la cocina no proyectaban ninguna sombra. S ólo deslumbraban las chispas que saltaban crepitando
de las brasas moribundas y las puntas de los chicotes. El humo
de la estufa y de los puchos se escapaba en espirales deslizándose
por el tubo de la chimenea.
Entrada la media noche, la negra Tomasa, una comadrona principal
más oscura que las renegridas paredes de la cocina, que
servía también como nana de las niñas, se
debatía gritando:
"¡A dormir carajo!" Invitaba al orden y al descanso
antes que los tragos, que ella misma administraba a los jornaleros
en sus dosis exactas con la complacencia del Coronel, pusieran
fuera de control a los menestrales.
El equipaje de Clarita consistía en tres bulticos de
ropa, y un arcón de madera atorado de todos sus recuerdos.
El crucifijo de oro que sostuviera su madre entre las yertas
manos durante las noches del velatorio y que rescató su amantísimmo esposo para
el recuerdo antes del funeral. Una espadita corta de acero toledano
que reposaba en un estuche de terciopelo verde oliva forrado
de satín hueso, de cuando su padre fue ascendido a Teniente
General y que recibió de las propias manos del General
Tomás Cipriano de Mosquera.
Un camafeo con adornos de pedrería que contenía
en su interior el daguerrotipo amarillento y descolorido de la
boda de sus padres, el anillo de amatista engastado de zafiros
que su hermano le enviara de Europa con motivo de la celebración
de sus quince años.
El librito nacarado de oraciones con funda de cuero repujada
y repleto de florecillas desecadas.
Un frasquito de cristal de murano tallado en forma de cisne moribundo
que contenía una suave y acentuada fragancia de pomarrosas,
que le regalara su amiga María Mónica y que guardaba
intacto en el estuche de terciopelo punzó.
Clarita aseguraba que el aroma de las flores no podía
mantenerse prisionero, como en caja de Pandora, puesto que era
de dominio público y por eso mismo lo había derramado
una noche tibia de luna plena sobre el agua corriente del arroyo
del patio, donde cada mañana veía flotar girando
en semicírculos concéntricos, los pétalos
de las flores de las plantas del jardín que caían
como una lluvia celestial oscureciendo el cielo de su ventana.
Sin embargo su mayor tesoro lo constituía de un tronquito
burdo tallado toscamente con las letras C y E entrelazadas y
que pertenecía a lo más recóndito de los
secretos de su tierno y sensible corazón.
Clarita lloraba a borbotones sobre el hombro de su amiga Jacinta, que
trataba de consolarla de mil maneras sin lograrlo.
Los estertores entrecortados acallaban las frasecitas que salían
intermitentes de sus labios para contarle a su protectora lo nefasto
de su infortunio.
El General Hermógenes Lozano, héroe del ejército
liberal del estado soberano del Cauca enfrentado con el ejército
conservador de Antioquia, vencedor insigne de mil batallas, no
pudo soportar la aciaga noticia cuando su hija le comunicó
alborozada que esperaba un hijo, con la candidez y la alegría
de un pequeño que abre presuroso los regalos del niño
Dios.
Esa resplandeciente felicidad pronto se convirtió en
llanto y sombras por el repudio incomprensible de su padre.
De nada sirvieron las mil súplicas de su nana Matea,
ni la candidez salvaje de Clarita conmovieron al desilusionado
General, tan orgulloso de su estirpe.
¿Cómo fue capaz su cuba consentida de enlodar
el apellido ilustre de sus antepasados?
No había por aquel entonces en la historia, posible perdón
para los dulces pecados del amor.
A partir de entonces, él mismo se sentenciaría
a una muerte lenta de mil años de soledad sin el amor de su
niña consentida, con el amargo resentimiento, que a pesar
de su arrepentimiento ulterior, fue imposible de echar atrás.
Sería inútil hechar atras en el pensamiento y desandar los caminos. Porque los
hilos invisibles del destino se entrelaron en un cúmulo
de situaciones y sentimientos entrecruzados, que con el ineludible
paso del tiempo y el orgullo fue imposible desenmarañar.
Sólo un milagro de Dios pudo volver a poner
las cosas en orden, y el milagro nunca sucedió.
Clarita comenzó su diáspora de desamor, con
la infinita alegría de su vientre, sin reproches, por
los largos caminos de su historia.
Capítulo IV
Me llaman, me llaman la huerfanita,
¡Ay! porque ando, porque ando por la barriada,
y mi moreno, mi moreno no me quiere,
¡Óyeme, caramba! Yo me voy pa' la sabana.
Yo no tengo padre,
yo no tengo madre,
no tengo dinero, mucho menos quien me quiera".
El hilo diminuto de su voz se escurría por entre las
rendijas de las puertas. Su eco lejano me recordaba los años
idos, mientras Mamita continuaba incansable su canto repeinando
su rala y cana cabellera.
Entonces abrí la puertecita de su alcoba y me tiré
de sopetón entre sus fofos brazos gritando de gozo:
"¡Mamita!, ¡Mamita!, ¡Estoy aquí!".
Le besaba la frente plisada de contiendas y nostalgias.
Entre sus manos arrugadas con una piel casi transparente y adornadas
con las manchas pecosas de los años inexorables, retornaba
a mi niñez.
Me sentía otra vez ese demonio diminuto de cuando ella
ordenaba, con la voz garbosa que siempre tuvo, que me bañaran
en el patio de atrás con esas aguas grasientas de huesos de res
que iba trayendo Matucha en latas de manteca, y que me tiraban
a totumadas sobre la cabeza en medio de mi estropicio ensordecedor.
"¡Fricciónenle bien las coyunturas para
que se hagan fuertes!" Decía.
Recuerdo cuando me daba ella misma a cucharadas, cada mañana,
a la hora triste de mi desayuno, sin reservas, los caldos insípidos
de pichones de aquel palomar que cuidaba con tanto esmero sobre
la última alta barda del patio que daba a la azotea.
Suspiraba en su regazo pensando como a pesar de pasar y pasar
los calendarios, por un segundo, hay instantes sublimes en los
que volvemos a ser los de entonces.
La abuela poseía ese don inexplicable sobrenatural de
transportarme en el tiempo a otras épocas. Era como si
frotase la lámpara maravillosa y mis anhelos de transportación temporal
se viesen cumplidos ante la sola presencia de Mamita. Era casi
una facultad divina que ella ni sospechaba.
Serenamente sonreía ensimismada, con la misma fresca
candidez de su madre cuando supo que iba a tener un hijo del
amor, de ese amor ignoto y silvestre que fue el único
de la carne. En adelante, todo su corazón y sus
desvelos serían exclusivamente para sus tres pequeñitas,
Leonor, Rosa María y Matilde, la última en asomar
de su vientre, su jipata diminuta que permanecería casta
hasta el ocaso de su existencia.
Mamita me besaba como hacía cincuenta años.
¡Mijito! ¿Cómo le fue?, ¿Cuándo
llegó?, ¿Cómo quedó la demás
familia?, ¿Qué sabe de Matucha?, ¡Es que
Rosita casi no me escribe!.
Eran tantas las preguntas, que se iban escapando sin respuesta por
la ventana para perderse en el calor del verano, sólo
le replicaba con unos besos largos, con unos abrazos apretados
que hacía muchos años no compartíamos.
¿Trae sed? Me preguntó sonriendo Ruth, ¿quiere
un fresquito?
"Claro tía, estoy asado" respondí inmediatamente.
Ese bochorno de los soles de junio septentrional era nuevo para mí.
El sol canicular del trópico si era de mi entera propiedad. En cambio,
este nuevo sol parecía proponerse hacerme sentir como
un extraño. Las gotas de un sudor gelatinoso recorrían
mi piel como queriendo batearme en la pila de fuego del verano neuyorquino.
Ruth Mary se acercó con un vaso repleto de fresco de frambuesa
y muffins sobre una charola plateada, se sentó a mi lado
y me preguntó por los más mínimos detalles
de la inmigración, así como también por
todas las personas conocidas y por algunas que tenía refundidas
en la memoria.
Conversábamos acompasadamente en voz baja en medio de
las risillas y los cánticos ininteligibles, que ponían de manifiesto
la alegría casi infantil de la abuela, que aunque ya casi
no oía, parecía comprender todo lo que era de su
estricto interés.
La puerta se abrió de pronto y escuché claramente la algarabía de mis hijos Guiliano
y Giancarlo que disputaban por algo mientras la cuba Catalina mediaba.
"¡Hola caray! ¡Respeten a la bisabuelita!"
les increpaba, y todos se lanzaron sobre ella para cubrirla de
melosas manifestaciones de afecto hacia alguien muy amado que
hasta ese día comenzaban a conocer.
"¡Mis niños, Mis niños!" Gemía
la abuela entrelazándolos con sus brazos y prodigándoles
las más tiernas caricias, como prueba inequívoca
de los amores eternos que hacían parte del carácter
indefectible de su estirpe.
Giancarlo era el mayor de sus veinte Bisnietos, tenía
por entonces igual número de años. El más
pequeñito, Junior, nacería cuatro años más
tarde, al amanecer, bajo el mismo verano canicular de cáncer,
en la ascendente de leo, como regalo a la bisa en su centenario.
La abuela Rosa María recorrió sus caminos a
través de tres siglos.
Inició sus días en la polvorienta Ibagué
de finales del siglo dieciocho, después que Jacinta Sofia, la gran
amiga y protectora de a su mamá Clarita, la llevara a la capital
a que pariera en casa de una partera socarrona que recibía
los hijos de las más importantes personalidades de la
villa de San Bonifacio.
Eran los tiempos en que Miguel Antonio Caro fue sucedido en el poder por
el decrépito Manuel Antonio Sanclemente. Entró
a regir los destinos de la patria a los tres días del
nacimiento de Mamita.
El anciano se convirtió en el pelele del círculo
que lo rodeaba. No le permitían gobernar con la disculpa
de su delicada salud a la vez que se apoderaban de los asuntos
públicos.
La vergonzosa situación llenó de alarma hasta
a los mismos opositores.
Los decretos de estados eran firmados con un sello de caucho
que tenía la firma presidencial y que se encontraba en
manos de sus amigotes.
A mitad de su gobierno se inició la sangrienta guerra
de los mil días, el 17 de octubre del año de 1899,
le sorprendió la noticia de que el General Benjamín
Herrera y González Valencia había dado el grito
de guerra en Bochalema.
Fueron exactamente 1128 días de devastadora ignominia,
los conservadores no habían podido acabar con la revolución
y los liberales no habían derrotado al gobierno.
En consecuencia, y para que la nación no sufriera menoscabo
en su integridad territorial, evitando la intromisión
norteamericana en Panamá, Rafael Uribe Uribe firmó
el tratado de Neerlandia con el gobiernista General Florentino
Manjarrés.
Cinco años más tarde, Uribe caería vilmente
asesinado a golpes de hacha, cuando se erigía como la
figura liberal más importante del nuevo siglo.
Mosquera, por un error de confianza durante su gobierno en
1846 había firmado el tratado Mallarino Bildack, que le
dio a los Estados Unidos la facultad de proteger la soberanía
de Panamá cuando lo considerara necesario.
En 1903 nuestros desleales amigos del norte, utilizaron este
argumento para intervenir militarmente en el istmo separándolo
definitivamente de Colombia. El pueblo no tuvo más remedio
que callar, en su duelo sólo lo acompañó
el hermano país del Ecuador. El resto del mundo vio con
indiferencia el atroz despojo.
Como dato curioso vale la pena destacar que el escudo nacional
sigue exhibiendo con orgullo el istmo de Panamá, tal vez
como fatídico recuerdo de tan vergonzosa época.
En esos suelos convertidos en una charca inmunda y sangrienta,
nació la pequeña Rosa María.
El cinismo de José Manuel Marroquín, que había derrocado
a Sanclemente, llegó al límite cuando al entregar
el poder dijo queriendo hacer ironía:
¿De qué se quejan? "Me entregaron un país
y yo les devuelvo dos".
Mamá Clarita agradeció eternamente el gesto
de su amiga. Pero a pesar de los ruegos y las explicaciones de
Jacinta, optó por separarse de la familia del Coronel
Lucena con la disculpa de no ser una carga para ellos.
Se ubicó en una casa cercana a la iglesia de San Roque
en el centro de la ciudad capital y desde allí comenzó
su trajín, como lavandera de ropas de las familias pudientes,
haciendo zurcidos y brocados primorosos, y elaborando deliciosas
viandas y colaciones que satisfacían el gusto exquisito
de los adinerados, que la llamaban cada vez con mayor insistencia
a trabajar en las labores más indefinidas por el solo
placer de su agradable compañía.
Era la encargada de organizar las celebraciones especiales. De
sus manos privilegiadas brotaban, como por arte de magia, los
más deliciosos manjares.
Su religiosidad no le permitía faltar a toda suerte
de ceremonias. Quiso establecer vida marital para organizar una familia como Dios manda, pero el destino le jugó otra mala pasada y quedó a la deriva con sus tres pequeñitas. Entonces se entregó por completo al Señor
y nunca más a los hombres.
La vida la fue haciendo de una rudeza celestial, su piel se
tornó morena y dura, enjuta, con músculos de fibra
pura y con esos ojos contemplativos que pasaron por todos los
rostros de su descendencia, enmarcados en las mismas cejas anchas
e incipientes.
Muchos amaneceres acaecieron, muchos rosarios se rezaron en
el quicio de la casita de mamá Clarita. Las niñas
volantonas ya ayudaban a su madre con las labores en las mansiones
donde servía. Aprendieron de su madre el orden, la honradez
a toda prueba y la devoción por la virgencita del Carmelo y toda la pléyade del martirologio romano..
Fue en la casa cural donde el padre Lombo se esmeró por
enseñarles a las pequeñas, las primeras letras y la aritmética
en medio de las lecciones de catecismo.
Las recuas, que llegaban de todas partes, traían las
noticias, pero nunca jamás se volvió a saber de
su padre el General.
Se decía que había muerto de arrepentimiento, que
la muerte lo encontró llorando en un rincón del
patio bajo los olores interminables del perfume de pomarrosas
que María Mónica le regalara un día a Clarita
en el porrón del cisne moribundo, y que al ser esparcido
en el arroyo del patio, ya más nunca otro aroma vagó
por la finca, como no fuera lo que para el General era el olor
de su pequeña Clarita.
El día que llegaron las primeras berlinas a Ibagué,
todo el pueblo desfiló entre temeroso y estupefacto a
ver los modernos coches de latón que no necesitaban caballos.
Fue toda una fiesta la que se armó, las gentes en tumulto
saltaban sorprendidas y asustadas al paso de los carromatos esbeltos
con sus farolas cromadas sobre el capó, con su cláxones
exteriores de mano que hacían correr despavoridos a quienes
se interpusieran en el camino.
Ululando, los guipas se trepaban a su paso, descalzos, sobre los
estribos hirvientes del pescante sin percatarse del calor, pues ya sus plantas resquebrajadas estaban acostumbradas a lidiar con toda suerte de inconveniencias naturales. Alborozados, los chicos disfrutaban
haciendo rabiar a los señoritos que paseaban en sus coches
impecables con sus trajes de paño inglés y pajarita
bajo los inclementes soles ibaguereños.
La alharaca fue mermando con la misma celeridad con que vino
la civilización a la capital.
La luz eléctrica reemplazó las velas de sebo. También
llegó el autoferro, el acueducto subterráneo, los
desagües a lado y lado de las callejuelas. Hasta ese momento
la ciudad era sucia y pestilente por la falta de cañerías,
la lluvia era recogida en tambores para el consumo diario. La
leña y el carbón eran las únicas fuentes
de energía para las cocinas.
Como el agua era escasa, los hábitos de higiene eran
poco frecuentes. El aseo diario de manos y cara se hacía
en palanganas y aguamaniles en el interior de las alcobas de
los más pudientes, y en tarros y totumas entre las gentes
del populacho.
Los fines de semana, las familias acomodadas iban a las quebradas
cercanas o a los balnearios de moda a sumergirse en largos baños
seguidos de humeantes sancochos y agua de panela chorreada o
jarras de refrescante y delicioso guarapo.
En las temporadas de las vacaciones de verano y fin de año
se realizaban largos paseos a Gualanday, Girardot o a San José
de las Palmas, hoy Honda. La vida diaria en general era aburrida,
el ritmo de la jornada iba acompasado por el tañido de
las campanas de las iglesias que marcaban los horarios.
La calle real era el centro de negocios para las mercaderías
importadas que bajaban por el río Magdalena, por el camino
de Ambalema. De allí llegaba hasta los almacenes de surtido
toda suerte de bisutería, hasta pianos de cola.
La plaza de mercado era un hervidero de gentes, algo que llamaba
la atención de los visitantes, con los trueques y negocios
de los campesinos intercambiando alimentos y animales que bajaban
los arrieros de las fincas aledañas. También se
vendían utensilios de madera y barro cocido, artículos
rudimentarios elaborados por los artesanos de la región.
Hornillas y cucharones, aperos de montar y de cocina, desde alpargatas
de fique y quimbas hasta zamarros, ruanas, rebozos y mantones
de Manila.
De pronto se oía a algún vendedor gritar a voz
en cuello sus servicios:
"¡Vendo las ollas nuevas y le tapo el culo a las
viejas!" Haciendo alusión a la reparación
en el acto de las ollas viejas y perforadas que eran remendadas
con una brea propicia de plomo derretido.
Después de la hora de la siesta del medio día,
se reanudaba el trabajo hasta la caída de las primeras
sombras de la tarde en que las familias se reunían a rezar
el rosario al toque del Angelus.
Después, se salía a tomar el fresco de la noche
temprana, se iba de visita a las casas de los amigos, a dar un paseo
vespertino por el atrio de la catedral o a caminar por la plaza
de Bolívar.
Los señores, a tomarse un tinto carajillo o a jugar a la buchácara
en el Lusitania.
El chisme era el plato fuerte a la hora de las visitas. Las
noches venían acompañadas de serenatas con tiples
y bandolas que algún amante furtivo ofrecía a su
amada.
La monotonía y el rigor de la vida de rutina se rompían
durante la época de carnestolendas. Por los días
de San Pedro y San Pablo, señoritos y campesinos se mezclaban
representando escenas bastante animadas.
Durante las festividades se quemaban buscaniguas y voladores,
las vacas locas y los petardos de las verbenas hacían
la diversión de los lugareños aturdidos por el
estrépito de la bacanal.
Se desenfrenaban las pasiones al ritmo de los Sanjuaneros
y de las copitas de mistela.
Las ceremonias religiosas enmarcaban la jarana, se podía
decir que había dos celebraciones, la de las señoras
beatas y los petimetres austeros y la de los profanos que se
disfrazaban con máscaras de diablos y brujas, se cubrían
el cuerpo de hollín con manteca, y bailaban incansables,
al son de la banda municipal o de grupos de cuerdas, los
danzones, los rajaleñas y las contradanzas.
En los corrillos, enardecidos por el alcohol, se batían
a duelo los cantores de oficio con improvisadas y alegres coplas
y rajaleñas.
"Negrita no me querés
porque no te he dado nada,
acordate que te di
un besito en la quebrada".
Todas las festividades además de la Navidad y el Año
Nuevo eran recordadas por sus fastuosas comilonas. Fabulosos y exquisitos platillos, natillas, buñuelos y
golosinas eran servidos. Los ponches y las bebidas alicoradas
se consumían con gran avidez.
En esta especie de saturnal, la gente siempre austera y reprimida
se extrovertía dando rienda suelta a sus emociones.
Con la llegada del alba a la hora del primer repique de campanas
se daba por terminado el jolgorio, para ir a pasear el guayabo tenebroso,
de casa en casa, con los comentarios suspicaces de las celebraciones.
Era el fin de la diversión.
En las casas más finas se convidaba a tomar una taza
de chocolate en vajilla de plata con bizcochitos de achira y mantecadas, y
había baile, alegría, elegancia y decoro.
Capítulo V
Mamita relamía su centenario en su cuartico de Fresh
Meadows, un vecindario de judíos del condado de Queens
en los límites casi donde comienza la isla larga.
Estaba su cuarto decorado primorosamente con una sobria belleza.
Un biombo rojo y negro en madera lacada, con imágenes de geishas con kimonos
brillantes de alabastro y sombrillas de papel maché bajo
los cerezos en flor, se mantenía reclinado contra la pared a los pies de
dos daguerrotipos de los abuelos, de las mejores épocas de antaño y
en plena madurez.
Uno, el suyo, de corte muy señorial, presentaba su imagén de semiperfil con moño alto
y un sobrio vestido sastre. Era de esos bromuros que se colorean posteriormente
con pincel para darles mayor realce. El otro similar, que le
hacía pareja, era de su querido esposo Don Eusebio Machado,
recio galán, nieto del patriarca Don Zoilo Machado e hijo
único de otra madre soltera, Doña María de
la Paz.
En medio de las dos estampas principales, había un
retrato más moderno y pequeño, en colores, de sus
tres hijas en edad adulta posando sentadas sobre un mullido sillón
de la sala de su residencia de Nueva York.
Se respiraba en la habitación un raro olor rancio y
dulce a santuario, el mismo aroma adormecido, dentro del envase
del cisne moribundo, de las pomarrosas, conque María Mónica
estigmatizó la estirpe para siempre.
Una alfombra de lana sintética descansaba bajo los
pies de la abuela, siempre diligentes a pesar de los trancos pesados
de los años. Nunca se había podido acostumbrar
a caminar con los andadores que le compraba Ulises, su yerno,
que la mantenía mimada como si fuera una chiquilla de
cien años.
La abuela manejaba una mansedumbre y jovialidad cotidianas.
Era carismática y decidida, mujer generosa y afectuosa
en extremo. Supo hacer realidades de las propuestas y de los
sueños concreciones. Trascendió en el tiempo y
se volvió estandarte, razón y presencia, perenne
voluntad, determinación de paz, acción y convivencia.
Gustaba de mantener su figura esbelta y apergaminada. Siempre
elegante, con su maquillaje indefinible y sus uñitas
pintadas. Complementaba su ajuar una infinita serie de pulseras y collares, sus anillos
de rubíes y alejandras, y sus gargantillas y diademas
con incrustaciones de diamantes y chisperos de esmeralda.
Siempre llevaba contra su pecho desnudo, un escapulario de
raso negro con las imágenes de la virgencita del Carmelo
y del señor caído que le había comprado
Matucha en Monserrate, la última vez que se entrevistaron,
después de una prolongada separación de más
de quince años. Le prometió llevarlo para siempre en su honor, mientras su diminuta hermana se deshacía
bajo un chaparrón de lágrimas. Lloraba desconsolada por causa de la próxima
inmediata separación, que adivinaba sería la última.
Era su hija Ruth Mary la encargada de emperifollarla a diario
para los encuentros furtivos con los fantasmas de sus reminiscencias.
Nunca la encontrarían desarreglada porque siempre estaba
en orden, como le enseñara su mamá Clarita hacía
tantos años.
Una televisión a colores le servía de inseparable
compañía. Cuando comenzaba cada programa, saludaba
al presentador de turno como si estuviera allí en persona
ante ella.
Siempre pensé que la abuela así lo creía.
Sus grandes amigos, casi confidentes, eran además de
los personajes inenarrables de sus evocaciones nostálgicas,
Don Francisco y Rafael Pineda el presentador del Noticiero de
Univisión. Cada sábado gigante y todas las noches,
venían a su alcoba a compartir con ella. El uno a narrarle los principales
acontecimientos del mundo y el otro con su jovialidad y lozanía, a complacerla con
el entretenimiento.
Eran como el complemento de su existencia. Luchando a sus noventa
y nueve años y doscientos cuarenta y cinco días por no quedarse sola. Tratando de sobrellevar con absoluta dignidad, completamente lúcida,
la vejez durante esos cien años de la soledad con cola de puerco
que nos enamorara con su pluma nuestro insigne Gabo.
Mamita era así, de una lucidez más lúcida
que cualquier lucidez que haya nunca podido conocerse, de esas
que inventa cosas verosímiles, más reales que la
propia realidad. Siempre acordándose de todo y de todos
con esa astucia socarrona de lo que se necesita saber para sobrevivir.
Tan solo de Jairo no pudo acordarse, cuando lo vio la última
vez, lo saludo con efusión y le dijo: "¿Y usted
quién es? ¿Porqué no lo conocía?
¿Es amigo de Edgar Alberto?" Le argumentaba con ese desparpajo que
solo ella poseía.
"Señora Santa Ana
Porqué llora el niño
Por una manzana
Que se le ha perdido..."
Continuó canturreando la abuela por entre sus cajas
dentales.
Un espejo apolíneo, monumental, colgaba del lado derecho
de su cama abarrotada de cojines, reflejando eternamente el perfil
mestizo-criollo de porte mayestático que heredó
de su madre, que acaso su madre heredó de la suya, y que
junto a la fragancia de las pomarrosas, conformarían para
siempre el lábaro de la dinastía.
Siempre que me acercaba, por alguna insignificante razón, a cualquiera de las arrogantes matronas
de la familia, me asaltaba la curiosa impresión de oliscarles
disimuladamente bajo los sobacos, buscando descubrir el aroma
inconfundible de la sucesión, emblema indiscutible de
la dinastía.
Junto a la televisión, sobre el cajonero de guayacán
que contenía sus prendas más íntimas, reposaban
toda suerte de figuras religiosas en el altar de su devoción. Un crucifijo inmemorial de un poco más de medio metro
de altura, elaborado por algún artista Santafereño
que pintó la sangre de las heridas de Cristo con su propia
sangre, coronado de una corona de espinas de rosas verdaderas.
Supongo que en los labios del Señor puso también
el sabor de la hiel y del vinagre, pero nunca me atreví
a comprobarlo por no profanar el santuario sagrado de la abuela.
Había además junto al nazareno, una efigie de la Inmaculada Concepción,
una estatuilla del morocho Martín de Porres con perro,
gato y ratón incluidos, un San Cristóbal con el
niño aterido sobre la nuca cruzando un río imaginario
con las llagas aún sin restañar.
El Bendito San Antonio de las abandonadas, no adivino para qué
encomiendas y una laminita pequeñita de San Expedito.
Sobre la televisión mantenía siempre expuesta,
una fotografía de sus biznietas predilectas, Julianita
y Belinda Mazo disfrazadas con los hábitos de la orden
de las Dominicas terciarias, que les tomaron en el paseo durante
las últimas vacaciones a Disneylandia, y una miniatura
de mi preciosa Carolina Ximena, desnuda y regordeta, sentada en la bañera es sus primeros meses de vida.
Una mesita baja vestida con un mantel de cuadros de damasco
de color de melón ribeteado de encajes y una cama auxiliar
para alguna visita intempestiva, enmarcaban el paisaje de la
abuela.
Era su mundo. Su último universo tangible, porque el
arcano moraba en ella como un sortilegio.
Mamita pertenecía a ese tipo de almas privilegiadas a
las que Dios les concedió el don de vivir el cielo en
la tierra, con esas manos que convierten el agua en vino, el
dolor en alegría, la incertidumbre en una eterna verdad
desnuda.
En ese ambiente confortable y austero reposaba su mundo entero,
dormitaba su alma de gigante que sobrevoló tres milenios.
Nació con ella la civilización en la polvorienta
Ibagué.
La era de la modernidad se le vino encima, pasó de un
solo tajo de las mulas del siglo diecinueve y las berlinas de
comienzos del veinte.
A comienzos del siglo, el Presidente Reyes que ganó
renombre y fortuna como empresario de éxito en la región
del Cauca durante el auge de la quina, fue el primero en viajar
en carro entre Bogotá y Sogamoso, su pueblo natal, situado
a unos 200 km. de la capital, aunque los caminos intermunicipales
aptos para el transporte de vehículos de ruedas eran casi
inexistentes.
En 1919 entró por Barranquilla la era de la aeronavegación,
con el establecimiento de la Sociedad Colombo-Alemana de Transporte
Aéreo (Scadta) que a pesar de su nombre era una compañía
local fundada por residentes alemanes en Colombia, cuyo nombre
cambió durante la segunda guerra mundial a Avianca, y
es para orgullo nuestro, la empresa de aviación más
antigua del continente americano y la segunda en el mundo. Pedro
Nel Ospina fue el primer presidente del mundo que viajó
en un avión comercial.
De estos albores, la abuela saltó a los superconstellations
de los años sesenta cuando emigró a los Estados
Unidos.
Desde allí ha visto al hombre plantarse en la luna
y pasearse orondo por los paisajes de Marte en el Pathfinder,
en busca de la clave de nuevas viejas incógnitas de la
especie humana.
"¡Mijo! ¡Lo único que el hombre no
ha podido conquistar es a sí mismo!.
"¡Qué vaina, carajo!" Repetía.
Mientras yo suspiraba mirando con que facilidad, sin proponérselo,
había logrado conquistarse a sí misma.
Cómo había logrado coronar su propio cielo, sin
armas, ni naves, sin descomunales demostraciones de poderío.
Sólo con esa verraquera que nadie adivina de donde procede,
pero que está ahí, mansa, adentro, esperando por
cada uno para ser conquistada.
A través de la ventana de su cuarto se veía
el patio circundado por las bellas flores de la primavera, por
las plantas ornamentales que Ulises cultivaba con incansable
orgullo peleándose con las ardillas.
Era el lugar de las cortas errancias de la abuela, descorriendo
sus viejos itinerarios, repasando abstraída sus geografías
mentales a paso lento.
"Yo quiero pegar un grito y no me dejan,
yo quiero pegar un grito vagabundo.
Yo quiero decirte adiós, adiós mi vida,
yo quiero decirte adiós desde este mundo".
Proseguía Mamita susurrando alegremente la tonada del
poeta cienaguero.
Cuando la abuela enviudó, Ulises su hijo político,
la llevó a Nueva York.
Era el fin de una vida activa que compartió con su
amantísimo Eusebio, un jayanazo corpulento de regular
estatura, de rasgos bien definidos, parecía la estampa
amable de algún emperador romano.
Imbuido estaba el abuelo de las más profundas convicciones
liberales de sus líderes y mártires. Rafael Uribe
Uribe cuyo imponente monumento sobre la carrera séptima
del parque Nacional le gustaba visitar en mi compañía,
repitiéndome una y mil veces las bondades del glorioso
partido liberal, que fue su perdición, en la época
de la violencia bipartidista del medio siglo, desencadenada tal
vez como resultado desde cuando el reelegido Alfonso López
Pumarejo fue retenido en Pasto.
El ejército en general mantuvo durante largo tiempo un
registro de subordinación a la autoridad civil, como cuando
el último de la serie de los presidentes conservadores
de la época, Miguel Abadía Méndez, al enfrentar
la gran huelga de los trabajadores del banano, no pudo encontrar
mejor solución que la de enviar al ejército a reprimir
a los huelguistas, con la consabida carnicería que nos
relatara Cepeda Samudio y el Nobel en sus célebres cuartillas.
El ejército fue fiel, con muy contadas excepciones, sólo
rompió definitivamente con el poder civil en 1953, en
medio de la salvaje epidemia de choques caprichosos entre liberales
y conservadores, con cuyos nombres pintorescos de cachiporros
o rojos comunistas y pájaros y chulavitas los azules,
eran más conocidos por el pueblo raso, y que se ha denominado
en la historia como la época de la Violencia. Me viene
a la mente el nombre del patriarca Gabriel Azevedo y Uribe Angel
testigo presencial de esta época de infamia.
El primer período del gobierno de López fue
de los más progresistas que ha tenido el país en
el presente siglo, el sindicalismo pudo expresarse abiertamente.
El pueblo le llamaba "Compañero López",
pues lo consideraba su auténtico vocero, había
conseguido un nuevo tratamiento para los problemas de las clases
obreras y campesinas, abrió la universidad a las clases
media y popular e inició la construcción de la
ciudad universitaria.
Durante su segunda administración se hizo patente cómo
el ejercicio del poder corrompe y se manejó con propósitos
egoístas. Renegó de los principios liberales y
patrocinó los mismos vicios que había combatido.
Ocurrieron dos sucesos que hicieron historia.
Mientras se hablaba de una posible rebelión militar,
se murmuraba que podría cuajar un levantamiento en el
seno de la policía.
Con las averiguaciones apareció complicado un personaje
folclórico, un boxeador costeño apodado Mamatoco,
que había prestado sus servicios como entrenador deportivo
a la institución y en ese momento trabajaba como periodista
para un semanario local "la voz del pueblo".
El 15 de julio de 1943 apareció el cadáver de
Mamatoco apuñalado. Inicialmente no se le dio importancia
al hecho, pero bien pronto la gente comenzó a hablar de
un presunto crimen de estado, considerando que el asesinato había
sido promovido por el alto gobierno.
El segundo hecho obligó al presidente a renunciar abrumado
por la vergüenza que le causaron los negocios y las indelicadezas
de su homónimo hijo. Han sido los dos casos más
sonados de tráfico de influencias que se haya visto en
la historia colombiana, la compra de la "Trilladora Tolima"
de propiedad del ciudadano alemán Hans Joachin von Mellenthin,
a sabiendas que los bienes de los súbditos de las potencias
del eje durante la guerra mundial, estaban congelados y no podían
ser objeto de libre negociación, y el escándalo
relativo a la compra de acciones de la compañía
holandesa "Handel" que todo el país conoce.
Todo esto acontecía en tiempos de otro presidente Neoyorquino
de Hyde Park, que lideraba las fuerzas aliadas en la segunda
contienda mundial, donde unos 405.000 Americanos ofrendaron sus
vidas del total estimado de 55 millones.
La diplomacia de Franklin Delano Roosevelt fue crucial en
el desenvolvimiento de las tres mayores conferencias durante
la guerra, Casablanca, Teherán y Yalta. Mientras abogaba
por la institucionalización de las naciones unidas, Eleonora
visitaba las tropas en los escenarios del conflicto.
Poco más tarde el presidente moriría víctima
de una hemorragia cerebral masiva el 12 de abril de 1945 dejando
la responsabilidad en manos de Truman.
Ya la historia nos mostró su trágica decisión
en Hiroshima y Nagasaki poniendo fin definitivo a la más
repugnante matanza de todos los tiempos.
Estos acontecimientos descritos anteriormente, desencadenaron
la retención del presidente López en manos de un
militar de baja graduación, asumió temporalmente
el poder el Doctor Darío Echandía en su condición
de designado.
Se rumoraba que los militares de alto rango, aunque algunos simpatizaban
con la rebelión, no aceptaron que un inferior tomara el
poder y no respaldaron el golpe.
Luego, siendo elegido designado a la presidencia el Doctor
Alberto Lleras Camargo lo asumió en propiedad en el año
cuarenta y cinco ante la renuncia del presidente.
Después de entregar el poder a los conservadores, Ospina
Perez gobernó con más pena que gloria.
Para el siguiente cuatrienio Laureano Gómez ganó
las elecciones ante el retiro de las urnas de los liberales ofuscados
por el asesinato aleve del caudillo de Las Cruces, Jorge Eliécer
Gaitán, en tiempos de su antecesor, y que se había
convertido en la mayor esperanza de cambio.
En la oficina de Gaitán, ese día, todo era euforia.
Estaban reunidos Plinio Mendoza Neira, Pedro Eliseo Herrera,
Alejandro Vallejo, Jorge Padilla entre otros, reían jubilosos
por el triunfo de la noche anterior en el proceso de la defensa
del teniente Cortés. Gaitán consideraba que éste
había sido el mayor éxito de su carrera de penalista.
Plinio Mendoza les invitó a almorzar en un restaurante
cercano, a lo que Gaitán respondió, "Aceptado,
pero te advierto Plinio que yo cuesto muy caro", se dispusieron
a salir en medio de las carcajadas habituales, cuando se hallaba
de humor, como en aquel instante.
Todos rieron un poco y abandonaron la oficina para tomar el ascensor
del edificio Agustín Nieto. Al ganar la puerta principal
sobre la carrera séptima, Plinio tomó del brazo
a Gaitán y adelantándose a los demás amigos
le dijo "Jorge, lo que tengo que decirte es muy corto".
De pronto Gaitán retrocedió tratando de cubrirse
la cara con las manos y procurando ingresar de nuevo al edificio.
Simultáneamente se escucharon tres disparos consecutivos
y un cuarto retardado, fragmentos de segundos más tarde
Gaitán cayó al suelo, Plinio se inclinó
para ayudarlo, sin poder salir de la inmensa sorpresa que aquel
hecho absurdo causaba. "¿Que te pasa Jorge?"
Preguntó.
El líder ya no contestó, estaba demudado, los
ojos semiabiertos, un rictus amargo en los labios y los cabellos
en desorden, mientras un hilillo de sangre corría bajo
su cabeza.
El asesino disparó con toda serenidad, con una perfecta
tranquilidad. Minutos más tarde nadie podía identificarlo,
pues el individuo estaba tan desfigurado, porque la turba enloquecida
lo tenía casi despedazado.
Yacía en el suelo, frente a la droguería Granada,
el cuerpo presentaba múltiples golpes y laceraciones,
el cuello estaba desgarrado, la cara irreconocible.
Así comenzó un desorden generalizado, una explosión
de delirio, un loco frenesí se había apoderado
de la multitud. Bogotá y muchas ciudades de Colombia se
convirtieron en un mar de llamas y saqueos, la masa iracunda
levantaba al cielo como astas, sus machetes y sus garrotes, sus
gritos y su llanto. Comenzó a llover sobre la ciudad un
aguacero interminable, el cielo se había roto en sus entrañas.
El capitán Alvaro Ruiz Holguín, hermano de mi
suegro Hernando, ofrendó su vida defendiendo el ataque
al palacio de gobierno.
Desde 1949, con el pretexto de la violencia, el país
había funcionado bajo el estado de sitio. Desde la última
etapa de la administración de Ospina Pérez y luego
de manera continua bajo Laureano Gómez, Colombia fue gobernada
por una especie de dictadura civil. Gómez quiso reformar
la constitución y establecer lo que reflejaba claramente
la influencia del "Estado Corporativo" del fascismo
europeo.
Un rasgo por demás paradójico que ocurrió
durante el mandato y por orden de Gómez, lo constituyó
la participación de las fuerzas militares colombianas
en un conflicto librado en el confín del mundo, Corea.
Colombia fue el único país latinoamericano que
envió un barco de guerra con un gran destacamento que
por demás, tuvo un excelente desempeño entre todas
las unidades que participaron, sin embargo, puso su cuota de
muertos en combate y obtuvo sinceros elogios de los jefes militares
de las Naciones Unidas.
No había razón para dudar de las cualidades
de los combatientes colombianos. Lo que parecía extraño,
era que justamente cuando el país estaba en una virtual
guerra civil, sus hombres estuvieran luchando en el exterior.
¿Porqué Gómez tan opuesto a la "Doctrina
de la estrella polar", más amigo de los fascistas
a ultranza que de los norteamericanos, decidiera movilizar fuerzas
para luchar junto con aquel país en Corea?
Algunos de sus críticos suponen que quería sacar
del país a los oficiales sospechosos de simpatizar con
los liberales, enviándoles tal vez a morir en el este
del Asia.
El Caudillo Gaitán había dicho en una memorable
alocución en el teatro municipal poco antes de su vil
asesinato:
"En Colombia hay dos países: el país político
que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder,
y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud,
en su cultura, desatendidos por el país político.
El país político tiene rutas distintas a las del
país nacional. ¡Tremendo drama en la historia de
un pueblo!
En esta lucha estamos y estaremos. Nadie puede
detenernos
nuestro movimiento es lucha de hombres que quieren
redimirse y tienen fuerzas para ello.
Porque nos sentimos capaces para esa lucha; porque no tenemos
odios; porque respetamos personalmente a nuestros adversarios
y a los que no piensan como nosotros, estamos y queremos estar
en esta batalla de perfil nacional. Nuestra lucha es pacífica
".
El Indio Gaitán, como le decían sus adversarios
enrostrándole su origen humilde, se convirtió en
causa de resquemores y odios recalcitrantes.
A Gaitán lo asesinó la oligarquía, decía
Jaime Bateman, y lo mató porque él quería
instaurar la democracia. Gaitán había logrado revivir
el movimiento popular, el cual estaba adquiriendo dimensiones
impredecibles, y esto amenazaba los intereses de la oligarquía
conservadora que detentaba por entonces el poder. Gaitán
despertó en el pueblo expectativas de triunfo. Le enseñó
que, un día, el poder de los pobres reinará sobre
el poder de los ricos... y así iba a ocurrir... por eso
lo mataron...
En los años siguientes se desató el desarrollo
de una contienda civil no declarada, la Violencia, y que dejó
más de 300.000 muertos, liberales y conservadores pobres
se mataron en una guerra fratricida. Al calor de los enfrentamientos
se gestó en los Llanos Orientales un poderoso movimiento
armado de 20.000 hombres, con características de ejército,
ortodoxo, liderado por Guadalupe Salcedo, Eduardo Franco Isaza,
los Bautista, los Fonseca y el tuerto Giraldo, que sólo
pudo ser controlado en 1953 bajo la dictadura.
El asesinato del caudillo fue la chispa que detonó
otra vez la violencia y el desequilibrio político del
que el país aún no ha podido salir.
Fueron esas ideas políticas acaso la causa de la perdición
del abuelo, las que lo condujeron irremediablemente a la ruina.
Pero la abuela se había enamorado de él, con ese
amor recio y acerado que le había esculpido su mamá
Clarita.
Se estableció la pareja en Ibagué por los lados
del parque López de Galarza donde Mamita abrió
una pensión que denominó "Hotel París".
Comenzó así su vida de fragores, lejos del maternal
nido, rehaciendo las enseñanzas de su madre atizando fogones,
para ver surgir como por actos de prestidigitación, las
lechonas más deliciosas de piel tusturrida, los tamales
cuatro carnes y toda suerte de manjares que hacían las
delicias de sus comensales, realizando los diarios quehaceres
haciendo las habitaciones día tras día con blancas
sabanas olorosas a nuevo, lavando ropas ajenas y organizando
las cuentas de su negocio.
Atareada con las labores cotidianas de su pensión fueron
naciendo sus tres hijas: Berthica, Rosa María y Ruth Mary.
Su hermana Matucha fue siempre su sombra inseparable, siempre con
ojo y oído avizores para informar a la hermana cualquier
informalidad que aconteciera en la pensión. Contribuía
con las labores de la educación de las niñas y
se dedicó a la profesión de costurera fina en las
casas de los potentados.
Matucha fue quien enseñó a las niñas
las primeras letras entre juegos y cánticos. A los pies
de su máquina de coser transcurrió la infancia
de las pequeñas.
Así la abuela alcanzó una relativa estabilidad,
compartida con los no muy prósperos negocios de su esposo
que hacía de negociante de granos.
Juntos lograron amasar una pequeña fortuna que constaba
de la pensión, el granero en Belén y dos o tres
casas en la Pola.
Hasta cuando a causa de sus ideas políticas, la beligerancia
que el abuelo llevaba en la sangre, y con los desmanes que siguieron
al funesto Bogotazo desestabilizando el país, las aguas
se enturbiaron y el abuelo acorralado partió para al exilio,
por temor a las represalias de sus enemigos gratuitos.
Corrió apresuradamente a encerrarse con toda la familia
en una finquita del departamento del valle del Cauca, en el Queremal,
un pueblecito ignorado productor de piñas, donde viví
los primeros años de mi vida terrenal a orillas del rio Aguacatal.
Transcurridos los dos primeros años de anonimato y
echando mano a los ahorros de la abuela, la familia se estableció
en Cali, la capital. En las inmediaciones del parque de San Nicolás
donde Mamita reabrió su pensión.
Recuerdo de aquellas épocas de mi lejana infancia,
las caminatas a visitar la estatua de la María en honor
al eximio poeta Jorge Isaacs, que consideramos paisano por haber
tenido el detalle de ir a morir a Ibagué. Los paseos por
la ribera del río Cali a pocos pasos de la majestuosa
Ermita y el delicioso manjarblanco que se quedó para siempre en mis costumbres gustativas.
Memorias también albergo de las inmensas palmeras milenarias del parque Caicedo y Cuero
que parece que tocaran el cielo, y
las tardes cálidas de piquete en Pance a la orilla de
la quebrada. Los viajes a las lúgubres playas de Buenaventura y los
paseos en lancha a la Bocana con el señor Estrella, representante
en el vetusto puerto, único por entonces sobre el mar
pacífico, de la naviera Grace Line, acompañados
de su esposa Inés y de la insoportable Lucerito mi compañera
de juegos y peloteras y a quien recuerdo con verdadera alegría
a pesar de no verla desde hace tantísimos años.
Inés era una matrona sencilla muy allegada a la familia,
su esposo Telémaco, un elegante y jovial caballero, era amigo
de realizar suntuosas fiestas de disfraces en su residencia,
donde recibía a sus invitados medio copetón embutido
en su disfraz encarnado de Lucifer, con cachos y cola y un tridente
de papel brillante con el que pinchaba las nalgas de las invitadas
invitándolas a bailar.
Era Telo un señorón enjuto de baja estatura, muy
trabajador y padre ejemplar de sus dos parejitas.
Recuerdo a Doña Inés como a una dama locuaz y simpática,
fumadora impenitente, siempre con el cigarrillo a flor de labios,
con la colilla del uno dispuesta a encender el próximo
cada minuto del día.
Fue por esos tiempos, que la bella Luz Marina Cruz desfiló
bajo el balcón de la ventana de la casa lanzando besos
a granel y agitando su esbelta figura, cabalgando sobre un carruaje
destapado, rodeada de una inmensa caravana multicolor de vehículos
que pitaban al unísono festejando el triunfo de su reina.
Este desfile multitudinario y alegre, que nunca antes había conocido,
me impactó profundamente, al igual que la tremenda explosión
de los camiones del convoy militar repletos de pólvora
que iban para Anchicayá y que fue noticia nacional.
Fue esta una época de novedosos acontecimientos para
mí y de oscurantismo para la familia.
El abuelo continuaba de incógnito interponiendo la letra
L entre su nombre y apellido para querer pasar anónimo.
Hoy me parece que este hecho corresponde al llamado efecto del
avestruz que pretende esconderse de sus enemigos enterrando su
cabeza diminuta, y manteniendo su inmenso cuerpo a la vista de
todos. ¡Qué ironía!
Días aciagos. La muerte de mi padre.
La familia la conformábamos además de los abuelos
y sus tres hijas, las dos mayores ya vinieron casadas de Ibagué. Berthica con su parejita de hembra y varón y Rosa María
que ya llevaba más de la mitad de su cosecha de siete
retoños, tres mucharejos y cuatro guipas.
Ruth Mary la menor estaba aún en la tierna edad de la
adolescencia.
El esposo de Rosita acompañaba el cortejo junto con Matilde, "Matuchita"
la tía diminuta que debía empinarse para besar
a los niños.
Fueron épocas duras. La abuela, con esa energía
y el tesón que bullía siempre en su interior, sin
dar nunca su brazo a torcer, redobló los esfuerzos en
la hospedería y mantuvo a flote la estabilidad familiar,
mientras Matucha alegraba el ambiente y enseñaba a los
pequeños con sus cantos, sus chascarrillos y adivinanzas
interminables que parecía inventar en el mismo momento:
"Largo larguero Martín Caballero, sin patas, sin
manos y corre ligero." ¿Qué es?
El abuelo se enteró por la radiodifusora nacional,
en el noticiero matutino, mientras tomaba la siesta de la medias
nueves, que se habían firmado los pactos de Benidorm y
Sitges, en los cuales se fijaron las bases del frente nacional
dando por terminada la dictadura de Rojas Pinilla.
El dictador había subido al poder a comienzos de la
década de los cincuenta, luego que el Presidente Laureano
Gómez intentara recuperarlo de manos del General Urdaneta
y pidiera su destitución como jefe de las fuerzas armadas,
convencido de que Rojas conspiraba contra él con el beneplácito
de sus opositores civiles, Gómez intentó enviarlo
al exilio diplomático y posteriormente, el 13 de junio
de 1953, lo destituyó. Pero, al contrario, fue Rojas quien
lo destituyó y asumió la primera magistratura con
el apoyo de las fuerzas armadas en pleno y el partido conservador.
En su primer discurso el general dijo: "La patria no
puede vivir tranquila mientras tenga hijos con hambre y desnudez".
Rojas podría haber sido un mejor presidente si se hubiera
apoderado del gobierno como consecuencia de una conspiración
planeada y cuidadosamente estudiada, en vez de recibir el poder
de manera imprevista. Estaba poco preparado y parece no haber
tenido un verdadero programa de gobierno, solo demostraba interés
sobre las necesidades básicas del pueblo.
Muchas de las obras de su administración fueron el
reflejo de este interés, el Servicio Nacional de Aprendizaje
"SENA", la Universidad Pedagógica, Los Bancos
Ganadero y Popular, El Hospital Militar, La industria Militar
"INDUMIL", el Centro Administrativo Nacional "CAN",
el club Militar, la construcción del Observatorio Astronómico,
inauguró la televisión en Colombia con programación
educativa, automatizó la telefonía y construyó
el Aeropuerto "ELDORADO".
Otro de los aportes muy importantes de su gobierno, fue el
reconocimiento político de los derechos de la mujer, el
3 de agosto de 1954 fue reelegido presidente.
La denodada oposición de las fuerzas de izquierda y
de los laureanistas, se manifestó en huelgas, marchas
estudiantiles y disturbios generalizados que hicieron estallar
una crisis de gobierno y el general Rojas renunció, dejando
el poder en manos de un pentavirato militar.
Alberto Lleras Camargo subió al poder como primer presidente
del frente Nacional, firmó amnistías a los grupos
alzados en armas, entregó miles de viviendas a través
del Instituto de Crédito Territorial y sancionó
la ley que creaba el Instituto de la Reforma Agraria "INCORA".
Durante su mandato rompió relaciones con Cuba y se
incorporó a la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio "ALALC".
El abuelo alborozado comenzó a organizar el retorno.
La reincorporación a la normalidad después de casi
una década de exilio, ya no quiso volver a Ibagué,
pensó en grande, su meta era ahora Bogotá, la Capital
de la República, donde se cocinaban esas buenas nuevas
de que hablaba el noticiero, creyendo ver en ellas una nueva
y próspera época para la familia.
Capítulo VI
La vida de la capital de finales de los años cincuenta
era una época de resurgimiento y esperanza.
Recuerdo como si fuera ayer a mis casi diez años, el largo
e incomodo viaje en un bus atiborrado, además de los pasajeros,
de equipajes de mano y animales que saturaban el pasillo de la
flota Magdalena, que nos transportaba camino de Bogotá.
Provocaba este ambiente, hedores ácidos, entremezclados
con los sudores apretados de los pasajeros, olores indefinidos
y casi nauseabundos.
Trepamos lenta y acompasadamente a las altas cumbres de las
montañas de la Línea, serpenteando por una carretera
áspera y polvorienta bordeada de los abismos insondables
de la cordillera del Quindío.
En el descenso a Cajamarca el conductor hizo una parada para
estirar las piernas y para engullirse un par de vasos de brandy
con leche. Continuamos rodando raudos, pasando por Ibagué
sin detenernos, hacia las llanuras hirvientes del Espinal con
sus campos blancos tachonados de copos de algodón.
En la oficina del terminal de la flota, sembrada a la orilla
de la carretera, hicimos otro alto obligado para que los viajeros
bajaran a hacer sus necesidades, mientras una barahúnda
de campesinos mercaderes se peleaba en corrillos alrededor del bus, ansiosos
por alcanzar las ventanillas para ofrecer a los pasajeros sus
exquisitos quesillos de hoja y los sabrosos bizcochuelos.
Los camiones y los automóviles que pasaban a nuestro lado
levantaban una polvareda que se refundía con la música
que salía de los toldos.
En la esquina había un parquecillo desierto donde un anciano
andrajoso caminaba desconsolado y sudoroso de un lado para otro
sin rumbo fijo.
De nuevo la interminable y bachosa carretera que poco a poco
se iba adentrando en el álgido alto de San Miguel, con
sus neblinas casi perpetuas. Y otra vez las simas profundas y
sus curvas infinitas. Allí, en un recodo del camino, se
detuvo a medias nuevamente el autobús, ante una estatua
de la Virgen del Carmen de tamaño natural, colocada sobre
un nicho aterido de cientos de focos y lámparas de carros
y veladoras. Descendió presuroso el ayudante del chofer
con una bayeta roja de dulceabrigo alrededor del cuello, hizo
una genuflexión y se persignó con celeridad, mientras
prendía con reverencia un velón descomunal a los
pies de la patrona como implorando seguridad.
Era un acto de veneración casi obligatorio para todos
los vehículos que recorrían estos azarosos caminos,
llenos de temor por las inclemencias de la madre naturaleza.
Después de casi un día de viaje, recorriendo
todos los paisajes bajo todos climas posibles, coronamos el altiplano
de la sabana, ubicado a 2600 metros sobre el nivel del mar, donde
se encuentra situada Santafé de Bogotá.
Tiene la capital de la república una temperatura promedio
de entre diez y catorce grados centígrados durante el
día, y por las noches en invierno baja hasta el límite
de congelación. Dicen que su clima se parece mucho al
de París en primavera.
La ciudad era muy extensa a mi parecer. Al terminar el viaje
en su última parada, en la antigua estación frente
al Parque de los Mártires, donde hoy se ubica el lunar
más asqueroso de Bogotá, "la calle del cartucho",
que refleja, como una gran mácula humana, la descomposición
social del país.
El abuelo se dedicó a encontrar un taxi vacío
que nos condujera a algún hotelito céntrico de
la ciudad. Mientras tanto, como por arte de magia, se esfumaron
un par de bártulos que hacían parte de nuestro
equipaje; sin poder determinar en que momento, en un abrir y
cerrar de ojos, desaparecieron.
En medio de las recriminaciones del abuelo y mis inconsolables
lágrimas, fuimos llegando a una bella casona centenarista
con balcones adornados con lindas flores de novios, geranios
y violetas, en el costado occidental del Capitolio Nacional sobre
la carrera octava. En la casa contigua se mantiene hasta hoy,
una típica tienda de abarrotes donde se consiguen los
manjares más exóticos de todo el país, como
las empanadas de Pipián, las butifarras, los huevos de
iguana y los bollolimpios de Barranquilla, los incomparables
platos de lechona y los tamales tolimenses de cuatro carnes,
las hallacas y las exquisitas hormigas culonas santandereanas.
La hospedería poseía en su interior una gran
belleza. Un gran patio central empedrado, con una fuentecita
central de laja pulida y rodeado de plantas multicolores. Amplios
corredores de baldosas rojas y brillantes como espejos, rodeado
de altas columnas cuadradas de madera, pintadas de un verde suave.
Las habitaciones eran amplias, con cielorrasos muy altos, decorados
con ángeles regordetes tañendo sus laudes, con flores
y arabescos de yesca remedando a mi parecer a las catedrales
europeas que observaba en los libros del abuelo. Las bombillas
desnudas colgaban de un cable peludo de fieltro verde, entorchado
a media altura del cuarto.
Las impecables mucamas con uniformes de color azul cielo me
atendían con exagerado esmero.
Recuerdo por primera vez la elegancia del abuelo ataviado
con su traje oscuro de tres piezas, llevaba un botón
forrado de raso negro en el ojal de la solapa. El chaleco de
seda ajustado al cuerpo resaltaba la dureza de sus carnes. Un
reloj grande y redondo, ferrocarril de Antioquia con leontina
descansaba en el bolsico, sus anteojos de montura de carey, el
sombrero inseparable de Barbisio, un pesado abrigo de paño
grueso y un paraguas complementaban su indumentaria.
Parecía un lord inglés.
Todas las mañanas después de la hora del desayuno con changua de leche con huevos estrellados
y una taza humeante de café con leche, pan francés con natas agrias
y queso campesino, salíamos en busca de la que sería
la residencia de la familia en la capital.
Yo aprovechaba para correr y juguetear en torno a las fuentes
que por ese entonces adornaban la plaza de Bolívar, y
que no sobrevivieron por mucho tiempo. Mientras tanto, durante
el recorrido, el abuelo me iba indicando con su dedo meñique
los sitios de su más connotado interés, La casa
del florero, el café "Gato Negro", la farmacia "Granada" donde se refugió
el asesino del negro Gaitán después del magnicidio
y que no le sirvió de nada. El edificio del periódico
que había vuelto a ser "El Tiempo" después de ser
clausurado en el gobierno de Rojas. El teatro "Atenas", "Cyrán
de Galo", el almacén de su entrañable amigo Don
Adolfo Galindo Jiménez, futuro director de la cárcel
distrital de varones. El grill "Europa" y el café "Automático"
donde se reunían los intelectuales de la época
comandados por el incomparable Beremundo el Lelo alias León de Greiff. El caricaturista Rendón y hasta Caretigre
frecuentaba asiduamente el lugar por asuntos de su trabajo de
lustrabotas.
Visitamos con el Abuelo el Liceo "Nuevo Mundo" de
las hermanas Ileana y Yolanda Cifuentes, donde me matriculó
inmediatamente junto con mi hermana, que no había llegado
todavía de la sultana del valle. El esposo de Ileana era por aquel entonces el
campeón nacional de florete.
Después de un corto período transitorio en el
barrio Restrepo, por las inmediaciones de la plazoleta de la
Valvanera, donde arribó la familia con los camiones cargados
del trasteo, los abuelos alquilaron una casona colonial en el
tradicional barrio de Santa Bárbara, sobre una callejuela
empedrada con un callejón polvoriento en el vértice
sobre la carrera sexta, por donde transitaban los buses carmelitas
de la Metropolitana de Transportes.
La casa era grande con techo rojizo de tejas españolas.
Tenía una sola planta, con portón fuerte de madera
taponada de color natural y un golpeador de hierro dorado con cara de león hambriento.
El zaguán estaba adoquinado y desembocaba del otro lado
en una puerta grande de celosía, en cuyo frente se divisaba
el salón principal, con ventanales de vitral con formas
indefinidas de arabescos. Sobre los muros del salón reposaban
dos tapices pequeños con figuras de odaliscas tendidas
y leones enfurecidos, un cuadro gigantesco de la última
cena y un espejo florentino.
En la esquina izquierda del salón, justo al lado de su
puerta amplia de vaivén de doble hoja, colgaba un ropero
retorcido de cuernos de venado y a sus pies una escupidera de
porcelana. Un tapete redondo rojo de flores azuladas soportaba
una pareja de sofás forrados de un grueso damasco estampado.
Una poltrona antigua, la mecedora de mimbre de la abuela y dos
taburetes redondeados que hacían juego con el mecedor.
Sobre una consola de mármol con patas de hierro, una victrola
complementaba el ambiente.
Las joyas más preciadas del abuelo eran, un reloj de
péndulo alemán Jawaco y su inseparable aparato
de radio Telefunken, también alemán, en que había
escuchado la noticia del tratado de paz que consagró el
frente nacional.
En la alcoba principal el mobiliario era sobrio, una cama
matrimonial de caoba tallada, aunque ya por ese entonces los
abuelos no dormían juntos, una cómoda de tres cuerpos
que le hacía juego, con su espejo mayúsculo central
esmerilado ensombrecido de tanto mirarse, y dos poltronas pequeñas
junto a cada mesa de noche. Bajo la cama dos bacinillas esmaltadas
y un pato.
En el pasillo que daba al patio, un pesado teléfono
Erikson negro descansaba sobre una repisa de madera lacada empotrada
en la pared.
El comedor estaba ubicado en la amplia cocina, y era el centro
de reunión de la familia, donde había una estufa
grande de carbón con cuatro hornillas de hierro y un horno
sobre el atizadero, Encima del depósito de carbón
estaba el recipiente de cuarenta galones para el agua caliente.
Una alacena de portezuelas verdes completaba el conjunto.
Al costado oriental de la casa, los tres cuartos de alcoba
con ventanillas diminutas bordeaban el primer patio, circundado
de columnas de madera enterradas en cubos de cemento pintados
de rojo. El piso era de lozas de mosaico entrelazadas como rompecabezas,
con desaguadero en el centro.
Sobre las columnas, pendían a media altura, sostenidas
en jardineras de hierro en forma de corazones, una docena de
materas de barro sembradas de geranios, que eran el universo
de Japi, el perrito mono enano de la familia, que trajera mamá
un día inesperadamente a la casa para hacernos compañía;
vivió un par de años con la familia y un día
desapareció para nunca más volver, creo que para
no mortificarnos con la tragedia de su deceso.
Recuerdo todavía a Nina Poloche Yaya, una india chaparraluna
que apareció por la casa con Víctor en esposo de la tia Rosa, que la había
traído de su pueblo como sirvienta a solicitud de la abuela,
en uno de sus interminables viajes en su expreso Bolivariano,
Trabajó para nosotros muchos años. La recuerdo
disparándome la leche de sus tetas cuando me acercaba
a curiosearlas mientras amamantaba a su bebé.
El patio trasero era encementado y colmado de tazones de
barro y olletas viejas repletas de toda suerte de matas y flores
variadas. Junto a la alberca grande de piedra se encontraba ubicado en un
lugar contiguo, a sus espaldas, el único baño de la casa.
La puerta del baño no llegaba hasta la base y por supuesto
me servía de cómplice en el momento de echar una
ojeada a las muchachas visitantes que encendieran mi exasperado
desconocido interés.
Sobre el costado sur del patio trasero, a continuación
de la cocina había dos cuarticos más pequeños,
que la abuela alquilaba para reducir el costo del arrendamiento.
Al lado del muro que daba contra la alberca, habia una escalerilla
de cemento que orientaba a una pequeña azotea donde estaba
la buhardilla. Desde allí se oteaba un soberbio paisaje
apiñado de tejados españoles del cielo santafereño.
Era también éste el lugar por donde periódicamente
ingresaba yo a las sombrías catacumbas que formaban los pabellones
tétricos de los cielorrasos de las casas aledañas,
en medio del chillido de las bandadas lúgubres de murciélagos
que revoloteaban sobre mi cabeza, para jugar con los niños
de la vecindad a simulacros de expediciones fabulosas, descifrando
jeroglíficos suméricos en socavones y sarcófagos
ocultos bajo las telarañas, como observábamos en
las películas de momias y vampiros cuando nos reuníamos
en casa todos los chicos de la cuadra, entre embelesados y medrosos,
a contemplar la recién parida televisión en blanco
y negro.
Los patios eran muy alegres. En el de atras, la abuela había
mandado construir una palomera que albergaba cientos de palomas
mensajeras, de donde procedían los pichones de mis suplicios
mañaneros.
"¡Dénle el caldo al niño, aunque
sea a la fuerza, para que crezca fuerte y sano!" Ordenaba
la abuela.
Fue en esta época cuando descubrí que la rila hirviente de las
palomas carece de cualquier hedor.
Las matas del patio permanecían rebosadas con las cagarrutas
de las tórtolas y las sobras de Roberto, un pajarraco
trepador que gozaba de los afectos especiales de la abuela para
envidia mía. Se dejaba consentir erizando completamente,
una por una, las plumas del cogote ante las cosquillitas zalameras
que Mamita le prodigaba.
El loro, jaspeado, de color verde esmeralda con algunos toques
de zapote y azul metálico, ceniciento por el paso de los
años, parecía un pirata amargado por la ausencia
de su ojo derecho, que había perdido quien sabe de que
manera, hecho este del que me declaro inocente, a pesar que siempre
me han atribuido su infortunio.
El cotorro no soportaba mi presencia un solo segundo. Tan
pronto me divisaba con su cabezuela de medio lado, se lanzaba
ferozmente sobre mí, planeando con las alas abiertas,
para corretearme enfurecido con sus carreritas basculantes y
pesadas alrededor del patio, hasta que la abuela venía
a rescatarme calmándolo con sus mimos tranquilizadores.
Era el pago merecido por la hostilidad infantil que le infringía,
a causa de esa envidia oculta que yo no adivinaba.
Roberto me dejo un recuerdo imperecedero en la primera falange
del dedo del corazón de mi mano derecha. A partir de ese
momento comencé a mirar con cierto respeto a las cacatúas.
Eran los tiempos en que luchaba contra los miedos inciertos
de la infancia.
Miedos que las niñas atizaban en las noches mordaces,
cubriéndose con sábanas blancas para salir a mi
encuentro bufando detrás de las puertas o de los armarios,
o de cualquier otro lugar donde pudieran agazaparse para saltar
sobre mí hilarantes.
Más de una vez desbebí adrede en los calzones gritándole
a mi madre que me liberara de aquel terrible suplicio.
Fue por esta época cuando Mamita comenzó a delegar
las responsabilidades. La nueva generación reemplazó
a la abuela en el sostenimiento de la casa y compartiendo a medias
la orientación de la familia.
Bertha y Rosita comenzaron a trabajar en un prestigioso restaurante
del centro capitalino, "El Maizal" a pocos metros de la avenida Jimenez de Quesada. Se denotaba el
progreso en la familia. Su trabajo de cajeras era una mayor responsabilidad
acorde con sus dotes de honestidad a toda prueba y suponía
al fin y al cabo un gran avance.
Los pisos elegantemente entapetados del restaurante, con sus
amplias mesas rectangulares pegadas contra las paredes encortinadas
en su totalidad, los confortables y mullidos sillones de altos
espaldares cuidaban la intimidad de los comensales.
Un organista ataviado de rigurosa etiqueta amenizaba las veladas.
Finos decorados y hasta un valet que disponía los abrigos
y visones de los visitantes.
Allí hice mis primeros pinitos, ávido por recibir
las pingües coimas.
Una pareja de perros daneses gigantescos de color gris ratón
y de ojos bicolores, azul y blanco, hacían del lugar un
sitio muy respetable.
Capitanes impecables recibían a los clientes con sus
menús forrados en piel de chigüiro. Los espigados
meseros de chaquetillas inmaculadas circulaban raudos por el
ambiente, con sus charolas brillantes llenas de humeantes platillos
y finos licores. Entre muchos de los camareros recuerdo al impecable caballero Don
Antonio Garzón, al señor Oviedo, a don Jacinto
Mora, y al mono Salgado "Servos y Solatas".
Mientras tanto, el abuelo ataviado con sus lentes de armadura
de carey a media nariz, se esforzaba por revivir la época
de político distinguido, asistiendo a cuanto mitin y reunión
proselitista era invitado, cabeceando al arrullo de sedantes
peroratas y prolongados discursos.
Fueron las tardes más largas y adormecedoras de mi recién
llegada adolescencia, cuando me presentaba orgulloso a engominados
supuestos servidores públicos, periodistas y leguleyos
politiqueros, ante una caterva de obnubilados cómplices
de las causas indefinidas.
De allí salió su cargo de corregidor en Villarrestrepo,
un caserío tolimense perdido a los pies de los nevados,
aguas arriba del río Combeima que atraviesa besándole
los pies a Ibagué.
Era el retorno inconcebible a los lugares que el abuelo había
luchado por dejar atrás.
Todavía quedaban vestigios de la chusma asesina, hasta
cuando el General José Joaquín Matallana, por los
tiempos del Presidente Valencia, el hijo del poeta, pacificara
a medias de nuevo la región.
El más antiguo de los grupos guerrilleros de izquierda,
las FARC, surgió a partir de los destacamentos de autodefensas
establecidos en esta época por los comunistas en las regiones
del Alto Magdalena, su jefe supremo es hasta hoy el legendario
"Tirofijo". Un frente guerrillero distinto fue el que
constituyó el Ejército de Liberación Nacional
"ELN", liderado hasta hace poco menos de un año
por el extinto cura Manuel Pérez, ex-sacerdote español,
cuyas bases iniciales se ubicaron en franjas escasamente pobladas
del valle del Magdalena Medio, en el departamento de Santander.
Su inspiración nacionalista era la revolución cubana
de Fidel Castro, quien les ayudó con entrenamiento y armamentos.
Puesto que carecían de las raíces que tenían
las FARC en un genuino movimiento campesino, el ELN se construyó
en un modelo de guerrilla terrorista de izquierda, que tenía
la peculiaridad de reclutar jóvenes descontentos de clase
media. Su más famoso militante fue el sacerdote Camilo
Torres, miembro de una distinguida familia y educado en Europa.
Creó Camilo en la ciudad su propio partido político
denominado Frente Unido del Pueblo, pero pronto se convenció
que la protesta pacífica era inútil contra la arraigada
oligarquía, por lo tanto decidió lanzarse al monte
con el ELN y murió en combate a comienzos de 1966, pocas
semanas después de haberse incorporado a las filas guerrilleras.
Camilo Torres no era socialista ni comunista, era popular,
democrático y antiimperialista. Hablaba claro y sin tapujos.
A Villarrestrepo llegué yo como ayuda de cámara
del abuelo, donde me entronizó con sus consejos y ejemplo
en todas las lides de la vida.
Fue la época del destete, como cuando la madre del Coronel
Emeterio Lucena se lo entregó al general Mosquera para
que hiciera de él un verdadero hombre.
Pasaba en vela pensando, en la oscuridad del cuartucho que
compartíamos en la única cantina del caserío,
en las noches de insomnio que eran todas por el retintín
de las bolas de billar, que atisbaba raudas circular sobre la pizarra verde de paño, en medio de la penumbra a
través de las rendijas de la empalizada, que nos separaba del bar, y que dejaba entrever todo cuanto ocurría
en el interior del cafetucho.
Fue la época de los memoriales interminables escritos
en rústicas y desvencijadas máquinas de Olivetti.
De cosas de la justicia que no entendía claramente. Detenidos,
reyertas, abigeatos, remisiones al panóptico de Ibagué.
Hasta recuerdo una comisión a la vereda de Laureles
a realizar el levantamiento de un cadáver, descubierto
en medio del río por los revuelos circulares de los gallinazos,
que ya le habían perforado el abdomen de donde colgaba
un racimo hediondo de tripas sanguinolentas.
El cabo de policía me transportó sobre sus hombros,
manteniendo el equilibrio con los brazos extendidos, caminando
sobre un tronco mojado y tumbado a propósito hasta el
centro del río, donde descansaba el interfecto sobre un
montículo de arena, escombros y piedras de recebo.
Parece ser que el campesino ebrio cayó al cruzar el río
desde un puentecito colgante media milla arriba.
Fue una tarea casi de cirujano, escudriñar los bolsillos
del raído pantalón del occiso para investigar su
contenido y obtener así alguna pista de su identificación,
dado su estado de descomposición.
Para mí fue casi toda una diversión a no ser
por el fétido vaho nauseabundo que expelía el difunto
y que, a pesar del trapo que taponaba mi nariz, se me metía
hasta por los poros.
Fueron tiempos de aventuras a la ribera del río, correteando
lagartijas, escudriñando debajo de las piedras en busca
de huevos de culebra, trepando a los arboles para coger las guayabas maduras
y degustar sus blancos y deliciosos gusanillos. Dejándome
mimar por todas las mujeres del pueblo que deseaban mantener
las mejores relaciones con el señor corregidor.
Creo que fue la primera vez que sentí un fragor de
cañones entre mis piernas al suave roce de las manos de
Leticia, una campesina putoncita de vestidos aéreos, que
trabajaba en Ibagué, hija de un compadre de mi abuelo,
y que cuando llegaba al pueblo alborotaba el gallinero.
Continua...
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