"El Espejo o La Tibia Noche de mis Recuerdos."

No se porque partí aquella tarde antes de caer la luna sobre el agua, creo que salí para no verla bebiendo de mis sueños en la alberca del patio grande. Tengo el recuerdo vivo, como cuando era niño, de aquella alberca gigantesca, como el de un espejo inmenso y translucido que reflejaba el interior del cielo. Pensaba por aquel entonces absorto parado en la ventana. Que un día podría ver los angelitos salir por detrás de las nubes viajeras que se desplazaban raudas por aquel cristal bruñido. Casi siempre me anticipaba de un sobresalto a los gritos de mi madre llamándome a la cama. ¿Hijo que haces parado como un embebido frente a esa ventana? ¿Que es lo que tanto miras para el patio de las cayenas?

Y yo seguía como sin oírla mirando noche a noche la clara oscuridad de la nada con la misma ansia voraz de cuando comencé mis vigilias en mis primeros años de infancia. Pero los puttis regordetes armados de liras doradas y trompetillas metálicas, nunca aparecían. Alguna vez llegue a pensar que ese cuento de los serafines era pura fábula de adultos para entretener a los pequeños, y yo era uno de ellos, que me mantenía firme y fiel a mis especulaciones celestiales. Y mi madre continuaba insistiendo que era lo que observaba con tanto celo. Tal vez nunca se detuvo a observar el arrullo de aquella agua límpida y muda que se mecía lerda reflejándome los últimos resquicios del firmamento.

Hasta un día creí que aquel seria el más afortunado, cuando casi al morir la tarde desangrada de arreboles, pude ver los haces multicolores de un irisado arco mortecino que se desleía de colores sobre la densa lluvia casi imperceptible y gelatinosa de aquel inmenso reflector. Sentí que su luz se me vino de pronto, embistiendo mis las pupilas hasta la ceguedad casi absoluta. Mis manos no pudieron contener aquel ramalazo de luz inmensa que se metió de un sopapo hasta lo más recóndito del indefenso cerebro; creí adivinar que detrás de aquel flash destellante aparecerían risueños y vivaces los querubines cándidos y almibarados como de selecta repostería, que con cuanto ahínco había esperado tanto tiempo. Hasta pretendí escuchar sus arpegios melodiosos retintineando por el ambiente. Pero no fue así, solo sucedió una vana ilusión.
Cuando logre reponerme del aquel fulgor inesperado, observé que el agua de la alberca continuaba como siempre en ese incesante meceo que me adormecía, hipnotizándome, hasta que el grito de mamá me volvía a la absoluta realidad.

Y los años siguieron pasando como si nada. Nunca me atreví a preguntarme, por temor a no encontrar respuesta alguna, ¿Qué era lo que tanto me atraía de aquel espejo acuoso y macilento que se movía danzando con esos suaves latidos de corazón agonizante?
Hasta que un día, un día claro y límpido como tantos otros que antes habían pasado frente al espejo, pude atisbar una sombra ligera que se removía con desmedida impaciencia en medio de aquella inagotable oscilación. Fue entonces cuando por primera vez en tantos años, como por un acto reflejo levanté la cabeza hacia el ventanal del traspatio de mi desconocido colindante y pude apreciar con toda claridad el cuerpo descubierto de una impúber flor, que como lo supe posteriormente a través de nuestras conversaciones de insomnio, se deshojaba cada noche desde niña esperando que un ángel de amor apareciera en su ventana para regalarle su tesoro y transportarla al cielo.

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