"LORI"
Lo que más me seducía de Lori era ese alegre despertar
de pájaro mañanero como si en cada amanecer le
echaran a un mundo fantástico. Abría los ojos desconcertados,
brillantes de gozo y saltaba de la cama como impulsada por un
resorte interior, entraba en el baño dando saltitos como
un venadito asustado, tarareando alegremente el aserejé;
a se re jé a jé ta ra ra ra ra é
mientras
el agua resbalaba sobre su tersa piel restregándola con
una energía inusitada, seguía musitando su cancioncilla
alegre, como un pajarillo que trina revoloteando en cada madrugada
dentro de su jaula agradeciendo al creador la gracia extraordinaria
de existir.
Salía húmeda
todavía, enfundada en una toalla colorida y recogiendo
su cabello en otra igualmente multicolor a manera de turbante,
se cepillaba el cabello con violencia con la cabeza volcada hacia
abajo y se detenía unos minutos frente a la vidriera de
la ventana a hacer sus asanas mañaneras, eran unos ejercicios
que aprendió de su tía abuela, que fue durante
toda su vida una experimentada practicante del hata-yoga, y que
heredó a Lori esta práctica energética que
la mantendría vital.
Posteriormente, se maquillaba
sobriamente y a gran velocidad iba completando su arreglo personal
como un impetuoso rito mágico de alabanza al entusiasmo.
Iba colocando sus panties sobre la piel mojada, aseguraba sus
blancos senos con un suave sujetador de seda y dejaba caer sobre
su cabeza el ligero ropaje que ceñía a la cintura
con un cordoncillo de cuero trenzado. Mientras yo estupefacto
observaba atónito tan enérgica manifestación
de vitalidad y regocijo. Tomaba su bolso de piel y siempre a
saltitos acompasados, me daba un beso cantarín, retocaba
su labial y desaparecía rauda dando un portazo perseguida
por su eterno hálito a victoria secret, dejándome
atrás sumido en la triste soledad de su ausencia y el
más absoluto sentimiento de abandono.
Esa era Lori, la bella Lori,
mi compañera de azar en este viaje inesperado por la existencia.
El día transcurría lentamente, triste y melancólico
sin la alegre vitalidad de mi pequeña gacela. Los minutos
eran horas y las horas eternas en su ausencia.
Regresaba al comenzar a caer
la retinta penumbra de la noche, la sentía intentando
torpemente colocar la llave en la hendija de la cerradura mientras
escuchaba su vocecita frágil como un lamento pidiéndome
ante su imposibilidad que le abriera. Acto seguido entraba arrastrando
lerdamente los pies con los zapatos en la mano y se tiraba pesadamente
en el diván respingando su lamento.
Era otra Lori quien regresaba cada noche, una muy distinta a
la que veía saltar cada mañana de la cama alabando
la aurora. Sus ojos se notaban ausentes y hablaba dificultosamente
sin mucha claridad narrándome los incidentes acontecidos
en su jornada de trabajo; los inevitables tropiezos cotidianos
a que estamos expuestos al trajinar con algunos ineludibles importunos
semejantes. Tanta vitalidad y buen juicio con que la había
prodigado el arcano y tan indefensa ante la irrespetuosa estulticia
de la sociedad; nunca aprendió, a pesar del hata-yoga
que heredara de su tía abuela, a lidiar con las personas
inconvenientes que encontraba a su paso.
Tan frágil e indefensa mi gacela
Daba tirria ver
cómo su esmerada inteligencia y su ímpetu de colaboración
eran despedazados en un segundo por algún entupido que
no sabia respetar su fragilidad.
Eran simples particularidades del respeto humano que nuestros
gobiernos no ha sabido inculcar a la humanidad, tanto avance
tecnológico, cuanto derroche de lujo y poderío
y no hemos podido infundir lo más elemental de nuestras
relaciones interpersonales. ¿Qué mundo les espera
a nuestros hijos?
Cómo me dolía ver la inseguridad y desamparo con
que mi niña se enfrentaba a la sociedad, tanto para dar
sin poderse realizar plenamente.
La escuchaba entre sollozos mascullar sus incertidumbres mientras
le masajeaba dulcemente la espalda atenuándole esos nudos
de tensión que se establecían entre sus finas vértebras
y la epidermis. Y así, se iba adormeciendo lentamente
hasta entrar en un letargo restablecedor intentando hacerle olvidar
las vicisitudes cotidianas.
Cuando sentía que había
entrado en un sopor tibio y espeso como un pozo de plumas, la
asía entre mis brazos y la trasladaba a nuestro lecho,
entonces me dedicaba a la tarea de sacarle suavemente la ropa,
enfundarla en su pijama vaporosa de algodón y la cubría
toda de delicadas caricias y besos imperecederos hasta que los
dos nos ahogábamos en la oquedad reconfortante del sueño
más profundo. |