Letras Salvajes                     Número 9                                        2005

 

 

néstor rodríguez

 

 

 

Rita Indiana Hernández y la novísima literatura dominicana

 

                                                  para Rita de Maeseneer, desde las islas.

                                     

         La más reciente producción literaria en la República Dominicana ha puesto en tela de juicio la validez de cierto saber antiséptico de lo cultural dominicano. Una de las condiciones que ha asegurado la prevalencia de esa norma hegemónica ha sido la imposibilidad del discurso intelectual para desarticular los axiomas que sustentan ese saber y su dilatado influjo en el plano de las identidades. Esa tarea correctiva ha correspondido en buena medida a la literatura dominicana más reciente, sobre todo en su vertiente narrativa, en la cual identifico una tendencia instigadora del cuestionamiento a la ética institucional de la cultura hegemónica. En efecto, al tematizar el espacio urbano y las complicadas redes socioculturales que lo caracterizan, la narrativa dominicana reciente aprovecha la metáfora de la ciudad como laboratorio en el cual se juega con la posibilidad de una utopía política, una utopía representada en la ciudad como espacio englobador de posiciones de sujeto diversas. En este sentido, la narrativa dominicana actual parecería reivindicar para la literatura cierta dimensión política basada en su carácter emancipador. La narrativa de Rita Indiana Hernández participa de esta corriente al proponer una redefinición del sujeto dominicano que apunta por igual a la conformación de un nuevo texto histórico para el Santo Domingo de hoy.

 

Hernández pertenece al grupo de narradores que empieza a publicar en la década del 90; sin embargo, en la República Dominicana su obra no ha disfrutado de la atención de la crítica especializada académica ni periodística. No resulta difícil relacionar el silencio de la crítica insular sobre la producción de Hernández al hecho de que su obra ejemplifica --acaso más puntualmente que otros textos literarios contemporáneos-- el impulso hacia una cartografía subversiva de la identidad dominicana. Este gesto iconoclasta está presente en grado sumo en La estrategia de Chochueca (2000), primera novela de Hernández.

 

         En La estrategia, la ciudad de Santo Domingo se convierte en protagonista de lo narrado; la ciudad funciona simultáneamente como referente y eje vertebrador para los sujetos que la habitan y que se articulan como tal en esa íntima relación de interdependencia con el espacio urbano del Santo Domingo de fin de milenio.  El personaje de Silvia domina la narración de principio a fin. El acto aparentemente trivial de la entrega de unas bocinas robadas de un concierto pone en evidencia la existencia de un Santo Domingo subterráneo y marginal habitado por identidades subalternas. Estos sujetos de la diferencia--la juventud dominicana de los años noventa de diversos estratos sociales--pugnan por afincar en el imaginario urbano a la vez que escapan con narcóticos, orgías, alcohol, música y misantropía de esa cotidianidad social que no los apercibe:

 

[…] siempre acababan echándonos de todos lados, no es que fuéramos tan necios, era algo en la forma de sonreír, como si con nosotros y nuestro entrar en los baños de tres en tres, nuestro besarnos en la boca hombres y mujeres, nuestro reír con la boca llena, salpicáramos a los que nos miraban con una sustancia insoportable […]. (16)

 

         A pesar de la aparente liviandad de sus impresiones, la narradora demuestra un obsesivo afán sociológico. Cada una de sus andanzas por la ciudad capital viene aparejada por algún tipo de reflexión sobre la realidad urbana circundante y los sujetos que la integran. En ocasiones este gesto implica una postura de cinismo frente a lo histórico, mediante la cual se convoca el pasado no para reconstruirlo a través de un proceso exegético, sino para parodiar y a la vez degradar el peso de ese discurso matriz de la nación que lo sustenta como monumento. La siguiente cita es ilustrativa de esta tendencia en el proyecto estético de Hernández:

 

El local empezaba a llenarse de gente como a la una, chamaquitos hermosos, todavía sin barba, bailoteando en esta gelatina absurda que nos han dejado nuestros padres, después de tanto que queremos, tanto we want the world and we want it, tanta carcajada histórica, tanto Marx y compañero para esto, esta brincadera de pequeñas bestias sin idea, este mac universo en el que o te tumbas a contemplar burbujas en el screensaver o te tumbas […]. (73)

 

         La narradora pasa juicio a la generación precedente, que en su opinión debía haber propiciado el cambio democrático y así evitar la “gelatina absurda” del presente histórico. Ahora bien, este gesto de nostalgia hacia las utopías políticas que no llegaron a cuajar en la realidad dominicana de la postdictadura viene acompañado en la imaginación de la narradora de una actitud celebratoria de la pérdida de la historicidad en el imaginario de la juventud dominicana. Este curioso contrapunteo entre la añoranza típicamente moderna de la memoria histórica y el carácter lábil, escurridizo, de la historia como archivo en la estética posmoderna se convierte en el rasgo predominante de La estrategia. Incluso se podría interpretar el alcance de esa estética en la factura de la novela como una tentativa de plasmación de la posmodernidad en la literatura, tomando como marco la realidad socio-cultural urbana del Santo Domingo de actual. Esta hipótesis de trabajo obliga a vincular la novela de Hernández a la más reciente narrativa española e hispanoamericana. Me refiero a textos como Mala onda (1991) de Alberto Fuguet, Esperanto (1999) de Rodrigo Fresán, y Tokio ya no nos quiere (1998) de Ray Loriga, en los cuales la historia se ve tamizada por sistemas simbólicos de carácter aleatorio que la emplean a su antojo como un elemento más dentro de un continuum de posibilidades estéticas.

 

         En La estrategia la historia dista mucho de ser el elemento aglutinante fundamental en la configuración del ideal patrio que está supuesto a ser asimilado por los individuos como un principio irrefutable. Por el contrario, el pasado monumental constituye, junto a la jerga de la subcultura de la juventud dominicana y los productos de la cultura massmediática, uno de los elementos que participan en el proceso cognitivo de la narradora por la geografía urbana. Tanto Silvia como las demás figuras que pueblan el texto constituyen subjetividades nómadas que acentúan la prevalencia de lo híbrido y lo fragmentario en sus esquemas vitales. Ciertamente, la preeminencia de la discursividad social, el lenguaje callejero y la parodia de los iconos culturales en esta novela evidencian la presencia de nuevas figuraciones de los sujetos surgidos en el proceso histórico dominicano actual. Se trata, ante todo, de una literatura abiertamente subversiva que se resiste a la nulidad al conferir presencia a subjetividades históricas ignoradas por el imaginario social. Un revelador ejemplo en este sentido surge en el momento en que la narradora describe el encuentro fortuito de un grupo de turistas y un vendedor de artesanías haitiano en Santo Domingo:

 

Luego el haitiano en la calle que viene a ofrecerles una estatuica de madera, que mejor comprársela que aguantar esa mirada de niño que odia y que le llena a uno como de miedos el pecho, no porque un vecino me dijera que los haitianos se comían a los niños, pues eso lo superé después de que los vi construir la mitad de la ciudad con sus brazos. (17)

 

         Silvia, en tanto paseante urbana que rastrea los signos del entorno físico que la engloba, no parece comprender en su aparentemente liviano deambular las implicaciones de irreverencia de sus desplazamientos por la ciudad: “La sola acción de andar ofrece posibilidades inevitables; se camina sin pensar que se camina, más bien tintineamos las caderas acompasando las piernas a la cadencia autómata” (10). Lo cierto es que ese acto casi reflejo del caminar por la ciudad “transforma,” como señala Michel de Certeau, “en otra cosa cada significante espacial” (110). La precisión de de Certeau, surgida de su certeza en la textura “discursiva” de los desplazamientos individuales por la ciudad, viene a cuento con la lectura de La estrategia como contranarrativa de la nación dominicana.

 

         Para de Certeau el “andar” implica, ante todo, un “espacio de enunciación” (110). El paseante articula un texto propio y siempre cambiante sobre la superficie física de la ciudad; por medio de ese desplazamiento que no cesa, el sujeto que atraviesa la topografía urbana afinca involuntariamente su persona discursiva. El personaje de Silvia, al igual que los demás personajes de la novela de Hernández, activa este proceso por medio del cual el paseante inscribe las señas de su identidad en el texto abierto de la urbe, en este caso una ciudad atravesada por los ecos autoritarios del pasado y el nuevo orden llamado a superarlo. Esta coyuntura histórica se representa en La estrategia de diversas maneras. Una de ellas es la descripción de la ciudad de Santo Domingo como un “laberinto de pelusas” (18), en donde las connotaciones de exceso y suciedad apuntan claramente a un proceso de purgación inconcluso. Otro modo en que se dramatiza la tensión simbólica entre estas ciudades antagónicas que conforman la realidad dominicana de fin de milenio es la representación de Santo Domingo como un organismo cuya perfección es cotidianamente deshecha por los desplazamientos individuales:

 

Se sigue caminando hasta que todo vuelve a partirse en pedacitos inconexos, como siempre, es lo normal… la ciudad debería quemarse pero no lo hace, bullendo, silbando con una cosa de gato, de horno medieval, mantiene su sábana de locos y orangutanes, de corbatas mal amarradas y travestis que se comen un mango agarrándose las tetas, la ciudad quemándose ciega, partiéndose en pedacitos, deshaciendo su perfección intolerable. (53)

 

         La agencia histórica conferida en la novela al personaje de Silvia como paseante urbana que mina con su paso la forzada firmeza de la ciudad pone de relieve lo que Jameson denomina en su análisis del momento posmoderno la “estética de la cartografía cognitiva” (69). Con esto se refiere, entre otras cuestiones, al modo en que el sujeto se representa su situación en el espacio tanto físico como simbólico de la ciudad. En este sentido, un “mapa cognitivo” dentro de la cotidianidad urbana sería uno en “que el sujeto individual, sometido a esa totalidad mayor e irrepresentable que es el conjunto de las estructuras sociales como un todo, pueda representarse su situación” (Jameson 70). Los personajes de La estrategia simbolizan esa forma de resistencia reservada al individuo en la esfera de lo micropolítico. En sus andares por la topografía de la capital dominicana es posible identificar un claro desfase entre el paradigma de identidad cultural defendido por el establishment insular a todo lo largo del siglo pasado, y una ciudad distinta, marcada por el entrecruzamiento de conductas, discursos y niveles de comunicación heterogéneos. En la práctica de escritura de Hernández la correspondencia tensa entre esos dos modelos trae aparejado el cuestionamiento de los mores y la ética institucional de esa cultura unificadora que ha definido históricamente el ethos nacional dominicano.

 

 

Obras citadas

 

De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano I: artes de hacer. Trad. Alejandro Pescador. México: Universidad Iberoamericana, 1996.

 

Hernández, Rita Indiana. La estrategia de Chochueca. Santo Domingo, Rep. Dominicana: Riann, 2000.

 

Jameson, Fredric. Teoría de la postmodernidad. Trad. César Montolío y Ramón del Castillo. Barcelona: Trotta, 1996.

 

 

René Rodríguez Soriano.  Nacido en Constanza en 1950.  Narrador, poeta, publicista y profesor universitario.  Ha sido ganador del Premio Nacional de Cuentos “José Ramón López” (1997).  Sus libros de poesía son: Raíces con dos comienzos y un final (1977-1981), Textos desorientados a destiempo con sabor de nuestro tiempo y de canción (1979) y Muestra gratis (1986).  En narrativa ha publicado: Todos los juegos el juego (1986), No les guardo rencor, papá (1989), Su nombre es Julia (1991), La radio y otros boleros (1996), El diablo sabe por diablo (1998) y Queda la música (2003).  Ha publicado en colaboración: Probablemente es virgen, todavía (1993) y Blasfemia angelical (1995), junto a Ramón Tejada Holguín, y Salvo el insomnio (2002), con Plinio Chaín.   

 

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