El Antro (relato imaginario)

Drogas, sexo y violencia en la Calle del Cornejo Antro


     Alguien había robado un crucifijo. Delgado, liso y negro. De la cruz colgaba un madelman mimetizado de verde. De entre las piernas del muñeco aparecía
un condón repleto de agua que se asemejaba a una tremenda morcilla transparente de latex.

     Junto al crucifijo había un enorme almanaque con el busto de una virgen. Le habían perforado el entrecejo a la imagen con un grueso y oxidado clavo del doce. Doble herejía, si la señora no moría del susto lo hacía de tétano. Sí, aquello era "El Antro", un garito que se encontraba en la Calle del Cornejo y cuya efímera vida fue la de una sola fiesta.

     Para acceder al Antro había que atravesar un asqueroso, horripilante y sucio patio manchego y subir unas escaleras húmedas de una cutre y misérrima casa manchega. Tenía tres habitaciones. En la primera se vendían las litronas, se fumaban porros, se vendían y tragaban pastillas, centraminas, pondinil, dergamel y dexidrina. Los más atrevidos esnifaban "speed". En la segunda habitación, los punkis de Albacete, tres o cuatro no más, se pinchaban, esnifaban heroína, se metían tequila, aguardiente y lo que hiciera falta por la vena. La tercera habitación era para follar, por eso siempre estaba vacía. Sólo tenía un colchón podrido y sembrado de cagadas de ratón que eran como la pimienta en grano.

     La fiesta comenzó. Una vieja desdentada, arrugada y censora vigilaba las entradas y salidas sentada en el asqueroso y nauseabundo patio manchego. Hacía ganchillo o calceta. Otra vieja igual de repugnante y cascarrabias se le unió cuchicheando. El personal, con tanta cerveza y tanta pastilla, empezó a vomitar en el bucólico y atascado retrete comunal del destartalado patio manchego. Como los borrachos se demoraban, los demás comenzaron a orinar, sin pudor por todos los rincones y esquinas del cacareado patio manchego. Las viejas se metieron en su casa y
miraban el espectáculo detrás de sus mugrientas cortinas de ganchillo. Se meaban de miedo.

     En la habitación de los punk, uno de ellos, al extraer la jeringuilla con fuerza vio cómo desde su brazo surgía erupción rebelde de sangre. Los demás reían. Se oía a los Decibelios y en la habitación de los pijos a Alaska y los Pegamoides. Libre de vecinos tradicionales, folklóricos y artesanos, expédito de manchegos de pura cepa, el patio se convirtió en una disparatada pista de baile. Galvanizados por una euritmia violenta, entre cuatro danceros arrancaron de cuajo la típica (y tísica) parra del patio manchego. Como no era suficiente con tan horrendo crimen, patearon con sus botas militares una docena de geranios reventones que tan agradecidos son en el manido y sobado patio manchego.

     Se abrieron las ventanas del Antro y la gente se tiraba de un salto al mullido, polvoriento sucio y vomitado patio manchego. El retrete estaba atascado. El hedor era insoportable pero la música era buena y la droga todavía estaba sin cortar. El anacrónico patio manchego sólo era una lápida mortuoria de las generaciones de posguerra. Si hubiesen cruzado en ese momento "la vieja y el viejo que van p´albacete", los jóvenes los habrían matado a golpes. Si algún poeta florido hubiese cantado con la cursilería habitual, las gracias del terruño y del llano, lo habrían degollado con un machete de Rambo. Si alguien hubiese entonado el "que sique y que no que" lo habrían troceado y enterrado por partes en el mugriento patio manchego.

     Se bailaba el "ska" de Manolo Ractamán. Se pateaba el suelo de los ancestros para intentar hundir la ciudad que habían construido. Anti mancha, anti vino, anti patio manchego, anti boina, anti cabalgata, anti navaja, anti todo lo que significaba frustración, aburrimiento, censura y epidermis de cacique. En el instante álgido del baile tenía que haber caído un obús de mil kilos en la calle del Cornejo y haber arrasado hasta con la placa. Así no se hubiera convertido en el decrépito mascarón de proa del folletinaje vacío de la cultura oficial y las benditas alpargatas de esparto. Pero no, no cayó la bomba. Vino la policía y alguien se llevó dos hostias. El Antro pasó a la historia.

     De aquella tribu han salido varios abogados. Un par de eximios profesores de universidad. Dos agentes comerciales. Un dentista. Una filóloga y una traductora. Dos psicólogas. Veinte maestros. Cinco funcionarios, un mal periodista y un diseñador gráfico. Lo mejor de la burguesía albaceteña que ha vuelto a echar raíces en el odioso y recalcitrante patio manchego.

     Por cierto, hubo algo más, se utilizó la habitación del fondo, una pareja echó un polvete de contrabando del que nació un hermoso niño. Se llama Nicolás, pero es más conocido como "el hijo del Antro". Es la reencarnación del diablo en esta ciudad y la única esperanza de que un día se cumpla la profecía de la destrucción de la horterada perpetua.


Por Antonio Magán
Ilustración: Pablo Gallardo.

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