"La Abuela Doña Maria Inés."

La primera vez que tengo un recuerdo vago de la abuela Maria Inés, fue el día sagrado de mi confirmación. La recuerdo muy laboriosa ultimando los detalles de la ceremonia con el señor obispo de Maria la Baja, el único prelado que se le midió a consagrarme para siempre en los sacros altares de Benidorm donde la abuela, que era oriunda de estas tierras mediterráneas, lo había embarcado expresamente para tales fines.

Era mi primer recuerdo claro de la abuela. Era ya por aquel entonces una mujerona, bien hecha y plantada, bien entrada en carnes pero como en esas carnes suculentas que tanto apetecía colgadas a trasmano en el tenderete del negro Adán. Toda una suerte de chorizos cantimpalo, jamones patanegra y galantinas aromatizadas que me hacían hueco en el estómago de solo verlas allí colgadas. Así era la abuela, hermosa, con una belleza de matrona de calendario, a la cual ninguna jovencita entelerida se atrevía a desafiar en hermosura. La suya era únicamente de su propiedad, ninguna mujer sobre la faz de la tierra poseía la belleza omnipresente de la abuela.

Creo que ya estaba merodeando los años sin cuenta, esos donde las mujeres comienzan a hacerse las locas y olvidadizas para irlos pasando desapercibidos. Y bien desapercibidos pasaban ante la monumental belleza de la abuela Maria Inés. Creo que el complejo de Edipo me llego retrasado una generación. Pero no era para menos, todo hombre que se atrevía a poner los ojos en la abuela quedaba frito de mal de amores ipso facto.
Decían las malas lenguas en sus cotilleos de pasillos, que mas de uno se había quitado la vida ante la indiferencia de la bella matrona.
Así fue mi primera observancia de la abuela, tenia yo por entonces siete años, la edad en que los mayores creen que entramos en la edad de la razón, aunque yo creo firmemente que es justamente lo contrario.

Cuando regresamos en barco a nuestra casa de Cartagena de indias, después de un largo viaje medio mareado entre los camarotes de primera clase de aquellos viejos champanes de vapor, entonces comencé de lleno a vivir plenamente las livianas aventuras de mi abuela. Fui su cómplice imponderable en casi todas sus travesuras de niñita alocada de medio siglo. Me hice su partícipe sin ella saberlo, aunque creo que la abuela adivinaba a ciencia cierta que yo la observada con especial denuedo.

El sentimiento que surgió durante toda la vida por mi linda abuelita fue un amor especial, un amor pertinaz como las lluvias tropicales de agosto que solo se van bien entrado el verano, dejando los sabanales inundados sin remedio. No había poder humano capaz de tolerar semejante inclemencia, y así con ese poder casi sobrenatural se celebraban todas las cosas en la vida de mi abuela.

Donde ella ponía el ojo ponía la bala. Nada en lo que de ella pusiera su atención podía pasar desapercibido nunca, todo cuanto tenia que ver con ella se volvía un espectáculo como por arte de magia y entraba por derecho propio a formar parte de las efemérides de nuestra sociedad, donde la abuela era ni más ni menos el ama absoluta.

Fueron algo más de cincuenta años de complicidad soterrada con la abuela. Tantos años de verla desfacer entuertos, de tener el placer de sentir de primera mano con qué tenacidad se enfrascaba en las rudas tareas de organizar cuantas comilonas y carnestolendas, cumpleaños y velorios fueron necesarios celebrar en la comunidad.
La abuela era la única organizadora por decreto propio de cuanta reunión grande o chica era necesario instituir, fue la creadora de las fiestas patronales de la virgen de las panelitas de leche de las cabras montaraces que fabricaban las monjitas reclusas del convento de san Hilarión y que pertenecían a la orden de las carmelitas concalzas. Fue suya la creación del primer festival de las mujeres preñadas y de los hijos sin padre. Del zafarrancho epónimo del Cumbión Vallenato y de la tertulia en los tenderetes de la bahía de las ánimas, donde iban a desaguar los marineros de ultramar, y de donde fuera la reina sin parangón la famosísima Cándida Eréndira de los Remedios del Santísimo Jesús Sacramentado, patrona general de todas las putas del hemisferio occidental de la que tanto hablara el universal Nóbel de Aracataca, con quien parió sus veintitantos hijos.

Creo que la abuela puso un interés especial por esas festividades de navegantes ultramarinos, no porque le atrajera tanto los viajes en los barcos donde se mareaba sin contemplación, pasando días con sus noches vomitando en los barriles de cedro finlandés, después que los nautas consumieran el vino de consagrar que traían expresamente de los viñedos espléndidos de la madre patria, sino porque sentía un respeto especial o tal vez una envidia enmascarada por la bella hetaira guajira.

Nunca a través de mis elaboradas investigaciones de espionaje pude constatar alguna aventura lasciva de la abuela. Creo que detrás de esa mole impertérrita de mármol de Carrara con que había construido su carácter, corría por sus venas sangre de Borgia, hasta me pareció encontrar en uno de esos libros vernáculos de la sagrada inquisición un lejano parentesco con Doña Juana la loca, que ni era Juana ni estaba loca, sino que despotricó por amor, manteniendo en su tálamo nupcial hasta la muerte el cadáver de su regente esposo.

El valor más poderoso de la abuela estribaba en el dominio que logró mantener de esas fuerzas subterráneas que nos consumen el tuétano. Su mundo real siempre fue en verdad onírico, inventando en sus adentros las más inverosímiles situaciones de lujuria que disfrutaba hasta el paroxismo a solas, siempre a solas y que solo yo desde niño logré apreciar de primera mano, cuando tirado debajo de la mesa en los celebérrimos banquetes, veía con mis propios ojos los orgasmos de la abuela deslizarse tibios entre sus piernas regordetas que ella friccionada una contra la otra como si estuviera en el más contundente de los encuentro de amor. Solo yo me erigí en el único testigo ocular de los efluvios de la abuela Maria Inés. Y quizás ella en su interior lo sospechaba, porque además de ser su nieto favorecido, me llevaba como escudo a todas sus celebraciones, de donde salía siempre digna y con el acatamiento de las más encopetadas autoridades de las que siempre gozó del máximo respeto y admiración

Nunca nadie pudo decir nada de la abuela, su preclara estirpe de dama de gran alcurnia nunca logró ser mancillada por la más mínima mácula o reparo. La abuela Maria Inés, Mim (3148) como solo yo le llamaba cariñosamente. El guarismo era por la cuenta exacta que le llevaba de sus cálidas emanaciones orgásmicas, a partir de cuando me regaló la primera calculadora digital, por los años en que los modernos vallenateros decidieron hacer un homenaje póstumo en los planchones del Guatapurí, en el bi-quincuagésimo-nono aniversario de la aparente muerte de Francisco el hombre, egregio creador del vallenato clásico, y de quien muchos sospechan haberlo visto levitar por los aires de la sabana grande subiendo al cielo en cuerpo y alma, acaballado en las ancas de su mula ceniza, ensimismado y borracho, tocando al acordeón el credo al revés para abrirse camino entre las huestes del maligno.

Fue siempre la abuela la más grande entre las grandes damas de todas las cortes del nuevo y el viejo mundo. No hubo rey, prelado, embajador plenipotenciario o cacique de juntas, que no viniera a nuestra casa del casco urbano en el corralito de piedra de la amurallada Cartagena histórica a rendirle el tributo, y que fue siempre capaz de merecer.

Hoy a mis cincuenta y tantos años de complicidad con la abuela, la observo todavía oronda atisbando desde el balcón de las palomas, la llegada de los barcos de ultramar, en espera de las últimas invenciones farmacéuticas con las que ella misma fabrica sus mejunjes que le mantienen la piel rozagante de una adolescente impúber. Ella misma con la ayuda de sus consejeros negros y chamanes indios prepara las compotas para mantener la inmortalidad de las flores. Es toda una gama de sortilegios, brebajes y recetas herméticas, que ha mantenido siempre en el más absoluto secreto y que solo la abuela ha logrado dilucidar de los abismos insondables de la madre naturaleza. Del jardín de las saxífragas y el requesón de los calostros de las cabras montaraces de las reclusas concalzas, con la mezcla de las pócimas venidos de holanda, los almizcles de los gatos de angora y la trementina, la abuela ha logrado develar los oscuros misterios de la inmortalidad de las flores y por ende de la belleza misma de las negras palenqueras en las que practica los ensayos de su alquimia esotérica, aplicándoles sus mágicas mezcolanzas.

Muchas cuartillas más tendré que escribirles mis queridos lectores en la osadía de demostrarles que para que la belleza exterior se mantenga viva, primero debe mantenerse la de adentro, pura y limpia como entre una urna de cristal. Felices pascuas.

Eddie ferreira New York casi 2004

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