"NEW YORK, NEW
YORK."
"Te digo adiós y acaso te quiero todavía,
Quizá no he de olvidarte, pero te digo adiós."
La sorda algarabía de las gaviotas
montoneras que despedazaban los desperdicios putrefactos de los
botes de basura en el gigantesco estacionamiento recién
vacío que descansa moribundo a los pies del majestuoso
Shea stadium, donde acaban de perder los Mets su final de grandes
ligas, El rugido trepidar del encarnado tren #7 que raudo avanza
en su bamboleo hacia la ultima parada en la barriada chinesca
de la calle Main, contrasta intolerable con la muda soledad que
se vive en su interior; una multitud entre aburrida y soñolienta
que más que aguardar su parada de destino pareciera que
odiara tener que ir a ese encuentro inexorable, igual que aquellos
despavoridos inmutables que hacían largas filas interminables
avanzando lentamente hacia las cámaras de exterminio
de Bergen-Belsen en la ultima universal contienda genocida hace poco más medio siglo.
Una anciana dulce y pecosa atiborrada
con un visón inmenso sumergida entre un par de zapatillas
deportivas por demás demasiado inmensas para el tamaño
de su calzado, un desamparado sucio y desgastado que balbucea
entre dientes alguna invitación a la desesperanza a pesar
de su aspecto rechoncho y sus mejillas escarlata; un muchacho
oriental, menudo y desgarbado, con el cabello empingorotado y
adornado con herrajes fantásticos, fluyendo ausente del
paisaje en medio de lo que adivino el bullerengue metálico
de algún grupo rockero desconocido entre las orejeras
de su minidisco. Una latinita preciosa con su uniforme de escolar
que bosteza de hastío. Toda una multitud estupefacta y
muda que viaja hacia los mismos lugares por caminos tan distantes
y recónditos.
Es una ciudad atroz, la babel de hierro,
de dinero lardoso que resplandece a nuestros ojos como luciérnagas
en el amanecer, una metrópoli saturada de microondas intermitentes
que nos envuelven con su lava cancerígena como una enorme
telaraña sin que por ningún momento nos percatemos
de su deletérea retahíla.
Pero, "el que viene se queda"
es el decir de los coterráneos. Ese ineludible verde oropel
que encandila, que enamora, es como el beso de la mujer araña,
como el abrazo de drácula, como el arrullo inmarcesible
de alguna sirena encantada, es el tintineo redentor de algún
heliogábalo san bernardo en medio de la apetencia voraz
en el sórdido paisaje de nuestras lastimadas economías.
Y aquí estoy yo, renovadamente avejentado, de bruces sobre
el asfalto buscándole la comba al palo, navegando en medio
de esta baba gelatinosa y maloliente que empalaga a cada instante
sin permitirnos sobreaguar ni zozobrar.
Se vive cada día, para cada día,
pensando en el siguiente de los que vienen atrás. Porque
de ellos será el reino de los cielos cibernéticos
como un airoso amanecer, otro flamante sol, el remozado aliento
de una nueva esperanza; a mí sólo me queda esta
noche entristecida y moribunda de luna ciega como la multitud
moribunda que me detuvo a cavilar en el vagón centenario
del tren #7.
Mientras avanzaba a zancadas por el
interminable cruce de pasillos de la factoría, evadiendo
los carritos de montacargas que laboriosamente urdían
la rutina de una jornada de trabajo, rememoraba historias pasadas
de otras jornadas menos agrestes, no podía evitar el recuerdo
de la dulce sonrisa de mi esposa y el gorgoteo de los infantes
cuando regresaba a mi casa en el atardecer.
Qué distinto se aprecia el mundo
a través de otros espectros, ahora estaba calificando
para ser un autómata de carne y hueso, sin derecho a sentir
ni a amar a mis anchas, sólo por la necesidad de cumplir
con el anfitrión porque mi mesa estaba derruida.
Los buenos tiempos de la lejana infancia,
los amores de juventud, las largas noches de estudio para avanzar
en las metas, mis primeros trabajos en el banco de la agencia
san martín, mis postreras ilusiones se quedaron enredadas
en los golpes de estado, en estúpidas guerras de guerrillas,
en las luchas inermes contra los fantasmas de cuello blanco.
Cuánta sangre inocente, cuántas madres llorosas,
cuánta juventud perdida.
¿Y de la infancia qué? ¿Dónde quedó
ultrajada su inocencia?
¿Por qué abruptos caminos andará su futuro?
¿En qué casino se estará jugando la suerte
de nuestros hijos?
El chico joven, Rubén era su
nombre, que parecía liderar el grupo, me indicó
cordialmente la garita donde encontraría al capataz que
me entrevistaría, me condujo hasta su presencia, tiempo
después me hizo saber jocosamente en su argot entremezclado,
que me confundió con un cliente por mi aspecto ejecutivo.
Eran solo cosas de rutina, estaba seguro que nada impediría
mi ingreso, era evidente que el idioma no sería indispensable
para el oficio que estaba pretendiendo como empacador de mercaderías;
se veía a ciegas que la sociedad en esta metrópoli
estaba muy bien prefabricada para el tipo de personas que no
necesitan pensar, lo adivinaba cuando entraba en las estaciones
de trenes que a pesar de lo enmarañado de las conexiones,
la señalización era concreta y precisa, bien directa,
un color de identificación y un numero que igual podía
ser cualquier símbolo pues se alcanzaban contar con los
dedos de las manos, como lo haría cualquier campesino
de alguna sierra latinoamericana, un pastor albanés o
un traficante de camellos del desierto africano.
La primera mayor impresión la
percibí cuando me recibió en la garita en medio
del desmadre un judío ortodoxo vestido de paisano, lo
esperaba con traje negro y aceitoso, un par de trenzas enroscadas
alrededor de las orejas y con el inconfundible sombrero de fieltro.
Era mi primer contacto directo con la comunidad semita que solo
conocía a través de los escritos de la Biblia que
mi abuela me leía cada noche antes de ir a dormir, las
colosales aventuras de sansón, la desgracia de Edith petrificada,
la inenarrable odisea de Moisés conduciendo su grey a
través de mares y desiertos que rompía con sus
mágicos
Poderes, los prodigios de Jesús el eremita que se enfrentó
al demonio para salir por los caminos a divulgar el más
grande mensaje de amor que haya visto jamás la humanidad.
Los vislumbre también en la voz de León Uris, la
voz que clama en la conciencia de un pueblo sin piedad que soñó
alguna vez en exterminarlos, fue él quien me dio una somera
visión de sus calamidades ancestrales, de su infortunio
histórico a través de la siglos. Mi interés
por ellos se había acrecentado casi desde mi pubertad
en mis años de seminario y solo hasta ahora tenía
uno de carne y hueso frente a mis ojos.
La segunda impresión fue darme
cuenta que entendía las instrucciones al capataz a pesar
de mi desconocimiento del idioma.
Le causó a Eli Shaffer extrañeza que vistiera un
traje completo con corbata anudada, tal vez era la costumbre
de muchos años de viajes de negocios y oficinas, llevaba
un par de libros bajo el brazo y una agenda de piel, los observó
detenidamente, uno era un manual de Photoshop en español
y el segundo era un libro de mi autoría que nació
en mis noches de Soledad y añoranzas en mi buhardilla
de Ridgewood y lo que lo dejó mayormente impresionado
fue el ver mi fotografía en la contraportada del libraco.
Me hizo saber que yo le parecía un hombre ilustrado y
me dio un trato que me pareció admirable para lo que había
oído decir de esa comunidad aparentemente sin fría
y metalizada, aunque otros que conocí posteriormente,
durante mi etapa laboral, acrecentaron con lujo de detalles su
bien ganada fama.
Aprendí que entre ellos también
hay gente de clases diferentes a pesar de lo monótono
de su vestuario, pienso que se uniforman para pasar inadvertidos,
para mimetizarse apareciendo anónimos en medio la gran
masa judía. Aprecié en demasía la tierna
gélida belleza de sus mujeres y la pulcritud de sus modales
que contrasta de medio a medio con la ruda prepotencia de los
varones. Pareciera que los hombres fueron concebidos solamente
para el trabajo sin importarles ni su apariencia física
ni su limpieza, absolutamente nada los conmueve.
Mr. Shaffer era la excepción,
era un hombre justo y de finos modales, hasta pienso que me vio
con un poco de admiración, pues a pesar de mi bajo rango
en el trabajo siempre fue gentil en su trato, me dio responsabilidades
superiores sabiendo de mi conocimiento de las computadoras y
hasta me enalteció haciéndome responsable de los
equipos de su área de empaque, de igual manera siempre
conserve el mínimo salario de empleado raso, un poco más
elevado que los demás jornaleros, pero infinitamente inferior
al de un empleado de esa categoría. Creo que fue muy hábil,
me utilizó con su gentileza, hasta algunos de sus coterráneos
pienso que sentían algo de envidia por que siempre le
daba prioridad a mi trabajo de computadoras a pesar de la mala
leche de sus compañeros que me azuzaban para que hiciera
el doble trabajo.
La figura satánica se llamaba Mr. Katz, un judío
de baja estofa que se creía el mejor de los ejecutivos,
cuando su trabajo consistía en simple manejador de las
nuevas mercaderías que serian exhibidas en el "Showroom",
creo que trató por todos los medios de hacerme la vida
imposible. Nos enfrentamos siempre pero la disputa terminaba
siempre a mi favor, nunca pudo obligarme a entrar en su juego
o mejor nunca se lo quise seguir, me hizo nombrar como la persona
que de manera exclusiva debía encargarme del manejo de
las nuevas mercancías que tenia bajo su responsabilidad
y justamente por eso siempre gané, porque la responsabilidad
era suya, aunque el intentaba por todos los medios de hacerme
quedar fuera del horario normal, lo cual nunca hice. Siempre
mantuve una actitud diligente y responsable con mi trabajo pero
nunca me dejé impresionar por sus gritos que no eran más
que eso "los aullidos de un personaje pintoresco" incapaz
de proyectar una imagen verdadera de ejecutivo integro y capaz.
El reglamento contravenía de
medio a medio los derechos humanitarios mínimos, por ejemplo,
a pesar que las mujeres realizan su labor frente a una mesa de
trabajo con un monitor de computadora y un teclado, por ningún
motivo podían tomar asiento, aunque por cualquier causa
ajena a su responsabilidad no hubiera mercadería o documentos
para procesar, sentarse aunque fuera por un minuto (el asiento
no existe) era un delito aleve de alto calibre, tenía
que realizar cualquier otro trabajo, aunque no fuera de su competencia
como limpiar el piso o lavar los inodoros, nadie es contratado
para una labor específica sino para su explotación.
Mr Schaffer siempre respaldó
mis acciones porque sabia y veía que mi trabajo era eficiente
y responsable; nunca fue mi costumbre hacer parte de catervillas
y mucho menos de algunos grupos disociadores que organizaban
indistintamente los negros africanos, los hispanos y los polacos
tal vez para mantener la supremacía de su identidad. Siempre
anduve sólo pero compartía por igual con todas
las nacionalidades, creo que lo que tal vez no me permitía
cohesionarme era el desinterés e introspección
de los compañeros, nunca hubo tiempo para ningún
tipo de conversación o intercambio de inquietudes, el
medio no lo permitía, conversar era una afrenta directa
a los métodos de trabajo.
Se robotiza al empleado olvidándose por completo de su
capacidad pensante y creativa, su único interés
verdadero era contabilizar las horas trabajadas que contabilizaban
y discutían rigurosamente cada mañana antes de
iniciar las labores y sus escapadas al cuarto sanitario para
descansar un poco y dejar pasar el tiempo de la manera menos
sacrificada aunque su acceso estaba controlado y su uso indiscriminado
también era causal de sanciones.
El reloj se había convertido en su verdadero amo, y lo
más ofensivo a la dignidad humana es que con el valor
devengado en una semana de 70 horas de esclavitud no se alcanza
a pagar ni siquiera un seguro médico que debería
ser obligatorio para las empresas, como está establecido
por ley para quien posee un vehículo por barato que sea.
Aunque había personas que se veían eran cultas
y estudiadas, no tenían manera de sacar a flote sus verdaderas
capacidades; el empleado que trituraba la basura en la máquina
compactadora era un dominicano alegre que gustaba de la poesía,
la literatura y la música y ya traía de su país
algunos cd's grabados de su obra, pero se encontraba aletargado
en medio de ese mundo de basura sin ninguna posibilidad de progreso.
Hasta entonces comprendí que
había llegado al reino de la injusticia, fue entonces
cuando por primera vez abría los ojos al auténtico
sentimiento americano hacia los inmigrantes.
Eso del sueño americano se queda
para el que logre ganar una lotería, o para los narcotraficantes
que no se dejen coger, para los deportistas sobresalientes o
las estrellas del celuloide, pero el trabajador común
ni siquiera puede "darse el lujo" de una vida modesta,
ningún padre de familia logra con ese ingreso miserable
mantener una familia por pequeña que sea, mientras tenga
que trabajar 3 meses con su respectivo overtime para pagar un
mes renta en cualquier suburbio deprimente, inseguro y violento.
Esta clarísimo que trabajando en esas condiciones infrahumanas,
para lograr amasar una fortuna hay que laborar como cien vidas. |