Guillermo Cabrera Infante
Cine o sardina
Alfaguara, 1997 (6a edición).

CINE O SIRENA


Leonel Delgado Aburto

Un escritor en rebelión frente a las lecturas lineales, predicaba, en contradicción con Descartes, el discurso del no método y el método del no discurso. Tantos años de escuela han hecho que uno se justifique cuando no atiende la línea maestra de los libros gruesos. "He ahí La Novela", dicen autores y editoriales. Mientras el lector se entretiene con una "novela" preocupada por no serlo, o serlo según el orden del lector. Por supuesto, Rayuela, de cuyo autor son las frases que mencione arriba.

Varios libros

Los pasquines (comics transnacionalizados en México), las fotonovelas, las películas y los libros de poemas, exigieron siempre el orden subjetivo del buscador de aventuras que, por supuesto, confía en sí mismo, no en el libro, dando, además, su justo valor al "vago azar" (¿O las precisas leyes?).

Cuentan por ahí de un espectador cinematográfico que se levantó de su butaca en plena exhibición de Pulp Fiction (la aclamada película de Tarantino). Dos rollos atrás John Travolta había muerto. ¡Y ahora aparecía vivo, sin sospechar de su final, dos rollos después! Ciértamente, el pulp fiction, venía de la literatura barata.

Por mi parte, he aplicado sistematicamente, contraviniendo la higiene universitaria, esas lecturas inspiradas en el Minotauro, en las que la fe en las probabilidades sirve de hilo de Ariadna (sí, claro, si el Minotauro no supiera que existe el hilo sería menos dramático su papel), a los viejos y nuevos poemarios, a los últimos comics y a las queridas películas de la memoria, que tienen casi siempre invisible la divisa de Cortázar: este libro es a su manera varios libros.

Cine o sardina

La cultura popular, a propósito, asegura siempre la conducta del azar (¿o el azar de la conducta?) por medio de la cartomancia y los íconos de la chalupa, con su insistencia surrealista: el paraguas, el negrito, la bailarina, y, sorpresa, la chalupa. El azar navega en chalupa, pero tiene a su vez un correspondiente microcosmos. Navega uno un poco más (ya no se sabe en cuál de las chalupas) y da con otro ícono: la sirena, la encantadora de los Ulises atados.

Pero, hablando de mitologías, ¿no será la sardina una sirena enana, enlatada, exasperante al olfato de los gatos, y de reminiscencias ostentosamente sexuales? ¿Será la sardina sólo un destrozo de sirena? ¿Un residuo? ¿Un aborto?

A ese respecto, el librón (517 páginas) de Guillermo Cabrera Infante Cine o Sardina, no deja de resultar perturbador por el poder connotativo de su título, si uno piensa que la disyunción explícita, usando la lógica matemática, resulta ambigua: ¿me quedo con el cine y renuncio a la sardina, o lo contrario? ¿o el cine es una tautología de la sardina, es decir, el que dice cine, dice sardina y viceversa?

Para tranquilizar a cinéfilos, libreros y público en general, Cabrera Infante aclara en contraportada con un cuento:

"En mi pueblo, cuando éramos niños, mi madre nos preguntaba a mi hermano y a mí si preferíamos ir al cine o a comer con una frase festiva: «¿Cine o sardina?». Nunca escogimos la sardina."

Podríamos acotar al cubano-londinense Infante, que si bien no escogió la sardina, la sardina persistió, asunto quizá más de olfato que de memoria. En cualquier caso, tanto los rollos de celuloide como las pescaditas (sí, su género es femenino) son llevados y traídos en latas, otra similitud a tenerse en cuenta.

Quien vino y se fue

La creatividad del lector propiciará que esta lectura de Cine o Sardina sea anticartesiana, aplicando el discurso del no método que apasiona al lector ideal. Cine o sardina: la chalupa o el barco saltando (más bien asaltando) páginas de crítica cinematográfica. No esas reseñitas pálidas para todas las edades. Pues donde se exige el gerber sobran las deidades (¿sirenas? ¿sardinas?).

Tampoco los planos secuencias del semiótico, pues el óptico transgrede el símbolo, ¿lo destroza como destrozan a las sardinas para que alcancen en las latas? Es decir, que la escuela de Cabrera enseña los trozos del ensueño cinematográfico, los destrozos de la enfermedad cinéfila. Y que ahí el buscador anticartesiano encontró un sereno callejón sin salida, lleno de gatos (el olor), y con la pared final lisa y blanca: apta para las proyecciones.

A propósito de la pantalla en blanco, de vez en cuando me entretengo tratando de corporizar La Habana no difunta, en la memoria blanca y vacía. Alcanzan destrozos o retazos de las avenidas y calles, y el olor dulzón de la humedad. La famosa alfombra mágica que levanta al cinéfilo, la cinemateca de la memoria, sin embargo, están para mí situadas en Cuba, a principios de los noventa, a pesar de Fidel y del exilio de Guillermo.

Nestor Almendros, gran fotógrafo de cine, y amigo de Cabrera Infante, insistía en un artículo, que esa Escuela era muestra de que "a los dictadores les gusta el cine". Para mí la alfombra se alzó desde la Escuela (a pesar de los almendros) sólo para reconfirmar una pasión. Mejor dicho dos: Cuba y la noche (cuando hay cine).

(¿O lo contrario, y al estilo del Ciudadano Welles, más conocido como Kane, el espectador ideal de cine no es menos que un dictador de sí mismo, en ese movimiento que el poeta llamó "el holocausto del propio ser"?)

Así que procedí, en los buses y luego en la butaca, a leer a Cabrerita sin remordimientos, y, cuando podía, con el fondo trovadoresco de Silvio Rodríguez quien repetía: "el problema no es de quién vino y se fue o viceversa".

Carne de sirenas (o sardinas)

Este libro está plagado de frases felices que rivalizan (y riman) con la carne de las actrices. Desde Hawthorne y Baudelaire todos los jardines corren el riesgo de parecer atroces. Cabrera Infante, como Darío, "con el cabello gris se acerca (nació en 1929) a los rosales del jardín". El jardín es preferentemente Hollywood, las rosas son stars. Al respecto, Infante suelta esta divisa impía que lo guía en sus crónicas (sobre todo cuando no le simpatizan las estrellas):
"A quienes el cielo quiere destruir primero los hace estrellas."

A su modo, este cubano ha resuelto el dilema ético del crítico secular. Ha optado por la superficie (se sabe que la superficie es la parte fundamental de la pantalla). A propósito, alguien ya dijo que la superficie de los sueños es viscosa y que es ahí donde meditan los filósofos. Claro, faltó añadir que por eso los críticos de cine la evitan, y optan preferentemente por la superficie ilusoria de la pantalla.

De otro crítico, esta vez panameño, aprendí que los públicos son caníbales. Cuando no antropófagos. El cineasta Robert Altman (que no figura, por cierto, en el Indice onomástico de Cine o sardina) lo ilustró en Brewster McCloud con un muchacho que quiere volar, cae en la arena de un circo (en Texas) y se mata. A quien el público voraz aplaude, al final, entre un grupo de actores vivos, no es otro que a su cadáver.

Cabrera Infante se coloca (o se cola) como puede entre ese público. Es la fatalidad de lo secular. No valen las tristes interpretaciones psicológicas, sociológicas, o semióticas del arte cinematográfico. El juego del cine traerá milagros de vez en cuando, pero el rito de pasaje (o estacionaje) exige estar entre el público. Hay que ser voraz como en las revistas de chismografía, pues sólo una superficie tenemos y las latas (de celuloide, de sardinas) están al otro lado.

(Más adelante Cabrera revela que tiene también "su corazoncito". No lo dice demasiado tarde, sino a tiempo para evitarnos la ingenuidad de imaginar bondad ética donde sólo hay cine.)

Orden en la superficie (de la pantalla)
Como en algunas películas, Cabrera abre su libro antes de los créditos. Se trata de una serie de artículos sobre aspectos generales del cine. Es el popurrí (u "olla podrida", según Sancho Panza) ideal. Alcanzan ahí cuestiones como las películas B, Kafka y María Félix. Los actores latinos en Hollywood o las fatales estrellas malas. Una revista profusa que da el tono, mas no el significado, del libro.

Cabrera transgrede la academia animado por el duende sine qua non del "verdadero crítico": el del periodismo. Vivas otra vez a los grandes periodistas que en el mundo han sido. Esos que chismorrean en el vacío (a veces de sus mentes), para la imaginación pragmática del lector. (Todo fiador de los diarios, compra, concibe el periódico como un gigantesco y horrible horóscopo, en donde están descritas las guerras futuras, el remedio del mal aliento y las próximas idas al cine.)

Anótense al menos dos obritas maestras en este popurrí: «La commedia (musicale) e finita!» y «Por quién doblan las películas». En el primero Cabrera luce virtuoso como violinista de Paganini y reconfirma que la felicidad es una comedia cantada, hecha en Hollywood. En la segunda, el agudo polemista de las superficies, sin necesariamente hundirse en los vericuetos más profundos de los mass medias, pero, eso sí, con pasión polémica, critica el vicio (europeo y televisivo) de doblar películas. «Mi madre no me crió en el cine -dice el londinense habanero- para ver películas dobladas».

Un chisme de los sesentas o setentas, repetía que otro autor famoso había dicho de Cabrera Infante, que se dedicaba a hacer burbujas con la literatura. El hoy cervantizado Cabrera, insiste con sus burbujas, tanto como la Coca Cola Company. Claro, aquella crítica conducía fácilmente hacia el desván de las novelonas, en donde no se aprecian en su justo valor los librones de burbujas. Infante no fatigado, revela que incluso con respecto a burbujas, todo depende del cariño y la calidad.

Los muertos y los injertos

Si ver cine es observar una superficie, la biografía del o la star, no puede ser menos que una bruñida carroña, nadando, como dios padre al principio, en la superficie de las aguas, y alimento fundamental de los zopilotes críticos. El mundo del cine es demasiado real como para no representar la degradación. Pero, cuidado, que la moral del cronista es la del detective privado. Quizá masculle a lo Humphrey Bogart citando a alguien que citó a Shakespeare: "Yo no soy el príncipe Hamlet".

En efecto, el éxtasis caníbal del espectador que se place en la degradación de la estrella, es visible en la parte segunda de Cine o sardina (¿o Cine o carroña?). Se llama, como era de esperarse, Biografías íntimas, trata de biografías de otros sobre estrellas de Infante, y aunque cuenta con cuatro artículos únicamente, es, luego del popurrí anterior (muy musical), crucial estación en la katarsis del lector (en vez de música, esperpento y tragedia), que después de esta parte abandonará o amará el libro para siempre.

Cabrera no disimula, si no al contrario, su disgusto y odio por estrellas como Katherine Hepburn ("solía darse seis duchas al día y sin embargo siempre tenía las uñas sucias de mugre"), Judy Garland ("nació en un baúl donde se jorobó y quedó jorobada en un baúl para siempre") y Marlene Dietrich ("Declarada bisexual tuvo amantes hombres pero casi siempre actores..."). El disgusto, el odio, se sabe que son formas distraídas y enfermas de la atracción.

Esas actrices devienen en genios decimonónicas, enfermas de época, al mejor estilo de los Baudelaire, Chopin y Verlaine anteriores. "Traslúcidas al asco" como las anémonas que vio el poeta, almorranas de Hollywood. Pero, insisto, Cabrera no condena proféticamente en aras de una salvación (como hace por ejemplo el padre Cardenal en la "Oración por Marylin Monroe"). Cabrera es del público, y es en sí el público más privado, con los amores y odios en blanco y negro, flotando en la superficie.

El espectador como estrella

La vida, como los besos, está cerca del mordisco. En la tercera parte de Cine o sardina los amigos han muerto. Pero la muerte mastica a los amigos de forma menos escandalosa que a las estrellas. "Yo tengo un amigo muerto que suele venirme a ver", dice Cabrera citando a Martí. Cabrera es el poeta de las cinematecas, imposible de encontrar en las antologías como versista o versiculista.

A propósito, el cine es el arte del siglo, entre otras cosas, porque ningún arte puede contar aquí y ahora sus ritos iniciales, fundar una cinemateca, por ejemplo.


Se trata de un artículo inconcluso (exudado, casi mártir). Pido disculpas al eventual lectora o lectora. Lo publico porque las tesis centrales me parecieron plausibles. LDA
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