"El Aquelarre de los Hechiceros."

La Sala de Escritores lindaba con una región semi salvaje situada al poniente de Lucentum, ciudad de la luz, que aun no se encontraba en los mapamundis ni cartogramas del nuevo espacio conquistado. Se alzaba la ciudadela en el centro de una pequeña enredadera de finas telarañas concéntricas, algunos despojos galácticos y uno o dos ciborgs inertes que sobrevolaban impávidos y monótonos por el espacio interestelar. La astro-carretera hologramada conducía por un lado a la ciudad de la luz, y por el otro se perdía en los oscuros y espectrales confines del tenebroso averno sideral.

Cuando la Maga Marién tomó posesión por derecho propio de su cargo de rectora ad-honorem, a primeros de nisán de año 3666 de la nueva era de la epómina Binah, pitonisa de Aquarius que ante la muerte inesperada del Gran Gato Sagrado, Mesías admirable de los finales de la era cristiana, se erigió en el lábaro de las huestes gatúbelas. que su tesón de organizadora y líder innegable de causas sagradas, la llevó a conducir lo que quedaba de la defenestrada raza humanoide a la evacuación del planeta moribundo, llevándola de la mano, como un nuevo moisés, hacia esa pequeña parcela del espectro electromagnético en el reino de la luz. Lucentum se extiende desde las 200 a las 755 mega miríadas en el desolado espacio exterior.

La Hiperestructura de la escuela me pareció realmente encantadora y nostálgica, algo semejante a los dibujos clásicos con que nos quisieron demostrar la egregia belleza las academias griegas donde enseñaron Platón y Aristóteles, a pesar que no pertenecía a ningún orden ancestral arquitectónico y que era exactamente igual a miles de otras escuelas de la nueva superestación orbital que circunvolaba el derruido globo terráqueo. La edificación estaba construida en polimetil-metacrilato, tradicional, pintada de colores infrarrojos para evitar la contaminación radiactiva, resplandeciente, en medio de los árboles plastigenos que la rodeaban.

Era ya por entonces una construcción revejida. Sin duda estará hoy abandonada o derruida. Actualmente, la comisión interplanetaria para el control y administración escolar dispone de muchos más fondos, pero en aquel entonces, las subvenciones eran un tanto, por no decir del todo, miserables y se escatimaba todo cuanto se podía en aras de la regeneración de la estirpe devastada. Cuando entró a enseñar la lúcida Marién, todavía se usaban, como manuales de texto, las ediciones publicadas antes de empezar la nueva era de Binah, cuando los libros todavía no se fabricaban en chips de bauxita que se insertan en el cielo del paladar justamente bajo la glándula pituitaria, llamada también glándula maestra, activando así los nervios craneanos que asimilan los imperceptibles impulsos eléctricos que conllevan las hileras de propulsiones binarias o códigos de letras que se van depositando en la zona de almacenamiento del cerebro.
Al asumir el cargo Marién, la sala de escritores tenía veintisiete alumnos, ahora sobrepasan el medio millar, entre ellos puedo citar algunos varios de los mas prominentes: Mim3148, betros2, antrix20, Mar, Jan Hui, Amarie_Sindamelwen, la controversial luciferdela, Darina_Silverstone, yprum_jj, «Cr욆ࣕÅmßår», Anaella2, la desconocida Argonauta, la inclemente progreseña abanderada adalid de sus propias epopeyas.... y también un tal Harry Potter.

No puedo recordar ahora por qué exactamente me llamó la atención Harry Potter. Era un muchacho con la cara manchada de salpicaduras de chocolate, medio atolondrado, pero muy intuitivo y tenaz a la hora de las aventuras, para su edad, era algo adelantado, de cara alargada y tez rojiza como el color melocotón de mirada fija y profunda, y un cabello fuego, espeso, desgreñado. Sus ojos siempre me miraban con una persistencia que al principio me dejaba perplejo, pero que finalmente me hizo sentir extrañamente hipnotizado, era el amigo entrañable de todas las travesuras de la hechicera Mim a pesar de su mal llamada ingenuidad. Estaba en el quinto grado de las letras mayúsculas, y no tardé mucho en descubrir que podría pasar al séptimo o al octavo con gran facilidad, pero que no hacía ningún esfuerzo por conseguirlo. Daba la impresión de que se limitaba a tolerar a sus amigos compañeros, los cuales, por su parte, le respetaban, no por afecto, sino más bien por el aura de superioridad que emanaba de aquella minúscula fisonomía que se agigantaba cuando entraba en letras. Muy pronto comencé a darme cuenta de que este extraño muchacho me trataba con una divertida tolerancia que no encontraba en mis demás condiscípulos.

Tal vez era su forma de mirar los interiores del alma humana, lo que inevitablemente me llevó a vigilarle con disimulo en la medida que lo percibía en el desarrollo de sus actividades clandestinas, siempre en medio de la clase, cuando Marién entonaba las preclaras armonías de los antiguos clásicos. Así fue como llegué a advertir un hecho vagamente inquietante: de cuando en cuando Harry Potter respondía a un estímulo de mis sentidos que no llegaba a dilucidar con claridad, y reaccionaba exactamente cuando mentalmente lo llamaba; se despabilaba entonces, se ponía alerta, y adoptaba la misma actitud que los animales cuando advierten ruidos imperceptibles para el oído humano.

Cada vez más intrigado, aproveché la primera ocasión para preguntar sobre él. Uno de los chicos mas adelantados del octavo grado, Vargas Duarte, solía quedarse después de terminar la clase y ayudar a la Maga Marién a recoger la pila de libros degustados durante la cena del espíritu.

Pregreseña, como siempre maquiavélica, me dijo una tarde, cuando todos se habían marchado. - observo que nunca tomas en cuenta a Harry Potter, hasta lo miras con recelo ¿Por qué?

Me miró con cierta desconfianza. Reflexioné antes de encoger los hombros para contestar.

-¿por que lo dices?.

-¿En qué sentido?

¡Olvídalo! respondió, algo sorprendida, pero maliciosa.

Parecía contestar de mala gana, pero a fuerza de preguntas conseguí sacarle alguna información. Los Potter eran familia directa de Mim de quien habían heredado la imaginación vivían hacia el interior, en las colinas boscosas de los extramuros de la base orbital, cerca de una desviación casi abandonada de la supercarretera que atraviesa aquella zona alienígena selvática. Su domo de cristal ambarino estaba situado en un pequeño valle, conocido en la localidad como “el aquelarre de los hechiceros” y que Progreseña describió como «un sitio raro». La familia constaba de cuatro miembros: Harry, una hermana mayor que él y los padres. No se «mezclaban» con la demás gente del distrito, ni siquiera con los Silverston, que eran sus vecinos más cercanos y vivían a menos una miríada de la escuela y a unos tres de “el aquelarre de los hechiceros”. Ambas granjas estaban separadas por el bosque sintético.

No pudo -o no quiso- decirme más.

Una semana después, pedí a Harry Potter que se quedara al terminar la clase. Asintió con la cabeza, nunca dirigía la palabra como no fuera para declamar alguna de sus poéticas inspiraciones, no puso ninguna objeción, como si mi petición fuera lo más natural. Tan pronto como los demás se hubieron marchado, se acercó a mi mesa y esperó de pie, callado con sus ojos melocotón expectantes, fijos en mí, y una sombra de sonrisa petrificada en sus labios turgentes.

-He estado examinando tus presentimientos, Harry -dije-, y me parece que con un pequeño esfuerzo podríamos entablar una charla conceptual paranormal..., quizá incluso transmutar nuestros pensamientos el un fluido de energía mental. ¿No te gustaría hacer ese esfuerzo?

Se encogió de hombros, no pronuncio una sola palabra, pero de sus ojos saltaron chispas en las que presentí una respuesta afirmativa

-¿Qué piensas hacer cuando dejes la Sala?

Se encogió de hombros nuevamente.

-¿Vas a ir al Instituto superior de Alquimistas cerebrales de la constelación de la Ferriere?

Me examinó con unos ojos que parecían haber adquirido súbitamente una agudeza penetrante; había aparecido de pronto una luz de confianza en el fondo de su gélida mirada.
Y por primera vez escuche el dulce tintineo de sus cuerdas bucales al dirigirme un concierto de armoniosas palabras como cuando recitaba sus tresillos.

-Señor, estoy aquí en esta Sala porque no hay una ley que dice que tengo que estar -contestó-. Ninguna ley dice tampoco que tengo que ir al Instituto superior.

-Pero, ¿no te interesaría? Respondí extrañado y contrito.

-No importa lo que me interesa. Lo que cuenta es lo que mi hado requiere.
-Bien, y que es lo que le interesa a su hado -repliqué. -Vamos. Te llevaré a casa-.

Por un instante, apareció en su expresión una leve sombra de alarma, aquel chico de hierro había mostrado algo de su indefensión, pero unos segundos después la disipó, estiro el cuello como una oca relamida, dando paso a ese aspecto de letargo vigilante tan característico en él. Se volvió a encoger de hombros y permaneció de pie, hierático, esperando, mientras guardaba yo mis chips de poesía medieval y demás papelotes electrónicos en el magmawallet que habitualmente llevaba conmigo y que vino a reemplazar los antiguos portafolios de piel de lagarto. Luego caminó dócilmente a mi lado hasta el módulo gravitacional y subió, mirándome con una sonrisa de inequívoca superioridad.

Ajuste los dispositivos de seguridad a las ondas de mi radar: 1347 y 2402 megaciclos, este sencillo procedimientos anulaba la posibilidad de localización electromagnética del modulo. Mientras, comencé a elevarlo a unos 800 pies de la superficie, punto ideal para la inmediata fase de inversión de masa.
La membrana que cubría el blindaje exterior de las cunas (como denominábamos los asientos de los tripulantes) debía provocar una leve incandescencia artificial por efectos del roce del titanio con el fluido del aire.
Nos fuimos internando ganado velocidad en el bosque sintético que conducía al domo de los Potter; íbamos en silencio, disfrutando de los arreboles multicolores de las lunar artificiales que rodeaban el planetoide, o mejor, el hueco negro lo que un día fue la tierra. Porque ahora se proyectaba como un despojo árido de lo que alguna vez fuera una fértil esfera de verde naturaleza, tachonada de selvas frondosas y azules mares. Ahora se le veía inmensa y macilenta en el horizonte, con la forma de un anillo irregular y gigantesco de cartón corrugado del color de la arcilla, pálida y sin brillo. Ni siquiera el astro rey con todo su poder lograba reflejar sus haces sobre su descarnada y mustia superficie.
El paisaje viajaba raudo a nuestro lado, a la velocidad fotónica de 10 mach que registraba nuestro astrolabio, muy en armonía con la melancólica tristeza que se iba apoderando de mí al entrar en la región de las colinas tridimensionales que circundaban el espurio paisaje. Los árboles se ceñían a la supercarretera y cuanto más nos adentrábamos, más sombrío se volvía el boscaje (tanto quizá porque estábamos a últimos días del mes de Ehecatzin como por la espesura endrina cada vez mayor de la arboleda). traspasamos unos claros relativamente pequeños y ralos de plastígenos, colocados sistemáticamente por los científicos-arquitectos de la nueva civilización, con la finalidad de crear espacios abiertos donde pudieran provocarse las automáticas incandescencias que eliminasen cualquier especie de germen vivo que pudieran penetrar los Swiveles que protegían la atmósfera creada por la mano del protohombre.
Nos fuimos sumergiendo más y más en un bosque de medusas espongiformes; y finalmente nos desviamos por un camino vecinal -poco más largo que una miríada- que me señaló Harry en silencio, comenzamos a rodar por entre enormes árboles viejísimos traídos de la amazonía, extrañamente deformados. Tenía que conducir el modulo con precaución; el campo de energía producido por la desaceleración debería realizarse indefectiblemente a mas de 400 pies de altura, para evitar soasar el tapiz de vegetación artificial. Invertí de nuevo los campos de masa y fuimos descendiendo lentamente como sobre un colchón de espuma.
Nos desatamos de las cunas sin ningún comentario y salimos del modulo algo aturdidos por las ultimas explosiones de radiación iónica, que se producen al precipitarse el gas exterior en el vació dejado por la de estela moléculas disipadas y que en términos aeronáuticos se conoce como un “Bang Sónico”.
El camino era tan poco transitado que la maleza estratosférica lo invadía por ambos lados. Y, cosa extraña, a pesar de mis estudios de botánica quántica, aquellas plantas residuales me resultaban por entero desconocidas, aunque me pareció observar que había algunas similares a las desaparecidas preciosas saxífragas que presentaban una curiosa y bella mutación. De pronto, inesperadamente, desembocamos en el cercado lasérico de la casa de los Potter.

El sol se había ocultado de tristeza tras la muralla de árboles espongiformes y el domo ambarino estaba sumido por entero a la luz de crepúsculo. Un hermoso efecto doppler similar al de un arco iris gaseoso y desvanecido. Más allá, valle arriba, se entendían unos pocos campos de hidropónicos, tal vez cuidados por el padre de Harry. En uno había lo que podía entenderse como una especie de maíz híbrido; en otro, rastrojo cósmico; en otro, descomunales calabazas frondosas de umbría.
El domo propiamente dicho era bello pero tenebroso; estaba casi en ruinas cristalinas y tenía un altillo que ocupaba la mitad de la segunda planta, un tejado abuhardillado, y postigos en los que podríamos denominar como ventanales; sus dependencias, frías y desmanteladas, parecían no haber sido usadas jamás. La granja entera parecía abandonada a su suerte. Las únicas señales de vida consistían en unas cuantas gallinas electrónicas que escarbaban la tierra sin descanso detrás de la casa.

Si no hubiera sido porque el camino que habíamos tomado terminaba aquí, habría puesto en duda que ésta fuera la casa de los Potter. Harry me lanzó una mirada como tratando de adivinar mis furtivos pensamientos. Luego saltó con ligereza al porche, dejándome que le siguiera.

Entró en la casa delante de mí. Oí que me anunciaba mentalmente.

-Aquí está el señor de la luz, el maestro que resguarda la cofradía de los escribidores de la gran Marién.

No hubo respuesta.

Luego, de repente, me hallé levitando hacia una habitación -iluminada tan sólo por una antigua lámpara de petróleo,- donde se hallaban los otros tres Potter. El padre era un hombre esbelto, alto, de hombros caídos y pelo gris, que no tendría más de cincuenta años, pero con aspecto de ser muchísimo más viejo, no tanto física como psíquicamente. Imaginé que era a causa de las calamidades de la regeneración. La madre estaba bien entrada en carnes, pero irradiaba sensualidad y una coquetería que no disimulaba y la chica, alta y delgada, tenía el mismo aire avisado y expectante que había observado en el hermano.

Harry hizo las presentaciones con una venia de cabeza, y los cuatro permanecieron a la espera de que yo replicase lo que tuviera que decir; me dio la impresión de que su actitud era un tanto incómoda, como si desearan que terminase pronto y me fuera.

-Quería hablarles sobre Harry -dije-. Veo grandes aptitudes sicocinéticas bastante avanzadas en él, y creo que podría adelantar un grado o dos, si decidiera estudiar un poco más acerca de la cábala y los papiros cuneiformes de Hermes Trimesgisto.

Mis palabras no obtuvieron respuesta alguna, Y continué.

-Estoy convencido de que tiene suficientes conocimientos y bastante capacidad para estar en octavo grado de iniciación -dije, y me callé.

-Si estuviera en octavo grado -dijo el padre-, tendría que ir al Instituto superior, por causa de la edad tal vez no lo acepten, es la ley. Me lo han dicho.

Me vino a la memoria lo que Progreseña me había dicho del extraño aislamiento de los Potter y, mientras escuchaba las razones del viejo cibernauta, me di cuenta de que toda la familia se hallaba tensa y de que su actitud había variado imperceptiblemente. En el momento en que el padre dejó de hablar, se restableció una uniformidad singular: era como si los cuatro estuvieran de acuerdo escuchando mi voz interior. Aunque dudo que se enteraran siquiera de mis palabras soterradas de protesta, porque de seguro me lo habrían impugnado.

-No pueden esperar que un muchacho inteligente como Harry se recluya indefinidamente en un lugar como éste -dije por último.

-Aquí siempre ha estado bien y seguirá estando bien -replicó el viejo Potter-. Además, ahora usted es de los nuestros. Y esperamos no vaya por ahí hablando de nosotros, Señor de la luz, lo expresó sardónicamente.

En su voz había una nota de amenaza que me dejó asombrado. Al mismo tiempo no logré entender el claro significado de sus palabras. Cada vez se me hacía más patente la atmósfera de hostilidad, que presentía no provenía tanto de ellos como del ambiente que dominaba por entero la estancia.

Pareciera como si la atmósfera estuviera impregnada de algún vaho manido que propulsaba la temperatura interna corporal de los visitantes. Pues sentí de pronto que me sofocaba dentro de mi traje antigravedad que denominábamos “piel de dragón” y que mediante un proceso intrínseco de micro pulverización, cubría el cuerpo desnudo del explorador. La piel era rociada primero con una serie de distintos aerosoles protectores formando una epidermis artificial y milimétrica, capaz de proteger zonas vitales tanto de una agresión mecánica como bacteriológica. “La piel de dragón”, de coloración irisada y escamada, de naturaleza irrompible y de gran elasticidad, cubría desde los talones de Aquiles hasta áreas superiores del cuello que protegen ambas arterias carótidas. Este eficaz traje protector puede resistir a la manera de los descontinuados chalecos antibala, impactos como el de un proyectil (calibre 38 americano) o un rayo láser o una micro bomba atómica de 100 megatones a 10 pies de distancia, sin interrumpir por ello el proceso de transpiración biológica y evitando la filtración a través de sus poros de agentes químicos o bacteriológicos. Este traje fascinante había sido desarrollado en la tierra por la Nasa durante la operación Marco Polo, cuando por primera vez los terrícolas, viendo desmenuzarse su planeta a pedazos pusieron todo su empeño en construir el planetoide artificial de Tlatilco en honor al primer asentamiento zapoteca 1500 años antes de la era cristiana y 18.500 años después del primer vestigio de vida humana en el ABRA en las explayadas sabanas esmeraldíferas de Bacatá.

-Gracias -dije-. Ya me voy. Acusado por un vago e insospechado temor repentino

Di media vuelta y salí velozmente. Harry me siguió los pasos apresuradamente. Una vez fuera, me dijo con suavidad:

-No debe usted hablar de nosotros, señor de la luz. Papá se pone como loco cuando descubre que hablan de él. Usted le preguntó a Progreseña.

Me quedé de una sola pieza. Con un pie ya en el estribo del modulo, me volví y le pregunté:

-¿Te lo ha dicho él?

Movió la cabeza afirmativamente.

-Fue usted, Señor de la luz -dijo al tiempo que retrocedía.
¿Cómo habría sabido el viejo Potter de mi conversación con Progreseña? Y antes que pudiera yo abrir la boca otra vez, se había metido en el domo de ámbar como una flecha.

Por algunos instantes, permanecí descontrolado e indeciso, Mirando atónito las huellas de los pasos dejados por Harry sobre el silicio de la superficie del suelo. Pero no tardé en reaccionar. Súbitamente, bajo la luz irisada del crepúsculo Tlatilcense, el domo adquirió un aspecto severamente amenazador y todos los árboles espongiformes del contorno parecieron estar esperando el momento de doblarse hacia mí para absorberme sin remedio. En verdad, percibí un susurro, como el rumor de una brisa helada sobrevolando en todo el bosque, aunque no soplaba aire de ninguna clase, y me vino del interior del domo una oleada de malevolencia que me hirió como una bofetada. Me metí como pude en el módulo. Invertí de nuevo los campos de masa buscando despegar lo mas rápidamente y me alejé, sintiendo aún en la nuca aquella impresión inequívoca de malignidad, como el aliento quemante de un yeti perseguidor.

Llegué a mi aparta-domo en las colinas de lucentum en un estado de gran agitación y sobresalto. Allí, meditando lo que había pasado, decidí que había sufrido una influencia psíquica supremamente perturbadora. No cabía otra explicación. Tenía el convencimiento de que me había arrojado ciegamente a unas aguas mucho más profundas de lo que imaginaba, y lo auténticamente inesperado de esta vivencia angustiosa me la hacía aun más estremecedora. No pude consumir el potaje de proteínas y aminoácidos que eran el alimento cotidiano, solo logre apurar el brebaje de orina reciclada para calmar la sed, preguntándome qué estaba pasando en aquel paraje insólito “el aquelarre de los hechiceros”, qué efecto molecular o que proceso parasomático mantenía aquella familia tan sólidamente unida mentalmente, qué extraña fuerza la ataba con tanto arraigo a aquel paraje, y qué mala influencia sofocaba en un muchacho tan prometedor como Harry Potter incluso al más fugaz deseo de abandonar aquel valle sombrío y salir a un mundo más luminoso y alegre.

Durante la mayor parte de la noche estuve dando vueltas en mi cubiculo sin poder conciliar el sueño, lleno de temores innominados e inexplicables; y cuando por fin me dormí, mi sueño se vio invadido por las figuras fantasmales de pesadillas espantosas, en las que se me representaban unos seres infinitamente ajenos y contrahechos a toda humana fantasía, tenían lugar los hechos mas horrendos, lagunas hirvientes de sangre de impúberes a donde iban a lavar sus genitales las hetairas infernales, mientras sumergían asidos de los talones a los neonatos que chillaban sin descanso, mientras unos nefastos tigres marinos, que se disputaban violentamente sus presas, devoraban sus vísceras a tarascazos. Cuando desperté, a la mañana siguiente, experimenté la sensación de haber rozado un submundo totalmente extraño al mundo de los humanos.

Me apresure temprano como nunca en llegar a la Sala de Escritores, pero Progreseña estaba ya allí. Sus ojos me miraron con obcecado reproche. No comprendí de momento lo que había sucedido para provocar esa actitud en una alumna normalmente tan escrupulosa y displicente.

-No debía haberle dicho a Harry Potter que hablamos de él -dijo con una especie de desdichada resignación.

-No lo hice, Progreseña.

-Lo que sé es que yo no fui; de modo que tiene que haber sido usted -dijo, y añadió- Esta noche han muerto seis de nuestros cárnicos. Se les ha hundido anoche encima el cobertizo donde estaban, amanecieron con las entrañas devoradas y como si hubieran sido sumergidas en un piélago de sangre.

De momento me quedé tan aturdido que no pude replicar.

-Algún intempestivo... –comencé a decir, pero me cortó en seguida.

-No ha habido viento esta noche, señor de la luz. Y las vacas murieron devoradas.

-No pensarás que los Potter tienen que ver con eso, Progreseña -exclamé.

Me lanzó una brutal mirada de impaciencia, como quien sabe que debería saber pero no comprende y no dijo más.

Esta noticia me pareció aún más alarmante que la experiencia de la tarde anterior. Por lo menos Progreseña estaba convencida de que había una relación entre nuestra conversación sobre la familia Potter y la pérdida de la media docena de cárnicos. Y estaba tan hondamente convencida de ello, que de antemano se veía que nada en el mundo lograría disuadirla.

Cuando entró Harry Potter a la sala, traté inútilmente de descubrir en él algún cambio de aspecto o comportamiento desde la última vez que lo dejé cuando entró en su domo.

De mal en peor, concluí aquella jornada de poemas y cánticos juglares. Inmediatamente después de concluir, me marché apresuradamente a Lucentum y me dirigí a las oficinas de latinissima Gaceta Informativa, cuyo redactor jefe, como miembro del Consejo de Educación del Distrito de la ciudadela de lucentum, se había portado muy amablemente conmigo ayudándome a encontrar un alojamiento, cuando vine de las tinieblas exteriores. Era un hombre de casi setenta años y pensé tal vez podría ayudarme en mis indagaciones.

Mi cara debía reflejar el estado de angustia y agitación porque, nada más entrar, levantó las cejas y dijo:

-¿Qué le pasa, señor de la luz?

Traté de disimular, toda vez que nada en concreto podía explicarle, y visto a la fría luz del día, lo que tenía que contar parecería una locura a cualquier persona sensata. Dije solamente:

-Me gustaría saber algo sobre la familia de los Potter, que vive en el aquelarre de los hechiceros, al oeste de la Sala de escritores en medio del bosque de plastígenos.

Me lanzó una mirada enigmática.

-¿No ha oído hablar nunca del viejo Hechicero Potter? -preguntó, y antes de que pudiera contestar, prosiguió-. No, naturalmente. Usted es de las tinieblas exteriores. Difícilmente podría esperarse que por allá puedan enterarse de lo que ocurre en esta apartada región de Lucentum. Pues verá: el viejo vivía antes en el pabellón de los iluminados, él solo. Era ya bastante viejo cuando yo lo vi por primera vez. Y estos Potter de ahora eran unos familiares lejanos que vivían entonces en el valle de los espectros. Heredaron la propiedad y vinieron a establecerse ahí cuando murió el Hechicero Potter.

-Pero, ¿qué sabe usted de ellos? -insistí.

-Nada, lo que todo el mundo -dijo-. Que cuando vinieron eran gente muy afable. Que ahora no hablan con nadie, que no salen casi nunca... y muchas habladurías sobre animaliodes que aparecen sacrificados sin violencia aparente, que se extravían, que vuelan raudos por los aires para estrellarse violentamente contra los muros de las viejas fortificaciones del aquelarre y cosas así.
De esta forma siguió desmenuzando nuestra conversación, en el curso de la cual lo sometí a un verdadero interrogatorio.
Y así fue cómo escuché una mezcla desconcertante de leyendas, alusiones, relatos inverosímiles contados a pedazos, y sucesos totalmente incomprensibles para mí. Lo que parecía indiscutible era que había un lejano parentesco entre el viejo Hechicero Potter y una tal Bruja Dunejz que vivió varios milenios cerca de el valle de los espectros, «una tipeja extraña de rara calaña» pero de una inteligencia sobrenatural desconcertante, según mi amigo el redactor en jefe. También parecía indudable que el viejo Hechicero Potter había llevado siempre una vida solitaria, que había alcanzado una edad avanzadísima en años luz y que un día desapareció dejando la heredad en manos de sus sucesores los nuevos Potter. Las últimas especulaciones se encaminaban a creer que Harry podía ser la nueva versión reencauchada del abuelo. Y otra cosa muy cierta era que la gente solía evitar el paso por el aquelarre de los hechiceros. Lo que en verdad parecía pura fantasía eran las supersticiones relacionadas con esa familia. Se decía que el Hechicero Potter había «invocado algún semidiós mítico, al Gato Sagrado que bajó del cielo y vivió con él o en él hasta su descarnación» y que un viajero extraviado, hallado en estado agónico en las estribaciones de las mesetas demoninas que bordean el camino vecinal que conduce a la granja de los Potter, había dicho en sus últimas ansias algo así como que «una cosa melífica con tentáculos... un chupacabras pegajoso, de gelatina, con ventosas en los tentáculos» salió del bosque y lo atacó. Mi amigo me contó varias historias más de otros desafortunados que tuvieron encuentros con aquella bestia desconocida.

Cuando terminó, me escribió una nota para el bibliotecario de la Universidad de Betfagé, en la Petrópolis de la nueva Judea, a un par de cientos de miríadas de la cuidad de la luz y importante centro antropológico intergaláctico del planetoide de Tlatilco, donde se almacenaba y catalogaba toda información acerca de seres que fueron apareciendo en el espacio después de la apresurada evacuación de la tierra por causa del cataclismo final. Y me la tendió.

-Dígale que le facilite ese vademécum. Quizá le sirva de algo -encogió los hombros-, o tal vez no. La gente joven de hoy no se preocupa por nada, ni del trabajo, que pasó a ser un malo y vago recuerdo del pasado, actividad exclusiva de los cyborg slaves, modernísimos androides fabricados estrictamente para tareas especificas.

Sin detenerme a mi cena frugal, proseguí el camino hacia las investigaciones sobre un tema que, según presentía, me iba a ser de gran utilidad si quería ayudar a Harry Potter a encontrar una vida mejor, pues era esto, más que el deseo de satisfacer mi curiosidad, lo que me impulsaba. Me fui a Nueva Judea y, una vez en la Biblioteca de la Universidad del Betfagé, busqué al bibliotecario y le di la nota de mi amigo.

El anciano venerable me miró con suspicacia, y dijo:

-Espere aquí, Señor de la luz.

Y se fue con un manojo de llaves translucidas como de neón. Deduje, pues, que el libro aquel estaba guardado herméticamente bajo llave como un tesoro.

Esperé un largo tiempo que me pareció interminable. Comencé a sentir hambre entonces, y empezó a parecerme poco decorosa mi precipitación. En cuanto a la alimentación, en casos de viaje, los cibernautas disponemos de un dispositivo especial ubicado por un extremo en la región lumbar y por el otro, a un mecanismo sumamente frágil y sujeto al labio inferior. El tubo diminuto está preparado en el interior con una red de minúsculos cilios mecánicos que impulsan lentamente las cápsulas que encierran altos concentrados de proteína pura mezclada con propeptina y aminoácidos vitales. Estas cápsulas son de sección elípica y van protegidas por una delgadísima película gelatinosa muy soluble en la saliva. Como lo pueden haber adivinado los Burger king eran cosa del pasado.
Pero no obstante la larga espera en el cubícalo del anciano Bibliotecario, intuí que no había tiempo que perder, aunque no sabía exactamente qué catástrofe me proponía impedir. Finalmente, subió el venerable, portando entre sus brazos un volumen antiguo que no había podido ser compilado jamás en los modernos chips. Era un libraco pesado y voluminoso con una cubierta raída de piel alabastrina que le daba el toque mágico, y lo colocó en un pequeño atril de madera pulida de roble antiguo de esos de colección. El título del libro estaba en latín –Necromanticus Memorabilia-, aunque su autor era evidentemente árabe –Ben Jálame Lamí-, y su texto estaba escrito en un inglés arcaico.

Comencé a leer el libraco con un interés que pronto se fue convirtiendo en total ensoñación. El libro se refería a antiguas y extrañas razas invasoras de la Tierra, a grandes seres míticos llamados Dioses y a lugares Arquetípicos y otros Primordiales de exóticos nombres, como Nobilior, guerrero invasor de la antigua Numancia y las cuevas de Toquepala de la remota cultura Chiribaya, Itzamná, Dios Maya del cielo y Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, Gádir, que después se denominó Cádiz. Iberia, la ciudad habitada más antigua de toda Europa, Merlín el famoso mago de todas las generaciones y Asgard, lugar sagrado de los nórdicos. Mandinga, Itché y el gran Gato Sagrado de Valencia. Este último personaje mitológico me causó una ávida impresión. Recordaba por las leyendas típicas de los abuelos antes de la era cataclíptica, que Valencia se encontraba situada sobre una inmensa y paradisíaca costa blanca bañada por el mediterráneo, una extensa concentración de agua salada que dividía dos grandes masas de tierra o continentes como eran llamados por aquel entonces. Continué ensimismado en las lecturas y concluí de inmediato que todo ello se relacionaba con una especie de plan secreto para dominar la vieja Tierra. Y surgieron inesperadas y sorpresivas preguntas. ¿Qué tenían que ver aquellas leyendas del pasado con los Potter? Porqué si la tierra era cosa del pasado y ahora nos encontrábamos en otra era tecnológicamente superior, en otro sistema completamente diferente y a millones de miríadas del derruido planeta, ¿cómo era que estaban sucediendo fenómenos tan extraños en el aquelarre de los hechiceros?
Supuse de inmediato que al servicio de estos seres míticos estaban ciertos pueblos o gentes extrañas de nuestro planetoide: Leha Pareatis, Savinien de Cyrano, Amarïe_Sindamelwen, los Profundos de la nueva horda tribal y otros. Era el vademécum un libro repleto de ciencia cabalística y de hechizos. En él se relataba una gran batalla interplanetaria entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y cómo habían sobrevivido cultos y adeptos en lugares remotos y aislados de nuestro planetoide de Tlatilco, así como en otros planetoides menores hermanos. No comprendí la relación que podía haber entre esa jerigonza y el problema que a mí me preocupaba: la extraña e introvertida familia Potter, con su deseo de vivir en soledad y su forma antinatural de anticiparse al pensamiento.
Recordé entonces de un palmazo, como por una visión sorpresiva y momentánea que MIM1348, la asistente de la Maga Marién, descendía de antiguos aborígenes mediterráneos, hasta conservaba en sumo secreto la vieja costumbre de alimentarse con tortillas de patatas y mejunjes artificiales que ella llamaba graciosamente “Paella” y que algún día con gran sorpresa me reveló con denodado interés. Esa actitud osada y confidente me puso en conocimiento del alto grado de amistad que me prodigaba.
También me invito a beber en alguna noche de distracción, que por aquellos tiempos era un anatema, de un brebaje delicioso e hilarante al que le daba, con la gracias que caracterizaba aquella bruja chocarrera y explícita, el nombre de vinillo de jerez que le hacia estallar en estrepitosas carcajadas.

No sé cuánto tiempo estuve leyendo. Interrumpí al darme cuenta que no lejos de mi mesa, había un desconocido que no me quitaba el ojo de encima sino para ponerlo a mis espaldas, a lo lejos, sobre el abultado texto que yo leía. Cuando se vio descubierto, se me acercó y me dirigió la palabra.

-Perdóneme -dijo- pero, ¿qué interés puede- tener ese libro para un mentor adjunto de la Sala de Escritores?

-Eso me pregunto yo -contesté.

Se presentó como el celebérrimo profesor Mr Pink.

-Puedo afirmar -añadió- que me sé el libro ese prácticamente de memoria, me dijo en un tonillo altanero y prepotente. Con el tiempo pude darme cuenta que era su temperamento habitual de supermacho.

-Es un fárrago de supersticiones.

-¿Usted cree? – repliqué.

-Completamente.

-Entonces ha perdido usted la facultad de asombrarse. Dígame, señor de la luz, ¿por qué motivo ha pedido ese compendio?

Me quedé dudando ante aquel sórdido e irreverente personaje, pero el profesor Mr Pink a pesar de su extrema juventud me inspiraba confianza.

-Salgamos a dar una vuelta, si no le importa. Me invitó.

Y accedí con mucho gusto.
Devolví el libro a la biblioteca, entregándole en su propia mano al anciano venerable con cara de Nostradamus y me reuní con mi reciente amigo. Poco a poco, y lo mejor que pude, le hablé de lo que pasaba con Harry Potter, de el domo del aquelarre de los hechiceros, de mi extraña experiencia psíquica, e incluso del curioso incidente de los cárnicos de Progreseña. Escuchó hasta el final sin interrumpirme, lleno de interés. Por último, le expliqué que si investigaba acerca los supuestos fenómenos supersticiosos era únicamente por ayudar a mi alumno compañero.

-Si hubiese usted indagado un poco, estaría al corriente de los extraños acontecimientos que han tenido lugar en el valle de los espectros y en otros muchos parajes inciertos del mas allá... así como en Lucentum y en el aquelarre de los hechiceros-dijo Mr. Pink cuando hube terminado-. Mire usted en torno suyo: esas casonas antiguas del tiempos idos, sus ventanas cerradas hasta con postigos... ¡Cuántas cosas extrañas han sucedido en esas buhardillas! Nunca sabremos nada con certeza. En fin, dejemos a un lado los problemas de fe. No se necesita ver a la encarnación del mal para creer en él, ¿no le parece, señor de la luz? Me gustaría prestar un pequeño servicio a ese muchacho, si usted me lo permite.

-¡Naturalmente!

-Puede resultar peligroso... tanto para usted como para él.

-Por mí, no me importa, me aventuré a replicar sin pensarlo.

-L aseguro que para ese muchacho nada puede ser más peligroso que su situación actual, ni siquiera la muerte.

-Habla usted enigmáticamente, profesor Mr. Pink.

-Es mejor así, señor de la luz. Pero entremos... Esta es mi domicilio. Pase, por favor.

Entramos en una de aquellos domos espaciales de los que ya me había hecho referencia el profesor Mr. Pink. Las habitaciones estaban llenas de libros empolvados y antigüedades de todas clases, una verdadera joya, replica de las ancestrales casonas de la vieja tierra, y me dio la impresión de que me internaba en el rancio pasado. Mi anfitrión me condujo hasta su cuarto de estar, un estudio amplio, iluminado por una tea inmortal de esas que nunca se consumen, irradiando con plenitud todos los rincones del aposento. Había en medio del salón una mesa grande de patas talladas con figuras de dragones alados donde reposaba un sinfín de elementos cabalísticos y artificios de magia, un compás y un cuadrante, una ouija y un naipe español finamente ilustrado y del tamaño de las antiguas hojas de carta, que había sido transmutado para y por el, según su propio relato, del Gran Gato Sagrado, pontífice máximo de la orden de los templarios de la regeneración de la cual Mr. Pink era el nuevo profeta.
Había también sobre la mesa Un mapamundi muy antiguo de la época de los primeros cartogramas que mandara confeccionar el almirante de todos los océanos Americo Vespucci. Un incensario de bronce de donde emanaba un dulce aroma de mirra, un recipiente con hierbas varias que él mismo sembraba en macetas de malaquita y que pertenecían a especies extinguidas por la hecatombe. La hierbabuena y el ajenjo, la aromática albahaca y muchas astillas de canela de la india. Sobre un pequeño tapiz burdo tejido con ramas de junco y tachonado de elementos indígenistas de la desaparecida América del sur, reposaba un retrato, centrado en un marco nimbado de diáfanos diamantes azules, de la Maga Marién en clara actitud de adolescente enamorada, y sobre el un paral, a manera de solterón, en el extremo izquierdo del salón, muy cerca de la única ventana del recinto, se picoteaba las garras un precioso papagayo multicolor. El ave trepadora me trajo a la memoria las coloridas historias de infancia de la abuela, que fiel a la tradición luchaba por mantener viva en mí la sagrada vivencia de nuestro pasado terrenal. Vale decir que esa ave del paraíso fue la única que observé viva durante mi existencia, y que me lleno de admiración y desconsuelo por todas las cosas perdidas, que antes disfrutaban los mortales en la tierra y que la mano del hombre no supo valorar, para cambiarlas por un manojo de fríos circuitos en serie que si bien desterraron el trabajo manual de la vida del hombre, se llevaron consigo la alegría de vivir en directa alternación con la madre naturaleza.
Mr. Pink despejó una silla llena de libracos, me sacó de un empellón de mis ensoñaciones y me rogó que esperara mientras subía al segundo piso por una estrecha escalera de caracol.

No permaneció mucho tiempo ausente; ni siquiera me dio tiempo a asimilar completamente la curiosa atmósfera nigromante de la habitación. Cuando volvió, traía consigo unas piedras toscamente talladas como en un raro metaloide magnético en forma de estrellas de cinco puntas. Me puso cinco de ellas en las manos, que resplandecían como soles diminutos entibiándome suavemente la palma de la mano.

-Mañana, después de la clase, si asiste el joven Potter, arrégleselas usted para que toque una de ellas y fíjese bien en su reacción – me dijo-. Dos requisitos más: debe usted llevar siempre una encima, en todo momento; y segundo, debe apartar de su mente todo pensamiento sobre estas piedras astrales y sobre sus propósitos. Estos individuos son telépatas, poseen el don de leer los pensamientos.

Sobresaltado, recordé el reproche que me hizo Harry de haber hablado de su familia con Progreseña.

-¿No debo saber para qué son estas piedras? -pregunté.

-Siempre que sea capaz de poner entre paréntesis sus propias dudas -contestó, con una melancólica sonrisa-. Estas piedras son algunas de las muchas que ostentan el Sello de Nabucodonosor, que impide a los Primordiales huir de sus prisiones intrínsecas. Son los sellos primarios de los Dioses Arquetípicos.

-Profesor Mr. Pink, la edad de las supersticiones ha pasado -protesté.

-Señor de la luz..., el prodigio de la vida y sus misterios no pasarán jamás -replicó-. Si la piedra no significa nada, no tiene ningún poder. Si no tiene ningún poder, no podrá afectar al joven Potter y tampoco lo protegerá a usted.

-¿De qué?

-Del poder que se oculta tras ese aura maligna que usted percibió en el aquelarre de los hechiceros -contestó-. ¿O también era superstición? -sonrió-. No necesita contestar. Conozco su respuesta. Si sucede algo cuando usted ponga la piedra sobre el muchacho; ya no podrá él volver a su casa. Entonces deberá usted traérmelo aquí. ¿Trato hecho?

-Trato hecho -contesté.
NO pude dejar pasar por alto el detalle de la foto de mi ilustre protectora sobre la mesa de aquel enigmático personaje y me atreví a preguntarle: profesor por la foto veo que conoce usted a la maga Marién, usted sabe también que es la máxima autoridad en la Sala de escritores, pero, ¿porque ese foto en su mesa? ¿Que vínculos lo unen a ella?
El Profesor dibujando una tierna sonrisa sospechosa en sus labios, respondió. –Son cosas de los amores eternos, señor de la luz. Vaya usted con el gran arquitecto del universo-. Me fue diciendo mientras me llevaba asido del brazo hacia la puerta de salida.

El día siguiente fue interminable, no sólo por la inminencia del momento crítico, sino porque me resultaba extremadamente difícil mantener la mente en blanco ante la mirada inquisitiva de Harry Potter. Además, sentía más que nunca el aura de malignidad latente, que envolvía al inteligente muchacho, como una amenaza tangible, que a todas luces emanaba de la región salvaje oculta entre las sombrías colinas sintéticas del aquelarre de los hechiceros. Aunque lentas, pasaron las horas de clase y, justo antes de terminar la sesión de clarividencia poética, rogué a Harry Potter que esperara a que los demás se hubieran ido.

Y nuevamente accedió con ese aire condescendientemente inmaterial, casi indolente, que me hizo dudar si valía la pena «rescatarle» como tenía decidido en lo más hondo de mí mismo.

Pero no abandoné por ello mis propósitos. Había ocultado la piedra en una esquina oculta bajo el cojin de la cuna de mi módulo y, una vez que todos se hubieron marchado, le pedí que saliera conmigo.

En ese momento, sentí que me estaba comportando de un modo ridículo y absurdo. ¡Yo, un maestro graduado con todos los honores de la universidad galáctica de la transilvana interestelar, a punto de llevar a cabo una especie de exorcismo de chamán de las selvas del Catatumbo! Y por unos instantes, durante los breves segundos que tardamos en recorrer la distancia de la Sala de Escritores al módulo gravitacional, flaqueé y estuve a punto de invitarle simplemente a llevarle a su casa.

Pero no. Llegué al coche seguido a corta distancia por el joven. Me senté frente al tablero de instrumentos, deslicé mi mano bajo el cojincillo de la cuna y cogí una de las 5 piedras que me había entregado Mr. Pink. La puse en mi bolsillo; cogí otra, me volví como un rayo y la apreté contra la frente de Harry Potter.

Yo no sabía lo que iba a suceder; pero desde luego, nunca hubiera podido imaginar lo que realmente sucedió.
Al contacto directo con la estrella, asomó a los ojos de Harry Potter una expresión de extremado terror, un pánico tembloroso se apoderó de él; inmediatamente a la serie ininterrumpida de estertores siguió una expresión de indescriptible angustia punzante, y un grito de espanto saltó de sus labios, brotaron henchidas las arterias de su cuello, llenando de venillas sanguinolentas las desmesuradas orbitas de sus ojos, que parecía que se fueran a salir de los cuencos. Extendió los brazos, sus piernas se desparramaron, giró en redondo, se estremeció una y otra vez, echando espumarajos por la boca, y habría caído inevitablemente de no haberle cogido fuertemente para depositarlo suavemente en el suelo. Entonces me di cuenta del frío y furioso viento que se arremolinaba en derredor nuestro, a pesar de lo inerte de la aquella ambiente artificial, ninguna ráfaga de viento era posible en aquella atmósfera controlada, todo esto parecía el defenestrado sortilegio de alguna fuerza poderosa y oculta que se había apoderado de Harry Potter. El viento se alejaba doblando la hierba y las flores, azotando el linde del bosque y deshojando los árboles plastígenos que encontraba a su paso.

Aterrorizado, entre pasmado y molesto, coloqué a Harry Potter en el módulo, le puse la piedra sobre el pecho, Invertí maquinalmente los campos de masa buscando despegar rápidamente y me alejé pisando el acelerador a fondo, enfilé hacia la villa del profesor Mr. Pink, situada a más de doce miríadas de distancia. El profesor me estaba esperando. Mi llegada no le sorprendió en absoluto. También había previsto que le llevaría a Harry Potter, ya que había preparado una camilla levitante para él. Entre los dos lo acomodamos allí; después, Mr. Pink le administró un calmante por vía nasal.

Entonces se dirigió a mí:

-Bien, ahora no hay tiempo que perder. Irán a buscarle. Seguramente irá la muchacha primero. Debemos volver a la Sala de Escritores inmediatamente.

Pero entonces comprendí todo el horrible significado de lo que le había sucedido al joven Harry, y me eché a temblar de tal manera que el profesor tuvo que sacarme a la calle casi en rastras. Aun ahora, al escribir estas palabras, después de transcurrido tanto tiempo desde los terribles acontecimientos de aquella noche nefasta, siento de nuevo el horror que se apoderó de mí al enfrentarme por vez primera con lo desconocido, y se me erizan hasta los pelillos del pubis, consciente de mi pequeñez e impotencia frente a la inmensidad cósmica de la astrología alquimista. En ese momento comprendí que lo que había leído en aquel prohibido libro de bitácora en la biblioteca universitaria de Betfagé, en la Petrópolis de la nueva Judea, no era un fárrago de supersticiones, sino el password de unos arcanos insospechados para la más avanzada ciencia y tecnología modernas, y mucho, muchísimo más antiguos que el mismo género humano. No me atreví a imaginar lo que el viejo Hechicero Potter había hecho bajar del firmamento, quizás había robado alguna parte de la energía que reposa inmutable a los pies del constructor.

A duras penas oía las palabras del profesor Mr.Pink, que me instaba a reprimir toda reacción emocional y a enfocar los hechos de un modo algo más científico y objetivo. Al fin y al cabo había logrado lo que me proponía. Harry Potter había pasado la primera fase de su recuperación, casi se podría decir que estaba salvado. Pero para asegurar el triunfo había que librarle de los otros engendros, que indudablemente le buscarían y acabarían por encontrarlo. Yo pensaba solamente en el horror que aguardaba a estos miserables seres desdichados, cuando llegaron del valle de los espectros para tomar posesión de la solitaria granja en el aquelarre de los hechiceros.

Iba ciego al volante del modulo gravitacional, camino de la Sala de escritores. Una vez allí, a petición del profesor, encendí las luces mortecinas ayudado por el dimer y dejé la puerta abierta a la noche cálida. Me senté detrás de la mesa, y me dedique a la lectura de mis últimos poemas:

Mar, tu que moras a la sombra del arcano,
Tú que viajas ondeante día a día,
Tú que sabes contener tus aguas mansas
Y escondes las más tórridas corrientes
Del sigilo mundano protegida.

Tantas dudas eternas Mara mia!
Cuánto amor en tus aguas peregrinas
Cuántas sombras de luz en tus ocasos.

Y continué intentando leer entre absorto y vigilante.
El profesor se ocultó fuera de la imponente edificación que fungía de escuela, en espera de que llegaran los Potter en busca del joven poseído. Tenía que esforzarme por mantener mi mente en blanco y resistir la prueba que me aguardaba.

La muchacha surgió del filo de la oscuridad...

Después de sufrir la misma suerte de su hermano, y haber sido depositada sobre el suelo semioculta por el escritorio con la complicidad de la luz mortecina, y con la estrella de piedra sobre el pecho. A los pocos minutos apareció el padre en el umbral de la puerta. Decido disminuir la intensidad del dimer y dejar el cuarto en penumbra. Ahora estaba todo a oscuras. El viejo Potter portaba un shootgun recortado, su aire no era de buenos amigos. No tuvo necesidad de preguntar lo que pasaba: lo sabía. Se plantó allí frente a mí, sin poder ocultarle el cuerpo de la joven. Mudo, señalando a su hija desvanecida con la piedra que tenía sobre el pecho, levantó la escopeta. Su gesto era elocuente: si no le quitaba la piedra, dispararía. Evidentemente, ésta era la contingencia que había previsto el profesor, porque se abalanzó sobre Potter por detrás, y lo tocó con la piedra.

Después, durante mas de dos horas, esperamos en vano la llegada de la señora Potter.

-No vendrá -dijo por fin el profesor Mr Pink.-. Es en ella donde se hospeda la entidad... Hubiera jurado que era en su marido. Muy bien... no tenemos otra alternativa: hay que ir al aquelarre de los hechiceros, para dar por terminada la función. Estos dos pueden quedarse aquí.
El profesor se dispuso a colocar en su nariz el gas tranquilizante y volábamos a todo nitrógeno en medio de la oscuridad, sin preocuparnos por el silencio del ruido, ya que el profesor decía que «la cosa» que habitaba en el aquelarre de los hechiceros «sabía» que nos acercábamos, pero que no podía hacernos nada porque íbamos protegidos por el talismán del Gran Gato. Atravesamos la densa espesura de los plastígenos y tomamos el camino estrecho. Cuando desembocamos en el cercado lasérico de los Potter, la maleza residual pareció extender sus estolones hacia nosotros, a la luz de los faros del módulo.

La casa estaba completamente a oscuras, aparte del pálido resplandor del quinqué que iluminaba la habitación.

El profesor Mr. Pink saltó del módulo con su bolsa llena de estrellas, y se dispuso a sellar la casa. Colocó una piedra estrella en cada una de las dos puertas, y una en cada ventana. Por una de ellas, vimos a la señora Potter sentada frente al tocador estilo victoriano, impasible, vigilante, enterada, sin disimulos, muy distinta de la mujer que había conocido no hacía mucho en este mismo domo. Ahora parecía una enorme y hermosa bestia acorralada.
Su fisonomía era completamente diferente, dude en reconocerla. De aquella dama rechoncha, bonachona y silenciosa, no quedaba nada, ahora se veía desde el exterior a través de los cristales, una hermosa mujer, una exuberante hembra, su cuerpo esbelto viste una pijamita corta de seda transparente, que deja resaltar las más recónditas intimidades de su sexo bajo un calzoncito diminuto muy fino. Y me sonríe ingenua de una manera muy especial y provocadora...Observo muy bien como le ajusta esa prenda. Su piel es suave, tersa y apetecible. Abre y cierra ligeramente sus muslos perfectos. Estoy seguro que no lo hace inconscientemente, pero su actitud provocadora comienza a hacer mella en mí. Sabe que estoy ahí mirándola. Hasta mí llega su olor de hembra en celo, provocando un inmenso deseo de poseerla. Nos miramos fijamente a través del cristal, ahora sabe a ciencia cierta que estoy allí, clavado como una estatua y me invita a entrar moviendo lentamente su dedo índice derecho repetidas veces. No estoy completamente convencido de lo que allí va a pasar. Seguro que el profesor adivina los artificios de aquella madre hechicera, intento poner mi mente en blanco y salir de esta prueba de insinuación. Pero su energía es tenaz y persistente, con una fuerza descomunal que no logro detener...Me acerco lentamente como midiendo los pasos y penetro al interior del domo, escucho una dulce melodía viajando por el ambiente, mientras mis pasos inexorables se dirigen a la alcoba de la Sra. Potter, la nueva y preciosa Sra. Potter que me mira con exquisita coquetería. Me extiende los brazos y sin dudarlo un segundo me acerco a ella y acaricio su frondosa cabellera de azabache. No cabe la menor duda, es una reina, la viva encarnación de Nefertitis o de Cleopatra, Venus no pudo ser más bella que esta diosa amarfilada que tenia frente a mi y que me invitaba a un beso con sus carnosos labios...los dos nos acercamos, me intriga como ella abre un poco su dulce boca, y antes de que nuestros labios entren en contacto, inesperadamente me detengo intentando rehuirla...así, suavemente, me alejo de ella, sólo un poco, tímidamente y presto atención su cara llena de deseo. Son los ojos y los impulsos los que hablan porque nuestras bocas no se atreven a musitar una sola palabra...
De inmediato vuelvo a acercarme impulsado como por un resorte invisible, sus labios húmedos llaman a mis labios que no se quieren detener, ella me toma suavemente por la cabeza y me acerca, confundiéndonos en un largo beso apasionado lleno de mil deseos, mientras acaricio con mis manos su terso cuello...mi órgano sexual empieza a dar muestras de estar vivo. Su respiración se hace cada vez más fuerte, lanza su cálido aliento sobre el lóbulo de mi oreja, la toma entre sus labios y la lame apasionadamente. Me estremezco, ahora me siento poseído, completamente suyo... Acaricio con mi mano por entre sus turgentes senos rozándolos ligeramente, continúo hasta su ombligo recorriéndolo con deleite como buscando algo...me acerco peligrosamente a su sexo. Ella levanta su pubis intuyendo mi aproximación, como indicándome que todavía no es el momento.... otro más tal vez de los artilugio para atraparme definitivamente en sus redes, pero todo esto me está provocando un placer muy intenso que no puedo resistir. Continúo recorriendo su piel con mis dedos, que empiezan a palpar la tibia humedad que escurre de su sexo que palpita como un corazón desbocado. Ella empieza a dar signos evidentes de necesitar algo más que unas locas caricias y lanza un gemido dubitativo, como un grito de hiena. Nuestras respiraciones se hacen cada vez más fuertes y rápidas. Nos besamos eufóricamente, vez tras vez, en silencio, mientras que nuestros cuerpos empiezan a convulsionar de auténtico delirio, le despojo lentamente de su pijama de seda, mientras ella hace lo propio velozmente con sus bragas, la tiendo sobre el tálamo matrimonial y observo entre obnubilado y perplejo su hermoso cuerpo desnudo.
Mientras tanto el profesor, vivamente contrariado por los acontecimientos, no hallaba que hacer. Estaba seguro que la hechicera sabia de su permanencia en la parte trasera del domo, y trataba de enviarme algunos mensajes telepáticos que me sacaran de mi deslumbramiento, de mi claro arrebato de lujuria.
Pero estaba siendo poseído por una fuerza infinita que me mantenía inmerso en aquellas aguas eróticas de lascivia, pero a decir verdad lo estaba disfrutando.
¿Como no disfrutar el roce de aquellas carnes turgentes y exquisitas? El día que conocí a la Sra. Potter, a pesar de su apariencia regordeta y maternal, transpiraba este halito soterrado de lujuria, porque lo percibí de manera subliminal sin darme cuenta explicita, pero estoy seguro que lo sentí.
Empiezo a jadear de pura excitación...de repente nuestros cuerpos convulsionan ferozmente y terminan con en el más absoluto estallido de placer...las extremidades tiemblan, los músculos se tensionan para soportar ese bárbaro embate del orgasmo...y durante más de un minuto la sensación perdura sin que ambos podamos dejar de convulsionar... Al cabo de un rato, sentada ella sobre mí, relajada y satisfecha, empieza a notar algo duro en su espalda... me mira y sonríe...Se pone encima de mi, y empieza a restregarse sobre mi cuerpo... Sus pechos suben y bajan grácil mente al ritmo impuesto por esta soberana diosa. Mientras me clava sus afiladas uñas en el pecho, se mueve girando lentamente las caderas en círculos, echa la cabeza hacia atrás y hacia delante, y me mira con cara de querer terminar conmigo... Su cuerpo desnudo, iluminado por la fría luz de la luna de cartón corrugado que penetra por la ventana, adquiere un aspecto mágico y de su plexo solar comienza a brotar un haz de rayos multicolores que invaden con sus reflejos iridiscentes la habitación.
Ahora ya no quiero continuar, aquel orgasmo cósmico me devolvió a la situación y ya no quiero evadirme de la realidad. Quien permanece enajenada aún en ese viaje de placer incontenible es la bella hechicera. Ya no le pido al tiempo que siga su curso, sino que se detenga aunque sólo sea un instante sin tiempo ni medida en el mas puro infinito para copular eternamente sobre el cuerpo perfecto de esa diosa de fuego.

Al ver terminada la operación, mi compañero profesor volvió hacia la parte delantera de la casa y, apilando unos montones de broza sintética contra la puerta sin atender a mis protestas, pegó fuego al edificio.
Solo atiné a salir corriendo despavorido ante la inminente deflagración, un vago sentido de congoja me invadió al dejar en el abandono aquella hermosa mujer absorta, poseída de lujuria, contorsionándose ensimismada en sus asuntos.

Luego volvió Mr. Pink a la ventana para vigilar a la mujer, y me explicó que sólo el fuego, purificador por excelencia, podía destruir esa fuerza elemental, pero que esperaba poder salvar de sus garras a la señora Potter.

-Quizá sería mejor que no mirara, Señor de la luz.

No le hice caso. Ojalá se lo hubiera hecho... ¡y me habría evitado las pesadillas que perturban mi descanso hasta el día de hoy y creo que hasta mi muerte! Me asomé a la ventana por detrás de él y presencié lo que sucedía en el interior. El humo del fuego estaba empezando a penetrar en la casa. La señora Potter -o la monstruosa entidad que animaba aquel cuerpo hermoso- dio un salto, buscando la salida por la puerta trasera, al encontrarse con el talismán retrocedió a la ventana, se retiró, y volvió al centro de la habitación, entre la mesa y la chimenea aún apagada. Allí cayó al suelo, jadeando y retorciéndose.

La habitación se fue llenando poco a poco de un humo que oscurecía la amarillenta luz de la lámpara, impidiendo ver con absoluta claridad. Pero no ocultó por completo la escena de aquella terrible lucha que se desarrollaba en el suelo. La señora Potter se debatía en las convulsiones de la agonía y, lentamente, comenzó a tomar consistencia una forma brumosa, transparente, apenas visible en el aire cargado de humo. Era una masa amorfa, increíblemente horrible, palpitante y temblona como de gelatina, cubierta de tentáculos viscosos. Aún a través del cristal de la ventana, sentí su inteligencia inexorable, su frialdad incluso física. Aquella cosa se elevaba como una evaporación del cuerpo ya inmóvil de la señora Potter; luego se escurrió hacia la chimenea, escapándose por allí como una exhalación!

- ¡La chimenea! -gritó el profesor Mr. Pink, y cayó al suelo.

En la noche apacible, saliendo por el buitrón de la chimenea, comenzó a desparramarse una negrura, como un humo denso y macilento, que no tardó en concentrarse nuevamente. Y de pronto, la inmensa sombra negra salió disparada hacia lo alto, al infinito negro donde nuestra luz no alcanza, mas allá de las estrellas, en dirección a la constelación del cerbero, de donde el viejo Hechicero Potter la había sustraído con sus sortilegios de alquimista para que habitara en él. Así abandonó la entidad el aquelarre del los hechiceros, lugar donde moró durante muchos milenios compartiendo la vida del viejo Potter, y sus descendientes, que le proporcionaron un nuevo cuerpo en que alojarse y permanecer sobre la faz de Tlatilco.

Nos las arreglamos para sacar a la verdadera señora Potter fuera de la casa. Se encontraba muy débil, ennegrecida por el hollín de la refriega que se desprendió del fuego purificador, pero viva.

No hace falta detallar el resto de los acontecimientos de esa noche. Basta saber que el profesor Mr. Pink esperó a que el fuego hubiera consumido la casa, y recogió luego su colección de piedras estrelladas. La familia Potter, una vez liberada de aquella maldición del aquelarre de los hechiceros, decidió partir y no volver jamás por aquel lugar de posesos. En cuanto a Harry, antes de despertar, habló en sueños de «los grandes vientos que azotan y despedazan» y de «un lugar paradisíaco, una islote orbital que gravita como una luna artificial del planeta Mercurio, donde el hombre espera ansioso el día que comience a germinar de nuevo la naturaleza y el hombre retorne por sus fueros. Allí en esta luna de mercurio habitarán venturosos los Potter mientras vivan».

Nunca he tenido valor para preguntarme qué fue en realidad lo que el viejo Hechicero Potter bajó de los confines de las tinieblas, más allá de las estrellas. Pero sé que intentar dilucidarlo implica penetrar los máximos secretos herméticos de los alquimistas, compilados en el libro cabalístico de inmortal Ben Jálame Lamí durante el reinado del gran Gato Sagrado, que es preferible no desentrañar y de cuya existencia jamás me habría enterado, de no haber participado un día por azar en la Sala de Escritores de la ciudadela orbital de Lucentum en el lejano planetoide de Tlatilco, de la que estoy muy orgulloso de colaborar y que me ha dejado en el espíritu una huella imborrable para siempre.

FIN

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