"LA CACICA DE GUATAVITA"

La laguna de Guatavita, de una asombrosa perfecta circunferencia, se encuentra ubicada en el extenso mar de tierra que es la sabana verde y feraz de Bogotá, era por aquel entonces un adoratorio en donde los indígenas ofrendaban su arte, la más preciada orfebrería precolombina, figurillas y adornos en filigrana de oro y las esmeraldas únicas en el mundo, a su diosa tutelar. Aquella Bella aborigen en forma de serpiente, que surgía como un designio divino de las aguas imponentes y misteriosas de la laguna, para recordar a su pueblo la entrega de las doradas ofrendas y augurarle largos periodos de paz, prosperidad y ventura.

El ceremonial derivó con el paso del tiempo en un acto político-religioso que se efectuaba por la consagración de cada nuevo Zipa (Cacique de Bacatá, actual Bogotá, capital de la república de Colombia).

Producía una gran expectación entre los chibchas al aproximarse dicho festejo ritual. El cacique y su pueblo iniciaban un periodo de ayuno y abstinencia a la par que hacían propósitos de enmienda. Al mismo tiempo, preparaban sus máscaras ceremoniales y sus más bellos adornos fabricados en oro; aprestaban los instrumentos musicales, los alimentos que sembraban con sus manos para su manutención y la chicha de maíz para celebrar el gran acontecimiento. Así, el espíritu liberado de sus penas y congojas, estaría dispuesto para disfrutar de la magnificencia del espectáculo de las fiestas por venir.
Las comarcas vecinas comenzaban a volcarse sobre las zonas aledañas a la venerada laguna de Guatavita. Se olvidan las penas y los rencores y todos por igual se identificaban en la misma alegría.

Llegado el momento esperado. Antes de despuntar el alba todo estaba dispuesto para iniciar el desfile ceremonial hacia la sagrada laguna en medio de flautas y tambores. La multitud, ataviada con sus más ricas mantas y joyas, entonaba plegarias y canciones. En medio de la multitud venían las andas reales sostenidas por musculosos güechas, que eran los hombres que conformaban el ejército de la tribu, escoltadas de otros miles guerreros que portaban sus lanzas y flechas.

Cuando ya de encontraban al pie de la laguna, descendía de su carruaje de manos el soberano e iniciaba el trayecto hacia la balsa real atiborrada de tesoros, caminando sobre las mantas que colocaban bajo sus pies güechas y cortesanos. A la embarcación adornada de flores multicolores subían primero los más destacados súbditos del cacicazgo dejando el centro reservado para el monarca. Este, apenas colocado en el centro de la balsa, se despojaba de su manto carmesí dejando ver su cuerpo totalmente cubierto de polvo de oro. La barcaza real se iba alejando lentamente de la orilla dejándose llevar suavemente por el viento, mientras la multitud reverente permanecía vuelta de espaldas a la laguna, con la frente inclinada en acto de sumo respeto para no ofender a los dioses, elevando embelezada sus cánticos y oraciones.

En medio de las fumarolas del sahumerio, el Zipa, de pie, hierático, dirigía su mirada al riente en espera de la salida del sol; Cuando el cielo comenzaba a teñirse del zapote de la aurora, el soberano entonaba su plegaria que como un murmullo mágico recorría los confines de la comarca. Y en el instante mismo en que el sol surgía plenamente bañando la balsa con su luz infinita, el Cacique de Guatavita levantaba los brazos emitiendo un grito de gran alegría, seguido por la algarabía de la muchedumbre.
Pronunciando sus plegarias, el Zipa iba arrojando al fondo de la sacra laguna las más hermosas esmeraldas y las invaluables piezas de la orfebrería muisca, tras lo cual él mismo se sumergía en las aguas cristalinas para salir de ellas purificado.
La balsa comenzaba entonces lentamente su retorno a la ribera, mientras el pueblo allí reunido permanecía de espaldas con la cabeza gacha cantando alegremente sus cánticos de adoración. El Cacique regresaba caminando nuevamente sobre el sendero de mantas y petalos de flores, hasta su trono andariego, que le llevaría de vuelta a su morada.

Terminado el ritual de ablución y consagración del Zipa, las fiestas daban comienzo en el bohío real. Había fiesta también entre la multitud, que terminaba al anochecer en la embriaguez soporífera de la chicha mascada.

Esa noche estaba por celebrarse la gran fiesta.
Dice la Leyenda que siendo muy joven, el cacique de Guatavita se enamoró profundamente de una hermosa doncella de una tribu vecina con quien se desposó y tuvo una hija. Pero el cacique se sumió en los deberes del cacicazgo, en los amores fortuitos de oportunidad, en las bacanales de la corte y se olvidó de su bella esposa. Ella, llena de desdicha y desesperanza, de desengaño en desengaño se llenó de melancolía. Fue transcurriendo el tiempo con sus pasos inexorables, mientras la cacica de Guatavita, iba vertiendo gota a gota todo el amor que su adolorido tenía para dar en su hermosa niña princesa.

Entonces ocurrió que en una de aquellas opulentas fiestas la cacica se prendó de un apuesto guerrero. Enamorados como estaban comenzaron a citarse a escondidas burlando la vigilancia del monarca. Los encuentros apasionados terminaron por llegar a oídos de aquél, que lleno de rabia procedió a sorprenderlos.
El guerrero fue apresado y sometido a las más terribles torturas hasta el punto de serle extraído el corazón y exponer su cuerpo empalado para el escarnio público. Esto sólo lo sabían los subditos máa allegados al infamado cacique.

Esa noche era noche de gran celebración para agasajar a la soberana, en donde se haría gala de poder, derroche de esplendor y riqueza. Entre la música y la alegría ofrecieron a la homenajeada con gran pompa un exotico manjar, en medio de las más exquisitas pitanzas: el corazón de un animal salvaje...La cacica observó con recelo el platillo, pero sus sospechas fueron confirmadas a la vista de otro sinigual aún más macabro, que contenía cercenado un pene humano que adivinó de su amante. La algarabía de la multitud inundaba el ambiente, la música irrumpía en sus oídos como látigos de fuego, mientras los achispados aborígenes reían idiotas por causa de la chicha.

El festivo alboroto fue resquebrajado de súbito y convertido en un silencio de horror por el grito apocalíptico de la cacica. Con el alma herida por la pena, el corazón hecho pedazos y el rostro pálido de muerte, salió enloquecida hacia el bohío real, tomó a su princesa niña entre sus brazos y corrió para internarse en la espesura de la noche perdiéndose entre las tinieblas, y sin pensarlo un instante se lanzó al seno de la sagrada laguna de Guatavita.

Los chuques o sacerdotes chibchas se apresuraron a transmitirle la tragedia al embriagado monarca, quien enloquecido de pena corrió hasta la laguna comprendiendo por fin cuanto amaba en realidad a aquella buena y sumisa mujer que tan feliz lo hiciera y que nunca valoró en toda su nobleza. Dolorido, ordenó a los chuques recuperar el cuerpo de su esposa. Ellos a través de esotéricos y agoreros artilugios le comunicaron que su cacica se hallaba feliz en una mansión subacuática arrullada por una amorosa serpiente que la había desposado. Angustiado el soberano, pidió siquiera recuperar a su hija. Los chuques le trajeron a la caciquilla princesa y al verla pudo comprobar que no tenía ojos, así que el padre defraudado y herido en su amor propio decidió devolvérsela a la madre.
El apesadumbrado cacique perdonó a su esposa prometiéndole ofrendas para que en su vida en el más allá tuviera la felicidad que nunca pudo disfrutar a su lado.

Los chuques, como intermediarios entre el pueblo y la divinidad de las aguas en que se había convertido la antigua cacica, vivían a la orilla de la laguna en espera de su próxima aparición en las noches de plenilunio.

El fastuoso ceremonial, fiesta tradicional del cacicazgo chibcha, pronto llegó a oídos del codicioso aventurero español Sebastián de Belarcázar, convertido en la leyenda de "El Dorado", historia que acentuó la ambición de los invasores de lanzarse a las tierras americanas en busca de míticas ciudades doradas y ríos inagotables de oro y que terminó por acabar con la cultura vernácula, sin el menor reparo de los reyes de ultramar, verdaderos artífices de tan macabra extinción.

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