La Sala de
Escritores lindaba con una región semi salvaje situada
al poniente de Lucentum, ciudad de la luz, que aun no se encontraba
en los mapamundis ni cartogramas del nuevo espacio conquistado.
Se alzaba la ciudadela en el centro de una pequeña enredadera
de finas telarañas concéntricas, algunos despojos
galácticos y uno o dos ciborgs inertes que sobrevolaban
impávidos y monótonos por el espacio interestelar.
La astro-carretera hologramada conducía por un lado a
la ciudad de la luz, y por el otro se perdía en los oscuros
y espectrales confines del tenebroso averno sideral.
Cuando la Maga
Marién tomó posesión por derecho propio
de su cargo de rectora ad-honorem, a primeros de nisán
de año 3666 de la nueva era de la epómina Binah,
pitonisa de Aquarius que ante la muerte inesperada del Gran Gato
Sagrado, Mesías admirable de los finales de la era cristiana,
se erigió en el lábaro de las huestes gatúbelas.
que su tesón de organizadora y líder innegable
de causas sagradas, la llevó a conducir lo que quedaba
de la defenestrada raza humanoide a la evacuación del
planeta moribundo, llevándola de la mano, como un nuevo
moisés, hacia esa pequeña parcela del espectro
electromagnético en el reino de la luz. Lucentum se
extiende desde las 200 a las 755 mega miríadas en el desolado
espacio exterior.
La Hiperestructura
de la escuela me pareció realmente encantadora y nostálgica,
algo semejante a los dibujos clásicos con que nos quisieron
demostrar la egregia belleza las academias griegas donde enseñaron
Platón y Aristóteles, a pesar que no pertenecía
a ningún orden ancestral arquitectónico y que era
exactamente igual a miles de otras escuelas de la nueva superestación
orbital que circunvolaba el derruido globo terráqueo.
La edificación estaba construida en polimetil-metacrilato,
tradicional, pintada de colores infrarrojos para evitar la contaminación
radiactiva, resplandeciente, en medio de los árboles plastigenos
que la rodeaban.
Era ya por entonces una construcción revejida. Sin duda
estará hoy abandonada o derruida. Actualmente, la comisión
interplanetaria para el control y administración escolar
dispone de muchos más fondos, pero en aquel entonces,
las subvenciones eran un tanto, por no decir del todo, miserables
y se escatimaba todo cuanto se podía en aras de la regeneración
de la estirpe devastada. Cuando entró a enseñar
la lúcida Marién, todavía se usaban, como
manuales de texto, las ediciones publicadas antes de empezar
la nueva era de Binah, cuando los libros todavía no se
fabricaban en chips de bauxita que se insertan en el cielo del
paladar justamente bajo la glándula pituitaria, llamada
también glándula maestra, activando así
los nervios craneanos que asimilan los imperceptibles impulsos
eléctricos que conllevan las hileras de propulsiones binarias
o códigos de letras que se van depositando en la zona
de almacenamiento del cerebro.
Al asumir el cargo Marién, la sala de escritores tenía
veintisiete alumnos, ahora sobrepasan el medio millar, entre
ellos puedo citar algunos varios de los mas prominentes: Mim3148,
betros2, antrix20, Mar, Jan Hui, Amarie_Sindamelwen, la controversial
luciferdela, Darina_Silverstone, yprum_jj, «Crìà£Åmßår»,
Anaella2, la desconocida Argonauta, la inclemente progreseña
abanderada adalid de sus propias epopeyas.... y también
un tal Harry Potter.
No puedo recordar ahora por qué exactamente me llamó
la atención Harry Potter. Era un muchacho con la cara
manchada de salpicaduras de chocolate, medio atolondrado, pero
muy intuitivo y tenaz a la hora de las aventuras, para su edad,
era algo adelantado, de cara alargada y tez rojiza como el color
melocotón de mirada fija y profunda, y un cabello fuego,
espeso, desgreñado. Sus ojos siempre me miraban con una
persistencia que al principio me dejaba perplejo, pero que finalmente
me hizo sentir extrañamente hipnotizado, era el amigo
entrañable de todas las travesuras de la hechicera Mim
a pesar de su mal llamada ingenuidad. Estaba en el quinto grado
de las letras mayúsculas, y no tardé mucho en descubrir
que podría pasar al séptimo o al octavo con gran
facilidad, pero que no hacía ningún esfuerzo por
conseguirlo. Daba la impresión de que se limitaba a tolerar
a sus amigos compañeros, los cuales, por su parte, le
respetaban, no por afecto, sino más bien por el aura de
superioridad que emanaba de aquella minúscula fisonomía
que se agigantaba cuando entraba en letras. Muy pronto comencé
a darme cuenta de que este extraño muchacho me trataba
con una divertida tolerancia que no encontraba en mis demás
condiscípulos.
Tal vez era su forma de mirar los interiores del alma humana,
lo que inevitablemente me llevó a vigilarle con disimulo
en la medida que lo percibía en el desarrollo de sus actividades
clandestinas, siempre en medio de la clase, cuando Marién
entonaba las preclaras armonías de los antiguos clásicos.
Así fue como llegué a advertir un hecho vagamente
inquietante: de cuando en cuando Harry Potter respondía
a un estímulo de mis sentidos que no llegaba a dilucidar
con claridad, y reaccionaba exactamente cuando mentalmente lo
llamaba; se despabilaba entonces, se ponía alerta, y adoptaba
la misma actitud que los animales cuando advierten ruidos imperceptibles
para el oído humano.
Cada vez más intrigado, aproveché la primera ocasión
para preguntar sobre él. Uno de los chicos mas adelantados
del octavo grado, Vargas Duarte, solía quedarse después
de terminar la clase y ayudar a la Maga Marién a recoger
la pila de libros degustados durante la cena del espíritu.
Pregreseña, como siempre maquiavélica, me dijo
una tarde, cuando todos se habían marchado. - observo
que nunca tomas en cuenta a Harry Potter, hasta lo miras con
recelo ¿Por qué?
Me miró con cierta desconfianza. Reflexioné antes
de encoger los hombros para contestar.
-¿por que lo dices?.
-¿En qué sentido?
¡Olvídalo! respondió, algo sorprendida, pero
maliciosa.
Parecía contestar de mala gana, pero a fuerza de preguntas
conseguí sacarle alguna información. Los Potter
eran familia directa de Mim de quien habían heredado la
imaginación vivían hacia el interior, en las colinas
boscosas de los extramuros de la base orbital, cerca de una desviación
casi abandonada de la supercarretera que atraviesa aquella zona
alienígena selvática. Su domo de cristal ambarino
estaba situado en un pequeño valle, conocido en la localidad
como el aquelarre de los hechiceros y que Progreseña
describió como «un sitio raro». La familia
constaba de cuatro miembros: Harry, una hermana mayor que él
y los padres. No se «mezclaban» con la demás
gente del distrito, ni siquiera con los Silverston, que eran
sus vecinos más cercanos y vivían a menos una miríada
de la escuela y a unos tres de el aquelarre de los hechiceros.
Ambas granjas estaban separadas por el bosque sintético.
No pudo -o no quiso- decirme más.
Una semana después, pedí a Harry Potter que se
quedara al terminar la clase. Asintió con la cabeza, nunca
dirigía la palabra como no fuera para declamar alguna
de sus poéticas inspiraciones, no puso ninguna objeción,
como si mi petición fuera lo más natural. Tan pronto
como los demás se hubieron marchado, se acercó
a mi mesa y esperó de pie, callado con sus ojos melocotón
expectantes, fijos en mí, y una sombra de sonrisa petrificada
en sus labios turgentes.
-He estado examinando tus presentimientos, Harry -dije-, y me
parece que con un pequeño esfuerzo podríamos entablar
una charla conceptual paranormal..., quizá incluso transmutar
nuestros pensamientos el un fluido de energía mental.
¿No te gustaría hacer ese esfuerzo?
Se encogió de hombros, no pronuncio una sola palabra,
pero de sus ojos saltaron chispas en las que presentí
una respuesta afirmativa
-¿Qué piensas hacer cuando dejes la Sala?
Se encogió de hombros nuevamente.
-¿Vas a ir al Instituto superior de Alquimistas cerebrales
de la constelación de la Ferriere?
Me examinó con unos ojos que parecían haber adquirido
súbitamente una agudeza penetrante; había aparecido
de pronto una luz de confianza en el fondo de su gélida
mirada.
Y por primera vez escuche el dulce tintineo de sus cuerdas bucales
al dirigirme un concierto de armoniosas palabras como cuando
recitaba sus tresillos.
-Señor, estoy aquí en esta Sala porque no hay una
ley que dice que tengo que estar -contestó-. Ninguna ley
dice tampoco que tengo que ir al Instituto superior.
-Pero, ¿no te interesaría? Respondí extrañado
y contrito.
-No importa lo que me interesa. Lo que cuenta es lo que mi hado
requiere.
-Bien, y que es lo que le interesa a su hado -repliqué.
-Vamos. Te llevaré a casa-.
Por un instante, apareció en su expresión una leve
sombra de alarma, aquel chico de hierro había mostrado
algo de su indefensión, pero unos segundos después
la disipó, estiro el cuello como una oca relamida, dando
paso a ese aspecto de letargo vigilante tan característico
en él. Se volvió a encoger de hombros y permaneció
de pie, hierático, esperando, mientras guardaba yo mis
chips de poesía medieval y demás papelotes electrónicos
en el magmawallet que habitualmente llevaba conmigo y que vino
a reemplazar los antiguos portafolios de piel de lagarto. Luego
caminó dócilmente a mi lado hasta el módulo
gravitacional y subió, mirándome con una sonrisa
de inequívoca superioridad.
Ajuste los dispositivos de seguridad a las ondas de mi radar:
1347 y 2402 megaciclos, este sencillo procedimientos anulaba
la posibilidad de localización electromagnética
del modulo. Mientras, comencé a elevarlo a unos 800 pies
de la superficie, punto ideal para la inmediata fase de inversión
de masa.
La membrana que cubría el blindaje exterior de las cunas
(como denominábamos los asientos de los tripulantes) debía
provocar una leve incandescencia artificial por efectos del roce
del titanio con el fluido del aire.
Nos fuimos internando ganado velocidad en el bosque sintético
que conducía al domo de los Potter; íbamos en silencio,
disfrutando de los arreboles multicolores de las lunar artificiales
que rodeaban el planetoide, o mejor, el hueco negro lo que un
día fue la tierra. Porque ahora se proyectaba como un
despojo árido de lo que alguna vez fuera una fértil
esfera de verde naturaleza, tachonada de selvas frondosas y azules
mares. Ahora se le veía inmensa y macilenta en el horizonte,
con la forma de un anillo irregular y gigantesco de cartón
corrugado del color de la arcilla, pálida y sin brillo.
Ni siquiera el astro rey con todo su poder lograba reflejar sus
haces sobre su descarnada y mustia superficie.
El paisaje viajaba raudo a nuestro lado, a la velocidad fotónica
de 10 mach que registraba nuestro astrolabio, muy en armonía
con la melancólica tristeza que se iba apoderando de mí
al entrar en la región de las colinas tridimensionales
que circundaban el espurio paisaje. Los árboles se ceñían
a la supercarretera y cuanto más nos adentrábamos,
más sombrío se volvía el boscaje (tanto
quizá porque estábamos a últimos días
del mes de Ehecatzin como por la espesura endrina cada vez mayor
de la arboleda). traspasamos unos claros relativamente pequeños
y ralos de plastígenos, colocados sistemáticamente
por los científicos-arquitectos de la nueva civilización,
con la finalidad de crear espacios abiertos donde pudieran provocarse
las automáticas incandescencias que eliminasen cualquier
especie de germen vivo que pudieran penetrar los Swiveles que
protegían la atmósfera creada por la mano del protohombre.
Nos fuimos sumergiendo más y más en un bosque de
medusas espongiformes; y finalmente nos desviamos por un camino
vecinal -poco más largo que una miríada- que me
señaló Harry en silencio, comenzamos a rodar por
entre enormes árboles viejísimos traídos
de la amazonía, extrañamente deformados. Tenía
que conducir el modulo con precaución; el campo de energía
producido por la desaceleración debería realizarse
indefectiblemente a mas de 400 pies de altura, para evitar soasar
el tapiz de vegetación artificial. Invertí de nuevo
los campos de masa y fuimos descendiendo lentamente como sobre
un colchón de espuma.
Nos desatamos de las cunas sin ningún comentario y salimos
del modulo algo aturdidos por las ultimas explosiones de radiación
iónica, que se producen al precipitarse el gas exterior
en el vació dejado por la de estela moléculas disipadas
y que en términos aeronáuticos se conoce como un
Bang Sónico.
El camino era tan poco transitado que la maleza estratosférica
lo invadía por ambos lados. Y, cosa extraña, a
pesar de mis estudios de botánica quántica, aquellas
plantas residuales me resultaban por entero desconocidas, aunque
me pareció observar que había algunas similares
a las desaparecidas preciosas saxífragas que presentaban
una curiosa y bella mutación. De pronto, inesperadamente,
desembocamos en el cercado lasérico de la casa de los
Potter.
El sol se había ocultado de tristeza tras la muralla de
árboles espongiformes y el domo ambarino estaba sumido
por entero a la luz de crepúsculo. Un hermoso efecto doppler
similar al de un arco iris gaseoso y desvanecido. Más
allá, valle arriba, se entendían unos pocos campos
de hidropónicos, tal vez cuidados por el padre de Harry.
En uno había lo que podía entenderse como una especie
de maíz híbrido; en otro, rastrojo cósmico;
en otro, descomunales calabazas frondosas de umbría.
El domo propiamente dicho era bello pero tenebroso; estaba casi
en ruinas cristalinas y tenía un altillo que ocupaba la
mitad de la segunda planta, un tejado abuhardillado, y postigos
en los que podríamos denominar como ventanales; sus dependencias,
frías y desmanteladas, parecían no haber sido usadas
jamás. La granja entera parecía abandonada a su
suerte. Las únicas señales de vida consistían
en unas cuantas gallinas electrónicas que escarbaban la
tierra sin descanso detrás de la casa.
Si no hubiera sido porque el camino que habíamos tomado
terminaba aquí, habría puesto en duda que ésta
fuera la casa de los Potter. Harry me lanzó una mirada
como tratando de adivinar mis furtivos pensamientos. Luego saltó
con ligereza al porche, dejándome que le siguiera.
Entró en la casa delante de mí. Oí que me
anunciaba mentalmente.
-Aquí está el señor de la luz, el maestro
que resguarda la cofradía de los escribidores de la gran
Marién.
No hubo respuesta.
Luego, de repente, me hallé levitando hacia una habitación
-iluminada tan sólo por una antigua lámpara de
petróleo,- donde se hallaban los otros tres Potter. El
padre era un hombre esbelto, alto, de hombros caídos y
pelo gris, que no tendría más de cincuenta años,
pero con aspecto de ser muchísimo más viejo, no
tanto física como psíquicamente. Imaginé
que era a causa de las calamidades de la regeneración.
La madre estaba bien entrada en carnes, pero irradiaba sensualidad
y una coquetería que no disimulaba y la chica, alta y
delgada, tenía el mismo aire avisado y expectante que
había observado en el hermano.
Harry hizo las presentaciones con una venia de cabeza, y los
cuatro permanecieron a la espera de que yo replicase lo que tuviera
que decir; me dio la impresión de que su actitud era un
tanto incómoda, como si desearan que terminase pronto
y me fuera.
-Quería hablarles sobre Harry -dije-. Veo grandes aptitudes
sicocinéticas bastante avanzadas en él, y creo
que podría adelantar un grado o dos, si decidiera estudiar
un poco más acerca de la cábala y los papiros
cuneiformes de Hermes Trimesgisto.
Mis palabras no obtuvieron respuesta alguna, Y continué.
-Estoy convencido de que tiene suficientes conocimientos y bastante
capacidad para estar en octavo grado de iniciación -dije,
y me callé.
-Si estuviera en octavo grado -dijo el padre-, tendría
que ir al Instituto superior, por causa de la edad tal vez no
lo acepten, es la ley. Me lo han dicho.
Me vino a la memoria lo que Progreseña me había
dicho del extraño aislamiento de los Potter y, mientras
escuchaba las razones del viejo cibernauta, me di cuenta de que
toda la familia se hallaba tensa y de que su actitud había
variado imperceptiblemente. En el momento en que el padre dejó
de hablar, se restableció una uniformidad singular: era
como si los cuatro estuvieran de acuerdo escuchando mi voz interior.
Aunque dudo que se enteraran siquiera de mis palabras soterradas
de protesta, porque de seguro me lo habrían impugnado.
-No pueden esperar que un muchacho inteligente como Harry se
recluya indefinidamente en un lugar como éste -dije por
último.
-Aquí siempre ha estado bien y seguirá estando
bien -replicó el viejo Potter-. Además, ahora usted
es de los nuestros. Y esperamos no vaya por ahí hablando
de nosotros, Señor de la luz, lo expresó sardónicamente.
En su voz había una nota de amenaza que me dejó
asombrado. Al mismo tiempo no logré entender el claro
significado de sus palabras. Cada vez se me hacía más
patente la atmósfera de hostilidad, que presentía
no provenía tanto de ellos como del ambiente que dominaba
por entero la estancia.
Pareciera como si la atmósfera estuviera impregnada de
algún vaho manido que propulsaba la temperatura interna
corporal de los visitantes. Pues sentí de pronto que me
sofocaba dentro de mi traje antigravedad que denominábamos
piel de dragón y que mediante un proceso intrínseco
de micro pulverización, cubría el cuerpo desnudo
del explorador. La piel era rociada primero con una serie de
distintos aerosoles protectores formando una epidermis artificial
y milimétrica, capaz de proteger zonas vitales tanto de
una agresión mecánica como bacteriológica.
La piel de dragón, de coloración irisada
y escamada, de naturaleza irrompible y de gran elasticidad, cubría
desde los talones de Aquiles hasta áreas superiores del
cuello que protegen ambas arterias carótidas. Este eficaz
traje protector puede resistir a la manera de los descontinuados
chalecos antibala, impactos como el de un proyectil (calibre
38 americano) o un rayo láser o una micro bomba atómica
de 100 megatones a 10 pies de distancia, sin interrumpir por
ello el proceso de transpiración biológica y evitando
la filtración a través de sus poros de agentes
químicos o bacteriológicos. Este traje fascinante
había sido desarrollado en la tierra por la Nasa durante
la operación Marco Polo, cuando por primera vez los terrícolas,
viendo desmenuzarse su planeta a pedazos pusieron todo su empeño
en construir el planetoide artificial de Tlatilco en honor al
primer asentamiento zapoteca 1500 años antes de la era
cristiana y 18.500 años después del primer vestigio
de vida humana en el ABRA en las explayadas sabanas esmeraldíferas
de Bacatá.
-Gracias -dije-. Ya me voy. Acusado por un vago e insospechado
temor repentino
Di media vuelta y salí velozmente. Harry me siguió
los pasos apresuradamente. Una vez fuera, me dijo con suavidad:
-No debe usted hablar de nosotros, señor de la luz. Papá
se pone como loco cuando descubre que hablan de él. Usted
le preguntó a Progreseña.
Me quedé de una sola pieza. Con un pie ya en el estribo
del modulo, me volví y le pregunté:
-¿Te lo ha dicho él?
Movió la cabeza afirmativamente.
-Fue usted, Señor de la luz -dijo al tiempo que retrocedía.
¿Cómo habría sabido el viejo Potter de mi
conversación con Progreseña? Y antes que pudiera
yo abrir la boca otra vez, se había metido en el domo
de ámbar como una flecha.
Por algunos
instantes, permanecí descontrolado e indeciso, Mirando
atónito las huellas de los pasos dejados por Harry sobre
el silicio de la superficie del suelo. Pero no tardé en
reaccionar. Súbitamente, bajo la luz irisada del crepúsculo
Tlatilcense, el domo adquirió un aspecto severamente amenazador
y todos los árboles espongiformes del contorno parecieron
estar esperando el momento de doblarse hacia mí para absorberme
sin remedio. En verdad, percibí un susurro, como el rumor
de una brisa helada sobrevolando en todo el bosque, aunque no
soplaba aire de ninguna clase, y me vino del interior del domo
una oleada de malevolencia que me hirió como una bofetada.
Me metí como pude en el módulo. Invertí
de nuevo los campos de masa buscando despegar lo mas rápidamente
y me alejé, sintiendo aún en la nuca aquella impresión
inequívoca de malignidad, como el aliento quemante de
un yeti perseguidor.
Llegué a mi aparta-domo en las colinas de lucentum en
un estado de gran agitación y sobresalto. Allí,
meditando lo que había pasado, decidí que había
sufrido una influencia psíquica supremamente perturbadora.
No cabía otra explicación. Tenía el convencimiento
de que me había arrojado ciegamente a unas aguas mucho
más profundas de lo que imaginaba, y lo auténticamente
inesperado de esta vivencia angustiosa me la hacía aun
más estremecedora. No pude consumir el potaje de proteínas
y aminoácidos que eran el alimento cotidiano, solo logre
apurar el brebaje de orina reciclada para calmar la sed, preguntándome
qué estaba pasando en aquel paraje insólito el
aquelarre de los hechiceros, qué efecto molecular
o que proceso parasomático mantenía aquella familia
tan sólidamente unida mentalmente, qué extraña
fuerza la ataba con tanto arraigo a aquel paraje, y qué
mala influencia sofocaba en un muchacho tan prometedor como Harry
Potter incluso al más fugaz deseo de abandonar aquel valle
sombrío y salir a un mundo más luminoso y alegre.
Durante la mayor parte de la noche estuve dando vueltas en mi
cubiculo sin poder conciliar el sueño, lleno de temores
innominados e inexplicables; y cuando por fin me dormí,
mi sueño se vio invadido por las figuras fantasmales de
pesadillas espantosas, en las que se me representaban unos seres
infinitamente ajenos y contrahechos a toda humana fantasía,
tenían lugar los hechos mas horrendos, lagunas hirvientes
de sangre de impúberes a donde iban a lavar sus genitales
las hetairas infernales, mientras sumergían asidos de
los talones a los neonatos que chillaban sin descanso, mientras
unos nefastos tigres marinos, que se disputaban violentamente
sus presas, devoraban sus vísceras a tarascazos. Cuando
desperté, a la mañana siguiente, experimenté
la sensación de haber rozado un submundo totalmente extraño
al mundo de los humanos.
Me apresure temprano como nunca en llegar a la Sala de Escritores,
pero Progreseña estaba ya allí. Sus ojos me miraron
con obcecado reproche. No comprendí de momento lo que
había sucedido para provocar esa actitud en una alumna
normalmente tan escrupulosa y displicente.
-No debía haberle dicho a Harry Potter que hablamos de
él -dijo con una especie de desdichada resignación.
-No lo hice, Progreseña.
-Lo que sé es que yo no fui; de modo que tiene que haber
sido usted -dijo, y añadió- Esta noche han muerto
seis de nuestros cárnicos. Se les ha hundido anoche encima
el cobertizo donde estaban, amanecieron con las entrañas
devoradas y como si hubieran sido sumergidas en un piélago
de sangre.
De momento me quedé tan aturdido que no pude replicar.
-Algún intempestivo... comencé a decir, pero
me cortó en seguida.
-No ha habido viento esta noche, señor de la luz. Y las
vacas murieron devoradas.
-No pensarás que los Potter tienen que ver con eso, Progreseña
-exclamé.
Me lanzó una brutal mirada de impaciencia, como quien
sabe que debería saber pero no comprende y no dijo más.
Esta noticia me pareció aún más alarmante
que la experiencia de la tarde anterior. Por lo menos Progreseña
estaba convencida de que había una relación entre
nuestra conversación sobre la familia Potter y la pérdida
de la media docena de cárnicos. Y estaba tan hondamente
convencida de ello, que de antemano se veía que nada en
el mundo lograría disuadirla.
Cuando entró Harry Potter a la sala, traté inútilmente
de descubrir en él algún cambio de aspecto o comportamiento
desde la última vez que lo dejé cuando entró
en su domo.
De mal en peor, concluí aquella jornada de poemas y cánticos
juglares. Inmediatamente después de concluir, me marché
apresuradamente a Lucentum y me dirigí a las oficinas
de latinissima Gaceta Informativa, cuyo redactor jefe, como miembro
del Consejo de Educación del Distrito de la ciudadela
de lucentum, se había portado muy amablemente conmigo
ayudándome a encontrar un alojamiento, cuando vine de
las tinieblas exteriores. Era un hombre de casi setenta años
y pensé tal vez podría ayudarme en mis indagaciones.
Mi cara debía reflejar el estado de angustia y agitación
porque, nada más entrar, levantó las cejas y dijo:
-¿Qué le pasa, señor de la luz?
Traté de disimular, toda vez que nada en concreto podía
explicarle, y visto a la fría luz del día, lo que
tenía que contar parecería una locura a cualquier
persona sensata. Dije solamente:
-Me gustaría saber algo sobre la familia de los Potter,
que vive en el aquelarre de los hechiceros, al oeste de la Sala
de escritores en medio del bosque de plastígenos.
Me lanzó una mirada enigmática.
-¿No ha oído hablar nunca del viejo Hechicero Potter?
-preguntó, y antes de que pudiera contestar, prosiguió-.
No, naturalmente. Usted es de las tinieblas exteriores. Difícilmente
podría esperarse que por allá puedan enterarse
de lo que ocurre en esta apartada región de Lucentum.
Pues verá: el viejo vivía antes en el pabellón
de los iluminados, él solo. Era ya bastante viejo cuando
yo lo vi por primera vez. Y estos Potter de ahora eran unos familiares
lejanos que vivían entonces en el valle de los espectros.
Heredaron la propiedad y vinieron a establecerse ahí cuando
murió el Hechicero Potter.
-Pero, ¿qué sabe usted de ellos? -insistí.
-Nada, lo que todo el mundo -dijo-. Que cuando vinieron eran
gente muy afable. Que ahora no hablan con nadie, que no salen
casi nunca... y muchas habladurías sobre animaliodes que
aparecen sacrificados sin violencia aparente, que se extravían,
que vuelan raudos por los aires para estrellarse violentamente
contra los muros de las viejas fortificaciones del aquelarre
y cosas así.
De esta forma siguió desmenuzando nuestra conversación,
en el curso de la cual lo sometí a un verdadero interrogatorio.
Y así fue cómo escuché una mezcla desconcertante
de leyendas, alusiones, relatos inverosímiles contados
a pedazos, y sucesos totalmente incomprensibles para mí.
Lo que parecía indiscutible era que había un lejano
parentesco entre el viejo Hechicero Potter y una tal Bruja Dunejz
que vivió varios milenios cerca de el valle de los espectros,
«una tipeja extraña de rara calaña»
pero de una inteligencia sobrenatural desconcertante, según
mi amigo el redactor en jefe. También parecía indudable
que el viejo Hechicero Potter había llevado siempre una
vida solitaria, que había alcanzado una edad avanzadísima
en años luz y que un día desapareció dejando
la heredad en manos de sus sucesores los nuevos Potter. Las últimas
especulaciones se encaminaban a creer que Harry podía
ser la nueva versión reencauchada del abuelo. Y otra cosa
muy cierta era que la gente solía evitar el paso por el
aquelarre de los hechiceros. Lo que en verdad parecía
pura fantasía eran las supersticiones relacionadas con
esa familia. Se decía que el Hechicero Potter había
«invocado algún semidiós mítico, al
Gato Sagrado que bajó del cielo y vivió con él
o en él hasta su descarnación» y que un viajero
extraviado, hallado en estado agónico en las estribaciones
de las mesetas demoninas que bordean el camino vecinal que conduce
a la granja de los Potter, había dicho en sus últimas
ansias algo así como que «una cosa melífica
con tentáculos... un chupacabras pegajoso, de gelatina,
con ventosas en los tentáculos» salió del
bosque y lo atacó. Mi amigo me contó varias historias
más de otros desafortunados que tuvieron encuentros con
aquella bestia desconocida.
Cuando terminó, me escribió una nota para el bibliotecario
de la Universidad de Betfagé, en la Petrópolis
de la nueva Judea, a un par de cientos de miríadas de
la cuidad de la luz y importante centro antropológico
intergaláctico del planetoide de Tlatilco, donde se almacenaba
y catalogaba toda información acerca de seres que fueron
apareciendo en el espacio después de la apresurada evacuación
de la tierra por causa del cataclismo final. Y me la tendió.
-Dígale que le facilite ese vademécum. Quizá
le sirva de algo -encogió los hombros-, o tal vez no.
La gente joven de hoy no se preocupa por nada, ni del trabajo,
que pasó a ser un malo y vago recuerdo del pasado, actividad
exclusiva de los cyborg slaves, modernísimos androides
fabricados estrictamente para tareas especificas.
Sin detenerme a mi cena frugal, proseguí el camino hacia
las investigaciones sobre un tema que, según presentía,
me iba a ser de gran utilidad si quería ayudar a Harry
Potter a encontrar una vida mejor, pues era esto, más
que el deseo de satisfacer mi curiosidad, lo que me impulsaba.
Me fui a Nueva Judea y, una vez en la Biblioteca de la Universidad
del Betfagé, busqué al bibliotecario y le di la
nota de mi amigo.
El anciano venerable me miró con suspicacia, y dijo:
-Espere aquí, Señor de la luz.
Y se fue con un manojo de llaves translucidas como de neón.
Deduje, pues, que el libro aquel estaba guardado herméticamente
bajo llave como un tesoro.
Esperé
un largo tiempo que me pareció interminable. Comencé
a sentir hambre entonces, y empezó a parecerme poco decorosa
mi precipitación. En cuanto a la alimentación,
en casos de viaje, los cibernautas disponemos de un dispositivo
especial ubicado por un extremo en la región lumbar y
por el otro, a un mecanismo sumamente frágil y sujeto
al labio inferior. El tubo diminuto está preparado en
el interior con una red de minúsculos cilios mecánicos
que impulsan lentamente las cápsulas que encierran altos
concentrados de proteína pura mezclada con propeptina
y aminoácidos vitales. Estas cápsulas son de sección
elípica y van protegidas por una delgadísima película
gelatinosa muy soluble en la saliva. Como lo pueden haber adivinado
los Burger king eran cosa del pasado.
Pero no obstante la larga espera en el cubícalo del anciano
Bibliotecario, intuí que no había tiempo que perder,
aunque no sabía exactamente qué catástrofe
me proponía impedir. Finalmente, subió el venerable,
portando entre sus brazos un volumen antiguo que no había
podido ser compilado jamás en los modernos chips. Era
un libraco pesado y voluminoso con una cubierta raída
de piel alabastrina que le daba el toque mágico, y lo
colocó en un pequeño atril de madera pulida de
roble antiguo de esos de colección. El título del
libro estaba en latín Necromanticus Memorabilia-,
aunque su autor era evidentemente árabe Ben Jálame
Lamí-, y su texto estaba escrito en un inglés arcaico.
Comencé a leer el libraco con un interés que pronto
se fue convirtiendo en total ensoñación. El libro
se refería a antiguas y extrañas razas invasoras
de la Tierra, a grandes seres míticos llamados Dioses
y a lugares Arquetípicos y otros Primordiales de exóticos
nombres, como Nobilior, guerrero invasor de la antigua Numancia
y las cuevas de Toquepala de la remota cultura Chiribaya, Itzamná,
Dios Maya del cielo y Quetzalcóatl, la serpiente emplumada,
Gádir, que después se denominó Cádiz.
Iberia, la ciudad habitada más antigua de toda Europa,
Merlín el famoso mago de todas las generaciones y Asgard,
lugar sagrado de los nórdicos. Mandinga, Itché
y el gran Gato Sagrado de Valencia. Este último personaje
mitológico me causó una ávida impresión.
Recordaba por las leyendas típicas de los abuelos antes
de la era cataclíptica, que Valencia se encontraba situada
sobre una inmensa y paradisíaca costa blanca bañada
por el mediterráneo, una extensa concentración
de agua salada que dividía dos grandes masas de tierra
o continentes como eran llamados por aquel entonces. Continué
ensimismado en las lecturas y concluí de inmediato que
todo ello se relacionaba con una especie de plan secreto para
dominar la vieja Tierra. Y surgieron inesperadas y sorpresivas
preguntas. ¿Qué tenían que ver aquellas
leyendas del pasado con los Potter? Porqué si la tierra
era cosa del pasado y ahora nos encontrábamos en otra
era tecnológicamente superior, en otro sistema completamente
diferente y a millones de miríadas del derruido planeta,
¿cómo era que estaban sucediendo fenómenos
tan extraños en el aquelarre de los hechiceros?
Supuse de inmediato que al servicio de estos seres míticos
estaban ciertos pueblos o gentes extrañas de nuestro planetoide:
Leha Pareatis, Savinien de Cyrano, Amarïe_Sindamelwen, los
Profundos de la nueva horda tribal y otros. Era el vademécum
un libro repleto de ciencia cabalística y de hechizos.
En él se relataba una gran batalla interplanetaria entre
los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y cómo
habían sobrevivido cultos y adeptos en lugares remotos
y aislados de nuestro planetoide de Tlatilco, así como
en otros planetoides menores hermanos. No comprendí la
relación que podía haber entre esa jerigonza y
el problema que a mí me preocupaba: la extraña
e introvertida familia Potter, con su deseo de vivir en soledad
y su forma antinatural de anticiparse al pensamiento.
Recordé entonces de un palmazo, como por una visión
sorpresiva y momentánea que MIM1348, la asistente de la
Maga Marién, descendía de antiguos aborígenes
mediterráneos, hasta conservaba en sumo secreto la vieja
costumbre de alimentarse con tortillas de patatas y mejunjes
artificiales que ella llamaba graciosamente Paella
y que algún día con gran sorpresa me reveló
con denodado interés. Esa actitud osada y confidente me
puso en conocimiento del alto grado de amistad que me prodigaba.
También me invito a beber en alguna noche de distracción,
que por aquellos tiempos era un anatema, de un brebaje delicioso
e hilarante al que le daba, con la gracias que caracterizaba
aquella bruja chocarrera y explícita, el nombre de vinillo
de jerez que le hacia estallar en estrepitosas carcajadas.
No sé cuánto tiempo estuve leyendo. Interrumpí
al darme cuenta que no lejos de mi mesa, había un desconocido
que no me quitaba el ojo de encima sino para ponerlo a mis espaldas,
a lo lejos, sobre el abultado texto que yo leía. Cuando
se vio descubierto, se me acercó y me dirigió la
palabra.
-Perdóneme -dijo- pero, ¿qué interés
puede- tener ese libro para un mentor adjunto de la Sala de Escritores?
-Eso me pregunto yo -contesté.
Se presentó como el celebérrimo profesor Mr Pink.
-Puedo afirmar -añadió- que me sé el libro
ese prácticamente de memoria, me dijo en un tonillo altanero
y prepotente. Con el tiempo pude darme cuenta que era su temperamento
habitual de supermacho.
-Es un fárrago de supersticiones.
-¿Usted cree? repliqué.
-Completamente.
-Entonces ha perdido usted la facultad de asombrarse. Dígame,
señor de la luz, ¿por qué motivo ha pedido
ese compendio?
Me quedé dudando ante aquel sórdido e irreverente
personaje, pero el profesor Mr Pink a pesar de su extrema juventud
me inspiraba confianza.
-Salgamos a dar una vuelta, si no le importa. Me invitó.
Y accedí con mucho gusto.
Devolví el libro a la biblioteca, entregándole
en su propia mano al anciano venerable con cara de Nostradamus
y me reuní con mi reciente amigo. Poco a poco, y lo mejor
que pude, le hablé de lo que pasaba con Harry Potter,
de el domo del aquelarre de los hechiceros, de mi extraña
experiencia psíquica, e incluso del curioso incidente
de los cárnicos de Progreseña. Escuchó hasta
el final sin interrumpirme, lleno de interés. Por último,
le expliqué que si investigaba acerca los supuestos fenómenos
supersticiosos era únicamente por ayudar a mi alumno compañero.
-Si hubiese usted indagado un poco, estaría al corriente
de los extraños acontecimientos que han tenido lugar en
el valle de los espectros y en otros muchos parajes inciertos
del mas allá... así como en Lucentum y en el aquelarre
de los hechiceros-dijo Mr. Pink cuando hube terminado-. Mire
usted en torno suyo: esas casonas antiguas del tiempos idos,
sus ventanas cerradas hasta con postigos... ¡Cuántas
cosas extrañas han sucedido en esas buhardillas! Nunca
sabremos nada con certeza. En fin, dejemos a un lado los problemas
de fe. No se necesita ver a la encarnación del mal para
creer en él, ¿no le parece, señor de la
luz? Me gustaría prestar un pequeño servicio a
ese muchacho, si usted me lo permite.
-¡Naturalmente!
-Puede resultar peligroso... tanto para usted como para él.
-Por mí, no me importa, me aventuré a replicar
sin pensarlo.
-L aseguro que para ese muchacho nada puede ser más peligroso
que su situación actual, ni siquiera la muerte.
-Habla usted enigmáticamente, profesor Mr. Pink.
-Es mejor así, señor de la luz. Pero entremos...
Esta es mi domicilio. Pase, por favor.
Entramos en una de aquellos domos espaciales de los que ya me
había hecho referencia el profesor Mr. Pink. Las habitaciones
estaban llenas de libros empolvados y antigüedades de todas
clases, una verdadera joya, replica de las ancestrales casonas
de la vieja tierra, y me dio la impresión de que me internaba
en el rancio pasado. Mi anfitrión me condujo hasta su
cuarto de estar, un estudio amplio, iluminado por una tea inmortal
de esas que nunca se consumen, irradiando con plenitud todos
los rincones del aposento. Había en medio del salón
una mesa grande de patas talladas con figuras de dragones alados
donde reposaba un sinfín de elementos cabalísticos
y artificios de magia, un compás y un cuadrante, una ouija
y un naipe español finamente ilustrado y del tamaño
de las antiguas hojas de carta, que había sido transmutado
para y por el, según su propio relato, del Gran Gato Sagrado,
pontífice máximo de la orden de los templarios
de la regeneración de la cual Mr. Pink era el nuevo profeta.
Había también sobre la mesa Un mapamundi muy antiguo
de la época de los primeros cartogramas que mandara confeccionar
el almirante de todos los océanos Americo Vespucci. Un
incensario de bronce de donde emanaba un dulce aroma de mirra,
un recipiente con hierbas varias que él mismo sembraba
en macetas de malaquita y que pertenecían a especies extinguidas
por la hecatombe. La hierbabuena y el ajenjo, la aromática
albahaca y muchas astillas de canela de la india. Sobre un pequeño
tapiz burdo tejido con ramas de junco y tachonado de elementos
indígenistas de la desaparecida América del sur,
reposaba un retrato, centrado en un marco nimbado de diáfanos
diamantes azules, de la Maga Marién en clara actitud de
adolescente enamorada, y sobre el un paral, a manera de solterón,
en el extremo izquierdo del salón, muy cerca de la única
ventana del recinto, se picoteaba las garras un precioso papagayo
multicolor. El ave trepadora me trajo a la memoria las coloridas
historias de infancia de la abuela, que fiel a la tradición
luchaba por mantener viva en mí la sagrada vivencia de
nuestro pasado terrenal. Vale decir que esa ave del paraíso
fue la única que observé viva durante mi existencia,
y que me lleno de admiración y desconsuelo por todas las
cosas perdidas, que antes disfrutaban los mortales en la tierra
y que la mano del hombre no supo valorar, para cambiarlas por
un manojo de fríos circuitos en serie que si bien desterraron
el trabajo manual de la vida del hombre, se llevaron consigo
la alegría de vivir en directa alternación con
la madre naturaleza.
Mr. Pink despejó una silla llena de libracos, me sacó
de un empellón de mis ensoñaciones y me rogó
que esperara mientras subía al segundo piso por una estrecha
escalera de caracol.
No permaneció mucho tiempo ausente; ni siquiera me dio
tiempo a asimilar completamente la curiosa atmósfera nigromante
de la habitación. Cuando volvió, traía consigo
unas piedras toscamente talladas como en un raro metaloide magnético
en forma de estrellas de cinco puntas. Me puso cinco de ellas
en las manos, que resplandecían como soles diminutos entibiándome
suavemente la palma de la mano.
-Mañana, después de la clase, si asiste el joven
Potter, arrégleselas usted para que toque una de ellas
y fíjese bien en su reacción me dijo-. Dos
requisitos más: debe usted llevar siempre una encima,
en todo momento; y segundo, debe apartar de su mente todo pensamiento
sobre estas piedras astrales y sobre sus propósitos. Estos
individuos son telépatas, poseen el don de leer los pensamientos.
Sobresaltado, recordé el reproche que me hizo Harry de
haber hablado de su familia con Progreseña.
-¿No debo saber para qué son estas piedras? -pregunté.
-Siempre que sea capaz de poner entre paréntesis sus propias
dudas -contestó, con una melancólica sonrisa-.
Estas piedras son algunas de las muchas que ostentan el Sello
de Nabucodonosor, que impide a los Primordiales huir de sus prisiones
intrínsecas. Son los sellos primarios de los Dioses Arquetípicos.
-Profesor Mr. Pink, la edad de las supersticiones ha pasado -protesté.
-Señor de la luz..., el prodigio de la vida y sus misterios
no pasarán jamás -replicó-. Si la piedra
no significa nada, no tiene ningún poder. Si no tiene
ningún poder, no podrá afectar al joven Potter
y tampoco lo protegerá a usted.
-¿De qué?
-Del poder que se oculta tras ese aura maligna que usted percibió
en el aquelarre de los hechiceros -contestó-. ¿O
también era superstición? -sonrió-. No necesita
contestar. Conozco su respuesta. Si sucede algo cuando usted
ponga la piedra sobre el muchacho; ya no podrá él
volver a su casa. Entonces deberá usted traérmelo
aquí. ¿Trato hecho?
-Trato hecho -contesté.
NO pude dejar pasar por alto el detalle de la foto de mi ilustre
protectora sobre la mesa de aquel enigmático personaje
y me atreví a preguntarle: profesor por la foto veo que
conoce usted a la maga Marién, usted sabe también
que es la máxima autoridad en la Sala de escritores, pero,
¿porque ese foto en su mesa? ¿Que vínculos
lo unen a ella?
El Profesor dibujando una tierna sonrisa sospechosa en sus labios,
respondió. Son cosas de los amores eternos, señor
de la luz. Vaya usted con el gran arquitecto del universo-. Me
fue diciendo mientras me llevaba asido del brazo hacia la puerta
de salida.
El día siguiente fue interminable, no sólo por
la inminencia del momento crítico, sino porque me resultaba
extremadamente difícil mantener la mente en blanco ante
la mirada inquisitiva de Harry Potter. Además, sentía
más que nunca el aura de malignidad latente, que envolvía
al inteligente muchacho, como una amenaza tangible, que a todas
luces emanaba de la región salvaje oculta entre las sombrías
colinas sintéticas del aquelarre de los hechiceros. Aunque
lentas, pasaron las horas de clase y, justo antes de terminar
la sesión de clarividencia poética, rogué
a Harry Potter que esperara a que los demás se hubieran
ido.
Y nuevamente accedió con ese aire condescendientemente
inmaterial, casi indolente, que me hizo dudar si valía
la pena «rescatarle» como tenía decidido en
lo más hondo de mí mismo.
Pero no abandoné por ello mis propósitos. Había
ocultado la piedra en una esquina oculta bajo el cojin de la
cuna de mi módulo y, una vez que todos se hubieron marchado,
le pedí que saliera conmigo.
En ese momento, sentí que me estaba comportando de un
modo ridículo y absurdo. ¡Yo, un maestro graduado
con todos los honores de la universidad galáctica de la
transilvana interestelar, a punto de llevar a cabo una especie
de exorcismo de chamán de las selvas del Catatumbo! Y
por unos instantes, durante los breves segundos que tardamos
en recorrer la distancia de la Sala de Escritores al módulo
gravitacional, flaqueé y estuve a punto de invitarle simplemente
a llevarle a su casa.
Pero no. Llegué al coche seguido a corta distancia por
el joven. Me senté frente al tablero de instrumentos,
deslicé mi mano bajo el cojincillo de la cuna y cogí
una de las 5 piedras que me había entregado Mr. Pink.
La puse en mi bolsillo; cogí otra, me volví como
un rayo y la apreté contra la frente de Harry Potter.
Yo no sabía lo que iba a suceder; pero desde luego, nunca
hubiera podido imaginar lo que realmente sucedió.
Al contacto directo con la estrella, asomó a los ojos
de Harry Potter una expresión de extremado terror, un
pánico tembloroso se apoderó de él; inmediatamente
a la serie ininterrumpida de estertores siguió una expresión
de indescriptible angustia punzante, y un grito de espanto saltó
de sus labios, brotaron henchidas las arterias de su cuello,
llenando de venillas sanguinolentas las desmesuradas orbitas
de sus ojos, que parecía que se fueran a salir de los
cuencos. Extendió los brazos, sus piernas se desparramaron,
giró en redondo, se estremeció una y otra vez,
echando espumarajos por la boca, y habría caído
inevitablemente de no haberle cogido fuertemente para depositarlo
suavemente en el suelo. Entonces me di cuenta del frío
y furioso viento que se arremolinaba en derredor nuestro, a pesar
de lo inerte de la aquella ambiente artificial, ninguna ráfaga
de viento era posible en aquella atmósfera controlada,
todo esto parecía el defenestrado sortilegio de alguna
fuerza poderosa y oculta que se había apoderado de Harry
Potter. El viento se alejaba doblando la hierba y las flores,
azotando el linde del bosque y deshojando los árboles
plastígenos que encontraba a su paso.
Aterrorizado, entre pasmado y molesto, coloqué a Harry
Potter en el módulo, le puse la piedra sobre el pecho,
Invertí maquinalmente los campos de masa buscando despegar
rápidamente y me alejé pisando el acelerador a
fondo, enfilé hacia la villa del profesor Mr. Pink, situada
a más de doce miríadas de distancia. El profesor
me estaba esperando. Mi llegada no le sorprendió en absoluto.
También había previsto que le llevaría a
Harry Potter, ya que había preparado una camilla levitante
para él. Entre los dos lo acomodamos allí; después,
Mr. Pink le administró un calmante por vía nasal.
Entonces se dirigió a mí:
-Bien, ahora no hay tiempo que perder. Irán a buscarle.
Seguramente irá la muchacha primero. Debemos volver a
la Sala de Escritores inmediatamente.
Pero entonces
comprendí todo el horrible significado de lo que le había
sucedido al joven Harry, y me eché a temblar de tal manera
que el profesor tuvo que sacarme a la calle casi en rastras.
Aun ahora, al escribir estas palabras, después de transcurrido
tanto tiempo desde los terribles acontecimientos de aquella noche
nefasta, siento de nuevo el horror que se apoderó de mí
al enfrentarme por vez primera con lo desconocido, y se me erizan
hasta los pelillos del pubis, consciente de mi pequeñez
e impotencia frente a la inmensidad cósmica de la astrología
alquimista. En ese momento comprendí que lo que había
leído en aquel prohibido libro de bitácora en la
biblioteca universitaria de Betfagé, en la Petrópolis
de la nueva Judea, no era un fárrago de supersticiones,
sino el password de unos arcanos insospechados para la más
avanzada ciencia y tecnología modernas, y mucho, muchísimo
más antiguos que el mismo género humano. No me
atreví a imaginar lo que el viejo Hechicero Potter había
hecho bajar del firmamento, quizás había robado
alguna parte de la energía que reposa inmutable a los
pies del constructor.
A duras penas oía las palabras del profesor Mr.Pink, que
me instaba a reprimir toda reacción emocional y a enfocar
los hechos de un modo algo más científico y objetivo.
Al fin y al cabo había logrado lo que me proponía.
Harry Potter había pasado la primera fase de su recuperación,
casi se podría decir que estaba salvado. Pero para asegurar
el triunfo había que librarle de los otros engendros,
que indudablemente le buscarían y acabarían por
encontrarlo. Yo pensaba solamente en el horror que aguardaba
a estos miserables seres desdichados, cuando llegaron del valle
de los espectros para tomar posesión de la solitaria granja
en el aquelarre de los hechiceros.
Iba ciego al volante del modulo gravitacional, camino de la Sala
de escritores. Una vez allí, a petición del profesor,
encendí las luces mortecinas ayudado por el dimer y dejé
la puerta abierta a la noche cálida. Me senté detrás
de la mesa, y me dedique a la lectura de mis últimos poemas:
Mar, tu que moras a la sombra del arcano,
Tú que viajas ondeante día a día,
Tú que sabes contener tus aguas mansas
Y escondes las más tórridas corrientes
Del sigilo mundano protegida.
Tantas dudas eternas Mara mia!
Cuánto amor en tus aguas peregrinas
Cuántas sombras de luz en tus ocasos.
Y continué intentando leer entre absorto y vigilante.
El profesor se ocultó fuera de la imponente edificación
que fungía de escuela, en espera de que llegaran los Potter
en busca del joven poseído. Tenía que esforzarme
por mantener mi mente en blanco y resistir la prueba que me aguardaba.
La muchacha surgió del filo de la oscuridad...
Después de sufrir la misma suerte de su hermano, y haber
sido depositada sobre el suelo semioculta por el escritorio con
la complicidad de la luz mortecina, y con la estrella de piedra
sobre el pecho. A los pocos minutos apareció el padre
en el umbral de la puerta. Decido disminuir la intensidad del
dimer y dejar el cuarto en penumbra. Ahora estaba todo a oscuras.
El viejo Potter portaba un shootgun recortado, su aire no era
de buenos amigos. No tuvo necesidad de preguntar lo que pasaba:
lo sabía. Se plantó allí frente a mí,
sin poder ocultarle el cuerpo de la joven. Mudo, señalando
a su hija desvanecida con la piedra que tenía sobre el
pecho, levantó la escopeta. Su gesto era elocuente: si
no le quitaba la piedra, dispararía. Evidentemente, ésta
era la contingencia que había previsto el profesor, porque
se abalanzó sobre Potter por detrás, y lo tocó
con la piedra.
Después, durante mas de dos horas, esperamos en vano la
llegada de la señora Potter.
-No vendrá -dijo por fin el profesor Mr Pink.-. Es en
ella donde se hospeda la entidad... Hubiera jurado que era en
su marido. Muy bien... no tenemos otra alternativa: hay que ir
al aquelarre de los hechiceros, para dar por terminada la función.
Estos dos pueden quedarse aquí.
El profesor se dispuso a colocar en su nariz el gas tranquilizante
y volábamos a todo nitrógeno en medio de la oscuridad,
sin preocuparnos por el silencio del ruido, ya que el profesor
decía que «la cosa» que habitaba en el aquelarre
de los hechiceros «sabía» que nos acercábamos,
pero que no podía hacernos nada porque íbamos protegidos
por el talismán del Gran Gato. Atravesamos la densa espesura
de los plastígenos y tomamos el camino estrecho. Cuando
desembocamos en el cercado lasérico de los Potter, la
maleza residual pareció extender sus estolones hacia nosotros,
a la luz de los faros del módulo.
La casa estaba completamente a oscuras, aparte del pálido
resplandor del quinqué que iluminaba la habitación.
El profesor Mr. Pink saltó del módulo con su bolsa
llena de estrellas, y se dispuso a sellar la casa. Colocó
una piedra estrella en cada una de las dos puertas, y una en
cada ventana. Por una de ellas, vimos a la señora Potter
sentada frente al tocador estilo victoriano, impasible, vigilante,
enterada, sin disimulos, muy distinta de la mujer que había
conocido no hacía mucho en este mismo domo. Ahora parecía
una enorme y hermosa bestia acorralada.
Su fisonomía era completamente diferente, dude en reconocerla.
De aquella dama rechoncha, bonachona y silenciosa, no quedaba
nada, ahora se veía desde el exterior a través
de los cristales, una hermosa mujer, una exuberante hembra, su
cuerpo esbelto viste una pijamita corta de seda transparente,
que deja resaltar las más recónditas intimidades
de su sexo bajo un calzoncito diminuto muy fino. Y me sonríe
ingenua de una manera muy especial y provocadora...Observo muy
bien como le ajusta esa prenda. Su piel es suave, tersa y apetecible.
Abre y cierra ligeramente sus muslos perfectos. Estoy seguro
que no lo hace inconscientemente, pero su actitud provocadora
comienza a hacer mella en mí. Sabe que estoy ahí
mirándola. Hasta mí llega su olor de hembra en
celo, provocando un inmenso deseo de poseerla. Nos miramos fijamente
a través del cristal, ahora sabe a ciencia cierta que
estoy allí, clavado como una estatua y me invita a entrar
moviendo lentamente su dedo índice derecho repetidas veces.
No estoy completamente convencido de lo que allí va a
pasar. Seguro que el profesor adivina los artificios de aquella
madre hechicera, intento poner mi mente en blanco y salir de
esta prueba de insinuación. Pero su energía es
tenaz y persistente, con una fuerza descomunal que no logro detener...Me
acerco lentamente como midiendo los pasos y penetro al interior
del domo, escucho una dulce melodía viajando por el ambiente,
mientras mis pasos inexorables se dirigen a la alcoba de la Sra.
Potter, la nueva y preciosa Sra. Potter que me mira con exquisita
coquetería. Me extiende los brazos y sin dudarlo un segundo
me acerco a ella y acaricio su frondosa cabellera de azabache.
No cabe la menor duda, es una reina, la viva encarnación
de Nefertitis o de Cleopatra, Venus no pudo ser más bella
que esta diosa amarfilada que tenia frente a mi y que me invitaba
a un beso con sus carnosos labios...los dos nos acercamos, me
intriga como ella abre un poco su dulce boca, y antes de que
nuestros labios entren en contacto, inesperadamente me detengo
intentando rehuirla...así, suavemente, me alejo de ella,
sólo un poco, tímidamente y presto atención
su cara llena de deseo. Son los ojos y los impulsos los que hablan
porque nuestras bocas no se atreven a musitar una sola palabra...
De inmediato vuelvo a acercarme impulsado como por un resorte
invisible, sus labios húmedos llaman a mis labios que
no se quieren detener, ella me toma suavemente por la cabeza
y me acerca, confundiéndonos en un largo beso apasionado
lleno de mil deseos, mientras acaricio con mis manos su terso
cuello...mi órgano sexual empieza a dar muestras de estar
vivo. Su respiración se hace cada vez más fuerte,
lanza su cálido aliento sobre el lóbulo de mi oreja,
la toma entre sus labios y la lame apasionadamente. Me estremezco,
ahora me siento poseído, completamente suyo... Acaricio
con mi mano por entre sus turgentes senos rozándolos ligeramente,
continúo hasta su ombligo recorriéndolo con deleite
como buscando algo...me acerco peligrosamente a su sexo. Ella
levanta su pubis intuyendo mi aproximación, como indicándome
que todavía no es el momento.... otro más tal vez
de los artilugio para atraparme definitivamente en sus redes,
pero todo esto me está provocando un placer muy intenso
que no puedo resistir. Continúo recorriendo su piel con
mis dedos, que empiezan a palpar la tibia humedad que escurre
de su sexo que palpita como un corazón desbocado. Ella
empieza a dar signos evidentes de necesitar algo más que
unas locas caricias y lanza un gemido dubitativo, como un grito
de hiena. Nuestras respiraciones se hacen cada vez más
fuertes y rápidas. Nos besamos eufóricamente, vez
tras vez, en silencio, mientras que nuestros cuerpos empiezan
a convulsionar de auténtico delirio, le despojo lentamente
de su pijama de seda, mientras ella hace lo propio velozmente
con sus bragas, la tiendo sobre el tálamo matrimonial
y observo entre obnubilado y perplejo su hermoso cuerpo desnudo.
Mientras tanto el profesor, vivamente contrariado por los acontecimientos,
no hallaba que hacer. Estaba seguro que la hechicera sabia de
su permanencia en la parte trasera del domo, y trataba de enviarme
algunos mensajes telepáticos que me sacaran de mi deslumbramiento,
de mi claro arrebato de lujuria.
Pero estaba siendo poseído por una fuerza infinita que
me mantenía inmerso en aquellas aguas eróticas
de lascivia, pero a decir verdad lo estaba disfrutando.
¿Como no disfrutar el roce de aquellas carnes turgentes
y exquisitas? El día que conocí a la Sra. Potter,
a pesar de su apariencia regordeta y maternal, transpiraba este
halito soterrado de lujuria, porque lo percibí de manera
subliminal sin darme cuenta explicita, pero estoy seguro que
lo sentí.
Empiezo a jadear de pura excitación...de repente nuestros
cuerpos convulsionan ferozmente y terminan con en el más
absoluto estallido de placer...las extremidades tiemblan, los
músculos se tensionan para soportar ese bárbaro
embate del orgasmo...y durante más de un minuto la sensación
perdura sin que ambos podamos dejar de convulsionar... Al cabo
de un rato, sentada ella sobre mí, relajada y satisfecha,
empieza a notar algo duro en su espalda... me mira y sonríe...Se
pone encima de mi, y empieza a restregarse sobre mi cuerpo...
Sus pechos suben y bajan grácil mente al ritmo impuesto
por esta soberana diosa. Mientras me clava sus afiladas uñas
en el pecho, se mueve girando lentamente las caderas en círculos,
echa la cabeza hacia atrás y hacia delante, y me mira
con cara de querer terminar conmigo... Su cuerpo desnudo, iluminado
por la fría luz de la luna de cartón corrugado
que penetra por la ventana, adquiere un aspecto mágico
y de su plexo solar comienza a brotar un haz de rayos multicolores
que invaden con sus reflejos iridiscentes la habitación.
Ahora ya no quiero continuar, aquel orgasmo cósmico me
devolvió a la situación y ya no quiero evadirme
de la realidad. Quien permanece enajenada aún en ese viaje
de placer incontenible es la bella hechicera. Ya no le pido al
tiempo que siga su curso, sino que se detenga aunque sólo
sea un instante sin tiempo ni medida en el mas puro infinito
para copular eternamente sobre el cuerpo perfecto de esa diosa
de fuego.
Al ver terminada la operación, mi compañero profesor
volvió hacia la parte delantera de la casa y, apilando
unos montones de broza sintética contra la puerta sin
atender a mis protestas, pegó fuego al edificio.
Solo atiné a salir corriendo despavorido ante la inminente
deflagración, un vago sentido de congoja me invadió
al dejar en el abandono aquella hermosa mujer absorta, poseída
de lujuria, contorsionándose ensimismada en sus asuntos.
Luego volvió Mr. Pink a la ventana para vigilar a la mujer,
y me explicó que sólo el fuego, purificador por
excelencia, podía destruir esa fuerza elemental, pero
que esperaba poder salvar de sus garras a la señora Potter.
-Quizá sería mejor que no mirara, Señor
de la luz.
No le hice caso. Ojalá se lo hubiera hecho... ¡y
me habría evitado las pesadillas que perturban mi descanso
hasta el día de hoy y creo que hasta mi muerte! Me asomé
a la ventana por detrás de él y presencié
lo que sucedía en el interior. El humo del fuego estaba
empezando a penetrar en la casa. La señora Potter -o la
monstruosa entidad que animaba aquel cuerpo hermoso- dio un salto,
buscando la salida por la puerta trasera, al encontrarse con
el talismán retrocedió a la ventana, se retiró,
y volvió al centro de la habitación, entre la mesa
y la chimenea aún apagada. Allí cayó al
suelo, jadeando y retorciéndose.
La habitación se fue llenando poco a poco de un humo que
oscurecía la amarillenta luz de la lámpara, impidiendo
ver con absoluta claridad. Pero no ocultó por completo
la escena de aquella terrible lucha que se desarrollaba en el
suelo. La señora Potter se debatía en las convulsiones
de la agonía y, lentamente, comenzó a tomar consistencia
una forma brumosa, transparente, apenas visible en el aire cargado
de humo. Era una masa amorfa, increíblemente horrible,
palpitante y temblona como de gelatina, cubierta de tentáculos
viscosos. Aún a través del cristal de la ventana,
sentí su inteligencia inexorable, su frialdad incluso
física. Aquella cosa se elevaba como una evaporación
del cuerpo ya inmóvil de la señora Potter; luego
se escurrió hacia la chimenea, escapándose por
allí como una exhalación!
- ¡La chimenea! -gritó el profesor Mr. Pink, y cayó
al suelo.
En la noche apacible, saliendo por el buitrón de la chimenea,
comenzó a desparramarse una negrura, como un humo denso
y macilento, que no tardó en concentrarse nuevamente.
Y de pronto, la inmensa sombra negra salió disparada hacia
lo alto, al infinito negro donde nuestra luz no alcanza, mas
allá de las estrellas, en dirección a la constelación
del cerbero, de donde el viejo Hechicero Potter la había
sustraído con sus sortilegios de alquimista para que habitara
en él. Así abandonó la entidad el aquelarre
del los hechiceros, lugar donde moró durante muchos milenios
compartiendo la vida del viejo Potter, y sus descendientes, que
le proporcionaron un nuevo cuerpo en que alojarse y permanecer
sobre la faz de Tlatilco.
Nos las arreglamos para sacar a la verdadera señora Potter
fuera de la casa. Se encontraba muy débil, ennegrecida
por el hollín de la refriega que se desprendió
del fuego purificador, pero viva.
No hace falta detallar el resto de los acontecimientos de esa
noche. Basta saber que el profesor Mr. Pink esperó a que
el fuego hubiera consumido la casa, y recogió luego su
colección de piedras estrelladas. La familia Potter, una
vez liberada de aquella maldición del aquelarre de los
hechiceros, decidió partir y no volver jamás por
aquel lugar de posesos. En cuanto a Harry, antes de despertar,
habló en sueños de «los grandes vientos que
azotan y despedazan» y de «un lugar paradisíaco,
una islote orbital que gravita como una luna artificial del planeta
Mercurio, donde el hombre espera ansioso el día que comience
a germinar de nuevo la naturaleza y el hombre retorne por sus
fueros. Allí en esta luna de mercurio habitarán
venturosos los Potter mientras vivan».
Nunca he tenido valor para preguntarme qué fue en realidad
lo que el viejo Hechicero Potter bajó de los confines
de las tinieblas, más allá de las estrellas. Pero
sé que intentar dilucidarlo implica penetrar los máximos
secretos herméticos de los alquimistas, compilados en
el libro cabalístico de inmortal Ben Jálame Lamí
durante el reinado del gran Gato Sagrado, que es preferible no
desentrañar y de cuya existencia jamás me habría
enterado, de no haber participado un día por azar en la
Sala de Escritores de la ciudadela orbital de Lucentum en el
lejano planetoide de Tlatilco, de la que estoy muy orgulloso
de colaborar y que me ha dejado en el espíritu una huella
imborrable para siempre.
FIN
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