Narraciones y otros cuentos

El Acordeonero Mayor

Cuentan los abuelos de principios del pasado milenio, esos campechanos agrestes de corazón de azúcar que aún creían en espantos, alimentando en nuestras noches de solaz los mitos de la madremonte, la patasola y la llorona loca, aduciendo entre líneas que ya la leyenda comenzaba a fraguarse, viajando por entre las bocas desdentadas de las viejas fregonas que cogían agua en los arroyos y que lavaban los trapos sucios de la sociedad de antaño, en los suspiros de las vírgenes amarteladas que vivían abstraídas en la luna, en los belfos de los pelafustanes dicharacheros y rumorosos, por no llamarles chismosos para no maltratar el machismo protuberante de la época, hasta en los hombres de pelo en pecho, que bebían ron de caña y aguardiente cerrero, entre crédulos y picajosos que comentaban a hurtadillas en detalle las minucias del duelo satánico y descomunal que acababa de suscitarse.

Todo esto transcurría en el país de Colombia que había sido siempre territorio inviolado del Sagrado Corazón y que ahora se sentía atacado por fuerzas exteriores de la más dudosa reputación. La provincia dormitaba en medio de los vapores caniculares de la alta guajira, su capital Riohacha y las provincias de Fonseca, Padilla, bautizada en honor del almirante que colaboró grandemente en las luchas patriotas, Villanueva, San Juan, y el afamado valle del cacique de Upar, Valledupar.
Había transcurrido más de medio siglo de la independencia del dominio español. El prestigioso presidente Nuñez, el más grande tal vez que haya dado la república en toda su historia y a quien le debemos, desde la carta magna que nos rigió por más de un siglo, hasta las cadenciosas melodías del precioso himno nacional, y que en una noche de parranda en la ciudad de Panamá confesó socarronamente al primer ministro inglés, que las insignes estrofas del himno universal le fueron inspiradas por el mismísimo Pacho.
El presidente del cabrero había establecido hacía algunos años relaciones comerciales con varios países de Europa y por esa razón comenzaron a llegar a nuestras costas, numerosos barcos alemanes, italianos y franceses en busca del inapreciable divi divi que los esperaba impaciente en el puerto de Riohacha, que en los tiempos de la conquista había sido refugio de los piratas de Morgan y de los bucaneros de Sir Walter Raleigh.

Eran otros tiempos, quien lo diría, pero ahora eran los mismos personajes con diferentes cometidos los que llegaban a colaborar con el desarrollo de aquellos vastos arenales, la tierra del cactus y el divi divi, cuna inmemorial de Tayronas, Koguis, Arhuacos y Arsarios.
Pero no solo arribaron a nuestro territorio esos vikingos rubios, monumentales de ojos azulados que medían como dos metros de largo por uno de ancho, que encantaban a nuestras indígenas provincianas y con quienes irían a determinar su propio cóctel herencial de amor y sangre; si no que entre los baúles ampulosos de sus pertenencias viajaba ensimismado un instrumento, que aunque fuera nuevo se le veía pleno de arrugas, con botones brillantes nacarados y de cuerpo multicolor de guacamaya, era el acordeón.

Nosotros que en los albores del siglo XVIII habíamos conquistado con muchísimo esfuerzo y honor nuestra tan codiciada libertad. Ahora en los albores del siguiente milenio arrebataríamos a aquellos europeos mayúsculos aquel novedoso instrumento musical, para cantar al mundo entero nuestro orgullo, llevando nuestros mensajes costumbristas de alegría y amistad a todos nuestros hermanos de otras naciones, y llenando de felicidad inusitada los corazones de nuestros compatriotas en los más recónditos confines del orbe.

Cuentan los abuelos que el instrumento se arraigó en el alma de los provincianos para siempre; su presencia era sinónimo de juerga y de parranda, de fiesta y de alegría permanentes a cualquier sitio donde llegara, y fue un hombre misántropo y trotamundos quien comenzó a transmitir los mensajes y cotilleos de los acontecimientos más disímiles, sirviendo a manera de cartero cantor, y viajando de región en región, de palenque en palenque sin más armas que su acordeón de teclas milagrosas, su trova prodigiosa, y su botella inseparable de ron blanco.
Fueron muchas noticias del vivir cotidiano, muchas historias de amor y deshonor, de plagios y de felicitación. Fueron muchos veredales polvorientos recorridos, atravesando a lomo de mula, indomable y solitario los desiertos y caseríos de los desiertos guajiros y las demás provincias costeñas desparramadas por los litorales.
Era un hombre andariego, un moreno jayán, de acordeón en ristre, que fue ganándose la fama palmo a palmo, kilometro a kilometro, verso a verso.
Para los provincianos era el más grande juglar, era todo un prototipo de hombre de verdad y fue por eso que en la cúspide de la fama lo bautizaron como Francisco el Hombre.

La guajira era por ese entonces una tierra de paz, se respiraba la esperanza del naciente desarrollo, los chiquillos jugueteaban alegres entre las polvaredas de los potreros en medio de los caseríos, los jóvenes se adormecían de amor bajo la luna susurrando las coplas de los mensajes idílicos de los amantes ausentes, recién traídos por el trovero cantor; los hombres se entregaban con ahínco a sus faenas diarias, mientras las mujeres entretejían historias en el río. Y fue de allí de donde surgió la leyenda del pasmoso duelo.

Dice la leyenda que el príncipe de las tinieblas, el mismísimo Lucifer, enfurecido por la paz y el regocijo que se vivía en la región. Echando espumarajos por la trompa, al ver que la juventud, que ha sido siempre su clientela favorita, se divertía sanamente, alejándose cada día más y más del pecado, para dedicarse por completo a las tareas del amor, a las parrandas, a las cumbiambas en las playas y a las fiestas de los pueblos, caseríos y veredas que alegraba siempre con su acordeón Francisco el Hombre, lo reto a un duelo.
Dicen los sabidos que el desafío consistía en un enfrentamiento, un mano a mano a una piquería musical en las montañas de treinta, cerca de Riohacha, que era de por sí una región llena de misterios y brujería. La cita se concertó para la media noche de un viernes 13 del mes de los muertos.
La montaña mantenía cubierta permanentemente de una tenue seda caliginosa, sólo la estremecía el rumor sordo de silencio, con algunos arrebatos de cellisca y relámpagos esporádicos. Las golondrinas habían emigrado definitivamente y los pajarillos aterrorizados habían enmudecido su canto, tan solo el graznido lúgubre de las lechuzas y balbuceo solitario de los búhos sobrecogían el ambiente.
La noche del duelo, cargada y reteñida, estaba encubierta con la danza inmóvil de un enjambre infinito de gigantescas mariposas endrinas con las alas lustrosas y estáticas como petrificadas en la negritud del firmamento.

El desafiado se apuro a poner en orden los arreos de su mula ceniza, se tercio el acordeón y con machete al cinto partió hacia la montaña. Comenzó a desandar silencioso el ondulado y tenebroso camino que conduciría al lugar de la nefasta cita; en el cruce de la Ye, donde el sendero se abre por caminos más plácidos hasta llegar al mar, Francisco el Hombre se detuvo pensativo por unos instantes pasó por su mente como un rayo, tomar por la otra senda y confundirse con el arrullo de las olas y la brisa marina; pero su alma de trovador comprometido con su pueblo no le dejo alternativa, ni titubear pudo con su destino y continuo taciturno su camino.
Francisco el Hombre se presentó cumplido como siempre a la cita del duelo, faltaban 15 minutos para la media noche del viernes 13 del mes de los muertos. Se mantuvo estático en el lugar convenido en espera de Satanás, con el acordeón adormecido sobre su pecho cetrino. Traía pendiente en el cuello un medallón de su padrino de armas, Jesús sacramentado y en la antecara la virgencita de los remedios, patrona de Riohacha, ensartado en una cadenita de oro reluciente.
Se dice que en lugar donde se batieron a duelo nunca más nació la hierba, se secaron los arboles y jamás volvió a llover.
La presencia del retador fue advertida por el desplazamiento fúnebre de una nube tensa y sostenida de murciélagos chillones que revoloteaban a su alrededor, agitando velozmente sus alas puntiagudas como chupaflores infernales y por un vaho manido nauseabundo del azufre mortecino, perfume inconfundible del príncipe de las tinieblas.
Los dos contrincantes se ignoraron, el Mandingas no pudo ni siquiera dirigirle la mirada a su contendor a consecuencia de la medalla que pendía del cuello del juglar.
La nube de vampiros se hizo para atrás a manera de fondo, enmarcando la nefasta imagen de su monarca; del hado maligno surgió una atroz calavera cornúpeta para servirle de asiento y sobre cada cuerno se posaron un par de cuervos maltrechos de ralo plumaje. Le servía de soporte un tapete inmundo de espumarajos biliosos de dragones, clavado en la tierra con millares de cuchillos empapados con sangre de doncellas impúberes y niños recién nacidos.
Cuenta la leyenda que el retador quedó paralizado por aquel espectro indescriptible y quiso devolverse pero no pudo, la rigidez de sus piernas no le permitió el más mínimo movimiento. Ya no había camino para atrás, entonces tomó su garabato de guayacán, lo partió violentamente en varias partes contra su rebolluda rótula, entrelazándolas apresuradamente para usarlo a manera de butaco. Las imágenes divinas pendientes en su cuello tintineaban incansablemente.
A continuación apoyo la pierna izquierda sobre el improvisado taburete, abrió el fuelle del acordeón que refulgía en medio de la horrible noche con sus colores de papagayo; del teclado de nácar emanaban destellos irisados que atravesaban, como puñales de luz, la tenebrosa negritud del aquelarre.
Y comenzó el desafío. El Miluñas improvisó toda suerte de desarmonías infernales, su canto era horrísono y grotesco, acompañado por el chillido estridente y metálico de sus vampiros cortesanos.
Francisco el Hombre aturdido de tanta ignominia ni siquiera lo dejó concluir tan macabra melodía. Con vehemencia admirable Francisco el Hombre colocó los dedos firmes sobre el bruñido teclado de su acordeón y con una sacudida inmortal rasgó el ambiente para dar inicio a un célico concierto que oído humano jamás había escuchado; era el credo al revés, ese símbolo de fe magnánimo que le enseñara su madre cuando niño para que lo liberara de todo mal y peligro, y este era el momento propicio para cantarlo a todo pulmón, como el mejor que era, en medio de la montaña de treinta. El efecto de sus notas celestiales hizo mella en Satanás que salió despavorido con el rabo entre las piernas en medio de una bullaranga de sus mil demonios, para no volver a aparecer nunca jamás por los valles de María ni los desértico contornos de esta nueva tierra vallenata .
Hasta se cuenta que el sol parpadeó queriendo clarear en medio de la noche pertinaz, las estrellas salieron nuevamente y Francisco el Hombre, embriagado de dulces melodías cantó infatigable hasta el amanecer. Y fue allí justamente, esa noche sublime, donde nació el primer vallenato, el paseo, en merengue campesino, la alegre puya y el bullerengue. El eco de sus tonadas era transportado suavemente por la ráfaga del viento que iba amainado cadenciosa hasta convertirse en un hilillo rítmico que servía de vehículo a sus gratos cantares, que fueron escuchados hasta en los más distantes confines de la región, pues los aldeanos no pudieron conciliar el sueño aquella aciaga madrugada, pendientes del apoteótico duelo.
Como es de suponer, el desafío hizo crecer la fama de nuestro querido acordeonero trovador para quedar consagrado por los siglos de los siglos como la máxima figura de nuestro santoral folclórico, y no era para menos porque fue el único hombre después de Jesucristo que logró derrotar al diablo con su acordeón.

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