LA CASA HENDIDA
Cuando una
casa se agrieta no es bueno escayolar las grietas y hendiduras
rellenándolas de yeso y pintándolas después.
Esta clarísimo que a la vista de algún importunado
transeúnte, la casa luce como nueva, pero su estructura
se encuentra endeble y quebradiza. Lo que es necesario es revisar
la construcción y verificar la solidez de los soportes
angulares para reemplazarlos si hay lugar a ello. Solidificada
nuevamente la casa sobre unas bases fuertes, siempre habrá
tiempo después para embellecer el exterior y ocuparse
de la estética en general.
Estamos
asistiendo actualmente al hecho fundamental de un momento particularmente
crítico, el monstruoso hundimiento de toda una civilización.
La sociedad en todas sus formas económicas, políticas,
religiosas y sociales, ha sufrido profundas transformaciones
hacia el individualismo y la globalización con todas sus
malformaciones exteriores, cambios determinados por el movimiento
de retrogradación de los valores fundamentales del hombre,
que nos coloca bajo influencias distintas de evolución.
Estamos en uno de esos períodos de transición,
que encontramos también en la vida de cada hombre, de
cada joven, de cada mujer donde es indispensable concentrar todas
las energías a fin de no perder la conciencia y la objetividad
en el torbellino de superficialidades que nos arrastra.
¿Dejaremos
naufragar nuestra civilización sin intentar alguna reforma,
sin reparar la casa, o enérgicamente pondremos el dedo
en la llaga para salvar lo que pueda salvarse? Hemos visto la
política, los gobiernos y muchas otras grandes organizaciones
del orden social y económico inconmovibles ante la destrucción
y la corrupción de los seres y atribuir esta causa a razones
de orden manifiesto (hambre, bancarrota, privación de
lo necesario, caos organizado por las guerras, órdenes
de ciertas políticas). Estos hechos son efectos y no causas.
No tenemos
sino que examinarnos con sinceridad para reconocer que cada uno
de nosotros puede tomar para sí, por lo menos, una parte
minúscula para la solución del problema. La realidad
es aberrante ¿Y cómo es posible no avergonzarse
por la descripción de tales realidades? ¿Qué
hemos hecho con el Don de Dios que Jesús recuerda a la
Samaritana? No solamente ignoramos lo que es ese magnífico
Don de Dios, sino que arrastramos a las futuras generaciones
a la misma vida de desarreglo que la nuestra y que va dejando
a nuestros hijos sin dirección intelectual o moral, y
si les damos alguna, es falsa y vanidosa, porque nosotros mismos,
nuestras generaciones anteriores, hemos perdido el sentido concreto
de la Verdad y el Amor, el sentido de las palabras, la gran lección
que se desprende de la creación entera, de la procreación
de nuestra descendencia. Hemos fundado nuestra civilización
sobre jerarquías en medio de agrupaciones limitadas, fábricas,
oficinas, sindicatos, artistas, estrellas modelos de aparador,
clubes y círculos de toda clase, con múltiples
objetos, en detrimento y desprecio del origen de la más
importante y única: la célula familiar. No hay
sino que hojear las páginas de la memoria nuestros antepasados
para saber lo que era esta célula familiar que comprendía:
el padre, la madre, los hijos, los abuelos y hasta los sirvientes
que eran familias menos acomodadas que hacían parte como
una gran familia.
Cuando la
administración del padre era reconocida particularmente
sabia, a este núcleo de hermanos y hermanas venían
a unirse los sobrinos y sobrinas, primos y primas con cada uno
de sus hijos, y asistíamos entonces a la formación
de los grupos familiares o clanes, pilares de la sociedad, de
las cuales algunas siguen siendo célebres por su organización
y sabiduría, que habían adquirido durante varias
generaciones por su disciplina y espíritu de justicia;
la disciplina -a menudo severa- de obediencia de los hijos, del
respeto a los padres, basada sobre el valor y la dignidad de
cada uno.
No se trata,
naturalmente, de restablecer esta autocracia del padre sobre
los otros miembros de la familia. No se trata de retroceder,
y la Nueva Era traerá consigo otra forma de sociedad donde
la familia tendrá probablemente un sentido muy distinto
del que le hemos dado hasta ahora. Pero mientras estemos en este
estado de individualismo, nuestro deber fundamental y urgente
es aprovechar la experiencia del pasado para preparar el futuro,
dando a nuestros hijos una elevación intelectual y espiritual
que les permita entrar en contacto con los grandes problemas
de la sociedad y de la existencia para poder solucionarlos de
una manera inteligente y digna.
La célula
familiar es la piedra de ángulo de nuestra sociedad y
hay que regenerar su solidez como el ejemplo dado en líneas
superiores acerca de nuestra casa agrietada. Cuando esté
restablecida con sólidas bases, ya habrá tiempo
de ocuparse del sistema social que deba adoptarse, que en aquel
momento se impondrá por sí mismo y estamos seguros
que convendrá a todos.
No considero
aquí dictar un curso de educación infantil, pero
quisiera dejar entrever a todos la importancia que hay en nuestra
acción o en nuestra actitud hacia los niños.
Ante todo es necesario considerarlos bajo un punto de vista
objetivo, sin afectación personal, como los pilares mismos
de nuestra sociedad, no para su placer ni el nuestro, sino para
proseguir la cadena indefectible de la evolución humana.
De aquí la necesidad de pensar también en los niños
abandonados que no tienen familia, y adoptarlos. Esto está
muy bien de parte de familias en los países ricos y aún
de organizaciones quienes aceptan grupos de niños para
educarlos, según los nuevos principios. No es cuestión
de criarlos bien o mal, sino de "criarlos", enseñarles
los conocimientos fundamentales a fin de que no continuemos siendo
transmisores inútiles, y armarlos para la lucha que tienen
que llevar a cabo y de la cual deben salir victoriosos.
Ya podemos
prever un doble intercambio de padres a hijos. Por una parte,
disciplina y educación razonada, con el conocimiento que
lo viene a coronar todo, y por otra parte, la obediencia dentro
de la confianza, el respeto inspirado por la dignidad, en un
marco de sano entretenimiento libre de estimulantes, manipulaciones
e intereses soterrados. Pero este punto de vista objetivo seguido
correctamente, en nada se opone al espíritu subjetivo
que se traduce en este caso por el amor y la superación
personales y el deseo inminente de una sociedad superior.
Se habla siempre de los deberes de los hijos para con los padres,
pero no hay que olvidar los deberes de los padres para con los
hijos, y toda la quiebra y derrota de la niñez y adolescencia
que sucede actualmente, ¿no es acaso debido a la falta
de los padres o a su irresponsabilidad en el cumplimiento de
sus deberes más elementales? Tomemos muy en cuenta que
para un niño la decisión, el razonamiento, el orden
de sus padres toman relativamente un valor de espejo y unidad.
Si un adulto puede buscar a su alrededor pruebas y testimonios,
el dominio de un niño se limita al círculo restringido
de las personas que lo rodean y de todo lo que se desprende de
ese círculo inmediato espera él una absoluta veracidad;
por ello y por encima de todo, no engañemos a nuestros
hijos, y menos sobre nosotros mismos, ni sobre cualquier otra
cosa. Nuestro hijo tiene derecho a decepcionarse, y, ya que la
vida marcha siempre adelante, seguramente le decepcionará
que usted sea solo un punto en este camino de la vida y que el
sea otro adelantado a cierta distancia; esta distancia que nos
separa no hará sino aumentarse con un movimiento uniformemente
acelerado. En cambio nosotros como padres no tenemos derecho
a defraudar a nuestros hijos, porque les debemos todo sin restricción
alguna.
Desde el momento
en que aceptamos la misión de ser padres, un apostolado
de educador tenemos que cumplir y cumplirlo bien, sino no debemos
aceptarlo y decidirnos a caminar solos la senda de la existencia.
¿A
qué limitamos muy a menudo lo que llamamos la educación
de nuestros hijos? A cierta manera de vivir mundana que muchas
veces está en oposición directa con su naturaleza
interior. Es decir, la periferia, las cosas superficiales y vanidosas
que creemos ver en el valor del dinero. Las relaciones con los
semejantes son más o menos correctas, pero el sentido
de su propia dignidad ni siquiera es despertado en ellos, y todos
sabemos el síntoma de destrucción que representan
las carcajadas de los adolescentes ebrios, la desaforada estimulación
sexual y los bajos valores morales ante la incomprensión
que tienen de la vida.
Comencemos,
pues, a acostumbrar a nuestros hijos desde su niñez, durante
los primeros siete años de su vida, por ejemplo, a someterse
a una obediencia regulada, sin severidad y sin debilidad, equilibrada,
semejante a una ley establecida que no tendríamos ni la
menor idea de derogar. Esto no impide, sin embargo, que durante
este período de educación, satisfagamos su inteligencia
con explicaciones a su alcance, pero nunca falsas. ¿Si
a él le prohibimos mentir, por qué tomarnos este
derecho? Reducir una explicación no es disfrazar la verdad
y al poder simplificar los hechos tenemos el deber de conservarlos
en su realidad. Además, nuestros hijos reflexionarán
sobre lo que se le ha dicho, aún inconscientemente, y
esta base les servirá de trampolín. Lo importante
no es solamente enseñar algo a un niño; es formar
su espíritu para la observación y la reflexión,
la crítica en la investigación y el amor a la verdad.
"No hay nada más bello que la verdad" ha dicho
Boileau. Formemos espíritus aptos para la síntesis.
La Nueva Era, que se destacará por la investigación
sintética, tendrá necesidad de espíritus
amplios, fuertes, capaces de comprender un sistema en su conjunto,
y esta posibilidad cuenta mucho en la formación de carácter
durante la niñez.
Estamos
formados en una civilización que no está hecha
a nuestra medida, la cual nos hace perecer y que perece con nosotros.
Dejemos que estas manifestaciones se hundan solas, sin nosotros;
quedémonos a la expectativa, no participemos en este gigantesco
hundimiento, pero salvemos lo que tiene de mejor: "los niños"
y reconstruyamos la casa para nuestros hijos y para toda una
nueva sociedad pura, fuerte, segura y deseosa del mundo futuro.
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