Letras Salvajes                     Número 9                                        2005

 

 

Minelys sánchez

 

 

Un musulmán entre dos cristianas

 

Dana y yo nos convertimos en las mejores amigas, desde el primer día en que entré a trabajar en Sinn & Leffers. Un almacén de textiles a las afueras de Venlo, en Holanda. Entonces vivía en la frontera germano-flamenca y tenía permiso de trabajar en Holanda. Dana se me acercó adivinando que yo, como ella, también venía del Caribe. Al principio no nos entendíamos. Pues aunque ciertamente las dos éramos caribeñas, hablábamos diferentes lenguas. Gracias a Dios, Dana era una de esas personas que poseen un extraordinario talento para los idiomas. Lo que me impresionaba de ella era la facilidad con que cambiaba de un a otro sin perder el hilo de la conversación. A veces, en medio de un diálogo en alemán conmigo, se volvía a una compañera para hablar en holandés. Pero con él siempre hablaba en inglés.

 

Dana tenía magia, lo que hacía que los demás cayeran rendidos a sus pies. Además poseía una tremenda vocación de consejera. Cosa que según aseguraba había aprendido en sus clases de metafísica. Era delicada. Al principio tenía la impresión de que era una de esas niñas plásticas criadas a la falda de una nana. Pero estaba equivocada. Dana era sencilla, práctica, traviesa y terriblemente pícara. Con esa mezcla de encantos se había ganado el cariño de casi todo el mundo en el almacén. Sobre todo el de Thea, la supervisora. De ese cariño se valía la muy bandida, para elegir la compañera con la que quería compartir las horas de trabajo. Cosa ésta absolutamente prohibida. Yo me convertí de repente en la compañera ideal de Dana. Entre nosotras llegó a haber tal grado de entendimiento, que nos contábamos todo tipo de cosas. Hasta las intimidades.

 

-Ey, du-

 

Era la forma típica de interrumpirme en medio de una labor para soltarme de golpe una de las suyas.

 

-¿Eres feliz con tu marido?-

 

-Mi marido es muy inteligente. -

 

Respondí yo esquivando la respuesta. ¿Y tú qué?

 

-Ah, du, Till es un hombre amable. Pero tú sabes con el tiempo...ah, ya es un compromiso-

 

Y de repente, en medio de una conversación tan absurda, se reía a carcajadas interrumpiendo la labor de las compañeras. Thea, amenazaba con separarnos si seguíamos haciendo escándalo. Pero jamás lo hacía. Ya dije que ella quería mucho a Dana y a mí empezó a quererme desde el día en que se enteró que unas de mis virtudes, era echar las cartas del Tarot. Ahora que lo pienso, sólo esa complicidad que hubo entre las dos, nos permitió sobrevivir en aquel almacén repleto de mujeres en su mayoría extranjeras, donde la vida transcurría sin pena ni gloria.

 

Una mañana, la recuerdo como ahora. Llegó Dana más hermosa que de costumbre. Y Dana ya era hermosa. Era pequeña pero de buenas proporciones. Aunque era del Caribe tenía aspecto asiático pues sus padres eran indoneses de segunda generación en Surinam. Lo mejor era que andaba impecablemente vestida y siempre peinada de peluquería. Parecía una artista.

 

¿Pasa algo especial que estás tan hermosa hoy?

 

-No- respondió. Pero ese “no” tenía algo implícito que decía lo contrario.

 

Estábamos etiquetando una colección de ropa interior femenina, me acuerdo. De pronto ella tomó una braguita beige y la sostuvo con ambas manos entre el índice y el pulgar. Se volvió y me preguntó:

 

Ey, du, ¿verdad que está linda para una noche muy especial, con alguien que no sea tu marido? Sus ojillos chinos se humedecían cada vez que la invadía aquella especie de malicia. Yo me limité a mover la cabeza.

 

-Ey, du, tengo una curiosidad. ¿Has sido infiel alguna vez?-

 

Yo sentí que se me crispaban todos los pelos y se me calentaban las orejas.

 

-NOOOO. Te has vuelto loca. ¿Por qué me preguntas eso?

 

Mi cara debió haber tomado una expresión muy extraña, pues Dana me dijo de inmediato.

 

Ey, du, cálmate. Fue sólo una curiosidad. Nada del otro mundo.

 

Yo respiré aliviada y seguí durante un rato doblando las bragas que Dana introducía en unas cajitas coquetas que enseguida sellaba. Cuando me sentí algo más serena le pregunté.

 

-Oye, ¿qué se siente?-

 

¿Con qué?

 

-Siendo infiel- Nos empezamos a reír como locas sacando de concentración a tres compañeras rusas, que teníamos al frente.

 

-Las dos más lindas siempre trabajan juntas. Y siempre están tan felices. Me tradujo Dana al alemán, pues las rusas nos hablaron en holandés. Nos reímos de nuevo y esta vez porque yo le señalé a Dana las pequeñas diferencias de este mundo. Para nuestras compañeras rusas nosotras éramos un par de beldades. En cambio, de haber estado en nuestras islas, seguramente las beldades habrían sido esas rubias hermosas de melena estirada y ojos azules. A lo mejor hasta nos representarían en Miss Universo. En esa estábamos cuando salió él de detrás de unas cajas repletas de mercancías.

 

Era un ser perturbador. Y sin que pueda explicar con palabras qué era lo que tenía aquel hombre que a más de una compañera arrastró a su cama. No era especialmente alto. Pero de buenas medidas. Tenía los hombros cuadrados, la barriga plana. Poseía una expresión tan fuerte en la mirada, que jalaba como un imán. Sus labios eran carnosos, pero no vulgares. Su cabeza, redonda y sin un solo pelo, brillaba con el reflejo de la luces fuertes del almacén. Tenía una sonrisa pulcra que traspasaba el alma. Se movía con serenidad y su trasero, pronunciado y duro como el de un competidor olímpico se mecía con tal encanto, que sólo una ciega podía pasarlo por alto. Su presencia provocó pisadas de mariposas en la boca de mi estómago.

 

-Hi, honey- le dijo a ella.-

 

Los ojos de Dana resplandecieron y una amplia sonrisa inundó su rostro asiático.

 

Yo sentí un calentón en la orejas. Sentí como si de repente estuviera arrinconada. Me sentí...inferior sería la palabra. Qué sé yo. Sentí eso que se siente cuando alguien sin decir palabra trata de hacerte entender que no tienes valor. Que no existes.

 

-Ey, du, verdad que es un hombre guapo-

 

-Dijo ella, cuando él se perdió entre los depósitos de mercancías.

 

-Es un negro- dije yo con desagrado.

 

-Ey, du, ¿Qué te ocurre? tú también eres negra- Reclamó Dana con enfado.

 

-Sí pero él es musulmán y yo soy cristiana.

 

-Ey, du, pero yo también soy cristiana. Las dos somos cristianas. Te creía más moderna. Qué problema tienes con la raza o la religión de otros. Acepta al otro como es, para que puedas encontrar la felicidad.

 

En la pausa del medio día, Dana me dejó sola y salió al patio para almorzar con el negro musulmán.

 

Ay, qué rabia tenía yo. Pero qué podía decir. Nada. Al pasar mí por lado, ambos me desearon buen provecho. Yo mordí con rabia el sandwich de tuna que me estaba comiendo hasta que ambos desparecieron tras la puerta. Desde entonces, Dana dejó de almorzar conmigo y cada día salía al patio con el musulmán haciendo caso omiso de los comentarios que hacían las compañeras. Yo sin embargo no comentaba nada al respecto. Ardía de rabia cada vez que los veía abandonar juntos el salón mientras trataba en vano de hacerme la que no entendía lo que estaba ocurriendo.

 

Un viernes después de la pausa Dana me dijo:

 

-Ey, du, ¿Te confieso algo? se me antoja un affaire con el negro. Es tan lindo.-

 

Sentí que las rodillas se me aflojaron. Como cada vez que me emociono por algo, mis orejas se calentaron y de no ser yo tan oscura, probablemente se me habría ruborizado la piel.

 

Respiré profundamente tratando de relajarme. Cuando logré recuperar la compostura, le recordé a mi amiga su condición de mujer casada.

 

-¿Y? Todo es lícito, dice el apóstol Pablo.-

 

-Sí. Pero el mismo Pablo asegura que todo, no es debido. Además recuerda que él es musulmán.

 

-¿Y eso qué importa? Dijo ella.

 

-La religión no importa nada. Es verdad Dana, pero no olvides que ellos tienen ideas raras sobre las mujeres. Más que nada, sobre las mujeres infieles.

 

-No. Él es muy moderno. Él no es un musulmán cualquiera. Él es inteligente. Vieras lo buena gente que es. Seguro que sí lo conocieras, no pensarías mal de él. ¡Oh, mi negrito lindo! Y mi Dana se echó a reír con una contagiosa carcajada.

El lunes en la mañana comencé mi labor sola, pues por ninguna parte aparecía mi amiga. Pero estaba en el almacén. Lo sabía pues había visto su carro en el estacionamiento. Ella llegó una hora más tarde hecha un manojo de nervios.

 

-Ey, du, ¿has visto a Mustapha?- me preguntó inquieta.

 

-Y ¿por qué tendría que haberlo visto yo?- le respondí de mala gana. Pero Dana estaba tan preocupada por él que ni notó mi reacción. Ella no habló aquel día. Ni cantó. Sólo estaba pendiente de ver si aparecía el keniano.

 

Yo mientras tanto estaba de lo más animada. Sentía un alivio en todo el cuerpo y el alma. Ayudé a Ricki Martín a cantar „viva la vida loca“, hit del momento que repetía la radio holandesa cada diez minutos y miraba con la rabiza del ojo a Dana que de tan nerviosa, perdía a cada instante la concentración y erraba en la tarea que llevaba a cabo esa mañana. Cosa realmente extraña en ella.

 

Y así pasó el lunes sin que del musulmán supiéramos nada. Al menos Dana, yo no tenía interés en él. Además sabía que estaba escondido en el último rincón del almacén. Era su estrategia después de logrado el objetivo. Esa mañana lo vi por casualidad cuando iba al baño. Estaba flirteando descaradamente con Elena, una griega que había entrado justo ese día a trabajar.

 

Así pasó la semana entera. Nosotras almorzando entre cristianas y el musulmán desaparecido. Aunque admito que al principio estaba contenta, a los pocos días empezó a darme pena la situación de mi amiga. Sabía cómo se sentía. Estaba tan herida. Tan abochornada. Se sentía usada y tirada al basurero como un pañuelo desechable. Tenía tan lastimado su amor propio que empezó a enflaquecer aceleradamente. De repente había enmudecido. Y hasta había perdido ese brillo que la hacía lucir como una mocetona. Un día ya no pudo más e intentó contarme lo que yo mejor que nadie sabía.

 

-Era amor- dijo ella.-

 

-De tu parte sí, pero no de parte suya.- dije yo en tono airoso

 

-Es que tú no sabes cómo insistió para que yo fuera a su casa...

 

-Y tú aceptaste.-

 

-Sí- asintió Dana sin desviar la atención de su tarea.-

 

-Él te recogió el sábado en la estación central de ferrocarril. ¿Cierto?-

 

-Sí.- dijo ella en medio de un suspiro.

 

-Abordaron el autobús que dejaron unos minutos después y caminaron tres cuadras.

 

-Sí-

 

-Entraron a su apartamentito, en la parte trasera de aquel viejo edificio habitado en su mayoría por turcos.

 

-Sí-

 

Y tú te sentaste en el viejo sofá color vino, deshilachado en el espaldar. Él te ofreció un Ketepa, ese delicioso té que trajo la última vez que estuvo en Kenya. Encendió el televisor, puso ese programa de música negra y te señaló cuál era su vídeo favorito. Preparó el almuerzo. Arroz con trocitos de carne de oveja y polvo de curry. Te invitó, pero tú no quisiste. Él comió utilizando los dedos como tenedor e insistió en que tú probaras. Pero te negaste.

 

Más tarde se sentó a tu lado. Tomó un álbum de fotografías y te enseñó su familia. Su mamá vive en Inglaterra, te dijo. Y su hermana, la única de padre y madre, también. Te contó que su madre era la tercera de las tres mujeres de su padre. Pero no importa, porque él tenía dinero suficiente para mantenerlas a las tres.

 

Sacó una fotografía que estaba colocada de revés y te mostró una negra de sonrisa despampanante. Era mi mujer. Te dijo. Por ella estoy hoy en este país... me abandonó por un alemán. Y sus ojos se inundaron de lágrimas. Pobrecito. Tú te le acercaste y lo atrajiste hacia a ti. Metiste tus manos en su camisa y le acariciaste el pecho. Él recostó su cabeza lampiña sobre tu hombro. Te tiró en el sofá. Te besó lentamente. Primero toda la cara. El cuello.

 

Uhn, ¿qué perfume usas? Déjame adivinar.-

 

¿Gío? Dijo olisqueándote al tiempo que desabrochaba sin prisa tu blusa.

 

-Azzaro- le corregiste tú en un susurro.

 

-Sí- Dijo Dana entre lágrimas.

 

-Pasó sus manos con ternura por tus pechos.

 

Qué senos tan lindos tienes. Te dijo. Y tú sentiste esas palabras metiéndose en tu cuerpo, abriéndote grietas en la carne y haciéndote burbujear la sangre. Abrió despacito la cremallera de tu pantalón y deslizó su lengua caliente por todo tu vientre. Te masajeó la espalda con aceite de almendras Y te elevaste derechita al cielo. Él navegó en ti susurrándote al oído: qué cuerpo tan lindo tienes. De veras. Oh Alá, que rico besas. Nunca he estado con una mujer como tú. Lo juro. Lo juro. Oh, Alá. Y te echaste a volar sin volar sin alas....

 

Dana se volvió de repente hacia mí con los ojos y la boca abiertos de par en par.

 

Ey, du ¡ahora entiendo por qué me llamó Alelí!

 

 

 

NO ME OLVIDES NUNCA

 

                                                A Marek

 

 Me detuve en la ventana de cristal del cuartucho que ocupaba. Esperando ver al menos el vaivén del pueblo. Pero el lugar estaba desamparado y no vi más que una calle solitaria vestida de luto. Aunque apenas pasaban las cinco de la tarde, parecía la media noche de algún país tropical. La noche se había tragado de un sorbo el día. Estaba oscuro. Desde hacía varias horas nevaba sin tregua. A ratos, la luz de algún automóvil iluminaba ligeramente la calle desierta.

 

-¿Dios qué estoy haciendo aquí?-

 

Me pregunté por enésima vez en las pocas semanas que llevaba en ese lugar. Desde que me separé del alemán que me trajo del Caribe hasta Hamburgo, he realizado todo tipo de trabajos. Desde fregar en las cocinas y limpiar las habitaciones de los grandes hoteles de esa ciudad, llevada por aquella firma  que presta servicios de limpieza. Repartir periódicos o regar anuncios diversos en los buzones de correo, hasta limpiar los baños de un gran centro comercial hamburgués, donde me pagaban con las monedas que dejaban caer los usuarios sobre una bandejita.

 

Pero lo que me dolía era la soledad. Hastiada de todo aquello abandoné el cuarto que compartía con dos ecuatorianas y vine a este pueblito a las afueras de Augsburgo convencida por Miguelina de que aquí las cosas saldrían mejor. Nos conocíamos desde el tiempo en que ambas trabajábamos como camareras en aquella aldea turística llamada Las Terrenas. Ella llegó primero que yo a este país en compañía del dueño de la heladería donde ahora trabajo. Miguelina está bien. Yo sin embargo, salí corriendo de Hamburgo porque me sentía sola. Pero aquí estoy más que sola, desamparada. Me siento perdida.

 

Desde la ventana, viendo el pueblo vestido de blanco cual novia camino al altar, no podía retener las lágrimas envuelta en esta sensación de desamparo. De repente escuché unos ligeros golpes en la puerta:

 

-¿Quién es?-

 

Pregunté sin atreverme a abrir.

 

-Soy yo, Marek-

 

Dudé un instante pero terminé abriendo la puerta mientras me limpiaba los ojos tratando inútilmente de ocultar las lágrimas.

 

-¿Estás llorando?-

 

Me preguntó Marek abrazando la puerta sin atreverse a cruzarla.

 

-¿Qué tienes?-

 

Preguntó con tal congoja que provocó nuevamente mi llanto. El polaco desafió la intimidad de mi cuarto y me atrajo hacia sus brazos.

 

-Vamos a la heladería a beber un Capuccino. El frío te deprime ¿verdad?-

 

En los días que llevaba en aquel pueblucho alemán donde no pasaba nada, Marek era la única persona con la que contaba. Compartíamos, a parte del trabajo en la elaboración de helados en una pequeña fábrica italiana, los cuartos contiguos de la pensión que el dueño tenía para el personal.

 

Frente a mi cuarto vivía Antonio. Un viejo recogido por obra de caridad cuyas  borracheras no le dejaban desempeñar con éxito ningún trabajo. Frente a Marek vivía Frank. Un joven polaco que, siendo una mujer honrada como siempre he sido, tengo que decir que a cualquiera le arrancaba más que profundos suspiros. Era un hombre excitante. Alto y esbelto, con su pelo rubio cortado a la perfección. Vestía de negro de pies a cabeza. Además era arrogante. Y yo, masoquista al fin y perdonen la desfachatez, me derretía por él. Es que jamás he podido evitar una atracción por los hombres arrogantes. Cuando él entraba al laboratorio por las mañanas a buscar la mercancía para distribuirla, yo solía mascullar en castellano: acaba de llegar nuestra mega estrella de Hollywood.

 

Massimo, un abuelo a punto de jubilarse que era el maestro de los helados, asentía de inmediato. Pero claro con otra intención que no era la mía. Jamás he visto un hombre reconocer que otro hombre es buen mozo. Creo seriamente que Massimo sentía celos del polaco. Hasta donde yo entendía; pues el maestro tenía la gracia de hablarme todo el rato en italiano; no decía una sola palabra a favor de los dos “polaquitos”. Debo contar que el viejo rabo verde vivía echándome los perros. Me hablaba horas sobre la inmensa fortuna que tenía. Pues según él, había trabajado aquí y allá, en esto y en aquello. Todo con el único fin de llenar mis ojos. Hasta uno de esos días en que yo amanecí de mal hígado y le dejé claro que su fortuna no me interesaba.

 

El cuento con Massimo no pasó de ahí. Y siendo una mujer honrada como creo haber dicho ya que soy, el cuento con Frank tampoco. El guapetón con pinta de mega estrella no reparó jamás en mí. En cambio el pobre Marek se desvivía. Desde el primer día de trabajo juntos Marek me preparaba cada mañana un sandwich de queso mozarella y me ofrecía una taza de café, que me ayudaban a comenzar el día. Desde mi llegada, eso parecía ser, el carácter de Marek se había vuelto más liviano. Se gastaba bromas con todos, cosa que para nadie pasó inadvertida. Sólo yo que acababa de llegar, creía que era la conducta del joven de toda la vida. Pero no. Marek era un ser tímido. Acomplejado. Triste.

 

Era pequeño. Su piel de tan blanca parecía algo verde y su pelo rubio y fino estaba permanentemente erizado. Tendría mi edad (cosa que ahora no voy a decir) pero su cara parecía la de un anciano.

 

Las bromas entre los compañeros de trabajo no tardaron en llegar.

 

-A ver Marek ¿Cuándo me prepararás el desayuno?-

 

Decía Marta, una chica que a cada rato pregonaba: yo soy ITALIANA, como si aquello hubiera sido un sello de identidad. Con lo que quería decir ¿ustedes quiénes son? Turquitos, rumanitos, dominicanita, todos en minúscula.

 

El pobre Marek se turbaba y su piel pálida se ruborizaba. Para ayudarlo a salir de su turbación yo intervenía:

 

-Bueno lo que ocurre es que aquí la única negra soy yo. Por lo tanto algunos privilegios debo merecer ¿verdad Marek?-

 

Una mañana llegué al laboratorio y encontré a Marek enfrascado mezclando en una cubeta el azúcar, la leche y el polvo de chocolate para el helado del día. Miré a la esquina donde él acostumbraba a dejarme el desayuno y no encontré nada. Le pregunté que si le apetecía un café y encontré su silencio por toda respuesta. Al finalizar el trabajo, en vez de ayudarme a limpiar aquellas máquinas embarradas como lo hacía siempre, partió a su cuarto dejándome allí en aquel tiradero de desperdicios.

 

Sin previa explicación Marek dejó de hablarme. Me cansaba de preguntarle los motivos pero no me respondía. Ni siquiera me respondía los buenos días cuando yo llegaba al laboratorio y ahora, tenía que prepararme mi desayuno solita.

 

En mi afán por reconquistar su amistad, acudí a Hatichjee, una turca que ocupaba con su marido y sus dos niños, el ala derecha de la pensión.

 

-Ah, Marek ser muy raro- me dijo en su alemán terrible usando los verbos siempre en infinitivo.

 

-Y desde que regresar del hospital, estar peor que nunca-

 

La turca interrumpió la conversación y se detuvo en la puerta. Miró de un lado a otro para asegurarse que no venía nadie.

 

-No lo vayas a repetir-

 

Me recomendó abriendo los ojos en señal de alarma.

 

-Marek estar condenado a muerte-

 

¡Dios! sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Quería preguntarle qué tenía aquel chico, pero no me salían las palabras. Ella sin embargo ya estaba lista para decírmelo.

 

-No sé cómo decir eso en alemán. Riñones dañados, sangre cambiado, mucho tiempo en hospital, todos aquí dicir, Marek (hacía señales con el índice atravesándose el cuello). Jefe dicir Marek ser bueno y necesita dinero, por eso sigue aquí-

 

Qué tristeza tan grande sentí por él. Un extraño instinto protector me empujó a acercármele, pero Marek me rechazó de nuevo.

 

 Desde luego yo me sentía más sola que nunca. Miguelina, aunque hubiera querido, no tenía tiempo para mí. En las horas de ocio, que eran muchísimas pues como estaba haciendo un frío terrible, a muy pocos se les apetecía un helado y la producción era muy pobre; me paraba en la ventana y veía esos días grises de ese invierno alemán que parecen detenidos en un punto fijo y mi alma desolada pensaba en el sol de Las Terrenas. Cerraba los ojos e inclinaba la cabeza tratando de percibir el olor del mar.

 

-Dios ¿qué estoy haciendo aquí? Volvía a preguntarme. Si hubiera tenido dinero habría comprado un pasaje y habría salido a Santo Domingo en el primer vuelo. Pero mi situación era precaria. Ese permanente desasosiego me obligó a renunciar al puesto de trabajo. Comprendí a tiempo que la fabricación de helados no era lo mío y decidí partir a final del mes. No a Las Terrenas, lamentablemente. Volvería a Hamburgo donde al menos conocía algunos latinos.

 Ocurrió un domingo a mediados de marzo. La noche del sábado nevó sin parar. El jefe decidió que era absurdo abrir la heladería aquel día. Todos felices abandonaron la pensión, todos menos Marek y yo. Él no sé por qué. Yo porque no tenía a dónde ir. Desde mi cuarto escuchaba las voces en la TV de Marek, era en polaco pero qué importaba con tal de matar aquel aburrimiento desgarrador. Pero no me atrevía a tocar su puerta. Desde la mañana hasta las tres de la tarde que eran, había releído unas diez veces la revista, Gala, y por supuesto ya sabía con quién se estaban acostando las estrellas del fútbol alemán y cuál sería la mejor dieta para el próximo verano.

 

Ya no sabía qué hacer para acabar de matar aquel día. De repente se me ocurrió que aprovechando que estaba medio sola, podía usar el baño (único para todo el equipo) y darme una ducha. Me eché agua durante cuarenta minutos tratando de poner en orden mis pensamientos. Luego tomé el secador de pelo y ahí ocurrió el desastre. Se me enredó el cepillo en los cabellos de tal modo que no hubo manera de sacarlo. No me quedó más remedio que acudir a Marek, quien después de una hora intentándolo y lamentándolo, tuvo que tomar la tijera.

 

-Ay qué lástima. Un pelo tan lindo. Oscuro, rizo y tan grueso- Me decía a la vez que pasaba sus manos débiles por mi cabeza. Creo que la emoción de Marek, fue mayúscula. Introdujo sus dedos entre mis cabellos húmedos y los deslizó lentamente por mi cuello.

 

-Qué color tan lindo tienes. Eres verdaderamente hermosa. Con esa piel de chocolate.-

 

Si se hubiera tratado de otro a lo mejor me habría dado miedo. Pero se trataba de Marek. Miré sus ojos sin vida y su carita de anciano y sólo pude sentir por él una ternura infinita.

 

El resto del día se hizo más corto. Marek y yo vimos la tele, él me traducía al alemán. Comimos Sauerkraut, que él mismo preparó con papas y terminamos haciendo un test de inteligencia que ganó él. Yo, según determinó la prueba, sólo gozaba de una memoria magnífica.

 

Así se reanudó nuestra amistad. Desde entonces e ignorando los comentarios, todas las noches salíamos a dar una vuelta por el pueblo tratando de respirar aire puro. Lo recuerdo tímido. Con sus manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Hablándome a ratos de su familia. Era el segundo de tres hermanos. El mayor, gravemente enfermo (supuse que de lo mismo que estaba enfermo Marek) vivía con la madre a las afueras de Oswiecim.

 

-¿Dónde?- pregunté.

 

Marek sonrió. Así se llama en polaco la ciudad de Auschwitz. ¿Te dice algo ese nombre? Me encogí de hombros. Cuatro campos de exterminio en los últimos cinco años de la Segunda Guerra Mundial. La mayor matanza de los nazis, incluyendo los abuelos de mi padre, que eran judíos. Dijo como si hablara entre paréntesis, cambiando enseguida el tema. La hermana es madre soltera. Trabajaba también en la fábrica de helados, pero no la conocí. En los días de mi llegada había ido de emergencia a Polonia.

 

Marek era un tipo inteligente. Leía mucho y tenía interés en diversas cosas. Era técnico en electricidad pero con lo que ganaba en su profesión no le alcanzaba para sobrevivir en su país. Ocho meses de trabajo duro en la fábrica, eran mucho más rentable. Él mantenía a la madre y al hermano enfermo.

 

-Cuando cierre la fábrica, a final de noviembre, a lo mejor puedes venir conmigo a Auschwitz.- me proponía en medio de la conversación, acercándose y tocándome ligeramente con el codo sin sacar la mano del bolsillo. O de pronto me preguntaba que si mi tierra era tan hermosa como se veía en los reportajes de la televisión. O se interesaba por mi familia. Y de repente, quería saber sobre mis planes futuros. Yo andaba tan desmoralizada que apenas podía hablar de mí. Le hablaba sobre esos paisajes preciosos que mi memoria, a lo mejor por la distancia, idealizaba. Pero jamás de mis planes y menos de mi futuro. ¿Cuál futuro?

 

Un domingo, nos fuimos de paseo por la ciudad de Augsburg. Era una ciudad hermosa y con un pasado histórico interesante, decía Marek. Nos sentamos en los escalones de una iglesia del tiempo de los romanos, para que un transeúnte cualquiera nos hiciera una foto. Aún conservo el retrato que Marek deslizó en el bolsillo de mi chaqueta el día de mi partida. Marek que ocupaba un escalón tras mi espalda, colocó sus brazos sobre mis hombros y comentó: Aquí presentaron los protestantes en 1530 el formulario de Melanchton con el contenido de la profesión de fe de los luteranos. ¿Lo sabías?

 

Aquel fue un día indeleble en mi memoria. Comimos un Dönner en un Imbis griego. Nos sentamos una hora en una cafetería turca donde disfrutamos un té caliente y Marek perneaba a ritmo de la música turca que sonaba al fondo y que tanto le gustaba. A ratos y con cierto disimulo, colocaba sus manos sobre las mías y sonreía feliz. Esa noche, al regreso a lo que era nuestra casa, me pidió que le cortara los cabellos.

 

-No.-

 

Le dije.

 

-Nunca he hecho eso.-

 

-Por favor.-

 

Insistió él tomando mis manos y recostando su cabeza sobre mi pecho. Esa noche abrió su corazón. Me habló sobre sus esperanzas de tener una mujer. Hijos. Un hogar. Una familia.

 

-Eres un rayo de luz.-

 

Me dijo abrazado a mi cintura, mientras yo ejerciendo por primera vez en mi vida de peluquera, trataba de cortarle el cabello.

 

-Seguro que fue Dios que te mandó para que iluminaras mis días. Saber que estás ahí, detrás de esa pared, aunque no te hablara, era como tenerte conmigo. Oler tu perfume. Mirar tu sonrisa que muestran tus dientes que parecen de porcelana.-

 

Su rostro estaba bañado de lágrimas.

 

-Oh, Marek, yo me voy pasado mañana.-

 

Dije tratando de no llorar, pero llorando.

 

-Ya lo sé. Ayer me lo dijo Massimo. -

 

Marek apoyó su nariz en medio de mis senos. Aspiró mi perfume repetidas veces mientras recorría lentamente mi espalda con sus manos tibias, que había deslizado por debajo de mi suéter de algodón. Levantó la mirada y posó levemente sus labios pálidos sobre los míos.

 

-Sólo te pido una cosa, Alelí. No me olvides nunca.-

 

 

Minelys Sánchez.  Nacida en 1967.  En Alemania, donde vivió varios años, participó en algunos cursos literarios y periodísticos. Ha colaborado en diarios y revistas. En la actualidad es coproductora de un programa de TV. En el 2003 publicó su primera novela Al caer la tarde y se prepara para el próximo lanzamiento de su segunda novela Amarilis mira en azul. Tiene escrito el libro de cuentos: El eco de mis pasos. 

 

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