Me
llamo Lakuta le kipa. Lakuta es el nombre de un pájaro
y kipa quiere decir mujer. Cada yagán lleva el nombre del
lugar donde nace, y mi madre me trajo al mundo en la bahía
Lakuta. Por eso me pusieron por nombre Mujer Lakuta. Así
es nuestra raza, somos nombrados según la tierra que nos
recibe. Pero ahora todos me conocen como Rosa, porque así
me bautizaron los misioneros ingleses que vinieron a enseñar
su religión a nuestra tierra.
Soy
la última de la raza de Wollaston. Los wollaston eran una
de las cinco tribus yaganas. Cada una de esas tribus vivía
en distinta parte en las islas al sur de la Tierra del Fuego,
pero todos éramos dueños de la misma palabra, todos
hablábamos la misma lengua. Ahora han muerto todos y sólo
quedo yo, que ya estoy vieja.
No
sé cuando nací. Cuando era pequeña vivía
con mi papá y mi mamá. Los acompañaba a pescar
y a matar nutrias. Mi papá tenía una canoa grande,
hecha de un tronco escarbado con hacha y una tabla encima, para
que no entrara el agua. Ni un poco se filtraba, pero ¡cómo
se movía! Las guaguas íbamos en la parte de atrás,
envueltas con ropas que nos daban en la misión. No nos
podíamos mover.
-Que
no se levanten los chicos a mirar el fondo del mar. Porque puede
venir una cosa mala -decía mi padre.
Por
eso nos quedábamos quietos y no podíamos jugar.
Siempre había fuego en la canoa para calentarnos. Lo prendían
sobre arena y yerbas y el calor se sentía de proa a popa.
Pero yo pasaba mucho frío. Mi mamá remaba y mandaba
a bordo.
Nadie
sabía nadar, porque ya se estaban perdiendo las costumbres
de los antiguos. Por eso, cuando se hundía una canoa ¡al
fondo se iban todos! Nunca salíamos cuando había
marejada, pero a veces nos pillaba el mal tiempo en medio del
canal y yo me asustaba mucho.
En
tierra siempre encontrábamos un lugar para acampar y ahí
armábamos nuestro ákar. Sólo teníamos
que levantar las varas de la tienda, que eran largas y se juntaban
en la parte de arriba, y luego taparlas con las telas que nos
daban en la misión. Adentro prendíamos un fuego
y nos quedábamos comiendo mariscos. A la hora de dormir
nos tapábamos y sentíamos un lindo calorcito que
desparramaba la fogata por todo el ákar.
Así
íbamos de una isla a otra, buscando en la naturaleza lo
que podíamos comer. Por eso éramos más sanos
que los hombres de hoy, que son tan políticos para comer.
No éramos nada tontos. Ni hablar de lo rico que es el lobo
de mar chiquitito, bien asado y con sal y otros condimentos. El
aceite de lobo también es muy bueno. Si se toma frío
engorda mucho y ayuda a mantener el calor. Los pájaros
de la playa son muy sabrosos de comer.
A
mi me encantaba el challe y una vez me enfermé. Amanecí
con tremendo dolor de cabeza y mi madrina tuvo que sanarme. Agarró
una rama de chaura y la puso sobre mi cabeza, haciendo "juuuuuummm"
con la boca hasta que la enfermedad pasó.
A
veces iba con mi madrina y mi mamá a cazar pájaros
cuando estaba oscuro. Nos subíamos a la canoa y nos acercábamos
sin hacer ruido a las barrancas donde vivían. Las dos levantaban
sus palos con fuego para encandilarlos. Caían varios dentro
de la canoa y ahí mismo los matábamos.
En
el tiempo del verano siempre habia huevos. Comíamos tantos
que nos quedábamos dormidos de llenos.
Después
de comer, esperábamos que el mar se calmara y partíamos
otra vez. Así era nuestra costumbre, como los gitanos.
Y hasta hoy me gusta andar en canoa de un lado a otro, porque
así es la naturaleza de mi raza.
Cuando
apenas caminaba me quisieron llevar a la escuela de los ingleses,
en la misión de Tekenica. Ahí llevaban a todos los
chicos aunque tuvieran padre y madre, para que aprendieran. Mi
mamá me contaba que a las mujeres les enseñaban
a hilar y a tejer, y que cuando hacían mal su trabajo,
las hacían sacar los puntos para que aprendieran bien.
Pero cuando llegó mi tiempo de estudiar, ya no había
escuela ni enseñaban a tejer porque no hacía falta.
Los niños y los chiquillos que iban a la escuela empezaron
a morir de golpe, casi al mismo tiempo, como si los estuvieran
envenenando. Era alguna enfermedad que los atacaba, tal como ahora
llega alguna tos mala y agarra a muchos; sólo que entonces
no había doctor ni vacunas.
Por
eso no fui a la escuela.
En
esa época ya andábamos todos vestidos con la ropa
que nos daban los misioneros, ya teníamos todos zapatos.
Los antiguos no eran así, ellos andaban pelados. Sólo
se ponían un cuero muy pequeño de nutria o de foca
sobre la espalda. Por eso eran más sanos, no sentían
frío ni siquiera cuando había nieve. Nosotros, en
cambio, usamos tanto trapo y nos morimos más que antes.
Antes,
en el invierno, cuando caía mucha nieve, las mujeres se
divertían haciendo bolas con las manos y correteándose.
También inflaban el estómago de un animal y lo tiraban
de un lado a otro como pelota. Era muy entretenido, decía
mi madre. Pero yo no alcancé a jugar así, porque
ya no había niños que jugaran conmigo. Ya nos estábamos
acabando.
Cuando
había mal tiempo, los ancianos se juntaban en el ákar
y contaban sus historias junto al fuego. Ellos me contaron que
el arco iris que está en el cielo se llama Watauineiwa.
A él le piden favores los hechiceros yaganes y también
todos los que necesitan algo porque Watauineiwa no castiga, sólo
ayuda. Si uno mira al cielo cuando sale el arco iris, puede ver
uno pequeño junto al más grande. El pequeño
se llama Akainij y es hijo del otro. Los dos son lo mismo.
Cuando
hay tempestad se le pide que venga la calma. Si hay un niño
huérfano, sin padre y sin madre, las personas que lo cuidan
lo llevan ante Watauineiwa y Akainij para que hable y les pida:
"Yo
estoy solo, no tengo padre, no tengo madre, no tengo hermano",
les dice el niño huérfano.
Watauineiwa lo ayuda. Al otro día amanece en calma para
mariscar. Se puede salir en la canoa y no falta alimento. Es como
si el niño hubiera pedido perdón para que todo está
bien en la tierra y termine el mal clima.
Cuando
había mal clima los hechiceros también salían
de su ákar para rogar que mejorara el tiempo.
A
los yaganes les dijeron que Watauineiwa es como el padre de Jesucristo
y Akainij, su hijo. Así me contaron. Rezarle al arco iris
es rezarle a Jesucristo.
"Matahuakaiak
, ayúdanos" le decían.
Hoy
día ya nadie cree en nada. A veces me pregunto cómo
los antiguos sabían tanto, porque andaban pelados y no
iban a la escuela. Pero aprendían porque hablaban con Watauineiwa.
Tiempo
después nos fuimos a vivir a la misión, en el pueblo
de Douglas, con los ingleses. Ya no anduvimos más por ahí,
mariscando y pescando. Los ingleses nos daban casas para vivir,
pero las viejas no se acostumbraban. Querían su ákar,
les gustaba vivir según la naturaleza de la raza.
Todas
las mañanas tocaban la campana para avisar la hora de ir
a la iglesia. Chicos y viejos teníamos que ir durante la
semana y también el domingo. Los que sabían leer
inglés rezaban con un librito. Una veterana estaba enojada
todo el tiempo.
-¡Clavaron
a Jesucristo! -decía indignada.
Los
sábados nos repartían víveres. No nos faltaba
la carne porque ya había muchas vacas en Navarino. También
abundaban los guanacos. Su carne es rica y su grasa es buena para
hacer sopaipillas.
Los
hombres iban al monte a trabajar la leña y las viejitas
los mandaban a mariscar. Míster Williams, el misionero,
les pedía erizos, cholgas, centollas y a cambio les entregaba
alimentos. Mis paisanos partían con sus canoas de tronco
o sus chitas para agarrar a los animales del mar. Eran muy inteligentes,
podían fabricarse todo lo que necesitaban para vivir.
De
vez en cuando llegaba un barco desde Inglaterra, con regalos para
los yaganes. En Navidad nos tenían que dar ropas y frazadas.
Eran muy lindas las que yo tenía.
Llevábamos
poco tiempo en Douglas cuando mi padre murió ahogado. Fue
por el licor que habían importado unos rancheros. Una paisana
robó unas botellas y partieron hacia Douglas con una canoa.
Iban mi abuelo, mi padre, otro hombre, la ladrona y Keity, una
bonita mujer yagana. Mi padre estaba tan enamorado de ella que
iba a dejar a mi madre para irse con ella, pero el otro hombre
también la quería. Les faltaba muy poco para llegar
a Douglas, estaban ya cerca de la orilla cuando empezaron a pelear
mi padre y ese hombre y la canoa se volteó. Mi abuelo y
mi padre murieron ahogados por tomar esa grapa. Pobres.
Todos
fuimos a verlos. Estaban tirados en la playa. Lloré cuando
vi a mi padre y ahí me quede sentada a su lado, llorando
y mirando. De Mejillones y otros lados empezó a llegar
la familia. Eran muchos. Tenían que hacer su duelo yagán.
Tomado
del libro Hijos de la Primavera: vida y palabras de los indios
de América;
F.C.E., México 1994 pág.175