"La Partida."
Rechiflar de
turbinas que apocan los murmullos lentos que divagan casi difuntos,
bramidos mudos de faquines, caminar atosigado de los botines
de los gendarmes de la policía militar en busca de alguna
sospecha indefinida.
Por las vidrieras
de los amplios ventanales se observan las filas de los aeroplanos
en sus muelles decolar y partir con rumbos indefinidos. Casi
ningún aparato se mantiene inmóvil, todos entran
o salen como aturdidos de tanta espera.
La marea humana
avanza y retrocede oliendo a humedad de ropa transpirada, finas
perfumerías, amoníaco de pañales de bebes
que lloran desconsoladamente, de seguro por sus traseros ampollados
o por el sueño desajustado de los largos itinerarios.
Eldorado, en
la madrugada de ese verano de mayo abrasador es un infierno.
María
se ahoga, se achica, se marea, su cabeza da vueltas, casi ni
sabe quien es, como le sucede cuando entra a algún supermercado
de la ciudad, es la claustrofobia, su aversión a las multitudes
que padece desde niña. Entra en el baño de señoras,
de nuevo los olores rancios de colonias empalagosas que pretenden
tapar el aroma acre del pis de los chicuelos, y otra vez el mareo,
el olor a retrete usado, a talco barato, a desinfectante por
todos los rincones. Se moja bien la cara, no encuentra su pañuelo
y se seca con su cabellera esplendente que casi le llega a la
cintura. Siente ansia de trasbocar y vomita largamente una saliva
espesa y amarilla con sabor de almizcle amargo, comprime ligeramente
su estómago, los globos de los ojos enrojecidos por el
esfuerzo pareciera que fueran a salir de sus orbitas. Ahí
dentro del retrete el aire es denso e irrespirable, se limpia
los labios con el dorso de la mano y Sale rauda lo más
rápido que le permiten sus piernas hinchadas por el calor
del verano.
La sala de
espera se siente como un hormiguero reventado. María camina
pesadamente tratando de encontrar el gran reloj de porcelana
que cuelga de una de las paredes, adjunto a las estaciones de
los pasa-maletas del puente aéreo, y lo encuentra, lo
mira y remira una y otra vez sin entender " Si hubiera querido,
Juan tenia que haber llegado hace ya mucho rato". Faltan
quince minutos para las seis y treinta, su hora definitiva. Soba
su vientre que parece a punto de estallar acariciándolo
triste y dulcemente. Alisa la pollera y lo siente acomodarse
indefenso.
A Juan no le
contó nunca nada acerca del embarazo, ¿para qué?
"Si va a volver que sea por mí, porque me ama, porque
me necesita, no por el crío".
Faltan ahora
cinco minutos para la salida del avión que la llevará
al extranjero. Repasa detenidamente la mirada a través
del ventanal y observa el nombre de la nave que está dispuesta
a partir: "La Estrella del Norte". Se dirige al tablero
electrónico, escucha por los altoparlantes la voz apagada
de quien presume una azafata invitando a los pasajeros a abordar.
La multitud corre ansiosa hacia la puerta de registro con los
pasabordos en la mano, Maria toma su maletín de mano y
se desliza pesadamente camino de la puerta que la conducirá
a su lejano destino desconocido. Remuerde sus labios hasta brotar
la sangre y corre ciega de la desesperación llorando su
desconsuelo.
La aeronave
comienza a carretear sobre la pista de asfalto hirviente, se
detiene de pronto en la cabecera de la pista como tomando el
último aliento para el gran esfuerzo de su decolaje, se
mantiene inmóvil varios segundos y se abalanza de nuevo
precipitadamente rumbo a su destino.
María pasa revista por el ojo de pez del ventanuco, atisbando
detenidamente los rostros que pasan raudamente por el horizonte,
y no lo ve. Se arremolina en su asiento, se sofoca, se ahoga
nuevamente pero no retira sus ojos de lontananza. En la vidriera
del hall de espera solo queda una viejecita que dice adiós
jubilosamente con una pañoleta batiendo ambas manos. Maria
va estibando su equipaje de amarga desolación.
El corazón
de María palpita cada vez más despacio hasta hacerse
casi imperceptible, mientras el que lleva en el vientre redobla
sus latidos como presagiando su destino. Una furtiva lágrima
se escapó de su muy adentro deslizándose detenidamente
por la cárdena mejilla hasta ir a perderse entre los pliegues
de su blusa albina.
En Anolaima,
recién paró de llover y la mañana está
fresca.
Juan, siente
frío y se arrebuja en la campera de lana cruda humedecida,
empieza a caminar hacia el puesto de legumbres en la plaza del
mercado que se organiza todos los domingos en la plaza mayor
y ve al lucero del alba brillar en el límpido y lustroso
cielo, sin nubes, mientras avanza envuelto entre los alargados
suspiros de sus nostalgias.
Imprevistamente,
un fuerte olor de madreselva y zarzamoras le trae a la mente
el recuerdo de su María "¡para qué se
habrá ido!, ¿por qué no escribirá?,
¿cómo le irá en Nueva York, con los líos
que tienen?, yo le dije, por lo menos, acá
¡aire
puro se respira!"
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