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Después hubo más cines. Pero estos fueron los primeros.

Reino, vasallaje y perfume del cine trans

El perfume del cine adulto

Allá a mera mitad de los noventa, dos salas de cine se reabrieron en Managua. El lobby se llenó de un tufo desinfectante a perfumes, cosa más propia de un teatro que de un cine, y descendieron las Damas y los Caballeros de sus troopers para ver una pacotilla de realismo mágico, transcrito, casi transpirado por una novelista chilena.

La película era, por supuesto, La Casa de los Espíritus, en una transposición al star system donde se lucían Meryl, Winona, Glenn, Jeremy y Antonio. Era un ejemplo más del «cine adulto» (de ahí los perfumes), verbosamente paisajístico, trabajosamente entregado al clímax dramático.

Que algo comenzaba a cambiar para el anónimo espectador managüense no lo dieron a entender los efectos telekinéticos que desarrollaba Meryl, sino los celulares que interrumpieron a las Damas durante la película. Las llamaban del gimnasio, del supermercado o del aposento, esos sitios tan orondamente existenciales.

Hasta el momento era la pornografía la única instancia que hacía vivir al proyector en Managua. La sala Chaplin tenía funciones diarias a mediodía. Otras salas como el Aguerri o el Tetel, a pesar de lo raídas, se llenaban de gente por demás ambigua en las tandas nocturnas.

En un cambio de funciones muy cómico, las salas de cine pasaban a veces de centros de pornografía a iglesias donde se adoraba a un desesperado y fanático dios protestante.

Pero con la apertura de los cines para Señoras y Señores, se erradicó la posibilidad de confundir al cine con las musas porno y los instintos onanistas, de reincidir en el fanatismo teológico que suplantaba al sueño del siglo (el cine) por el sueño del milenio (el cristianismo). Una neo-era audiovisual había comenzado en la discretísima Managua.

Estética del cine trans

¿Pero qué cine era ese del perfume, los celulares, el sonido dolby stereo surround y las palomitas de maíz? Era el cine trans antes que el cine post. Lo post cinematográfico quedaba reservado para los coleccionistas y supersticiosos, para los elitistas y snobs. Eran esos muchachos y muchachas que meditaban según Jim Jarmush (director neoyorquino) o guardaban gravedad ante Tarantino, David Lynch o Alan Rudolph.

Pero todo los post, el cine intelectual, de arte, de propuesta o de mortecino aburrimiento, quedó atrás y en sus guaridas. En cambio lo trans, extensión selectiva de lo que las salas de Miami programan, se convirtió en una de las apropiaciones de las clases managüenses con usufructos, empleos y beneficios múltiples.

Por supuesto, no hay que intelectualizar la cosa hasta el extremo que los trans aparezca como una apropiación a nivel de identidad. La identidad fundamental del cine trans, y del espectador trans, ha sido el consumismo, cuando no, y cierta petulante diferenciación con los demás. (Por supuesto, esto es una generalización peligrosa, el solitario y sincero gustador andará por ahí de incógnito.)

Nada de que el cine sea arte democrático, o sentís como en la Florida o no le hayás el gusto a los efectos especiales ni a las palomitas. Cuando el escenario es la ciudad de Miami, como en El Especialista, con Stallone y Sharon Stone, el clímax «juvenil» llega a cierta recomposición porno (cosa de la mímesis) que irrita a los más intelectuales.

La vuelta del pop

Las cadenas Rap años setenta, parecen ser los ilustres predecesores de la nueva ola de salas cinematográficas, tan conceptualmente ideadas y fieles al consumo como los «super» de las gasolineras.

Por una parte- es que los setenta nunca se fueron en realidad, a pesar de una turbulenta década de los ochenta que incluyó revoluciones, caída de revoluciones y triunfo del neoliberalismo. No se fueron porque eran siempre la pistola guardada de lo transnacional cuando todo era enfrentamiento ideológico, Michael Jackson, McDonalds, papas fritas y el Papa Juan Pablo (el Papa más pop de la historia).

Los setenta perduran, con mucha más magia y entereza ahora que antes. El pop ha regresado, amalgamando al rap, la música disco y el rock new wave (por algo un álbum de U 2 se llama POP).

El nuevo pop reinventa al icono Travolta, santifica los ingresos por espectáculo (taquilla), le da nuevo esplendor a la industria Disney y pone en la cola al espectador «independiente», y en una cola de innobles perfumes.

No es que el pop sea una pacotilla ideológica, en realidad produce esplendores de vez en cuando, y Tarantino o Tim Burton, por ejemplo, no se explicarían sin esta dominante cultural. En el pop alcanza asimismo el culto renovado por La Guerra de las Galaxias, el engendro nada despreciable de Luc Besson llamado El quinto elemento, la neoconservadora maravilla virtual de Forrest Gump, etc. El criterio que considera el ambiente cultural pop, no implica necesariamente una crítica sobre sus productos estéticos.

Por otra parte, es el odorizado desempeño neoliberal en un país expoliado, el que convierte en paradoja la «sólida» cultura de las nuevas salas. Como dicen algunos estudiosos, hay una raíz lactante, infantil, neuróticamente escapista en el consumo y su carnaval.

Casi cualquier escapismo es digno de encomio, pero eso de escaparse al supermercado o a Miami, dice mucho de la fragilidad de las clases usufructuarias (post-ricos y neo-ricos de diversas tendencias políticas y religiosas), petulantemente adheridas a la lactancia fabulosa de un reino ajeno.

Desdramatizando espectáculos y recuerdos

Esta visión peyorativa del cine trans, menos que apocalíptica es necesaria para desdramatizar a las Damas y Caballeros que asisten al cine. Antaño, en la era de las participaciones, el cine estuvo, como hoy la t.v., al alcance de casi todos los públicos.

Uno se entrenaba con Tarzán y las colegialas que amaban con el corazón, con el más perfecto perdedor (Robert De Niro) y las geneologías de los padrinazgos y mafiosos (Brando que heredó a Pacino), menos vestidos que ciertos políticos de los clanes actuales.

Sólo en un país tan empobrecido como este (y tan invadido por exiliados y peregrinos) ir al cine se transforma en un drama, con perfume y celular incluido.

El viejo maestro Cajina-Vega creyó toda la vida que el cine era vicio estrictamente para solitarios. Y en algún cuento hizo desembocar al cine de su época en la Managua-como-cloaca que, al parecer, es nuestro anhelo.

Desde entonces, desde los maestros fundacionales, ver cine es desembocar una y otra vez en Managua. No lo han entendido así algunos críticos de cine muy jóvenes que muestran cierto conformismo trans con el cine trans.

No se trata, como es obvio, de volver a unas raíces peligrosamente museográficas y oficiales («por un pedazo de cielo», etc.) La crisis de identidad nacional es más grave y no se cura con patrioterismos al estilo de los «héroes civilistas» y los héroes boxísticos. Los nuevos ambientes audiovisuales requieren de dosis de criterios y crítica, saber apropiarnos de lo global sin diluirnos en el excelente sonido, el efecto especial o la coca cola.

Tus perjúmenes, cine trans

Toda crítica en renca si no se adorna de las virtudes, en este caso de las virtudes del cine trans. En verdad, sin el cine trans no disfrutaríamos ahora de buenas salas y precios prohibitivos, no habríamos admirado Pulp fiction ni Fuego contra fuego. Tampoco habríamos denostado en contra de Forrest Gump, y los Stone (no los Rolling Stone que siguen tocando bien, sino los otros, perversos Stone: Sharon y Oliver). Sería peor no soportan tus perjúmenes, cine trans.

Pero es obvio también que gracias a tu lógica grandilocuente nos perdemos el cine independiente, incluso el norteamericano. Generaciones enteras de jóvenes no conocen el cine europeo, menos el latinoamericano, asiático o africano. Nos empobrecemos de estrenos, a veces con suceso y sin sesos.

Dicen algunos estudiosos que «lo popular» es una fábula. Bien intencionada y todo pero fábula nada más. En Latinoamérica especialmente, a pesar de las trastabilladas y un poco más de las izquierdas, todavía se pueden descorrer cortinas amables hacia la ventana de lo popular.

No tanto esas transtelenovelas brasileñas, sino ciertas regiones de la música y, por supuesto, el ideal de un cine democrático, al alcance del barrio, melancólico y predispuesto a los enamoramientos. Es sólo una fábula, tal vez excesivamente clasemediera, pero que a veces reconforta.

Para finalizar, ¿por qué llamar trans al cine de ahora? Por lo transnacional de su concepción y por lo transpirado de sus perfumes.

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