"Cosas de Amores."

La conocí en el tren hace alguna semana. Fue como el dia en que a Saulo lo derrumbó de repente el rayo deslumbrador que lo trajo a la vida. Casi con pudor me dijo venir de intricadas cumbres latinoamericanas y costumbres rupestres. Por supuesto su entrada al vagón repleto de la diversidad cosmopolita no pudo pasar desapercibida.

Por qué me eligió justamente a mi para preguntar por su destino? Quien soy yo para entenderlo, hasta entonces mi vida toda era una rutina solitaria, mientras mis días pasaban lentamente acaramelados pensando en el delicioso placer de la meditación acerca de esa mujer que adivinando soñaba para enaltecerla.

No pasaron desde entonces muchos días para poseerla idealizada entre mis mullidas abstracciones. Fue todo un acervo de placeres inmaculados desbordantes como un huracán. Imaginaba su intimidad tan diferente de su tierna y tranquila manera de obrar, mientras miraba sus pupilas incrustadas como una hiedra entre las mías. Y todo lo que en ella figuraba un remanso, se reproducía en mi mente como por un acto de clarividencia, en un torbellino inagotable de pasiones descabelladas, para convertirse en una suprema delectación insospechada y ciega que me empujaba cada instante al abismo sin fondo de sus más caros deseos.

Mas bien creo, era la bella que se iba transfigurando en una bestia feraz que compulsaba de placer con cada caricia que mi mano indecisa prodigaba. La mirada felina buscabando ávidamente la carne de su presa, un conejillo asustado que supuesto era yo, para destrozarlo con sus amores desinhibidos.
La cándida desnudez que ofrecía, como una vestal intemperante a mi vista, belleza casta, belleza fresca y mansa y a la vez libidinosa, contravenía de medio a medio con su aparente real naturaleza. Nadie sospecharía nunca que esta casi niña, casi impúber, casi núbil, casi virgen mía, fuera capaz de saltar mis esclusas, de hacer salir de cauce el trasatlántico inamovible de mis añejadas experiencias, de mis desmoronadas usanzas.

Cómo era que era capaz aquesta Venus de virtud, sublimación corpórea de la castidad misma, de poner a zozobrar la vida de este hombre lejano y solitario en las tibias playas de su fluido y espeso mar de fantasías, en los ardientes acantilados de sus turgentes carnes blancas y perfumadas?.

Entonces, un universo de suspiros lánguidos y largos gemidos, expresaban silentes las más caras prohibidas elucubraciones de nuestros recién nacidos presentimientos. Nadie que la conociera como yo, en tan corto tiempo, lograría adivinarla y adorarla con efusión sempiterna igual como lo hice yo, ipso facto, sin reservas, sin limites desde aquel primer instante!

He mencionado acaso ahora las renegridas pestañas de sus ojos ensoñadores? Enredaderas inmóviles estupefactas del inmenso amor inmerso de mi dueña, fijas sus pupilas en mis pupilas, como queriendo penetrar el infinito, reflejo fiel de su alma palpitante de sueños y quimeras, de deseos prohibidos, desde aquel inicial tierno beso mental en el cuarto vagón de nuestro primer encuentro al despertar mutuo del amor. Explosión inmarcesible de gaviotas sobre el cielo límpido de nuestra inmediación joven y otoñal, puericia y madurez, edad provecta, inocencia que se abalanza en embestida bestial de leona en celo para tragarse por completo mi todo sin reserva una y otra vez.

Y su boca de miel? Marfil perfecto bordeado de jugosas lenidades deslumbrando su risa clara y sonora, tímida y brutal como un cuchillo que todo lo asesina. Ardiente, como una brasa que todo lo calcina, hasta los más íntimos intersticios donde los sabores se truecan en salobres, y ácidos salpican a mis parpados como una lluvia fugaz, golosamente agriada, rezumando por sobre toda la piel amalgamando nuestra dulce agonía; esa bella muerte, lúcida e instantánea, que solo saben sentir los cuerpos de los amantes que se mueren incansables de amor no pudiendo soportar ya más embates.

Entonces la deidad majestuosa se elevó de mi sueño. Luciérnaga ciega orientándose tambaleante hacia mi vera. Tea ambulatoria contoneándose lasciva y desnuda, sabedora de la admiración que causan sus lúbricos estertores. Y se acerca deslizando entre mis ojos como una aparición. Los senos magros atolondrados por mis múltiples besos, son apenas la sutil insinuación a una nueva refriega, en otra nueva dimensión que alcanzarán, cuando queden por fin de mi amor para siempre exprimidos. Sus pezones enormes de excitación y rígidos como el acero esperan otra vez impacientes la complacencia de todos mis pulgares, y en mi boca su lengua ahíta de mil mieles.

Mientras la hierática bacante, toda ella espectral, sonríe silenciosa, adormecida y confiada de sentirme derrotado; percatando al vuelo la lujuria generosa de mis ulteriores pensamientos. Y pienso que todo le complace. Toda su alma reposa encantada por el disfrute de tenerme así a la magnánima merced de sus antojos.

Tengo la boca reseca y me cuesta pasar por la garganta sus dulces aguamieles y mis amplios suspiros. Los zarpazos en mi espalda son apenas el producto evidente de nuestro feliz encuentro. Mis latidos se rebelan y laten mis sienes con fiereza inusitada… y entonces me sumerjo nuevamente en cada seda se sus voluptuosos repliegues. Si de algo estoy seguro es que de amor jamás podré ya más salvarme.

Ahora ella esta aquí, otra vez. Paralizado oteo a través del ventanuco. Siempre frente de mí, lenta y majestuosa en porte señorial se me arrodilla. Y puedo presentirla aún ciego muy bien, a pesar del tapizado que nos mantiene a distancia. Su carita de ángel de piel alabastrina sostiene queda la mirada en lo alto ensimismada, buscando al Dios creador en el ambiente. Y maneja entre sus manos un rosario de cuentas y un rebozo azabache que intenta en vano ocultar su belleza.
Desliza contrita entonces entre mudos murmullos su mirada al suelo; junta las puras manos contra su hambriento pubis con reiterada devoción y suspira entrecortado, antes de pronunciar la frase que registro tan bien, presintiendo el agridulce dolor de los nuevos latigazos que me proporcionaré como escarmiento a lo que se con certeza que próximo vendrá. Ya poco me importa la infundada protesta de mi espalda.

Y aquí está ella, expectante ante mi, aunque la concurrida penumbra que nos cubre la oculte de mi vista, sé muy bien que está ahí. La huelo, la presiento, la palpito, la saboreo y escucho:

- Padre, quiero confesarme; porque he pecado.-

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