Funcionalidad
del “daño moral” e inutilidad del
“daño
a la persona” en el derecho civil peruano()
Leysser L. León()
Sumario: 1. Propósito y justificación.- 2. Premisa
sobre la redacción de estudios jurídicos en el Perú.- 3. Daño moral y daño a
la persona: primer deslinde.- 4. El sistema francés y su influencia en la
normativa peruana: daño material e inmaterial (moral).- 5. Autonomía del
sistema alemán: daño patrimonial y no patrimonial.- 6. La evolución en el
sistema italiano: historia oficial del daño a la persona.- 7. El problema en
el Código Civil peruano: la informalidad legislativa y sus consecuencias.- 8.
Alternativas de interpretación según la regulación vigente.- 9. Cómo no hacer
las leyes civiles: el Proyecto de Código Civil argentino de la Comisión
Alterini.- 10. A manera de conclusión.
CAS. N° 949-95
El daño moral es el daño no patrimonial inferido en derechos de la
personalidad o en valores que pertenecen más al campo de la afectividad que
al de la realidad económica. El dolor, la pena, la angustia, la inseguridad,
etc., son sólo elementos que permiten aquilatar la entidad objetiva del daño
moral padecido, el mismo que puede producirse en uno o varios actos; en
cuanto a sus afectos, es susceptible de producir una pérdida pecuniaria y una
afectación espiritual. El legislador nacional ha optado por la reparación
económica del daño moral, el que es cuantificable patrimonialmente y su
resarcimiento, atendiendo a las funciones de la responsabilidad civil
(reparatoria, disuasiva y sancionatoria), debe efectuarse mediante el pago de
un monto dinerario o en su defecto a través de otras vías reparatorias que
las circunstancias particulares del caso aconsejen al juzgador.
CAS. N° 1070-95
Si bien no existe un concepto unívoco de daño moral, es menester
considerar que éste es el daño no patrimonial inferido en derechos de la
personalidad o en valores que pertenecen más al campo de la afectividad que
al de la realidad económica; en cuanto a sus efectos, es susceptible de
producir una pérdida pecuniaria y una afectación espiritual.
CAS. N° 1125-95
La impugnada emite una errada apreciación conceptual del daño moral
al señalar que éste no teniendo contenido patrimonial, no puede ser expresado
en términos económicos, toda vez que el daño material no ha sido probado; por
lo que, de esta manera, se desconoce la autonomía del daño moral como
auténtico instrumento reparador del perjuicio ocasionado en la víctima cuando
dicho daño efectivamente se ha irrogado.
CAS. N° 31-96
Si bien es cierto que en doctrina se discute la reparación
económica del daño extrapatrimonial, aparece del texto de los artículos 1322,
1984 y 1985 del Código Civil vigente que el legislador optó por dicha
solución, decisión a la que debe atenerse el Juzgador conforme a los
artículos Sétimo del Título Preliminar del Código Procesal Civil y Sétimo del
Título preliminar del Código Civil.
CAS. N° 231-98
El daño moral es un daño extrapatrimonial que afecta a los derechos
de la persona, el cual puede ser indemnizado atendiendo a su magnitud y al
menoscabo producido a la víctima y a su familia. Para interponer demanda
sobre indemnización de daño moral, la norma procesal no exige vía previa.
CAS. 399-99
Todo despido injustificado trae consigo un daño a la persona que lo
padece, por cuanto de un momento a otro, en forma intempestiva, el trabajador
deja de percibir su remuneración, razón por la que nuestra legislación
laboral ha establecido una tarifa indemnizatoria equivalente a sueldo y medio
por un año de servicio, con un tope máximo de remuneraciones. Este sistema
tarifario es interpretado por la doctrina tradicional, como aquella que cubre
la totalidad de los daños patrimoniales y extrapatrimoniales que se consiga
directamente o indirectamente por la resolución del contrato.
Otro sector de la doctrina opina que la indemnización tarifaria
sólo involucra el aspecto laboral, mas no el civil.
Las legislaciones modernas acogen restringidamente el daño moral
por las dificultades que ella presenta como el de determinar el quantum de la
reparación.
1. Propósito
y justificación.
En
dos de mis últimos trabajos()
he dedicado amplios espacios al estudio del tema de la distinción entre el
daño moral y el daño a la persona, de inevitable evaluación en todo estudio
general sobre la responsabilidad civil que tenga como base la normativa de
nuestro Código Civil.
Desde
cierto punto de vista, mis investigaciones anteriores han servido de anuncio
a la tesis que trataré de sustentar exhaustivamente en las páginas que
siguen: la absoluta inutilidad del “daño a la persona” en el Código civil
peruano.
Confieso
que estaba lejos de vislumbrar semejante conclusión.
En
primer lugar, mis investigaciones anteriores fueron efectuadas en Italia, con
las naturales limitaciones bibliográficas que impedían un pronunciamiento
informado sobre el estado de la cuestión en el Perú.
En
segundo lugar –y recordando algo a lo que me he referido precedentemente(),
que me servirá de apoyo para la defensa de mi tesis–, gran parte de la
abundante y valiosa literatura jurídica italiana sobre el daño moral y el daño
a la persona podría carecer de todo provecho en el análisis de dos figuras
demasiado ligadas al espacio y al tiempo en que se originaron, a los cuales
el ordenamiento jurídico peruano –y hay que tener honestidad intelectual para
reconocer que es así– es ajeno.
Pero
ahora escribo con los materiales necesarios a mi disposición, y con el
estímulo de las máximas jurisprudenciales citadas: un conjunto de obiter dicta contenidos en sentencias
de la Corte Suprema que sirven de legítimo punto de partida para las
reflexiones que expondré seguidamente().
Como
se aprecia, sólo en una de ellas se menciona el daño a la persona, en clara
sinonimia con la expresión “daño extrapatrimonial” (Cas. 399-99).
Hasta
hace muy poco, era raro encontrar textos de resoluciones judiciales citados
en estudios de derecho civil peruano. La consulta de sentencias completas
jamás ha sido fácil (porque solían ser inaccesibles), y cuando se dispone de
ellas, están tan pobremente redactadas que se marginan a sí mismas de la
reflexión emprendida por los juristas. Este es uno de los clásicos defectos
de nuestra doctrina. No hay muchas páginas –en algunos casos, ni una sola– de
los tratados y comentarios de Angel Gustavo Cornejo,
Eleodoro Romero Romaña, Jorge
Eugenio Castañeda y José León Barandiarán en las que se rinda
cuenta de fallos referidos a las instituciones analizadas.
Es
más, en la actualidad circula un original libro en el que no sólo se
prescinde de las sentencias, sino también, casi en la integridad de sus
páginas, de las elementales referencias bibliográficas.
Francesco
Carnelutti escribió que la
consulta de textos jurídicos extranjeros podía ser útil, sobre todo, porque
permitía a los lectores de un determinado sistema conocer la forma de
trabajar de otros juristas, y ello, de suyo, encerraba un valioso magisterio().
Creo
que esta autorizada línea de pensamiento respalda la afirmación de que, por
muchos años, el único libro peruano a destacar en materia de hechos ilícitos,
en atención a la plenitud de su diseño, fue La responsabilidad extracontractual, de Fernando de Trazegnies
Granda (1987), en el que se echa de ver, sin problemas, la influencia
del método de organización (mas no necesariamente de la metodología de
estudio)() de los
autores franceses, en especial, de René Savatier
y Boris Starck.
Era
natural que el profesor De Trazegnies
advirtiera que la integridad de su investigación peligraba si prescindía de
las imprescindibles referencias jurisprudenciales. Este diligente y
encomiable convencimiento, sumado a una redacción impecable, ha hecho que la
obra haya ganado la estima de uno de los más prestigiosos civilistas
españoles, y ejemplo de magistrados, don Jaime Santos Briz, quien la cita en el segundo de los volúmenes
de su tratado de derecho de daños().
En
la introducción a su reciente libro Derecho
de la responsabilidad civil, Juan Espinoza
Espinoza señala que opta por la alternativa de “analizar los elementos
constitutivos de la responsabilidad civil (en tanto ello sea posible) a
partir de la propia experiencia nacional”().
La obra destaca por la permanente cita de jurisprudencia civil y
administrativa –que es el recurso que más echan de menos los autores que han
tenido la oportunidad de realizar estudios en el extranjero– y es justo
considerarla como una importante contribución al progreso de los estudios de
derecho civil en nuestro medio.
Por
mi parte, y como premisa metodológica, me permitiré expresar algunas breves
sugerencias sobre cómo escribir sobre el derecho entre nosotros.
2. Premisa sobre la redacción de estudios
jurídicos en el Perú.
Pensemos
en la jornada habitual de un estudioso peruano del derecho –catedrático,
investigador, estudiante, sin distinción–, que decide escribir sobre cierta
institución, participar en alguna polémica, anotar una sentencia o redactar
un comentario sobre un nuevo libro.
Aun
si nos circunscribiéramos al campo del derecho civil, es sencillo advertir la
muy antigua la costumbre de citar el pensamiento de juristas foráneos para
reforzar (cuando no para importar) una opinión. Ello no debe generar
extrañeza; así escribían, entre nosotros, Manuel Lorenzo de Vidaurre, Toribio Pacheco, José de la Riva-Agüero y Manuel Augusto Olaechea.
A
mí me ha tocado comprobar la distinta forma de proceder de los investigadores
europeos.
Los
juristas franceses, por ejemplo, se caracterizan por la autosuficiencia
absoluta; no existen traducciones al francés de obras de derecho escritas en
otros idiomas (creo que raras excepciones, para nada recientes, fueron la Reine
Rechtslehre de Hans Kelsen
o Taking Rights Seriously de Ronald DWORKIN), y sus textos mismos
destacan por la ausencia las fuentes foráneas. Recuerdo, de todas formas, que
a inicios del siglo XX existieron dos excepciones: Raymond Saleilles y René Demogue; pero el primero era un
comparatista, uno de los más grandes de la historia, y el segundo una rara avis, que prácticamente dialogaba
en sus escritos con los colegas italianos y alemanes, sin inconvenientes.
La
redacción “a la francesa”, es decir, con autosuficiencia, identifica desde
hace mucho tiempo a los autores argentinos, y en los últimos años a los
colombianos. En el primer caso, la patología no nos interesa, siempre que
ella no pierda su carácter local y nos contamine, porque hay que tener en
cuenta que ha tenido la costumbre de venir de la mano con la tergiversación
de las obras extranjeras que circulan, con envidiable facilidad, en las
universidades argentinas. En el segundo caso, hasta se puede postular la
existencia en Colombia de un sector francófilo (pienso en casi todos los
estudios dedicados a la responsabilidad civil y al derecho de las
obligaciones) y otro italianista (en materia de fundamentos del derecho civil
y de derecho contractual).
Los
juristas alemanes fueron autosuficientes. No es exagerado sostener que se les
debe la refundación del derecho romano, para pesar, y envidia, de sus colegas
italianos. Hoy, sin embargo, los caracteriza una parcial e inaudita
dependencia: nada de bibliografía francesa, italiana ni española, sino una
alarmante apertura frente a la doctrina (¡y filosofía!) estadounidense.
Werner Flume, en su obra
dedicada a la teoría del negocio jurídico puede representar una excepción,
pues manifiesta gran consideración por la obra de Emilio Betti y Renato Scognamiglio.
Los
italianos leen y citan sin problemas a los alemanes, franceses y,
recientemente, a los iusfilósofos españoles y argentinos. Es de resaltar la
difusión de los estudios de Gregorio Peces
Barba, Luis Alchourrón,
Eugenio Bulygin y
principalmente Carlos Nino,
cuya Introducción al análisis del
derecho, ha sido adoptada como lectura obligatoria en la Facultad de
Derecho de Génova, debido a la iniciativa de Paolo Comanducci y Pierluigi Chiassoni.
Los
españoles toman todo lo suministrado por los demás ordenamientos, y son los
menos originales; traducen del italiano, del inglés, del francés y del
alemán, y escriben sobre todo lo novedoso de otros ambientes.
Los
portugueses, en fin, prefieren la doctrina italiana a la española, e ignoran
la francesa; pero en Brasil existe una fuerte presencia del pensamiento
alemán, además del italiano, que es consultado en su idioma original.
Dependiendo
de su mayor o menor fortuna, el estudioso peruano, común y corriente,
dispondrá de tales fuentes.
Carnelutti denunciaba que muchos
consideran el estudio del derecho extranjero como un lujo de la cultura().
Aunque
el célebre autor refutaba dicha suposición –y era natural que lo hiciese, si
se tiene en cuenta que era, acaso, el más traducido de los autores italianos–
yo juzgo que el desmentido dictamen es verdadero.
En
mi época de estudiante universitario leía frecuentemente a los civilistas
argentinos; sus libros eran accesibles (mucho más que los españoles),
admiraba su prosa, y los escuchaba con atención en los congresos limeños
donde participaban como ponentes.
Ahora
creo que la utilidad de todos esos textos, sin excepción, se limita a la
información que nos pueden brindar sobre otros sistemas (especialmente, sobre
el sistema francés).
Después
llegaron los italianos; al inicio en traducciones al castellano, cuya pauta
eran las notas de concordancia o adaptación al derecho civil español, que
entorpecían la lectura (por su dimensión, que a veces hacía triplicar la del
texto original, y por su absoluta extrañeza al ordenamiento jurídico
peruano); posteriormente, en lengua original. A través de estas lecturas pude
conocer mejor los sistemas alemán y francés; las traducciones italianas, por
otro lado, se identifican por contener notas útiles, aclaradoras de términos
de difícil adaptación, y referencias de índole contextual sobre los textos
traducidos.
Sin
perjuicio de todas estas premisas, creo que no es una desventaja contar
únicamente con fuentes sudamericanas, escritas en nuestro propio idioma.
Siempre que exista conciencia sobre el limitado aporte de aquéllas, el intérprete
autóctono tiene plena libertad para crear y cubrir los eventuales vacíos con
su sentido común, con sus propias contribuciones().
En
oposición, considero que la única manera legítima de escribir sobre el
derecho en el Perú cuando se tienen al alcance de la mano, excepcionalmente,
fuentes escritas en idiomas extranjeros, o de difícil acceso en nuestro
medio, consiste en reproducir los enunciados que sustentan nuestras
reflexiones, debidamente traducidos, de ser el caso().
No
cabe duda de que con ello se afea la redacción, que corre el riesgo de
concretizarse en una recopilación de porciones de textos, unida por meras
conjunciones().
No
faltan ejemplos de esta deformidad entre nosotros, pero aquí no viene al caso
recordarlos ni deben desalentarnos, con la pésima imagen que brindan del
trabajo científico. En todo caso, pueden servirnos de modelos sobre cómo no
se debe proceder.
Lo
realmente importante es tener el cuidado de reproducir lo que sea provechoso
de nuestras lecturas extranjeras, con la satisfacción de poder contribuir al
conocimiento de ellas por parte de los lectores.
Con
ello también pierden sentido algunos recursos técnicos de la redacción de
textos científicos en general. Son clásicas, por ejemplo, las abreviaturas
“v.” (véase) y “cfr.” (confróntese). Pues bien, estimo que ambas deberían ser
evitadas por el estudioso peruano que dispone de bibliografía privilegiada.
Yo no puedo dejar constancia de la opinión de un autor extranjero y sugerir a
los lectores de mi país, con egoísmo consciente o inconsciente, que “vean” o
“confronten” textos que, las más de las veces, no tienen a su disposición.
Esto, como nos previene Alfredo Bullard(),
es puro afán de erudición, dirigido en gran parte a empapelar e impresionar
sobre la base a la forma y la apariencia, y que puede “convertir al derecho
en una suerte esquema de reglas más formales que sustantivas, donde las
estrategias priman sobre los fundamentos”.
A
continuación tendremos oportunidad de ver cómo uno de los pies de barro de la
categoría “daño a la persona” es, precisamente, la carencia de información
sobre el contexto en el que se generó; un defecto atribuible, y reprochable,
a quienes la importaron de Italia.
3. Daño moral y daño a la persona: primer
deslinde.
El
daño moral es el menoscabo del
estado de ánimo que subsigue a la comisión de un hecho antijurídico generador
de responsabilidad civil.
En
palabras de Renato Scognamiglio,
“deben considerarse daños morales [...] aquellos que se concretan [...] en la
lesión de los sentimientos, de los afectos de la víctima, y por lo tanto, en
el sufrimiento moral, en el dolor que la persona tiene que soportar por
cierto evento dañoso”().
En
un reciente caso resuelto por el Tribunal de Roma (sentencia del 20 de mayo
del 2002), para justificar la consideración del daño por luto al fijar la
indemnización, el juez recuerda una famosa sentencia de Miguel de Unamuno, según la cual lo que
distingue al ser humano de los demás animales es que vela a sus muertos: “el
sentimiento de desconsolada postración que surge de la pérdida de un ser
querido es en tal medida fisiológico y connatural a la esencia humana que el
mito y el arte han forjado ejemplos inolvidables de ello: los mitos de
Antígona, de Cástor y Pólux, de Orfeo y Eurídice, de Admeto y Alcestes; el Lamento de Jacopone da Todi, la Pietà de Miguel Angel, la Mamma Roma de Pier Paolo Pasolini”().
El
daño a la persona es el detrimento
de un derecho fundamental del individuo, debido a un hecho antijurídico.
De
modo más restringido, el daño a la persona sería “la consecuencia de toda
modificación negativa (extrínseca o intrínseca, general o particular,
temporal o permanente) que afecte la integridad anatómica o funcional del
individuo, considerado como entidad somática y psíquica”().
Desde
esta última perspectiva, la figura se identificaría con el daño a la salud().
En definitiva, sin embargo, su ámbito termina dependiendo de la concepción de
“persona” y “personalidad” por la que opte el intérprete.
En
el ejemplo clásico que se propone para explicar esta figura, si alguien
destruye un retrato que es considerado de gran valor para su propietario,
además de las consecuencias económicas, que podrían ser ínfimas o nulas
(porque ¿cuánto, al fin y al cabo, puede valer una pintura o fotografía vieja,
que no porte la firma o imagen de algún notable?), se generará una reacción
negativa, un sufrimiento, en el intangible e inescrutable estado de ánimo del
afectado. Éste es el daño moral, en principio inestimable, pero que el juez
debe cuantificar, en una operación ponderativa bastante delicada, y a pesar
de todo, unánimemente legitimada, con o sin limitaciones, en los diversos
sistemas jurídicos del mundo.
El
daño a la persona es mucho más sencillo de entender; es un atentado contra la
integridad de un derecho individual, o una lesión a la personalidad. Un
individuo resulta herido a causa de la caída de un objeto desde la ventana de
un edificio cerca al cual transitaba; estará legitimado, entonces, a ser
indemnizado por los gastos médicos: se ha infringido su derecho a la
integridad física (art. 2, inc. 1, de la Constitución), o bien a la
protección de la salud (art. 7 de la Constitución); un comerciante individual
o una empresa es insultado públicamente, y queda legitimado, por ende, a ser
indemnizado por la lesión a su reputación (art. 2, inc. 7, de la
Constitución), que es parte de su personalidad.
Este
segundo tipo de daño no tendría por qué generar problemas de comprensión. Si
la responsabilidad civil, como unánimemente se admite, protege las situaciones
jurídicas subjetivas(),
es natural que se pueda reclamar una indemnización en caso de lesión a éstas.
Más difícil de acreditar es el primero, porque los sentimientos no pueden ser
examinados externamente, y porque no es fácil asignar un precio al dolor.
Esta
distinción es común en nuestro medio(),
pero urge de precisiones.
Para
comenzar, hay que expresar que, históricamente, el daño moral ha abarcado
siempre dos significados: “En sentido
estricto y propio, daño moral es un daño que no recae sobre ninguna cosa
materia perteneciente al perjudicado, que no se advierte con los sentidos
externos, sino que se siente interiormente, ya consista en una disminución de
algo no material, ya consista en impedir la adquisición de bienes de índole
moral, ya en la ofensa de afectos del alma internos, naturales y lícitos. Por
donde es, v. gr., daño moral el rebajar la reputación personal; la falta de
educación paternal a los hijos cuyos padres faltan; un padecimiento o
aflicción causado a uno, obrando directamente contra él o contra otro, de un
modo ilícito y contra derecho. En sentido
lato e impropio, es daño moral todo daño injustamente causado a otro, que
no toque en su patrimonio ni lo disminuya. Y así, es daño moral en este sentido, no sólo el que se ha indicado en el
estricto, sino el que recae en cosas materiales, pertenecientes al individuo,
fuera de los bienes patrimoniales, como son la integridad corporal y la salud
física. Las lesiones, heridas, contusiones, son daños morales, porque no son
patrimoniales, prescindiendo de las consecuencias patrimoniales y de las
aflicciones o padecimientos morales que además puedan sobrevenir, sea en la
persona misma lesionada en su cuerpo, sea en otras que le pertenezcan”().
Como
se aprecia en tal concepción, el daño moral comprende aquello que hemos
identificado como daño a la persona.
Sin
embargo, el ilustre autor de las expresiones que se acaban de citar, Carlo
Francesco Gabba (1838-1920)
anotaba: “Creo admisible que se deben reparaciones pecuniarias por ofensas
morales, esto es, no patrimoniales, como muertes, heridas, mutilaciones,
enfermedades producidas, ofensas al honor, al decoro, al pudor y otras, que
traen consigo daño patrimonial a la víctima o sus herederos, y que estos
puedan pedirla, tanto jure haereditatis
como jure proprio, [...]. Pero
se deben resarcir sólo las
consecuencias patrimoniales de aquellos daños, y deben valuarse por sí, no
mezcladas con la reparación de la ofensa moral, por sí misma considerada.
No
admito, en cambio, que se pueda pedir como derecho civil el resarcimiento de
los daños morales verdaderos y propios, ya consistan: a) en disminución de prendas personales o físicas, como la
belleza, o morales como la virginidad, el pudor, la consideración pública; o b) en padecimientos, sean físicos, procurados a la víctima de
una lesión corporal, por la enfermedad más o menos larga causada por la
lesión; o por la muerte, sean morales,
perturbación, disgusto, causados por la ofensa física o moral al ofendido o a
otras personas, o, finalmente, c)
en la privación impuesta al ofendido o a terceras personas, de la posibilidad
de conseguir por sí mismas, o por otras, ciertas ventajas morales, como el
matrimonio, la educación: todos estos daños, considerados que sean, aparte de
los patrimoniales provenientes de la misma causa, creo no puedan estimarse en
dinero, ni con dinero resarcirse”().
La
reacción de Gabba, quien llega
a sostener, en otro estudio, que el resarcimiento del daño moral es
sencillamente una “imposibilidad jurídica”(),
es entendible. Se trata de un texto de fines del siglo XIX, escrito cuando
comenzaba a difundirse en el medio italiano una creación conjunta del derecho
común alemán, donde las lesiones al cuerpo y al honor legitimaban a recibir “dinero
del dolor” (tal es el significado literal de Schmerzensgeld, pretium
doloris)() y de la
corriente jurisprudencial francesa del
dommage moral. Pero el autor italiano se cuida de exigir la “necesaria
distinción entre perjuicios a la persona que son resarcibles, en cuanto daños
patrimoniales indirectos (muertes o heridas) y daños morales irresarcibles,
porque no son capaces de lesionar el patrimonio, ni tampoco un objeto
exterior y visible (disminución de valores personales, físicos o morales;
dolores físicos o sufrimientos de ánimo; privación de ventajas morales)”().
Coincidentemente,
Wenceslao Roces (1897-1992)
alegaba que la función inseparable y característica de la “indemnización” era
la función de “equivalencia”, porque ella “tiende necesariamente a sustituir
los valores destruidos o quebrantados por el evento dañoso con otros nuevos,
que los reponen y nivelan la «diferencia» en que [...] consiste el daño. Y
esta operación jurídica requiere por fuerza valores e intereses cifrables en
dinero, por representar éste el valor común mediante el cual se establece la
equivalencia. Sólo los bienes y derechos patrimoniales son «tasables en
dinero» [...] No es que se estime inmoral o degradante cifrar en dinero los
demás bienes legítimos de la persona: es que estos escapan, por esencia, a
aquella posibilidad niveladora y equivalencial. [...]. En segundo término,
toda demanda de indemnización por quebrantos morales, choca forzosamente
contra el principio [...] de la efectividad y fijeza del daño. Precisamente
por tratarse, según el consabido tópico, de perjuicios «irreparables», la
alegación del daño moral no logra nunca sobreponerse a una vaguedad de
contornos y a una arbitrariedad en la liquidación, que son consustanciales de
su naturaleza”().
Una
consideración similar a la de los dos autores citados ha llevado a De Trazegnies a considerar que el
derecho “debe reflejar las convicciones de la comunidad en la que será
aplicado. Y parecería que, en nuestro medio, el hecho de que, tratándose de
situaciones particularmente dramáticas, no se abone una indemnización por
daño moral sería más chocante que la idea de que, a través del daño moral, la
indemnización quede convertida en un castigo”(),
y que “el mal llamado daño moral, es en realidad un daño patrimonial, económico;
pero cubre todos esos aspectos en los que el menoscabo es difícil probar
cuantificadamente; razón por la cual se le otorga al Juez una mayor libertad
para determinar la indemnización mediante el recurso a crear doctrinariamente
una categoría elástica, que no requiere de una probanza estricta, a la que se
denomina daño moral. En última instancia, el daño moral resulta simplemente
un expediente para facilitarle al Juez la fijación de una indemnización a su
criterio y facilitarle a su vez al demandante su acción, evitándole la
necesidad de probar cuantitativamente ciertos aspectos del daño que reclama”().
Estoy
de acuerdo sólo con la primera parte de esta opinión. Basta consultar un
diccionario de lengua francesa para apreciar que la primera acepción del
vocablo moral es de valor adjetivo:
“relativo al espíritu, al pensamiento (opuesto a material)”().
En cambio, en castellano, la primera acepción del vocablo es “perteneciente o
relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista
de la bondad o malicia”; en nuestro idioma, sólo la quinta acepción es
“conjunto de facultades del espíritu, por contraposición a físico”().
Por ello, no está equivocado aquel autor que insiste, elocuentemente, en que
este daño no es moral (entendido como “ético”), sino jurídico().
Si la “moral” es considerada como sinónimo de “estado de ánimo”, lo correcto
sería hablar de daño “a la moral”.
¿Cuándo
se comienza a hablar de “daño moral” en nuestro idioma?
Si
nos ceñimos a la jurisprudencia española, contamos con una fecha precisa de
reconocimiento de la figura, la cual se enuncia, por primera vez, en la
sentencia del Tribunal Supremo del 6 de diciembre de 1912, relativa a un caso
de ofensa contra el honor de una dama, perpetrada por un periódico de gran
circulación –“El Liberal”–, donde la susodicha fue acusada “de haber fugado
con un fraile capuchino del que había tenido escandalosa sucesión”().
En el histórico fallo se lee: “[...] el juzgador, valiéndose de las reglas de
equidad que son máximas elementales de justicia universal, se limita, como
intérprete de la ley, a explicar mejor principios jurídicos más o menos clara
y distintamente expuestos, pero ya «preexistentes», que definen el daño en
sus diversas manifestaciones para justificar, toda vez que es indiferente
pedirla por acción civil o penal, una indemnización pecuniaria, que, si nunca
es bastante como resarcimiento absoluto de ofensas graves, al fin es la que
se aproxima más a la estimación de los daños
morales directamente causados a la joven Mussó y que llevan consigo, como
consectarios naturales y lógicos, otros daños, esto es, los materiales y los
sociales [...]”().
Como
quiera que sea, y he aquí mi discrepancia con el profesor De Trazegnies, el daño moral no es patrimonial, ni cambia de naturaleza como
efecto de la cuantificación efectuada por el juez.
En
este punto, la situación es similar a la que se verifica cuando toca
pronunciarse con respecto a la patrimonialidad de la relación obligatoria:
como se sabe, en el caso de una relación intersubjetiva, la patrimonialidad
de la conducta de uno de los sujetos no conduce necesariamente (por reflejo)
a que la del otro se haga patrimonial; no es seguro, entonces, que una
relación de estas características merezca el amparo del derecho, ni tampoco
que ambas conductas sean consideradas obligatorias. El cumplimiento de
deberes derivados del matrimonio (la asistencia recíproca o la fidelidad
conyugal, por ejemplo) o de la paternidad (la educación de los hijos, por ejemplo),
no podría ser objeto de una contraprestación en dinero; y aunque ocurriera lo
contrario, el pacto de una retribución económica no volvería patrimonial, sin
más, el contenido de la relación, lo que equivale a decir que ésta no tendría
relevancia jurídica como obligación().
De
igual forma, y desde una perspectiva funcional, se ha logrado evidenciar una
peculiar función de la responsabilidad civil en el caso del daño moral. Es
pacíficamente admitido que la responsabilidad civil cumple funciones de reparación (o reintegración), porque
aspira a “reconstruir para el damnificado la situación preexistente a la
producción del efecto dañoso, mediante la asignación de un conjunto de
utilidades de naturaleza económica que lo compensen por la pérdida sufrida, y
eliminen la situación desfavorable creada por el ilícito (daño)”();
de prevención, “en el sentido de
que la previsión del deber de resarcir el daño ocasionado induce a la persona
a desarrollar su propia actividad con la adopción, cuando menos, de las medidas
que normalmente son idóneas para impedir la producción de eventos dañosos
para otros”(); de punición, en los ordenamientos
jurídicos, como el italiano, donde se reconoce la reintegración en forma
específica a pedido del damnificado (con el solo límite del caso en que dicha
reintegración resulta excesivamente onerosa para el dañador); y de distribución, porque “la regulación
hace que el daño recaiga en algunas personas que son capaces de soportarlo en
virtud de la actividad desarrollada (empresarial), y de la consiguiente
posibilidad de que tienen para redistribuir entre otros (consumidores) el
daño resarcido”().
Para
el caso del daño moral, se ha sostenido que la función de la responsabilidad
civil es más bien aflictivo-consolatoria,
mitigadora del sufrimiento, debido a la imposibilidad de “reparar” éste, en
sentido estricto: “La función eminentemente aflictivo-consolatoria del
resarcimiento del daño extrapatrimonial queda así configurada como una
manifestación de la función satisfactoria de la responsabilidad civil desde
una perspectiva diádica, en detrimento de la afirmación de una función
reparatoria de aquél”().
Adolfo di Majo, conformemente,
prefiere hablar de función compuesta,
porque, “por un lado, se tiende a brindar una forma de satisfacción y/o
gratificación a la víctima del hecho ilícito, en el sentido de asegurarle un beneficio económico –y al respecto,
es innegable que el dinero también puede servir para dicho fin– y, por otro
lado, para sancionar el
comportamiento del responsable de la infracción”().
Por
la misma razón, hay que admitir que es cuestionable hablar de resarcimiento o
de indemnización del daño moral(),
y que estamos más bien ante una mera satisfacción()
“que el juez cree oportuno asignar al agraviado para mitigar el quebranto que
el mal causado le produce –«los duelos con pan son menos»–”().
Para
aclarar los términos aquí empleados, así como el planteamiento que me parece
apropiado para tratar de toda esta problemática, creo que es conveniente
rendir cuenta de la historia del “daño moral” y del “daño a la persona”.
4. El sistema francés y su influencia en
la normativa peruana: daño material e inmaterial (moral).
No
reviste ninguna dificultad analizar el sistema francés. La distinción
tradicional es más bien sencilla: están los daños materiales, que afectan los
bienes del individuo, y los daños inmateriales, o morales, que afectan todo
lo que no pueda considerarse en el campo anterior().
Se
ha sostenido que los trabajos preparatorios del Code Napoléon no permiten deducir con certeza que los
legisladores hayan tenido la intención de prohibir una expansión del concepto
de dommage a los daños morales().
A fin de cuentas, en el art. 1382 de dicho Código se menciona el término dommage a secas (“Todo hecho del
hombre que causa un daño a otro obliga aquel por cuya culpa se ha producido a
repararlo”), y no existe impedimento para una interpretación amplia().
No obstante ello, hay quien advierte que con tal proceder los redactores del Code “se situaban dentro del más
riguroso pensamiento romano, acogiendo como reparable únicamente el daño
material y abandonando la idea antigua de «satisfacción» para el daño moral
porque su carácter vindicativo de pena la excluía del campo estricto del
moderno derecho civil”().
A
pesar de todo, luego de la entrada en vigor del Code, se desataron “una serie de polémicas y discrepancias en la
doctrina, las cuales dividieron a los estudiosos. Algunos negaron la
posibilidad de resarcir un daño moral, dado que no parecía concebible dar una
valorización en dinero a bienes (el honor, los sentimientos, etc.), que por
su naturaleza «inmaterial» no daban la impresión de ser susceptibles de una
valorización en términos pecuniarios. Otros, en cambio, afirmaban, sea la
plena resarcibilidad de los daños morales, sea (según las llamadas teorías
«mixtas») la posibilidad de su resarcimiento limitado a ciertas hipótesis”().
Las teorías mixtas –refiere Giovanni Battista Ferri– admitían la reparación del daño moral sólo cuanto
éste tenía un consecuencia material, pero era evidente que así se terminaba
sosteniendo que el perjuicio moral no podía ser reparado, y que únicamente el
daño moral concedía derecho a la indemnización().
Al
final, y pasadas las referidas incertidumbres, la jurisprudencia francesa
reconoce que el daño moral es resarcible. Para estos efectos, la noción de la
categoría que los jueces emplean es bastante amplia, conforme a la indicada
por Gabba. Desde esta
perspectiva, entonces, es dado afirmar que el daño a la persona, según la
definición aquí brindada (porque la expresión es desconocida en la doctrina
francesa)(), queda
comprendido en el daño moral. Este es un sistema que ha funcionado sin
inconvenientes por más de ciento cincuenta años.
Hay
que destacar, asimismo, que los autores franceses no hablan de “patrimonio”:
la distinción entre daño material e inmaterial es prácticamente objetiva.
Esta
clasificación, que distingue los daños materiales de los inmateriales, cobró
gran ascendencia en la doctrina argentina,incluso en el pensamiento del legislador
Vélez Sarsfield. La confusión
terminológica en esta área –cuyos efectos parecen haberse reflejado, en no
escasa medida, entre nosotros– comienza con la importación de las expresiones
“daño patrimonial” y “daño no patrimonial” o “extrapatrimonial”, tomadas del
sistema italiano, que las recoge, a su vez, del derecho alemán. Hay entre los
argentinos quienes han llegado a apuntar, tautológicamente y aparatosamente,
que “el daño extrapatrimonial o moral [...] se caracteriza por su proyección
moral, sea que el hecho generador lesione un derecho subjetivo patrimonial o
extrapatrimonial”, y a renglón seguido (¡!), que “la persona es un proyecto
de vida [...] y todo lo que afecte a ese proyecto configura daño a la
persona. Se le denomina también daño no patrimonial, biológico, a la salud,
extraeconómico, a la vida de relación, inmaterial, a la integridad
sicosomática, no material”().
5. Autonomía
del sistema alemán: daño patrimonial y no patrimonial.
Conviene empezar recordando, aunque sea reiterativo, la importancia
del concepto “patrimonio” (Vermögen) en la doctrina civilista alemana,
desde la época de los pandectistas. El patrimonio es una de las primeras
instituciones estudiadas en los tratados dedicados al allgemeiner Teil (a la “parte general”) del BGB, y es así como se
habla de atribución patrimonial (Vermögenszuwendung),
de negocios jurídicos de atribución patrimonial (Zuwendungsgeschäfte), de patrimonialidad de la prestación (Vermögenslashung) y de patrimonialidad
del interés en la prestación (Vermögensinteresse),
sólo por citar dos ejemplos.
En
palabras de Hans A. Fischer, el
patrimonio es “el conjunto de los derechos evaluables en dinero que
corresponden a una persona”();
para Andreas von Tuhr, constituye
“un poder económico, que ofrece los medios materiales para la consecución de
los fines de la vida individual”().
Teniendo
en cuenta el carácter fundamental de esta idea, alrededor de la cual giran
muchas otras categorías, la hora de distinguir los daños, la clasificación
propuesta diferencia el daño patrimonial (Vermögensschaden)
del daño no patrimonial (nicht
Vermörgensschaden).
Karl
Larenz escribe que “el daño a
indemnizar se determina normalmente según
la persona y el patrimonio del que tiene derecho a la indemnización”(),
y se encarga de formular esta distinción como sigue: “Daño «material» es el
daño patrimonial que puede originarse directamente en forma de privación,
menoscabo o deterioro de un bien
patrimonial, o indirectamente, p, ej., en forma de pérdida de
adquisiciones o de ganancias o de causación de gastos necesarios originados
por el daño. Daño «inmaterial» o «ideal» es el daño directo que alguien sufre
en un bien de la vida (como la
salud, el bienestar corporal, la libertad, el honor) que no puede ser valorado en bienes patrimoniales”().
La
distinción consta en el BGB, donde originalmente se hacía referencia
explícita a los daños no patrimoniales en los §§ 253, 847, 1er.
párrafo, y 1300.
Ҥ
253. Solamente en los casos previstos por la ley podrá reclamarse
compensación (Entschädigung) en dinero, si el daño inferido es no
patrimonial”.
Ҥ
847. En caso de lesión al cuerpo o a la salud, y también en caso de privación
de la libertad, el perjudicado puede reclamar una compensación equitativa en
dinero, incluso por el daño que no sea daño patrimonial. Este derecho no es
transmisible ni pasa a los herederos, a menos que sea reconocido
contractualmente o deducido en juicio.
El
mismo derecho asiste a la mujer contra quien abuse, con delito o falta de su
moralidad o la seduzca, valiéndose de fraudes o amenazas o abusando de la
superioridad de que goza sobre ella”.
Ҥ
1300. Si una mujer sin tacha se entrega a su prometido, concurriendo los
requisitos de los §§ 1298 o siguientes, puede exigir que se le compense en
dinero, en lo que sea justo, el daño no patrimonial sufrido por consecuencia
de aquella acción.
Este
derecho es personalísimo y no se transmite a los herederos, a menos que se
halle reconocido contractual o deducido en juicio”.
Hace
ya tiempo que el § 1300 fue derogado; en cuanto al § 847, su texto ha sido
recientemente fusionado con el del § 253, conforme a la Zweites Gesetz zur
Änderung Schadensersatzrechtlicher Vorschriften (la 2ª. Ley modificatoria de
las disposiciones en materia de indemnización), del 19 de julio del 2002, en
vigor desde el 1 de agosto del 2002. En consecuencia, la nueva norma reza
como sigue:
Ҥ
253. Solamente en los casos previstos por la ley podrá reclamarse una
compensación en dinero (Entschädigung
in Geld), si el daño inferido es no patrimonial.
En
caso de que se debiera una indemnización (Schadensersatz) a causa de un daño por causa de una
lesión al cuerpo, a la salud, a la libertad o a la autodeterminación sexual,
se puede reclamar una compensación razonable en dinero (eine billige Entschädigung in Geld) aun por el daño no patrimonial”.
Lo
importante es señalar que la terminología alemana fue acogida en el derecho
italiano; primero por la doctrina, luego por la jurisprudencia, y finalmente
por el legislador. En el art. 185 del Código Penal de 1930 se establece que
“Todo delito que haya ocasionado un daño patrimonial o no patrimonial obliga
al culpable al resarcimiento y a las personas que, según las leyes civiles,
deben responder por el hecho de aquél”; y en el art. 2059 del Código Civil se
señala que “El daño no patrimonial debe ser resarcido sólo en los casos
determinados por la ley”.
Salvatore
Patti, uno de los más insignes
estudiosos italianos del derecho alemán, define el “daño patrimonial” como la
pérdida experimentada por un sujeto en su patrimonio a causa de un
determinado evento lesivo, aun cuando dicha pérdida fuera debida a un
perjuicio contra su persona().
Massimo Bianca hace otro tanto
con el “daño no patrimonial”, que concibe como “la lesión de intereses no
económicos, es decir, la lesión de intereses que según la conciencia social
no son susceptibles de valorización económica”().
El
mismo Patti hace ver que el
término “patrimonio” debe ser entendido como “suma de las capacidades de una
persona, como potentia, es decir,
como conjunto de posibilidades atribuibles a un sujeto”();
de tal forma se evita incurrir en la errónea idea de que los sujetos que no
son titulares de bienes no pueden sufrir daños patrimoniales.
Es
evidente que conforme a la clasificación alemana, el daño no patrimonial
comprende tanto el daño moral cuanto el daño a la persona.
Sin
embargo, y como producto de la lectura poco atenta de la bibliografía
francesa, alemana()
e italiana, en Argentina se habla de daño patrimonial y extrapatrimonial
(distinción alemana), intercalando elementos de la primigenia, y menos
elaborada, clasificación entre daños materiales e inmateriales (francesa)(),
y de la versión italiana.
Bástenos
citar, como ejemplo de esta mala lectura, a Eduardo Zannoni, quien entiende que el daño patrimonial es “la
lesión o menoscabo que afecta un interés relativo a los bienes del
damnificado, es decir, sobre los bienes que integran su esfera jurídica que,
por ende, le pertenecen”, mientras
que el daño no patrimonial “en consonancia con el valor negativo de su misma
expresión literal, es todo daño privado que no puede comprenderse en el daño
patrimonial, por tener por objeto un interés
no patrimonial, o sea que guarda relación a un bien no patrimonial”().
6. La evolución en el sistema italiano:
historia oficial del daño a la persona.
Como he expuesto, también en el sistema italiano el daño se
distingue en patrimonial y no patrimonial. Recapitularé, con didácticas
expresiones de Luigi Corsaro, que
el primero “está constituido por las consecuencias desfavorables de
naturaleza económica de una determinada lesión. Es indiferente, desde este
punto de vista, la naturaleza patrimonial o no patrimonial del bien o del
interés lesionado, porque consecuencias de naturaleza económica, y por lo
tanto un daño patrimonial puede derivar, tanto de la lesión de un bien
patrimonial, cuanto de la lesión de un bien de naturaleza no patrimonial:
piénsese en la pérdida de clientela sufrida a causa de la publicación de una
noticia en un periódico, que luego se revela como no verdadera, que provoca
descrédito a su actividad profesional. El bien quebrantado es no patrimonial:
la reputación del profesional, pero su lesión también produce consecuencias
de naturaleza patrimonial.
El
daño no patrimonial, entendido en una acepción restringida, consiste en el
dolor, en el sufrimiento, físico o espiritual, que la persona sufre por
efecto del evento lesivo (y a este fenómeno se da, normalmente, el nombre de
daño moral, a veces denominado daño moral subjetivo); entendido en una
acepción lata, comprende todas las situaciones negativas de naturaleza no
económica del evento lesivo (consecuencias que no son susceptibles de una
evaluación objetiva y directa en dinero). En esta categoría cobran relevancia
las consecuencias no patrimoniales de la lesión de la persona y de los
llamados derechos de la personalidad. Estas se concretan en el sufrimiento
psicofísico, en la perturbación del ánimo, en el descrédito, en la pérdida de
prestigio, etc., que la persona sufre a consecuencia del hecho ilícito de
otro. También el Estado y los entes en general están legitimados a accionar
judicialmente para el resarcimiento del daño no patrimonial, identificado en
la pérdida de prestigio, en el perjuicio moral sufrido por el hecho
ilícito-delito de sus propios dependientes”().
Pero el daño a la
persona no tiene ningún valor especial como categoría en el sistema italiano.
Yo
me conformaría con repetir aquí una opinión de Davide Messinetti: “si el concepto de persona no puede ser
«socialmente» domado a través del concepto de responsabilidad, el daño a la
persona no puede ser construido como un «daño especial» (ni como un sistema
de «daños especiales»)”(),
pero prefiero abundar, aunque sea brevemente, en algunos aspectos históricos.
Es
cierto que la expresión cuestionada figura en el Código Civil de 1942, en el
art. 2057: “Cuando el daño a las personas tiene carácter permanente la
liquidación la puede realizar el juez, tienen en cuenta las condiciones de las
partes y la naturaleza del daño, bajo la forma de una renta vitalicia. En
dicho caso, el juez dispone las medidas necesarias”, pero nada de esta
disposición permite considerar que tenga algún valor sistemático; es más, dos
de los primeros escritos en los que aparece la expresión, y sin mayores
pretensiones, son voces enciclopédicas del decenio 1950-1960, debidas a Mario
Portigliatti-Barbos() y Guido Gentile().
A este último autor se debe la opinión de que “la valorización del daño a la
persona plantea el más arduo de los problemas del vasto campo de la
responsabilidad civil”.
En
ambos trabajos, y en los escasos estudios dispersos, el daño a la persona no
sirve más que como una locución para identificar el daño a la integridad
psicofísica. A ello se debe, tal como hemos dicho, que este daño haya sido
asimilado al daño a la salud.
En
un intento de aprovechar al máximo el sentido de la expresión, Pier Giuseppe Monateri()
sostiene que el estudio del daño a la persona exige hacer referencia a cuatro
tipos distintos de daño, sin importar si estos son asumidos como resarcibles
o no:
a) Daño a la salud psicofísica con
reflejos pecuniarios: lesiones a la persona que se traducen en una serie de
desembolsos pecuniarios, o que tienen, de alguna manera, repercusiones
negativas en el rédito futuro del sujeto lesionado.
b) Daños a la salud psicofísica
independientes de reflejos pecuniarios: lesiones a la persona que se traducen
en una serie de lesiones psicofísicas individuales, y por lo tanto, en una
serie de minusvalías objetivas para el sujeto lesionado, en sí mismas
consideradas, sin hacer referencia a sus reflejos negativos en el patrimonio
o en el rédito de dicho sujeto.
c) Daños por sufrimientos (considerados
independientemente de las lesiones en sí mismas a la salud psicofísica) con
reflejos pecuniarios: aflicciones, dolores, perturbaciones que se traducen en
ganancias frustradas y que, de alguna manera, tienen una influencia negativa
en el rédito monetario del damnificado.
d) Daños por sufrimientos (del tipo sub c) independientes de reflejos
pecuniarios: aflicciones, padecimientos de ánimo, dolores considerados en
cuanto tales, que no se traducen en consecuencias monetarias negativas.
En
el derecho italiano –expone, con minuciosidad, el profesor de la Universidad
de Turín–, el área de los daños sub a)
y sub c) está comprendida en la
categoría de los daños patrimoniales resarcibles en virtud de la cláusula
normativa general sobre la responsabilidad por hecho ilícito. “Al área sub d) se le ha venido imponiendo la
etiqueta afrancesante de daños morales, o bien la etiqueta germanizante de
daños no patrimoniales. Estos daños son resarcibles dentro de los límites
impuestos por el art. 2059 c.c. Dado su carácter, hay quienes prefieren
hablar de indemnización, y otros de pena. El área de los daños sub b) fue descuidada por mucho
tiempo. La bipartición, aparentemente exhaustiva, entre daños patrimoniales y
no patrimoniales impedía considerar de manera autónoma dichos daños. Ellos
tenían que entrar, forzosamente, en una u otra clase, y si no existían
repercusiones en el rédito, [...] debían ser equiparados a las aflicciones y
a los malestares de ánimo, y resarcidos, en consecuencia, dentro de los
límites del art. 2059 c.c. [...] Para los tipos de daño señalados supra, sub b) ahora predomina el nombre de daño biológico o daño a la
salud, y estos se consideran resarcibles fuera de los límites del art. 2059
c.c.”().
Monateri es particularmente crítico
con la distinción, y llega a postular su falsedad. Para ello se sirve del
análisis histórico, y refiere: “la locución «daño no patrimonial» no es
autóctona, sino importada y calcada del alemán nicht Vermögensschaden. Sólo que el BGB contiene en su parágrafo
253 la disposición en virtud de la cual «por un daño que no es daño patrimonial
se puede pretender el resarcimiento en dinero solamente en los casos
determinados por la ley» (norma que fue calcada en el art. 2059 c.c.), pero
dispone expresamente en su parágrafo 847: “En caso de lesión del cuerpo o de
la salud, y también en el caso de privación de la libertad, el afectado puede
pretender un resarcimiento equitativo en dinero también por el daño que no es
daño patrimonial” (norma que, para mala suerte, fue olvidada en el
trasplante)”(). Luego, convencido de su propósito,
afirma que para desvirtuar la bipartición es suficiente probar que existe un
supuesto que no pertenezca necesariamente a alguna de los dos rubros. Y aquí,
ni más ni menos, radicaría el talón de Aquiles de la distinción, porque
existen daños a la integridad física que no tienen repercusiones en el rédito
(como la lesión permanente que sufriera un pensionista), y que tampoco se
traducen en aflicciones (como la lesión cerebral), aun cuando existan
minusvalías para el sujeto lesionado().
Más
que dar la razón o desmentir a Pier Giuseppe Monateri, creo que es más útil explicar el contexto en el
que se forja su visión crítica.
Como
he anotado líneas arriba, el art. 2059 del Código Civil italiano limita el
resarcimiento de los daños no patrimoniales a los casos “determinados por la
ley”. Esta frase ha sido interpretada tradicionalmente como una rigurosa
limitación de estas posibilidades resarcitorias sólo a los daños derivados de
la comisión de un delito, en concordancia con lo prescrito en el citado art.
185 del Código Penal().
“Generalmente
–apunta Massimo Franzoni– los
intérpretes convienen en atribuir al art. 2043 c.c. el contenido de una
cláusula normativa general, en cuanto a la definición del «daño injusto», y
han destacado la necesaria previsión de la patrimonialidad del daño en la
parte final de la disposición: «obliga a aquel que ha cometido el hecho a
resarcir el daño». Es así como el compromiso de una situación protegida,
entendida como lesión de un interés merecedor de protección según el
ordenamiento jurídico, para permitir el remedio resarcitorio, debe ser causa
de una pérdida patrimonial en la esfera de la víctima. Esta pérdida
patrimonial para permitir la aplicación de la responsabilidad civil, puesto
que el daño no patrimonial es resarcible sólo en los casos previstos por la
ley, según el art. 2059 c.c.; y tradicionalmente, estos casos se han
identificado con el daño moral subjetivo del art. 185 c.p., salvo alguna rara
excepción”().
Estas dificultades, generadas por una imperfecta clasificación, y
una legislación restrictiva, han conducido a la creación del “daño
biológico”. Así, cuando una persona sufre una lesión corporal a causa del
ejercicio de una actividad peligrosa, por ejemplo, se encontrará legitimada a
demandar resarcimiento por tres conceptos: daño patrimonial, en virtud de la
cláusula general de responsabilidad extracontractual (art. 2043), daño no
patrimonial (daño moral, art. 2059) y daño biológico.
Massimo
Paradiso define el daño
biológico como “la lesión de la integridad psicofísica de la persona que
prescinde de las eventuales consecuencias en la capacidad de trabajo de la
víctima (que deben resarcirse a parte, como daño patrimonial)”().
Esta
figura fue elaborada por la Corte Constitucional (sentencia núm. 184 del 14
de julio de 1986), luego de una sucesión de sentencias de tribunales
genoveses que culminaron en una cuestión de legitimidad contra el limitativo
art. 2059. La Corte resolvió apoyándose en el art. 32 de la Constitución
republicana de 1948, que reconoce la protección de la salud en cuanto derecho
fundamental del individuo, y fue así como la máxima jurisprudencial
consagrada en dicho fallo dijo como sigue:
“Puesto
que: a) el art. 2059 c.c. atiene exclusivamente
a los daños morales subjetivos y no excluye que otras disposiciones prevean
la resarcibilidad del daño biológico, considerado en cuanto tal; b) que el derecho viviente identifica
en el art. 2043 c.c., en relación con el art. 32 Cost., la disposición que
permite el resarcimiento, en todos los casos, de
dicho perjuicio; resulta infundada, entonces, la cuestión de legitimidad
constitucional del art. 2059 c.c., en la parte en que prevé la resarcibilidad
del daño no patrimonial que deriva de la lesión del derecho a la salud sólo a
consecuencia de un delito, en referencia a los arts. 2, 3, 24, 32 Cost.”().
Paolo
Zatti y Vittorio Colussi()
resumen en los siguientes términos el esquema resarcitorio que resulta del
citado fallo de la Corte Constitucional:
a) Al interior del concepto de daño se
debe distinguir el daño-evento de
los daños-consecuencias: el
daño-evento consiste en la lesión del
interés protegido, en sí misma considerada; los daños-consecuencias son
aquellos perjuicios ulteriores, de orden patrimonial
o moral, que derivan de la lesión.
b) El daño
biológico es el daño-evento,
constituido por la lesión en sí misma
considerada, de la integridad psicofísica (derecho absoluto protegido por
el art. 32 de la Constitución), y debe ser distinguido, por lo tanto, sea de
las consecuencias de orden patrimonial, sea de aquellas de orden
moral.
c) El art. 2059, aun cuando textualmente
referido al daño “no patrimonial” debe ser entendido, según la interpretación
comúnmente acogida, en sentido restrictivo: limita, en otras palabras, sólo a
los casos previstos por la ley el resarcimiento de las consecuencias de carácter moral
(daño moral subjetivo o pretium
doloris).
d) El daño
biológico, como daño-evento,
no recae, entonces, en el ámbito del art. 2059 c.c., y es resarcible sobre la
base de la previsión general del art. 2043 (todo hecho ...obliga a resarcir
el daño).
“En
caso de lesión del derecho a la salud –concluyen los autores citados– el daño
resarcible se compone de tres elementos: a)
el daño biológico (daño-evento); b)
el eventual daño patrimonial y c)
el daño moral subjetivo (pretium
doloris) en los casos determinados por la ley”; pero previenen, de igual
forma, contra cierto riesgo de “explosión” de la responsabilidad, porque
puede dar lugar a una reproducción para la lesión de diversos intereses no
patrimoniales: “Si el daño resarcible es el daño-evento, es decir, la lesión
del interés protegido, en sí misma considerada, el ámbito del remedio resarcitorio
deviene difícilmente controlable”().
El
temor de los catedráticos de la Universidad de Padua es del todo razonable, a
juzgar de la proliferación inacabable de nuevas voces de daño: “daño
estético”, “daño a la vida de relación”, “daño hedonístico”, y más
recientemente, el “daño existencial”, que cuenta hasta con una sentencia de
la Corte de Casación favorable al reconocimiento de su naturaleza resarcible().
Pero
todos estas cuestiones son ajenas a nosotros.
7. El problema en el código civil peruano:
la informalidad legislativa y sus consecuencias.
Es inútil intentar precisar cuándo comienza a hablarse de “daño a
la persona” en la doctrina peruana. En los Códigos Civiles de 1852 y 1936,
como es obvio, y a menos que se incurra en un anacronismo, la expresión era
ignorada. En el segundo de ellos (art. 1148), se establecía que “al fijar el
Juez la indemnización, puede tomar en consideración el daño moral irrogado a
la víctima”. El sistema en vigor era perfectamente afrancesado, si se quiere;
en todo caso, lo importante es señalar que no hay ningún indicio que autorice
a sostener que funcionara deficientemente().
En
la Exposición de Motivos del Libro Quinto del Proyecto que devino el Código
Civil de 1936, los legisladores dejaron escrito: “No es preciso [...] que el
daño sea material o patrimonial. Puede tratarse de verdaderos detrimentos
morales que se traducen en dolores o en menoscabos de ciertos bienes
inmateriales. No nos han parecido bastantes las observaciones relativas al
carácter pasajero de estas situaciones, ni las dificultades invocadas para
relacionar los daños morales y las indemnizaciones. A través de estas y de
otras observaciones, la institución se ha instalado en los Códigos modernos y
tiene sus desarrollos en la jurisprudencia de los tribunales. La actitud
prudente de nuestra formulación puede ser notada en el hecho de haberse
atribuido al juez la facultad de
influenciar la indemnización por el factor moral que hubiere intervenido. Por
este medio la jurisprudencia estará habilitada a reparar o a satisfacer todos
los intereses respetables. Habrán casos sin duda en los que la solución más
indicada sea la de dar satisfacción a los sentimientos de la persona humana,
o al perjuicio de ciertos aspectos de los bienes no materiales”().
Con
respecto al Código Civil peruano vigente, la historia del “daño a la persona”
consta en páginas que enaltecen a Carlos Fernández
Sessarego, en cuanto expresivas de un propósito de enmienda ante un
error cometido. El excelso jurista sanmarquino relata: “Pocos días antes de
la promulgación del Código, fijada para el 24 de junio de 1984, se celebró
con fecha 3 del mismo mes en del despacho del ministro de Justicia de aquel
entonces, profesor Max Arias Schreiber,
una reunión de coordinación con los integrantes de la Comisión Revisora, con
la finalidad de dar los últimos retoques al ya aprobado Proyecto de Código. A
esta reunión fuimos invitados por el ministro junto con algunos pocos otros
miembros de la Comisión Reformadora. Fue en aquella reunión del 3 de julio de
1984 –es decir, 21 días antes de la promulgación del Código– que se logró
introducir en el artículo 1985 el daño a la persona al lado del daño
emergente, del lucro cesante y del daño moral que aparecían en este numeral.
No se pudo lograr lo más: eliminar del texto de este artículo, por
repetitiva, la voz daño moral. Era peligroso insistir en este sentido, ya que
se corría el riesgo de reabrir un debate que podría haber concluido con la
confirmación del acuerdo adoptado en precedencia por la Comisión Revisora. Es
decir, la no inclusión del daño a la persona. Preferimos, ante esta
eventualidad y con sentido común lo bueno en lugar de lo óptimo”().
Desde
ya, apuntaré que lo repetitivo fue más bien incluir el daño a la persona; y
que me parece discutible aquello del “sentido común”.
Los
primeros trabajos del profesor Fernández
Sessarego sobre este tema –al menos los que tengo a la vista– son
contemporáneos a la promulgación del Código Civil de 1984. Hay referencias en
materia en su exposición de motivos al primer libro del Código, dedicado al
derecho de las personas, que se suele reconocer a su invención. Allí la
afirmación del daño a la persona como institución autónoma y eje de toda la
normativa no es tan palpable, ni tan combativa. De hecho, hay más referencias
al daño no patrimonial que al daño a la persona, e incluso a cierto híbrido:
“el daño no patrimonial a la persona”. Anota, por ejemplo: “Sea cual fuere la
denominación que se adopte, lo importante es verificar que bajo todas y cada
una de tales expresiones se aloja un mismo único concepto: el daño a la
persona de carácter no patrimonial. Es decir, aquel que por lesionar un bien
inmaterial, no cuantificable en dinero, no puede ser reparado mediante una
suma objetivamente determinable. El daño no patrimonial es el que lesiona a
la persona en sí misma, estimada como un valor espiritual, psicológico,
inmaterial”().
Parece
ser que, posteriormente, el autor citado se preocupa por dar contenido a la
doctrina que predica. Se interesa por la historia del daño moral, y analiza
comparativamente, entre otros, los sistemas de Francia, Alemania e Italia().
Las referencias sobre los dos primeros ordenamientos es más bien escasa; en cambio,
demuestra un buen conocimiento de las tesis italianas en boga. En uno de sus
primeros estudios, tales referencias son expuestas en un subcapítulo titulado
El creciente desarrollo en Italia de la
teoría del daño a la persona y su formulación legislativa, que es, en
realidad, la historia de la evolución del daño no patrimonial, la cual
confirma el papel central de la clasificación alemana en el sistema italiano.
Creo,
y me bastan estas observaciones, que estamos frente a un caso de importación
doctrinaria; sólo que, esta vez, se trata de una categoría que se utiliza con
meros fines descriptivos (es decir, sin ningún afán sistemático) en su
hábitat, y que al ser importada, ha generado el riesgo de llegar a nosotros
con los problemas y cuestiones que han dado pie a todo el debate que ya he
descrito en los acápites anteriores.
Repetidamente,
se percibe un empleo de la expresión “daño a la persona” todas las veces en
que los autores italianos habrían escrito “daño no patrimonial”.
Veamos
un ejemplo:
Fernández Sessarego escribe:
“Consideramos atinada la posición adoptada por la jurisprudencia genovesa ya
que, al nivel histórico en que nos hallamos, resulta incomprensible que se
justifique jurídicamente una norma que limite la reparación del daño a la
persona de carácter no patrimonial, a sólo los específicos casos previstos
por ley”().
Como
ya he señalado, lo que se limita en la norma italiana es la reparación del
daño no patrimonial en general (no “del daño a la persona de carácter no
patrimonial”).
O
estos, llamémoslos así, espejismos:
“El
Código consagra la posibilidad de reparar el daño moral, entendido como
sinónimo de daño a la persona, producido como consecuencia de la inejecución
de las obligaciones”().
“No obstante la imposibilidad de
precisar en términos económicos las consecuencias del daño a la persona,
estimamos que ningún ser pensante,
que considera a la persona como un valor en sí misma, como un fin supremo a
cuyo servicio se encuentran la sociedad y el Estado, puede oponerse a la
justa reparación del daño no patrimonial a la persona pretextando la
imposibilidad de encontrar su equivalente pecuniario”().
“Podrán o no incluirse en el futuro
otros derechos de la persona en la Constitución o en el Código Civil
[peruanos], pero los principios cardinales sintetizados en la tutela
integral, preventiva y unitaria de la persona seguirán vigentes, inspirando a
los constituyentes y codificadores del mañana. La historia rescatará como
nota positiva de tales cuerpos legales, antes que sus bondades técnicas, su
vocación personalista, su empeño en proclamar y concretar a través de sus
textos, con las limitaciones del caso, la primacía que se le otorga a la
persona humana”().
Más allá de tales pinceladas –conscientes, o tal vez no–,
predispuestas para promocionar el “daño a la persona”, lo más censurable es
la pretensión, que yo juzgo absurda y carente de sustento, de diseñar un
fundamento filosófico para la categoría cuestionada.
Leo,
por ejemplo, que el desplazamiento del eje del derecho, de los derechos
patrimoniales a los de la persona “ocurre recién cuando al influjo del
humanismo, se logra comprender por los juristas más lúcidos y no
comprometidos con los sistemas de poder dominantes en el mundo, que el hombre
no puede ser sólo apreciado unidimensionalmente como un ente capaz de
producir renta. La existencia humana es más rica y trascendente, por lo que
se resiste a ser aprehendida como totalidad y experiencia de libertad a
partir sólo de una visión puramente economicista, no obstante la innegable
preponderancia que ella puede tener en ciertas circunstancias del devenir de
la vida humana tanto personal como social”();
o que “es al ser humano, consistente en una unidad psicosomática sustentada
en la libertad, al que el derecho protege contra todo tipo de daños que lo
afecten en cualesquiera de sus múltiples y ricas facetas. Como se advierte de
todo lo que hasta aquí expuesto, hubo que tomar conciencia de lo que
significaba el ser humano, comprendiendo su intrínseca dignidad de ser libre,
para que se desarrollara, en lenta pero segura evolución, la materia que nos
ocupa, es decir, la relativa a su protección preventiva, unitaria e integral
frente a los daños que lo acechan en la era tecnológica”();
o que “en la última década se ha incrementado notablemente la literatura
sobre el ser humano en cuanto sujeto de derecho y, más precisamente, sobre el
denominado «daño a la persona». Ello delata la influencia del personalismo o
humanismo en el pensamiento jurídico, lo que proviene de las formulaciones o
propuestas de la filosofía de la existencia”().
Como
también he explicado, nada, absolutamente nada, de esa presunta evolución
filosófica tiene que ver con el daño a la persona. Reitero que los juristas
que han utilizado esta categoría en Italia lo han hecho con puros fines
descriptivos, de la misma manera que se habla de “daño ecológico” o de “daño
ambiental”. Yo podría añadir cualquier término al vocablo “daño”, y no
crearía ninguna categoría fundamental en el plano sistemático: daño a los
inmuebles, daño automovilístico, daño a los familiares; me estaría limitando
a identificar supuestos, tal cual se hace cuando se habla de responsabilidad
de los médicos, de la Administración pública, de los jueces, o cuando se
habla, ridículamente, de “derecho genético”. Por lo demás, cuando de verdad
se presentó la necesidad de hacer referencia a una nueva categoría, en Italia
se ha preferido un concepto médico-legal y no jurídico: el “daño biológico”().
Otro
de los motivos por los que no es fiable esta tramoya, es porque trata de
hacer creer que ha existido un debate, del cual habría salido victoriosa la
categoría del daño a la persona. Esa polémica, que habría sido muy útil,
jamás se ha producido. El profesor Fernández
Sessarego insiste en que el derecho privado ha sido objeto de una
despatrimonialización(),
en pro de una visión personalista, digna de todos los elogios; y ello ya le
ha valido un mentís de un autor de la talla de Pietro Rescigno, quien en algún congreso académico hubo de afirmar
que “los derechos de la personalidad, en la acepción propia del derecho
privado, presuponen relaciones interindividuales y nacen de conflictos de
intereses en donde prevalecen –lo que no es menospreciable ni siquiera en un
planteamiento «personalista»– implicancias de carácter patrimonial. El
derecho privado se mantiene, en cierta medida, ligado a la dimensión del
patrimonio individual, y en la apreciación de las actividades, del peligro
que ellas puedan representar y del daño que puedan determinar, no logra
prescindir de tal aspecto”().
En la mayor parte de su obra no hay referencias a las críticas expuestas por De Trazegnies().
Solamente ha prestado atención a una denuncia de José León Barandiarán, y ha acogido una sugerencia de Carlos Cárdenas Quirós. El primero de estos
autores tuvo oportunidad de manifestar su perplejidad –para muchos
sacrosanta– frente a la inclusión de la voz “daño a la persona” en el art.
1985 de nuestro Código Civil();
el profesor Cárdenas Quirós admite explícitamente el
apócrifo discurso sobre el trasfondo filosófico de la categoría, la presunta
perspectiva humanista, y contribuye a su desarrollo, con la propuesta de la
denominación “daño subjetivo”().
Uno
de los autores italianos más citados, y tergiversados, en la artificiosa
argumentación filosófica que se critica es Francesco Donato Busnelli().
Pues bien, el profesor de la Escuela Superior “Santa Ana” de Pisa fija
claramente su posición en los siguientes fragmentos:
“El
primado de los daños a la persona, el nuevo eje de tales daños, constituido
por los «daños a la persona en sentido estricto», y el lugar central que
ocupa esta nueva categoría la figura del daño a la salud, son el resultado de
una doble «revolución», que no es peculiar de la experiencia italiana, sino
que encuentra elementos de significativa concordancia, con particular
referencia a los daños a la salud, en documentos internacionales y en
tendencias legislativas, doctrinarias y jurisprudenciales maduradas en
ambientes con tradiciones jurídicas muy diversas”().
Esta “doble revolución” consistiría, por un lado, en “la superación de la
relación entre daño al patrimonio (entendido como «suma de propiedades») y
daño a la persona: una relación que por largo tiempo ha estado caracterizada
por el seguro primado de la primera figura de daño, en la que había venido
modelando el más conocido (y hasta ahora seguido) criterio de valorización
del daño, que parte de la decimonónica differenz
theorie. El paso de la llamada economía estática a la llamada economía
dinámica, y sobre todo, la intensificación de las ocasiones de daño a la
persona en la Sociedad industrial han acentuado la frecuencia y la gravedad
de esta última figura de daño [...]; por otro lado, hay una “segunda
«revolución» se encuentra en curso de desarrollo, al interior del concepto mismo
de daño a la persona. Para Guido Gentile,
esta figura se resolvía esencialmente en la «pérdida económica que deriva
para el lesionado de una determinada modificación negativa de su capacidad de
trabajo», de modo tal que «el ingreso es el parámetro del daño a la persona».
Hoy la referencia, cada vez más insistente y compartida, al «daño a la salud»
(o «daño biológico») y al daño a la identidad personal es válida para
trasladar el «eje» del problema de un daño parametrado según el ingreso a un
daño referido al «valor ser humano» en su concreta dimensión: valor que no es
asimilable a la sola aptitud para producir riqueza, sino que se liga a la
suma de las funciones naturales (las cuales tienen relevancia biológica,
social, cultural y estética, en relación con las distintas variables
ambientales en las que se desenvuelve la vida, y no sólo a la económica)
concernientes al sujeto”().
Como
se aprecia, Busnelli se limita
a constatar un hecho: la importancia cobrada por la cuestión de los daños a
la persona en las reflexiones de la doctrina y la jurisprudencia. Ello es
bien distinto de defender una falsa visión histórica o de pretender imponer
una terminología en el medio italiano. Por si existieran dudas, Busnelli concluye que el sistema
italiano de resarcimiento de los daños a la persona en sentido estricto se
organiza en dos modelos: el de “los daños patrimoniales (que constituye la
categoría general de daños contemplada, sin límites, en el art. 2043, y
resultante de una revisión de los tradicionales esquemas restrictivos de la
patrimonialidad) y el modelo de los daños no patrimoniales (que constituye
una categoría especial de daños, dominada por el principio de tipicidad
contenido en el art. 2059 e influenciada por la vinculación de dicha norma
con el art. 185 cód. pen., que conduce a identificar la figura principal,
pero no necesariamente exclusiva, de dichos daños en los daños morales
subjetivos”().
Como
se aprecia, el autor citado no pierde de vista la clasificación que, para
bien o para mal, ha sido adoptada por el legislador italiano de 1942.
Con
mucha mayor autoridad que la mía, se ha destacado que es innecesario crear
una especie adicional de daño, denominada “daño a la persona”: “En Derecho,
las categorías son fundamentalmente operativas; se justifican en la medida en
que establecen distinciones entre derechos y obligaciones. Pero la categoría
«daños a la persona» no parece conllevar derechos u obligaciones diferentes a
las que usualmente se atribuía a la categoría «daño moral» (en el sentido más
puro del término, habiendo excluido de este concepto al daño patrimonial vago
o impreciso)”().
Todo
ello es cierto.
La
consecuencia de la informalidad legislativa que devino en la inclusión
accidentada, y por lo mismo reversible, del “daño a la persona” en el Código
Civil peruano es que tenemos un sistema con tres tipos de daño: el de nuestra
cláusula normativa general (art. 1969: “Aquel que por dolo o culpa causa un
daño a otro está obligado a indemnizarlo. El descargo por falta de dolo o
culpa corresponde a su autor”); el daño moral (“Art. 1984.- El daño moral es
indemnizado considerando su magnitud y el menoscabo producido a la víctima o
a su familia”) y el daño a la persona (“Art. 1985.- La indemnización
comprende las consecuencias que deriven de la acción u omisión generadora del
daño, incluyendo el lucro cesante, el daño a la persona, debiendo existir una
relación de causalidad adecuada entre el hecho y el daño producido. El monto
de la indemnización devenga intereses legales desde la fecha en que se produjo
el daño”).
8. Alternativas
de interpretación según la regulación vigente.
Como primer punto, hay que determinar qué clasificación de daños es
la seguida por el Código Civil peruano.
La
respuesta está a la vista: no es la distinción alemana (e italiana) entre
daños patrimoniales y no patrimoniales, sino la francesa, y a medias.
Ya
en el Anteproyecto de Fernando de
Trazegnies para la “responsabilidad civil no derivada de acto
jurídico” (art. 18) se establecía que “Sólo excepcionalmente el juez
considerará el daño moral para efectos de establecer la procedencia de la
indemnización y para fijar el monto de ésta”, y se le excluía “en todos los
casos sometidos al régimen de seguro obligatorio”. El autor citado exponía en
favor de la regulación propuesta que “en estos casos, ante la falta de una
prueba precisa del daño material, pero teniendo el juez la convicción firme
de que éste se ha producido dada la naturaleza de los hechos, puede utilizar
la noción de daño moral para compensar discrecionalmente aquello que, si bien
es teóricamente susceptible de ser valorizado, resulta imposible de ser
calculado en la práctica. Solamente por este motivo el Anteproyecto conserva,
por lo menos para situaciones excepcionales, la obligación de reparar el daño
moral. Pero queda sujeto a la apreciación del juez de acuerdo a las siempre
cambiantes circunstancias y valoraciones sociales”().
En
el art. 351, en materia de disolución del vínculo patrimonial, se prevé que
“si los hechos que han determinado el divorcio comprometen gravemente el
legítimo interés personal del cónyuge inocente, el juez podrá concederle una
suma de dinero por concepto de reparación del daño moral”().
Pero
al dedicarse una norma específica al daño moral uno podría pensar que se está
admitiendo, a todas luces, que esta figura tiene características que imponen
distinguirlo del daño común y corriente, es decir, del daño al que se hace
referencia en nuestra cláusula normativa general. Sin embargo, esta
interpretación sería errada, porque el art. 1984 no tiene ningún propósito
clasificatorio, sino más bien práctico.
Porque
la diferenciación no se formula en términos categóricos (de aquí que
considere que se ha asumido “a medias” el esquema francés). La única
precisión que se hace en el art. 1984 tiene que ver con criterios que deben
ser observados por el juez al fijar el monto que recibirán los damnificados
por concepto de daño moral. En la norma se impone al juez atender a la
magnitud del daño y el menoscabo producido a la víctima o a la familia de
ésta.
El
art. 1984 no dice “también es resarcible el daño moral”, ni tampoco que “el
daño moral también debe ser indemnizado”.
El
texto de la norma es ininteligible, en no menor medida que los comentarios de
José León Barandiarán a todo el
libro de la responsabilidad extracontractual del Código Civil peruano. ¿Qué
cosa significa atender a la magnitud del daño moral? ¿Acaso que solamente
merecen ser satisfechos los grandes sufrimientos? Nada nos guía en la
búsqueda del sentido del texto, pero da la impresión de que en él se
exigiera, precisamente, un grado de relevancia del daño, para efectos del
reconocimiento de su resarcibilidad. Igual de oscura es la segunda parte de
la norma; pero atender al “menoscabo producido a la víctima o a su familia”
puede significar que únicamente los familiares –y será necesario delimitar el
ámbito de este concepto– están legitimados para percibir el monto
judicialmente asignado a título de daño moral().
Con
todo, no existiría sino una limitación de carácter secundario (relativa a los
legitimados a demandar el daño moral) en nuestro art. 1984. Por ello es
forzoso, y conforme a la lógica, aceptar que nos hallamos totalmente al
margen del debate italiano sobre las limitaciones al resarcimiento del daño
no patrimonial; y por lo tanto, que también somos ajenos a todas las voces
creadas en dicho medio para paliar sus deficiencias legislativas.
Nuestro
sistema, al menos en lo tocante al daño moral, porque no pueden callarse sus
no pocas imperfecciones, es intachable.
“¡Pero
también está el daño a la persona, y a renglón seguido!”– se me podría
replicar().
En
principio, creo que es suficiente recordar la abrupta incorporación de esta
expresión importada para descalificarla de elenco de las voces de un derecho
de la responsabilidad civil que tenga como base el Código Civil peruano.
Como
si no bastara, el art. 1985 es un cajón de sastre donde se ha hecho espacio a
todo lo que se le olvidó al legislador en el resto de la normativa. Es en
esta norma donde encontramos, además del daño a la persona, la teoría de la
causalidad adecuada. Todos los que conozcan la materia saben que la
causalidad se analiza en la parte general de la responsabilidad civil. Aquí
también es donde se establece que el hecho generador del daño puede consistir
en una omisión.
Sólo
que, desde luego, nadie habría echado de menos el daño a la persona; como sí
habría ocurrido, seguramente, con la teoría de la causalidad acogida en
materia.
Una
forma de resolver el problema es la asumida, implícitamente, por los
redactores de las máximas jurisprudenciales citadas. En perfecta coherencia
con el estado de la cuestión durante el Código Civil de 1936, los magistrados
de la Corte Suprema demuestran seguir razonando en función, exclusivamente,
del daño moral. No tienen ningún problema en reconocer el daño a la persona,
pero no es necesario nominarlo, porque puede asumirse, sin problemas, que las
lesiones a la integridad psicofísica están incluidas en el daño moral, como
en Francia y en la tradición del derecho civil peruano, o bien en la cláusula
normativa general del art. 1969, que no distingue entre tipos de daño.
Esta
forma de proceder es la típica, y sempiterna, sanción que se aplica a las
normas privadas de lógica. Ignorarlas en la aplicación práctica es una forma
legítima de descalificarlas. El mismo fenómeno se verifica con respecto a la
normativa del Código Procesal Civil dedicada a la responsabilidad civil de
los jueces.
Pero
si tenemos que convivir con la expresión, hay que entenderla, simplemente,
como una reiteración, como un pleonasmo, de la naturaleza resarcible del daño
a la integridad psicofísica.
9. Cómo no hacer las leyes civiles: el
proyecto de código civil argentino de la comisión Alterini.
Una
de mis mayores sorpresas ha sido constatar en múltiples trabajos de
estudiosos peruanos referencias al Proyecto de Código Civil argentino
elaborado por una comisión presidida por Atilio Aníbal Alterini, e integrada por Héctor Alegría, Jorge Horacio Alterini, María Josefa Méndez Costa, Julio César Rivera y Horacio Roitman().
Se
trata de una mole de más de 2,500 artículos, que su promotor presenta como
“el resultado de coincidencias” a las que los redactores han llegado “luego
de fructíferos debates, en los cuales se depuso siempre el preconcepto
personal en aras de soluciones” que se han procurado adecuar “a los criterios
de racionalidad y de justicia”.
Ya
he tenido oportunidad de referirme a los defectos de este documento, en
especial por su presentación en forma de tratado, excesivo en definiciones(),
y contrariamente a los términos de Alterini,
favorable a su particular visión de las instituciones del derecho civil,
invariablemente caracterizada por el análisis superficial, cuando no por la
mera reseña. Él mismo tiene escrito que “las meras abstracciones, aunque
estén dotadas de belleza argumental, suelen ser irrelevantes para la
obtención de soluciones justas”().
Sin embargo, en su Proyecto se dice, sin nada de belleza, que “son personas
jurídicas todos los entes, distintos de las personas humanas, a los cuales el
ordenamiento jurídico les reconoce aptitud para adquirir derechos y contraer
obligaciones” (art. 138); o, sin nada de coherencia, que “son actos jurídicos
los actos voluntarios lícitos que tienen por fin inmediato establecer entre
las personas relaciones jurídicas, trátese de adquirir, modificar o extinguir
derechos” (art. 250); o, sin nada de discreción legislativa, que “las escrituras
públicas son los instrumentos matrices extendidos en el protocolo de los
escribanos públicos o de otros funcionarios autorizados para ejercer las
mismas funciones, que contienen uno o más actos jurídicos” (art. 275); o, sin
nada de técnica legislativa, que “puede
demandarse la invalidez o la modificación del acto jurídico cuando una de las
partes obtiene una ventaja patrimonial notablemente desproporcionada y sin
justificación, explotando la necesidad, la inexperiencia, la ligereza, la
condición económica, social o cultural que condujo a la incomprensión del
alcance de las obligaciones, la avanzada edad, o el sometimiento de la otra a
su poder resultante de la autoridad que ejerce sobre ella o de una relación
de confianza. La explotación se presume cuando el demandante prueba alguno de
estos extremos o que fue sorprendido por la otra parte y, en todos los casos,
la notable desproporción de las prestaciones” (art. 327, 1er.
párrafo).
En el
tema que nos interesa, destacaré que hay un artículo en materia de bienes
propios de cada uno de los cónyuges (477) donde se excluyen de este rubro
“las indemnizaciones por daño extrapatrimonial
causado a la persona del cónyuge, excepto la del lucro cesante
correspondiente a ingresos que habrían sido gananciales”; en otro, incluido
en la normativa sobre la separación judicial (525), se establece: “si la
separación se decreta por culpa exclusiva de uno de los cónyuges, éste puede
ser condenado a reparar los daños
materiales y morales que la separación causó al cónyuge inocente. La
demanda por daños sólo es procedente en el mismo proceso de separación. –Los
daños provenientes de los hechos ilícitos que constituyen causales de
separación son indemnizables”.
Hasta
este punto ya se confundieron las clasificaciones francesa y alemana. Pero en
el art. 1600, los redactores del documento, sin recordar cuanto han escrito
antes –acaso por el número de páginas acumuladas– dan rienda suelta a sus
ambiciones magisteriales:
“a)
El daño patrimonial comprende el
daño emergente y el lucro cesante. Se entiende por daño emergente a la
pérdida o la disminución de bienes o de intereses no contrarios a la ley; y
por lucro cesante, a la frustración de ganancias, en su caso, en razón de la
mengua o la privación de la aptitud para realizar actividades remunerables.
b)
El daño extrapatrimonial comprende
al que interfiere en el proyecto de vida(),
perjudicando a la salud física o psíquica o impidiendo el pleno disfrute de la
vida, así como al que causa molestias en la libertad, en la seguridad
personal, en la dignidad personal, o en cualesquiera otras afecciones
legítimas.
c)
El daño
al interés negativo comprende los gastos comprometidos con la finalidad de
celebrar el contrato frustrado y, en su caso, una indemnización por la
pérdida de probabilidades concretas para celebrar otro negocio similar;
la prueba de éstas debe ser apreciada con criterio estricto.
d) Damnificado indirecto es el tercero sobre
quien repercute el daño que sufre otra persona.
e)
Indemnización de equidad es la que
otorga el tribunal, sin sujeción a los criterios del artículo 1609, a favor
del titular de un interés cuyo acogimiento es necesario para realizar la
justicia en el caso”.
En
el art. 1601 se consideran “daños reparables”: “el daño patrimonial y el daño
extrapatrimonial, sea directo o indirecto, así como el daño futuro cierto, y
la pérdida de probabilidades en la medida en que su contingencia sea
razonable”.
En la
definición del daño extrapatrimonial se equipara el daño al proyecto de vida
al daño a la salud, es decir, al daño a la persona en sentido estricto
(lesión de la integridad física y psíquica); luego se añade que también está
comprendido en este rubro “el daño a la libertad, a la dignidad personal...”,
que es también daño a la persona, aunque en sentido amplio (lesión de
derechos de la personalidad), y por último, “cualesquiera otras afecciones
legítimas”, que es una expresión con la que el repertorio queda abierto.
Y si la
intención de Alterini y los
suyos fue dejar a un lado el daño moral, no lo han logrado: en primer lugar,
porque ya lo mencionaron en otros lugares del proyecto; en segundo lugar,
porque el daño moral puede ser considerado, justamente, como una afección
legítima.
Es ocioso
dedicar espacio a comentar un Proyecto como éste, que como ya he tenido
oportunidad de señalar, es del todo prescindible en una eventual reforma del
Código Civil peruano(),
ahora reactivada mediante la Resolución Ministerial N° 460-2002-JUS. Pero
además de sus falencias, no se le puede dejar de reprochar su infidelidad.
Infidelidad
porque los doctores Atilio Aníbal y Jorge Horacio Alterini, así como Julio César Rivera han participado en congresos académicos peruanos, en
los cuales, al lado de sus demás paisanos, entre los que destacaba Jorge Mosset Iturraspe, no cesaban en
halagar las virtudes de la doctrina del daño a la persona, cuando no la
“persona” de Carlos Fernández
Sessarego. No hay visos de esta categoría en ni una sola de las líneas
del voluminoso Proyecto. Atrás parecen haber quedado los tiempos en que se
escribía: “siempre en el centro de la cuestión está y debe estar la persona
humana, que es un dato biográfico antes bien que un concepto biológico, que
es exaltada en el nuevo Código Civil peruano, y cuyos contornos conceptuales
han sido magníficamente delineados por el Maestro Carlos Fernández Sessarego. Muchas veces se
lo pierde de vista, en discusiones plagadas de desconceptos, que derivan,
seguramente, de que los debates en profundidad sobre las relaciones del
Derecho, el Estado, la Economía y el Hombre, se habían ido desvaneciendo, y
ahora han sido puestos en el primer plano por las urgencias que derivan de la
instalación de las economías de mercado”();
o que “la idea promisoria y fecunda del daño a la persona fue defendida en
Perú por un jurista de primera línea, el profesor de la Universidad de Lima,
don Carlos Fernández Sessarego,
y de allí se extendió a toda América”().
Para
tener una idea de la falta de coherencia de Mosset
Iturraspe, basta consultar las primeras páginas de su volumen sobre el
daño moral. Allí leemos que “el denominado «daño moral» [...] o «agravio
moral» [...] no repercute en la conciencia sino en el patrimonio” (¡!), y a
renglón seguido, que el daño moral “es rigurosamente un daño a la persona
extrapatrimonial” (¡!) ().
Pero
ahora resulta, además, que Mosset
Iturraspe ha condenado el texto propuesto por sus colegas, y es
renuente a erradicar las “antiguallas” de su propio Código Civil, entre otras
razones, porque le “parece extraño que el Proyecto no recuerde para nada el
proceso de codificación de Perú”. Y el doctor Alterini le responde con este incómodo mentís (incómodo y
vergonzante para los estudiosos del derecho de nuestro país):
“Le hago
saber que el gobierno peruano, a través del Congreso de la República, va a
entregar a los firmantes del Proyecto argentino la Medalla del Congreso. Que la Comisión reformadora del Código
Civil peruano, que viaja a tal efecto a Buenos Aires, ha expresado en sus
sesiones, y públicamente, la importancia del Proyecto argentino, estimando
que, de convertirse en ley, será un Código de vanguardia. Que en agosto se llevará a cabo en la Universidad
Nacional de San Agustín de Arequipa –con los auspicios, entre otros, del
Congreso de la República del Perú y de la Corte Superior de Justicia– un
multitudinario Congreso Internacional para comparar las tareas recíprocas”().
Y sin
embargo, fue precisamente en Argentina, hacia 1992, donde Aída Kemelmajer de Carlucci, con una
agudeza superior a la de todos los autores citados, se preguntaba, con
verdadero sentido común, si servía al derecho argentino esa “creación
pretoriana” de la jurisprudencia italiana que es el daño a la persona,
entendido como daño a la salud, y limitaba los objetivos de su importante
aporte, pleno de inapelables referencias históricas y jurisprudenciales, al
logro de un replanteamiento de la “problemática del daño sicofísico a la
persona, la posibilidad de modificar los criterios tremendamente restrictivos
en materia de legitimación del daño moral y el auxilio que la informática
puede prestar a la magistratura [argentina] para evitar criterios tan
dispares en al indemnización de daños análogos”().
Con
la misma agudeza hay que preguntarnos si sirve al derecho peruano ese daño a
la persona, y la respuesta, por cuanto no tenemos los problemas y
limitaciones del ordenamiento jurídico argentino (especialmente los que
derivan de un Código Civil decimonónico, que se presta a las más coloridas
interpretaciones) es negativa.
10. A manera de conclusión.
La
expresión “daño a la persona”, sacada de su entorno italiano de formación y
desarrollo, y accidentadamente incluida en el lenguaje jurídico y en el
Código Civil peruano, es repetitiva e inútil.
La
llamada “guerra de etiquetas”, desatada desde la promulgación del Código
Civil de 1984, ha hecho perder de vista una tarea de mucho mayor importancia,
que siempre ha ido de la mano con el tema del daño moral, cual es la de
perfeccionar la técnica para su cuantificación.
Es
a este último objetivo que deberían dedicarse los modernos estudios de
responsabilidad en el Perú.
Perugia,
noviembre del 2002.
Lima,
diciembre del 2002.
Pisa, mayo del
2003.
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